París, enero de 1995.
Un lunes por la noche

Los tacones de Aimée Leduc se hundieron en la superficie nevada de la calle de París, tranquila y desierta excepto por el susurro de los fantasmas. Siempre había fantasmas, pensó, y eran incluso más dolorosos en esta época del año: las almas que vagaban por la noche sobre el empedrado, revoloteando en los oscuros patios, dejando tras ellas exhalaciones del pasado.

El filo metálico del aire de invierno presagiaba una tormenta. A sus pies, barcazas cubiertas por un velo de hielo y rodeadas de vapor se mecían sobre las aguas del Sena, que fluía lentamente. Las luces de la ribera del río pinchaban las negras aguas como una multitud de estrellas. Los silenciados sonidos de la noche, absorbidos por la nieve que acababa de caer, parecían estar a años luz de distancia.

Se apresuró a lo largo del muelle de la Île St. Louis hasta su edificio, una reliquia del siglo XVII, y subió las escaleras, gastadas por el paso del tiempo. En el interior de su frío apartamento se encontró con aire rancio y oscuridad. Desilusionada, colgó su bolso en el gancho junto a la puerta. Era la tercera vez esta semana que Guy había estado fuera por la noche, de guardia.

Escuchó un clic, apenas audible. Alarmada, encendió la luz y llamó:

– Guy, ¿eres tú?

Él estaba de pie en el umbral, mirándola, con la camisa blanca de vestir desabotonada, las manos en los bolsillos de la chaqueta del esmoquin y una expresión indescifrable en sus ojos grises.

Ahogó un grito. Centrada en su trabajo, ¡se había olvidado de la recepción que él organizaba para Médicos sin Fronteras como jefe de departamento!

– Guy, perdona, pero…

– Llegué tarde a la recepción -interrumpió él-. Cuando llegué al hospital tenía una urgencia esperándome. Me hubiera hecho falta llegar cuatro minutos antes para que mi paciente no perdiera esta noche la vista. Si llego a estar allí a tiempo… pero te esperé.

Aimée sintió que se ruborizaba.

– ¡Trabajo! Lo siento, tenías que haber ido sin mí, no pensaba…

– Sabes, en la Facultad de Medicina nos enseñaron a identificar, aislar y operar un tumor maligno -dijo.

Sus músculos se tensaron. Un aire helado emanaba de él.

– Y a extirparlo antes de que se extienda, alcanzando otros órganos, asfixiando el sistema linfático.

– Guy, mira, esto va para los dos.

Él se dirigió al dormitorio y se detuvo al llegar a la puerta para decir:

– ¿Qué ha entrado en crisis esta vez, Aimée? ¿Se ha bloqueado el ordenador, estabas persiguiendo a un cliente que no había pagado, te has perdido sobre una pista de piratas informáticos, o se ha marchado pronto René y has tenido que arreglártelas sola?

– No has estado mal. Tres de cuatro, Guy. -Ella quería sentir la calidez de sus manos de cirujano sobre su piel, sus maravillosas manos; sus afilados dedos que habían acariciado su espalda bajo la colcha de seda la pasada noche.

Una mirada perdida cruzó el rostro de él. Luego desapareció.

– Esto no funciona, Aimée.

Él abrió el armario y arrojó unas camisas dentro de un macuto. Iba en serio.

– Saldrías rebotado de la Marina -dijo ella cerrándole el paso.

Él la miró fijamente.

– ¿Qué?

– Abandonas el barco en cuanto el mar se pone mal.

– Ya hemos discutido sobre esto antes. -Movió la cabeza, mirando hacia el suelo-. Quería que lo nuestro funcionara.

– Pero no solo soy yo -interrumpió ella-. ¡Siempre estás de guardia, te marchas a congresos médicos tres semanas seguidas!

No mencionó las vacaciones, ni Nochevieja, la víspera del Año Nuevo.

– Lo sé -dijo, mirando hacia otro lado.

Estúpida. ¿Por qué había tenido que decirlo? Nunca confíes en un hombre. O no le dejes saber que lo haces.

– Guy, voy a tatuarme tu horario en el cerebro. -Extendió la mano y lo atrajo hacia ella, envolviéndolo en sus brazos-. Nunca había sentido nada así.

Él recorrió su pómulo con un cálido dedo. Ella cerró los ojos, inhalando su aroma a lima y vetiver. Sintió que algo caía dentro de su bolsillo con un sonido metálico.

– Aquí tienes tus llaves -dijo Guy.

– Vamos a hablarlo -dijo ella, luchando contra su propio temor. ¿Por qué había ignorado los signos de alarma?

– Es mejor así, Aimée. Para ti y para mí. Lo siento. -Agarró el macuto y cruzo el recibidor de unas zancadas.

– Pero Guy…

Él ya había salido por la puerta antes de que ella pudiera detenerlo.

Abatida, corrió hacia la ventana y presionó la nariz contra el frío cristal mientras lo veía meterse en un taxi en la ribera del río a sus pies. Oyó el portazo y las ruedas del taxi girar rápidamente mientras se alejaba sobre la nieve sucia. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Dos meses viviendo juntos, tratando de… él era el hombre que había salvado su vista, que había escrito poemas sobre ella… Ahora se había ido, sin más.

Las relaciones… no tenía éxito con ellas. ¿No deberíamos aceptar a la gente tal y como los conocemos? Lo había echado todo a perder. Otra vez.

Se hundió sobre la colcha, aturdida, y agarró la almohada. Se encontró sosteniendo con fuerza uno de sus calcetines. Recordaba cómo yacían en la cama al amanecer mientras el sol anaranjado, desde la ventana, los miraba a hurtadillas por encima de los dedos de sus pies, cómo sus largos dedos le acariciaban el muslo, el tazón de humeante café con leche que él había preparado esperando la lectura del domingo por la mañana en el balcón junto al grueso Le Monde Diplomatique. Recordaba cómo se le arrugaba la nariz cuando se reía. Enterró la cara en la almohada. Le dio un puñetazo, intentando así acallar el doloroso vacío en su interior.

Una lengua pequeña y húmeda le chupó la oreja. Miles Davis, su bichón frise, jadeaba ansioso, llevando su correa. Ella oyó su leve gemido.

– Solos tú y yo, Miles -dijo.

Un brazalete de jade de luminoso verde colgaba junto al espejo biselado en la rama de abedul donde dejaba sus joyas. Reflejaba el brillo de las luces de las barcazas. Se lo había regalado una anciana vietnamita deseándole buena suerte. Sintió su fría suavidad mientras lo deslizaba en la muñeca, luego se puso un plumífero negro, se enrolló dos bufandas de lana alrededor del cuello y bajó las escaleras entre corrientes de aire, con el corazón encogido, para sacar a pasear a su perro.

Era una noche de enero, y sentía como si en París no hubiera nadie más que ella y Miles Davis. Además de los fantasmas.

Había perdido a su hombre.

Una barcaza pasaba flotando con luces de Navidad rojas todavía colgando de los costados, rodeando la cubierta. Llegó hasta ella un fragmento de una canción chirriante acompañada por un acordeón y escuchó el sonido del agua al golpear la embarcación.

Miles Davis se paseaba, olisqueando alrededor de la rejilla de metal alrededor de la base de un árbol desnudo. Frotó el jade, pero no recibió ninguna cálida respuesta tranquilizadora.

Su teléfono móvil vibró en el bolsillo de su abrigo. ¿Guy?

Allô-dijo, su voz llena de esperanza.

Bibiche!-Reconoció la voz de Laure Rousseau. Laure era hija del primer compañero de su padre, y había utilizado ese apelativo cariñoso desde que tenían ocho años-. Ven a celebrarlo, Ouvrier se jubila. ¿Te acuerdas de él?

Ouvrier era un flic con cara de caballo de la vieja comisaría de su padre. Se oían conversaciones de fondo y el tintineo de una máquina de pinball. ¿Un bar? No era sitio para ella, con un montón de viejos flics bebiendo y recordando los viejos tiempos, de esos que se habían unido al cuerpo antes la primera glaciación.

– Tengo buenas noticias, bibiche. ¿No te debía una copa?

– Parece que tú ya has tomado alguna.

– Te guardo el sitio -dijo Laure.

Aimée pensó en su apartamento vacío lleno de aire frío y rancio.

– Place Pigalle, ¿te acuerdas de L'Oiseau?

De repente, se oyeron cánticos de fondo.

Preferiría beber hasta caerse del taburete con Laure que hacerlo ella sola en el bistró de la esquina.

Aimée miró al suelo. Los cristales de nieve se rompían bajo sus pies. Miles Davis ya había terminado; podía llevarle arriba.

– Cogeré un taxi. Te veo dentro de un cuarto de hora.


* * *

Esta porción de Montmartre había sido testigo de diferentes momentos de gloria. Antes de comienzos de siglo, Edgar Degas había descubierto aquí a sus modelos, entre las grisettes, mujeres jóvenes que buscaban trabajo entre los carros de leche tirados por caballos. Ahora las tiendas eróticas y las tiendas de saldos de norteafricanos le daban un sabor diferente. Sin embargo, núcleos de callejuelas empedradas con casas de dos pisos que albergaban talleres de artistas salpicaban la ruta que subía serpenteante hasta el Sacré Coeur, en la cima de la empinada colina.

Aimée entró en L'Oiseau cruzando una nube de humo de cigarrillos y aire rancio; la fiesta estaba en su apogeo. Gracias a Dios se había pegado un segundo parche de Nicorette mientras iba en el taxi. Flics de paisano, de sesenta y tantos para arriba, sentados en la barra del bar y alrededor de mesitas redondas. Reconoció los rostros de varias personas, hombres que habían trabajado con su padre. Los hombres se encontraban más a gusto en la barra que en las cocinas de sus casas. Ahora se sentía como una extraña en este grupo al que antes perteneció.

Su padrino, Morbier, un comisario, estaba sentado en la barra, y su chaqueta de tweed con coderas olía a lana húmeda. A ella se le iluminó la cara al ver una corona de papel dorada ladeada sobre su pelo cano, algo que no casaba con sus ojos caídos de sabueso y sus mejillas ajadas. Delante de él había una porción de galette des Rois, el pastel de la fiesta de la Epifanía, a medio comer y una pequeña figurita de cerámica.

¿Dónde estaría Guy? Olvídalo. Necesitaba una copa.

– Te ha tocado ser el rey, ¿eh, Morbier? ¿Dónde está Laure? -preguntó, moviéndose hacia el dueño y sirviéndose un trozo de tarta rellena de crema de almendras. Bebió un sorbo de la copa de Morbier, luego otro-. Lo mismo para mí, por favor, Jean.

Sintió un golpecito en la espalda y se volvió.

Laure Rousseau, sonriendo, estaba de pie contra un póster amarillento del Marsella que se estaba despegando de la pared sucia de tabaco. Como siempre, pasó la mano por delante de la boca con un movimiento rápido, un pequeño gesto consciente que hacía para ocultar la delgada línea blanca que cruzaba su labio de arriba, los restos de una fisura en el paladar que la cirugía había corregido hacía ya mucho tiempo.

– Así que, bibiche -dijo Laure, mientras analizaba a Aimée rápidamente con sus ojos castaños-, ¿quieres que hablemos de la apisonadora que te acaba de pasar por encima?

¿Tanto se le notaba? Aimée se atragantó y derramó su copa. El borgoña salpicó todo el mostrador. Laure alcanzó un trapo y limpió el desaguisado.

– ¿Tan grave es? -preguntó Laure de nuevo.

Asintió.

– Guy está de guardia. Permanentemente.

– ¡Ah, el oculista! ¿Habéis roto? -preguntó Laure-. Lo siento.

Aimée movía el pie nerviosamente sobre el suelo marrón de azulejos agrietados, y sucio de envolturas de azucarillos y colillas de cigarros.

– Lo he echado todo a perder. Pero, en lugar de entrar en detalles, mejor me voy. No quiero estropear la noche.

Laure le rodeó los hombros con el brazo.

– Librémonos de esa cara larga. Cuéntame.

Y eso fue lo que hizo Aimée.

– Volverá -dijo Laure.

– No pongo la mano en el fuego. Somos demasiado diferentes.

Aimée cogió un vaso nuevo y pegó un trago. Los hombres iban y venían, ¿no? Siempre habría alguien más. Con más vino se convencería de eso, y quizá consiguiera pasar la noche.

Bibiche! -Laure la abrazó-. Puedes conseguir a cualquiera de estos, en cualquier momento. El problema es que todos están divorciados, no pueden mantener una relación a flote ni siquiera durante un minuto y son tan viejos como tu papá y el mío.

– Tan viejos como sería mi padre -dijo Aimée-. Ya han pasado cinco años, Laure.

La explosión de la place Vendôme que había matado a su padre ahora no era más que un expediente perdido en el ministerio, y la única pista que ella había conseguido de la Interpol… estaba por ahora olvidada. Intentó apartar también esos pensamientos.

Qué familiar le resultaba ese café bar lleno de humo. El tipo de café en el que Laure y ella se habían sentado a jugar interminables partidas de tres en raya mientras sus padres trabajaban los fines de semana.

Percibió el ceño fruncido de Laure y que su amiga no dejaba de echar hacia atrás nerviosamente su melena lisa color castaño. El traje pantalón azul marino le sobraba por todos los sitios.

– Has perdido peso -dijo Aimée.

Laure desvió sus ojos marrones demasiado juntos.

– No puedo mantener a estos dinosaurios a raya -dijo Laure un segundo más tarde-. Por lo menos, los tipos de la vieja escuela no lanzan indirectas sexuales cada cinco minutos ni se meten conmigo como lo hacen los nuevos reclutas de la comisaría. Arriesgo mi vida todos los días, lo mismo que ellos. Cuando salgo por la mañana, no sé si volveré. Y aún así ellos piensan que soy una presa fácil.

– Estás patrullando, lo que querías -dijo Aimée, a la vez que se fijaba en la insignia en la solapa de Laure-. Te felicitaría, pero ya sabes mi opinión sobre el hecho de que patrulles.

Laure había dejado el trabajo de oficina y ahora había sido asignada al servicio activo. Patrullar no era un trabajo que Aimée considerara inteligente para ella. Habían tenido interminables conversaciones sobre el tema. La necesidad de Laure de demostrarse a sí misma su valía, ya fuera a causa de su complejo por el labio leporino que afeó su apariencia hasta la operación, o por su deseo de emular el condecorado servicio de su padre, no había cambiado.

– ¿Por qué tienes que arriesgar tu vida?

De nuevo, esa mirada huidiza, el movimiento de la mano sobre su boca.

Un grupo de hombres de pelo gris que se estaban dando palmadas en la espalda explotó en una ruidosa carcajada, ahogando la respuesta de Laure. La multitud bien engrasada, conversando en un rugido, competía con el tintineo del pinball de los años cincuenta.

Encore?-preguntó Jean, la dueña, señalando su copa.

Laure negó con la cabeza.

– ¿Te preocupa algo, Laure?

Laure sacudió el pulgar hacia un hombre de treinta y tantos años con el pelo negro engominado hacia atrás y un bigote bien recortado y que estaba encogido en la barra.

– Mi compañero, Jacques Gagnard.

Aimée notó el tic en la boca de Jacques mientras hablaba por el móvil y encendía un Gitanes. Le temblaban las manos, le temblaban tanto que tuvo que intentarlo dos veces antes de poder encender el cigarrillo.

Aimée había visto a muchos flics nerviosos en bares como este. El tipo ex militar que se había unido al cuerpo al acercarse a la madurez.

– ¿Acaba de divorciarse?

Bien sûr, Citroën nuevo color verde y nueva chica, lo típico -confirmó Laure.

Tenía que ponerte de los nervios tener un compañero como ese, pensó Aimée. Bebió otro sorbo, consciente de los murmullos y las miradas que apuntaban a Laure. ¿Se le escapaba algo?

– ¿De qué va todo esto? ¿Ya te van a ascender?

Laure respiró profundamente y negó con la cabeza. Luego se excusó y se unió a Jacques.

Aimée vació su copa y ya había pedido otra cuando oyó la voz de Laure por encima del barullo.

– ¡Es la última vez! -Vio la cara sofocada de Laure. Pegó un puñetazo sobre la barra. El tintineo del pinball hizo más evidente el silencio que se hizo en el bar.

Aimée se acercó hasta el costado de Laure justo cuando esta echaba mano de la bebida de Jacques. Sujetó su mano antes de que pudiera tirarla.

Tiens, Laure, ¿qué ocurre?

Los labios de Jacques, que hasta ahora habían estado fuertemente cerrados en una fina línea, se abrieron en una mueca.

– Tener una compañera es como estar casado, ¿sabes? -dio un codazo a Ouvrier, sentándose a su lado. Ouvrier llevaba puesto un traje de raya diplomática que Aimée sabía que había rescatado para la ocasión. Hasta ahora, ella solo lo había visto de uniforme-. Casi, ¿verdad, Ouvrier?

Ouvrier le contestó con una risa nerviosa. Enseguida se unieron otros, y las conversaciones se retomaron entre el chocar de las copas.

– Tiempo de marcharse -Jacques se levantó, puso un billete de diez francos entre las marcas húmedas de la barra, y lanzó una mirada a Laure-. ¿Vienes o no?

– Está hablando conmigo -dijo Aimée, subiendo la voz al tiempo que se acercaba a Jacques-. ¿No estabas fuera de servicio?

– ¿Desde cuándo es eso asunto tuyo? -preguntó él.

Antes de que Aimée tuviera tiempo de contestar, Laure le tiró de la manga.

– Vuelvo dentro de cinco minutos -le dijo al oído-. Voy justo a dos manzanas de distancia.

Laure tenía en la cara una expresión particular, la misma que tenía la vez que le dio a Aimée sus notas del colegio para que las escondiera.

El dueño del café rechazó el pago con la mano y limpió el mostrador con un trapo que no estaba demasiado limpio.

– Invita la casa -dijo.

– ¿A dos manzanas? Jacques ya es un chico grande, ¿no puede ocuparse él solo? -preguntó Aimée.

Pero Laure ya estaba cogiendo su abrigo del perchero. Con la mano enguantada le mostró los cinco dedos a Aimée y salió por la puerta con Jacques. Aimée los miró por la ventana mientras hablaban. Cuando volvió a mirar, ya habían cruzado la calle.

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