Jueves por la noche

Una vez en la calle, Aimée se ató el cinturón de su abrigo de piel. Las palabras de Zoe le habían causado una honda impresión. No era de extrañar que evitara a las autoridades. Su historia no parecía ayudar, pero por lo menos había admitido que escuchó palabras en corso. Aimée examinó el callejón. No había ningún tipo con plumífero.

¿Cómo podía advertir a Cloclo de que su «estación» estaba siendo vigilada?

Aimée subió las escaleras hasta la place des Abesses. Allí vio grupos de CRS vestidos con buzos azules, armados con subfusiles Uzi y patrullando a pie por las calles. Definitivamente, esto quería decir que existía una amenaza terrorista. Sintió una opresión en el pecho. ¿Qué estaba ocurriendo?

Entró en un café en el que hacía buena temperatura y cogió un periódico para ver si podía averiguar algo. Se sentó junto a la ventana con vistas a las escaleras que llevaban al callejón, un lugar privilegiado desde el que vigilar a Cloclo.

Frotó el cristal empañado con su mano enguantada. La asaltaron nuevas preocupaciones. Cloclo albergaba cierto rencor hacia el tipo «grosero», ese al que Zoe Tardou acababa de describir. Podría decir algo para librarse de él. Sin embargo, si Cloclo hablaba con él, Aimée estaría lista y a solo unos metros de distancia.

Varios jóvenes, desempleados a juzgar por la hora del día, jugaban al futbolín. Aimée pidió un croque-monsieur a una camarera con rosas rojas tatuadas en el brazo.

En la calle, los transeúntes se apresuraban en la luz gris del atardecer y se ocultaban tras los decadentes edificios de piedra. La niebla se posaba sobre los escalones. Aimée trató de evitar la mirada depredadora de un hombre vestido con vaqueros negros y un jersey azul de cuello cisne que estaba al lado del futbolín. Tamborileó con los pies siguiendo el ritmo de la emisora de música tecno y abrió el periódico. En los titulares leyó: «La policía antiterrorista descubre explosivos atribuidos a la Armata Corsa».

Sintió que se le tensaban los hombros. Eso explicaba la presencia de los CRS afuera en la plaza. Durante un momento sintió miedo. ¿Otro edificio minado con explosivos?

Leyó el artículo: «Hoy una unidad especial antiterrorista que actuaba a partir de un soplo, ha encontrado un detonador y explosivos en un edificio oficial».

Una foto con grano mostraba el detonador desactivado.

Siguió leyendo:


Desde 1975, Córcega ha sufrido casi diariamente tiroteos con ametralladora y otros ataques de un pequeño, pero activo movimiento nacionalista. Los objetivos favoritos para los ataques terroristas hasta ahora habían estado localizados en la isla de Córcega, y rara vez en Francia. La mayoría de los atentados han sido diseñados para minimizar los riesgos en vidas humanas a la vez que se maximizan los daños materiales. Las explosiones ocurren de madrugada cuando los edificios no están ocupados. Los terroristas corsos han atentado contra comisarías, edificios del Gobierno francés y contra propiedades en la isla de personas que no son corsas. Extorsionan fondos a los que son de fuera a través de la imposición de un «impuesto revolucionario» y castigan a los que no pagan. Las fuentes no han revelado qué edificio gubernamental constituía el último objetivo y solo han admitido que se ha descubierto una tête de Maure, un símbolo separatista que representa una cara negra con un pañuelo blanco. Se están estudiando posibles conexiones con un comando de la Armata Corsa que se sabe que opera en el distrito 18. Fuentes del ministerio indican que se trata de un intento de poner en ridículo al Gobierno francés y presionarlo para que negocie con las bandas mafiosas fraticidas que se han subido al carro de los separatistas.


La tête de Maure, como en el cartel que había visto en algún sitio. Y Yann había dicho que Lucien era miembro de la Armata Corsa.

Por lo que sabía, Córcega tenía que seguir siendo parte de Francia no solo por la seguridad de las segundas viviendas a lo largo de sus cristalinas playas, sino también por ser una conveniente base militar. Un estratégico centinela en el Mediterráneo, sede del Mirage 4, el avión que transportaba la bomba atómica.

Sus pensamientos volaban. Tomó su libreta y escribió lo que sabía hasta el momento. Zoe Tardou había reconocido a un hombre en el tejado que hablaba en corso sobre los planetas y sobre trenes antes de que Jacques, que era medio corso, fuera asesinado. Jacques tenía relación con Zette, el dueño del bar al que mataron. Las manos de Laure portaban restos de pólvora con un alto contenido en estaño. Los planos de un ataque fallido a la Mairie en el distrito 18 habían sido encontrados cerca del lugar donde mataron a Jacques.

¡Nada cuadraba! Y, sin embargo, apestaba. Peor que la leche agria. ¿Habría Jacques involucrado a Laure, sin que ella lo supiera, con una banda de separatistas corsos? ¡Ojalá Laure recobrara la consciencia! Pero, si lo hiciera, ¿qué respuestas tendría?

El artículo del periódico indicaba que un comando separatista corso operaba en Montmartre. Sacó de su bolsa el cepillo de pelo con una minigrabadora en el mango. Uno de los juguetes de René; le encantaban los cachivaches.

¿Habría funcionado?

Cogió un palillo del recipiente de cerámica que estaba sobre el papel blanco que cubría la mesa y lo introdujo en el agujerito del rebobinado: un suave brrr. Luego lo introdujo en el play. La voz de Zoe Tardou se mezcló con los gritos de los que jugaban al futbolín. Aimée rebobinó y volvió a escuchar la conversación: «tren… buscando», los nombres de los planetas. ¿A qué se referiría?

Para cuando llegó su croque-monsieur, una frugal invención de los bistrós, había copiado todo en su libreta. El pan del día anterior se remojaba en huevo y se freía con una loncha de jamón, queso fundido y salsa besamel. Una comida sustanciosa para un día de invierno. Puso el mapa del edificio de Zoe Tardou y el del patio, andamios y tejado del de Paul sobre el mantel de papel y añadió el contenedor en el que Yann Marant había encontrado el diagrama.

Sonó su teléfono móvil.

Allô?

– Ese tipo acaba de pasar a mi lado -dijo Cloclo-. Hace veinte minutos.

Demasiado tarde. Aimée no la había visto llegar.

– ¿Dónde está, Cloclo? No la veo en la calle.

– Un servicio a domicilio para un viejo cliente -dijo-. Estoy en Goutte d'Or. En la rue Custine donde se junta con la rue Doudeauville.

O, como dijo un político: «Donde los «bobos» burgueses bohemios se encuentran con los boubous, los trajes llenos de colorido de los inmigrantes africanos».

– Así que se ha ido.

– No si la parrilla del kebab todavía funciona -dijo-. Ha entrado en el Kabab Afrique. Hay una cola larga que sale a la calle.

– Cloclo, la están vigilando -dijo Aimée.

– Los hombres me pagan para eso, ya sabes.

– Estoy hablando en serio. Tenga cuidado. Trabaje en otra zona durante unos días.

Vraiment? -Aimée escucho una carcajada gutural-. No me vendría mal un poco de sol. Mentón, Cannes, o ¿qué tal Cap Ferrat?

– ¿Puede describir al tipo? -Dejó unos francos sobre la mesa.

Justo entonces, el hombre que había estado comiéndosela con los ojos se acercó y la tomó por el codo.

– ¿Una copa? -preguntó-. Me privan los ojos grandes y las piernas largas.

Ella conocía a los de su calaña; si lo dejaba, lo tendría encima de ella como un sarpullido.

Desolée, a mí me ocurre lo mismo -sonrió-, pero lo que me ocurre es que a mí me priva un cerebro entre las orejas.

Cogió el abrigo.

– ¡Oh! ¿Dejas que se escapen las faldas? -se reía uno de sus amigos mientras ella salía del café.

Salió corriendo a la calle mojada con el teléfono pegado a la oreja.

– Como un… -a Cloclo le temblaba la voz- ese lagarto que cambia de color.

Pensó que un camaleón cambiaba para adecuarse al entorno.

– ¿Por qué dice que es un camaleón, Cloclo?

– … Pelo negro y patillas hoy, chaqueta de cuero…

– Tenga cuidado, Cloclo, en serio…

La comunicación se cortó.

Por lo menos, Cloclo estaba trabajando en otro lugar ahora y le había proporcionado una descripción. Bajó corriendo las escaleras del metro, validó el pase y se unió a una mujer que leía Le Fígaro mientras esperaba al tren. Si conseguía realizar el trasbordo de trenes adecuado, podría llegar a tiempo al sitio del kebab.

Cambió de línea una vez y salió en la estación de Château Rouge al cabo de siete minutos.

Bajo el débil sol del atardecer que se filtraba a través de un claro abierto entre las nubes, vio puestos cubiertos por toldos que vendían todo tipo de plátanos: cortos, gruesos, verdes, amarillos, rojos y también plátanos machos. Hombres que vestían largas djellabas se encontraban de pie, al lado de cajas de cartón vueltas del revés sobre las cuales estaban expuestas a la venta cintas y aparatos de vídeo «usados». Las coladas ondeaban al viento, colgadas de las barandillas descascarilladas de los balcones suspendidos de edificios con grietas. Según avanzaba por la calle, mujeres que vestían boubous de vivos colores gritaban «Iso, iso», anunciando maíz tostado en bolsas de plástico. Varias tiendas de vuelos baratos anunciaban ofertas, por ejemplo París-Mali por dos mil francos, en carteles escritos a mano.

Viendo el quartier pensaba en una medina árabe con su laberinto de callejones entrelazados, el perfume de las naranjas y los gritos de los vendedores ambulantes. Se encontraba en la Goutte d'Or, «la gota de oro», en la otra cara de Montmartre, llamada así por los viñedos que una vez cubrieron la ladera. Después de 1918, los soldados norteafricanos reclutados para la I Guerra Mundial encontraron alojamiento barato en esta zona con vistas a las vías de la gare du Nord. Y la tradición continuaba; seguía siendo una zona barata y aún más deprimida, rebosante de africanos, árabes y otros segmentos del «tercer mundo», según los derechistas conservadores y los bobos invasores.

Aimée analizó la calle mientras vigilaba el bloque donde se encontraba el Kabab Afrique.

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