El jersey mojado de Nathalie Gagnard se pegaba a su piel. Tenía la mano mojada por haberse tocado las mejillas. Estaba llorando y ni siquiera se había dado cuenta.
La luz de la farola de la calle entraba de forma oblicua a través de las contraventanas a medio cerrar y formaba sombras en la alfombra de sisal bajo sus pies desnudos. En el apartamento, que una vez fue salón de baile, o al menos, un cuarto de él, se percibía el olor de los crisantemos blancos del funeral de Jacques. Todavía envueltos en papel verde, estaban tirados en el fregadero y necesitaban agua. El cuerpo del hombre por el que ella sufría reposaría en un cajón de acero del depósito de cadáveres hasta que la tierra se secara lo suficiente como para poder cavar la tumba. Las flores tendrían que esperar.
A su lado sonó el teléfono.
– Madame Gagnard, soy el oficial Rassac -dijo una voz conocida-. Acepte nuestro más sentido pésame. Hemos recogido dinero para el funeral, de la forma en la que pensamos que a Jacques le hubiera gustado. -Se detuvo un momento-. Esperamos que le parezca bien.
¿Lo habían arreglado todo para el funeral de Jacques sin consultarla? Como ex mujer, ni siquiera era una viuda propiamente dicha y no le correspondería una pensión. Escarbó en busca de sus cigarrillos, encontró el paquete y encendió uno.
– ¿Madame Gagnard?
Ella suspiró y una voluta de humo gris dejó una estela en la habitación.
– Así que se han ocupado de todo -se mordió la lengua.
Hubo una pausa.
– Queríamos hacer las cosas más fáciles, ya sabe. Los chicos… -Volvió a detenerse y carraspeó-. Queríamos evitarle esta carga inesperada.
Las lágrimas fluían acompañadas de sollozos incontrolables.
– Hagan lo que quieran. -Colgó el teléfono avergonzada. Sabían que no tenía dinero.
Ojalá Jacques hubiera podido mantenerse al margen del juego. La fiebre por las apuestas era una maldición. Se les acumulaban las deudas, pagaban a un tiburón prestamista y Jacques volvía a jugar y se endeudaba con otro.
Apagó el cigarrillo en el cenicero lleno. Hacia unos pocos meses él se había unido por su cuenta a un programa de rehabilitación y había intentado dejarlo, lo cual la había sorprendido. Le dijo que lo estaba dejando por él mismo, que era algo que tenía que hacer. Ella no le había preguntado por qué, solo había dado gracias al destino. Y luego, la semana pasada, de nuevo esos delatores ojos brillantes, esa mirada febril. Lo supo de inmediato. Había vuelto a las máquinas.
El nerviosismo que iba en aumento, las pastillas, los grandes planes, un golpe, decía él, que iba a hacer que desaparecieran todas sus deudas. Como todas las grandes ideas que había tenido, esta también se volvió en su contra. Y esta vez, le arrastró con ella.
Sentía el corazón pesado. El cabello alborotado de Jacques, la forma en la que le hacía cosquillas bajo las rodillas, cómo la había hecho gemir bajo las sábanas. La vida con él, en los buenos tiempos, había sido pura felicidad.
Cogió el bote medio vacío de pastillas Ambien y enrolló las piernas sobre el sofá. Anhelaba poder olvidar. Abrió el Marie Claire por la página del horóscopo como hacía todos los meses y buscó rápidamente los consejos bajo su signo, Escorpión, al que habían dibujado mordiéndose la cola letal.
Jacques decía que ella representaba la naturaleza oscura y celosa y el secretismo de los Escorpión. A pesar de su espíritu libre, a él eso pareció agradarle durante los cinco años que duró su matrimonio. Los opuestos se atraen, ¿no es eso lo que dicen?
Bajo la predicción sobre los sentimientos de los Escorpión leyó que la elevación de Venus indicaba tiempo para la reflexión. Lo mismo ocurría con los sueños. Hay que tomarse su tiempo, sopesar las situaciones, y las respuestas llegarán. Un sol de cálidos colores ilumina el viaje.
¿Que las respuestas llegarían? Tal y como había dicho al periodista, esa puta ya estaba bajo custodia. La pequeña arpía con el labio leporino, como el labio superior de una liebre, una señal que en su pueblo de Bretaña todavía se consideraba como el acto malicioso de un hada o de un elfo. Los viejos refranes y creencias todavía ejercían su dominio en zonas rurales. ¿No había sido su madre la que no había permitido que su hermana embarazada cruzara delante de un conejo por si sufría un aborto?
Esa Laure estaba maldita y transmitía esa maldición a los que la rodeaban. Nathalie lo había sabido desde el momento en el que la vio.
Nathalie cerró el puño y golpeó las pastillas, que se esparcieron por el suelo. ¿Cuántas había tomado hoy? El médico dijo que dos disminuirían la ansiedad. ¿Dos?
Había jurado a Jacques que nunca volvería a la calle. Le había dado su palabra, pero ¿qué importaba eso ahora?
Jacques, recién llegado del ejército en Córcega, y nuevo en la policía, la había encontrado. Ella nunca olvidaría aquella fría tarde de febrero. Los flics estaban haciendo una batida rutinaria en la rue Joubert y ella solo llevaba unos pocos meses en esa vida. En la comisaría le había sonreído al ofrecerle café caliente e invitarla a sentarse en su cálida oficina. La había tratado como a un ser humano y le guiñó un ojo cuando le ofreció un trabajo de «cousine», que es como llamaban a los informadores. Le había prometido mejores condiciones y, haciendo honor a su palabra, más tarde la había sacado de la calle y se había casado con ella. Le debía la vida.
Y había sido cariñoso, especialmente los últimos días. Hablar con él todos los días, a veces dos veces, que le dijera que la necesitaba, que solo ella podía ayudarlo, y que todo saldría bien.
Dejaría el cuerpo, marcharían a Saint Raphael y comprarían aquel pequeño bistró. Pero ahora, gracias a esa llorica celosa, todo había terminado.
¿Una prueba? ¿Qué más necesitaban además de la pistola humeante de Laure? Esos juges d'instruction cada vez ponían las cosas más difíciles. Tal y como Jacques decía pronto tendrían que grabar en vídeo el crimen antes de que detuvieran a alguien.
¿Qué es lo que había escondido Jacques la noche en la que ella llegó pronto a casa? Grogui, se estiró para recoger las pastillas y las recogió de una en una, puso algunas de ellas de nuevo en el tarro y tomó dos más. ¿O fueron tres?
Quedaba poco que pudiera consolarla. La mayoría de los días solo se relacionaba en el trabajo o con la cajera del Casino, el supermercado, que vivía en el piso de abajo. Su vida había sido mecánica y carecía de vida desde que Jacques se marchó. Y ahora se había ido para siempre.
El Marie Claire se cayó al suelo. Sus músculos se relajaron. Se le nubló la mirada y vio como un aura de luz color vainilla que entraba por la ventana desde la calle. ¿No hablaba su horóscopo de un sol de colores…?