René se paseaba sobre las desniveladas tablas del suelo en el exterior del apartamento de Paul. Polvo de escayola se desprendía de la pared y un olor a moho se filtraba por la claraboya. Por lo menos no tenía que vestirse de Toulouse-Lautrec. Ahora mismo desearía tener una copa de ron caliente que le diera valor.
Había dejado otro mensaje en el teléfono de Aimée. Solo le había contestado el buzón de voz. Oyó que las escaleras crujían y subió una mujer de treinta y tantos años con el pelo teñido de henna sujeto con un pasador verde. Sus ojos le recordaron a los de Paul. Vestía una falda larga negra y un poncho, y llevaba una bolsa de la compra llena de botellas de vino.
– ¿Qué desea? -preguntó en un tono desabrido.
– Madame, conocí a Paul…
– ¡Ah, el actor! Paul me ha hablado de usted -interrumpió-. Escribió una redacción maravillosa gracias a usted.
René dudó. Le gustaría que Aimée estuviera con él.
– La verdad es que esperaba poder hablar con usted y con Paul.
– Quizá otro día -contestó ella.
¿Qué debería hacer? Ella estaba haciendo un esfuerzo por encontrar la llave mientras sostenía la pesada bolsa.
– Deje que la ayude -dijo él.
– Non, merci, puedo arreglármelas.
– ¿Le importa que espere a Paul?
– ¿Por qué? -la sospecha nublaba su mirada.
René retrocedió.
– Hay un asunto importante…
De repente, su rostro mostró una expresión de pánico.
– Nos está vigilando, ¿verdad? De los servicios sociales.
– Para nada -dijo René sorprendido.
– Conozco a los de su tipo. Colándose en nuestra vida. ¡Quiere quitarme a Paul!
– Tranquila, madame -dijo él desesperado-. Míreme. No sé nada de los servicios sociales ni nada parecido. Lo que sé es que Paul es un chico listo. Inteligente, con talento, pero tímido.
Una cierta sombra de vergüenza cruzó su rostro.
– Es tímido, oui. Es culpa mía, ¿verdad? Eso es lo que usted dice.
– Tenemos que hablar de algo. Por favor, hablemos dentro, no en el descansillo.
– ¿Hablar? Tengo la casa hecha un asco. -Ella dudaba.
– Tendría que ver la mía.
Pinchándola un poco más la persuadió para que entraran. Para cuando acabó de ayudarla a retirar los platos de la pequeña mesa, se estiró, aclaró dos vasos y los puso sobre la mesa, la cadera le estallaba de dolor por culpa del frío. No había calefacción en el pequeño apartamento de una habitación con el techo abuhardillado. Pero estaba ordenado a pesar del sofá cama, el escritorio y las sillas de época desparejadas que se apretaban en el espacio.
– Hace frío, ¿eh? -dijo.
Ella señaló la cocina y sacó las cosas de la bolsa.
Poniéndose de puntillas, giró el mando del pequeño horno de gas. La luz piloto azul parpadeó, siseó y prendió. Abrió la puerta y salió una bocanada de calor.
El último capítulo del manual para detectives decía que había que «establecer una relación, no parecer amenazante». Ansioso por desarmarla, René comenzó a hablar.
– Esas escaleras son una buena subida -dijo-. Quiero decir, para alguien como yo -añadió mientras contemplaba cómo ella se servía vino de una botella sin etiquetar. Parecía vino tinto de garrafa con un sedimento viscoso en el fondo-. En mi anterior apartamento yo también tenía una buena subida. ¿Lleva mucho tiempo aquí, madame?
– Llámeme Isabelle -dijo ella-. Puede ahorrarse la charla.
Sobre el papel parecía muy fácil, pero la vida real era mucho más difícil. René se dio cuenta que los consejos del manual para detectives tenían sus limitaciones.
– El padre de Paul se marchó cuando él nació. -Apuró el vaso-. Nos hemos cambiado de sitio, pero siempre en Montmartre.
– Tiene usted suerte, la vista es fabulosa. -Señaló la gran ventana con cortinas de encaje.
Ella posó los codos sobre la gastada mesa y pareció relajarse.
– No sé de qué quiere «hablar», pero le sugiero que me lo diga.
– Es mejor si lo hablamos todos juntos: usted, Paul y yo -repuso él, tratando de ganar tiempo.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó.
Más le valía ir al grano.
– Paul me dijo que vio el tiroteo de la otra noche en el tejado -dijo René.
– ¡Está usted loco! Paul se inventa las cosas. Tiene una imaginación muy poderosa.
– Vamos a averiguarlo. Se lo preguntaré de nuevo en su presencia. Todo lo que diga será confidencial.
Ella se sirvió otro vaso de vino y se dio cuenta de que René no había tocado el suyo.
– ¿Demasiado bueno para beber conmigo en mi mesa?
Prefería tomar vino con las comidas y no con el estómago vacío, pero sabía cumplir con su deber.
– Para nada, Isabelle. -Bebió un sorbo. Tenía un aroma como a nuez tostada. No era una mala manera de entrar en calor-. ¿Un Merlot envejecido?
Ella asintió.
– Isabelle, estoy seguro de que está usted preocupada -dijo al tiempo que le entregaba una tarjeta; gracias a Dios llevaba una encima-. Paul dice que hubo dos disparos de pistola. Si presenta esta prueba a su abogado, exculparán a un agente de policía inocente.
– ¿Policía e inocente? ¡Será una broma!
Cuando estaba a punto de decir que se trataba de una mujer, René se detuvo.
– ¿A qué se refiere?
– Ese exigía dinero a cambio de protección.
– ¿Quién? ¿Jacques Gagnard? ¿El hombre al que dispararon en el tejado?
– Mire, esto no es asunto mío -espetó ella-. Olvide lo que le he dicho.
– ¿Cómo sabe que el flic era corrupto? -preguntó él mientras apoyaba la pierna que le colgaba en la barra de la silla para aliviar el dolor de la cadera.
– No es ningún secreto si haces la calle o tienes un bar con tragaperras -dijo ella encogiéndose de hombros.
René pensó: como el bar de Zette en la rue Houdon. Puede que Aimée hubiera dado en el clavo después de todo.
– Necesito más que eso. Es vital: una policía es sospechosa de haber matado a su compañero.
– Como si me sorprendiera -repuso Isabelle, con una breve carcajada que pilló a René por sorpresa.
Hablaba de forma más coherente. Tras beber el vino, parecía estar más lúcida. Algunos bebedores eran así. Y luego llegaba la pérdida de conocimiento.
– Su hijo vio que mataban a un hombre. Ocurrió justo enfrente de ustedes.
Ella apuró el contenido del vaso.
– Fueron disparos reales, no la tele. ¿Se ha dado cuenta de que su hijo pudo haber sido herido por una bala perdida?
Ella desvió la mirada.
¿Cómo podía llegar hasta ella? Bebió otro vaso de vino al tiempo que deseaba que no le doliera tanto la cadera. Volvió a servirle a ella.
– Isabelle, digamos que este flic era corrupto y uno de sus contactos se enfadó y le disparó. Necesitamos su ayuda para encontrar al culpable.
– Está usted trabajando de forma clandestina, ¿verdad? Alguna unidad especial de investigación.
René bebió un trago largo y asintió. Mejor que pensara eso.
Isabelle miró al frente fijamente y luego lo miró a los ojos. Se retiró un mechón de pelo rojo detrás de la oreja y suspiró.
– Hubo tres disparos. Yo lo vi todo.
– ¿Tres? -René sintió que se le revolvía el estómago. Lo que no sabía era si era por el vino o por sus palabras, pero no importaba-. Paul dijo…
– Paul no vio el tercero. El último disparo -repuso ella, negando con la cabeza.
– ¿Vio usted al que disparaba?
– No quería que Paul se metiera en líos, ¿entiende? -dijo Isabelle.
Negociar, tal y como decía el capítulo ocho, página 87. Los testigos reacios intentarían negociar. Muéstrate de acuerdo, pero consigue tu objetivo.
– Si usted estuviera dispuesta a tener una reunión con el abogado y testificar, podemos mantener a Paul al margen.
– Entonces, ¿trato hecho, hombrecito?
En toda su vida nadie que le había llamado así había salido bien parado.
– Cuente con ello. Y me llamo René.
Ella retiró a un lado su vaso de vino medio vacío.
– Et donc, René, yo estaba aquí sentada escribiendo a mi tío para pedirle ayuda. Paul estaba dormido en la alcoba detrás de las cortinas. O por lo menos eso creía yo. Por eso me di cuenta. Afuera estaba oscuro, como la boca del lobo; se avecinaba una tormenta. Entonces, de repente, vi que algo brillaba en el tejado justo frente a mi línea de visión. Oí un fuerte chasquido, como un disparo. Me asusté tanto que derramé la tinta -dijo señalando una mancha difusa sobre la superficie de la mesa.
– Siga -le animó él.
– Sobre el tejado veía que se movían figuras oscuras. Bajé el volumen de la radio. Al cabo de cinco minutos, puede que más, vi otro resplandor.
Tenía sentido. ¿Habían tendido una trampa a Laure, usado su pistola para disparar a Jacques y luego habían vuelto a poner la pistola en su mano para volver a disparar?
– ¿Cuánto de eso había bebido, Isabelle? -preguntó al tiempo que señalaba las botellas verdes vacías que estaban en el suelo al lado del frigorífico.
– Recibí mi cheque el martes.
– Y eso, ¿qué tiene que ver con…?
– El lunes no tenía dinero, René. Estaba pelada. Paul necesitaba comida -dijo-, pero compro provisiones suficientes cuando recibo mi cheque. Siempre. Luego puedo gastarlo en mis amigas.
Él miraba las botellas con atención. Para una mujer solitaria, el vino era un amigo.
– Este chico mío es como un mono. Todo el rato está subiéndose al tejado. La culpa es de ese viejo tonto de abajo que deja que Paul le ayude -dijo-. Oí el chirrido de la puerta al abrirse y luego vi el tercer resplandor. Paul puso la mochila de la escuela sobre la mesa y fue despacito hasta la alcoba de dormir. Vaya, esté usted seguro de que le eché un rapapolvo. Le dije que tendríamos problemas si abría la boca y él prometió que no lo haría, después de que yo le metiera el miedo en el cuerpo.
Había algo que preocupaba a René.
– Si miraba con disimulo desde su ventana y estaba tan oscuro, ¿cómo pudo distinguir las figuras?
– Antes de que la tormenta llegara a su apogeo, pude distinguir formas. Había dos figuras oscuras.
– Isabelle, piense en lo que parecía desde el otro lado. Si tenía la luz dada, ¿no podrían haberla visto?
– Dejo encendida la luz de encima del fregadero para no molestar a Paul -dijo-. Con poca potencia, mire, así. -Se levantó y apagó la luz del techo. Un suave resplandor rosado bañó el rincón-. Yo podía ver lo que ocurría fuera, pero aquí sentada no podían verme.
René miró su reloj y se puso tenso.
– Es tarde. ¿No tendría que estar Paul ya en la cama? ¿Dónde está?
– Escondido, como siempre. Pero, antes o después, siempre vuelve a casa.
– Isabelle, podría estar en peligro. ¿Ha pensado en eso? ¿Estaba la luz encendida cuando puso la mochila sobre la mesa?
Su mirada cambió de expresión. Se le había ocurrido algo.
– ¿Qué pasa, Isabelle?
Ya fuera por el vino o por el calorcito que se desprendía del horno, o por las dos cosas, se frotó la mejilla y se mostró dispuesta a dar más información.
– El tipo ese preguntó a mi vecino por Paul. Es tosco, arrogante y se abre paso a empujones en el quartier. ¿Por qué buscaría a Paul?
René sintió que le daba un vuelco el corazón.
– Puede que Paul se esté escondiendo de alguien. Igual por eso llega tan tarde.
O igual lo habían cogido. ¿Dónde diablos estaba Aimée?
Ella agarró el vaso de vino. Le temblaba la mano, derramó rojas gotas sobre la mesa. René pensó que eran igual que la sangre.
– Tendremos que cambiar de piso -dijo ella.
– No pueden escaparse -le dijo él-. Llamen a la policía.
– ¿A la policía? No.
– Si él está en peligro, tendrá que hacerlo. Cuando lo encuentren, puede contar al abogado lo que sabe y los dos estarán seguros. Se lo prometo.
Por lo menos eso esperaba.
Ella dudaba.
– Me mantengo lejos de los flics, estoy fichada.
– No importa lo que ocurrió en el pasado -repuso él-. Piense en Paul.
En su rostro podía ver la lucha por la que estaba pasando.
– Podría venir a casa en cualquier momento.
René esperaba que así fuera. Si no, tendría que buscarlo.
– Ahora dígame dónde podría estar escondido.