Lucien subió los gastados escalones que conducían a la avenida Junot con los pulmones contraídos por el intenso frío. Era una escalinata empinada salteada por aisladas farolas anticuadas de metal verde, como las de su pueblo. Excepto por el hielo y el viento que cortaba, podría haber estado en su tierra. A pesar de la desilusión, le latía el pulso a toda velocidad. El técnico de grabación le había saludado con cara larga en la puerta del estudio y le había informado de que lo sentía mucho, pero la sesión se había cancelado y tenía que ir a la rue Lepic, 63 y subir las escaleras.
Lucien se imaginó que Felix estaba de camino a alguna reunión y se encontraría con él allí para darle la mala noticia de que los de Soundwerx se habían echado atrás.
¡Estupendo! Ni siquiera tenía un abrigo de invierno decente. Y los flics lo tenían en el punto de mira. Además, todavía no tenía dinero para pagar un alquiler.
De las viejas paredes crecían hierbas aromáticas silvestres y su aroma se mezclaba con el que filtraba la tierra mojada. En la cima de la escalinata había un espacio llano con gastadas piedras protegidas por ramas de olmo, fresno y sicómoro. Una roca de yeso más alta que él bloqueaba el camino. Del muro de piedra semiderruido brotaban ramas de ailanto parecidas a los helechos y sus hojas relucientes con la lluvia captaban la luz de la luna. Se tropezó con un adoquín suelto. Se escuchó un crujido entre los arbustos y mirlos moteados y urracas despegaron el vuelo en estampida dejando una estela de hojas secas.
Un lugar salvaje en el corazón de París. No sabía que existiera ninguno.
Por delante de él vio una figura bajo una farola vestida con un abrigo oscuro. Los ojos le brillaban bajo el gorro de punto color malva. De aspecto ágil y figura estilizada, la reconocería en cualquier lugar.
– ¡Marie-Dominique!
¿La habría convencido Felix para que esperara su llegada para endulzar el mal trago?
– Lucien, por aquí. -Se movió hasta el lugar en el que se entrelazaban las ramas de higueras silvestres y cedros.
– Vaya sitio para quedar, Marie-Dominique -dijo él. El aire lo llenaban nubecillas de vaho helado entre los dos.
– Es como el monte bajo de Montmartre. Me recuerda a casa. -Con su dedo enguantado en piel negra señaló más allá de los tallos de una planta similar a los ajos-. Yo lo descubrí. Es maravilloso, ¿verdad? Una anciana me contó que aquí estuvo la granja de su abuela. Por allí estaban los abrevaderos para los animales.
Lo único que veía Lucien eran piedras oscuras y maleza.
– Estas viejas paredes eran parte del molino de trigo para hacer harina.
Lucien dio unos pasos sobre la maleza y vio los sombríos brazos de un molino de viento que se vislumbraban tras el muro de piedra. Escondidos.
– Hubo un tiempo en el que aquí existieron docenas de molinos -dijo ella-. Ahora solo quedan dos.
A sus pies, las centelleantes luces brillaban como luciérnagas atrapadas en una red de helechos. En la oscura tranquilidad, sintió el aroma a rosas que se desprendía de ella. Quería tenerla entre sus brazos.
– Estás en peligro, Lucien -su voz había cambiado.
– Ya lo sé. Parece que soy objeto de investigación policial. -El deseo se apoderó de él a pesar de su anterior desilusión. El simple hecho de verla a solas hacía que se le erizara el vello.
– ¿También ellos? Averigüé que Petru ha puesto propaganda de la Armata Corsa en el estudio -repuso ella- y ¡lo ha organizado todo para que la policía te detenga!
– ¿Petru?
– Trabaja para nosotros, pero está implicado en algo más. He dejado un mensaje a Felix para advertirle de que Petru está intentando sabotearte.
– No lo entiendo.
Marie-Dominique dio un paso atrás, con la duda en su rostro.
– ¿No tengo razón? Ese grupo al que os unisteis tus amigos y tú…
Felix. Ahora Marie-Dominique. Ya estaba cansado de eso.
– Me alisté y fui a una sola reunión con mi hermano y unos amigos. Ya te lo dije. ¿Cómo puedes creer que yo pertenecería a algo que ni siquiera es ya un movimiento político? ¡Son delincuentes! Extorsionan dinero a cambio de protección y hacen pintadas con la tête de Maure por todas partes para dar un sentido político a los atentados. -Dio una patada a un adoquín suelto y agrietado que hizo ruido al romperse entre los arbustos-. Los verdaderos separatistas quieren liberar a Córcega, pero no así.
Ella desvió la mirada y él la sujetó por el brazo.
– Yo tengo motivos para saberlo. Mi hermano pequeño, Luca, trabajaba en la construcción de la base militar hasta que el sindicato fue a la huelga y cerraron las obras.
– Deja de hablar así, Lucien. ¡Siempre la misma historia!
– ¿La misma historia? -Tenía que hacer que lo entendiera-. A Luca se le olvidó su caja de herramientas y volvió para recogerla. Los gánsteres, el llamado «sindicato», pensaron que había pasado por encima de los piquetes. Al día siguiente llevaron su cuerpo a mi madre. Lo que quedaba de él.
Estaba temblando, intentando olvidar la imagen sangrienta de un Luca mutilado con la tête de Maure pintada en el pecho.
– Lo siento, no lo sabía.
– Yo me había alistado borracho, en un momento de idealismo. ¡Qué equivocado estaba! -Golpeó con el pie un terrón de tierra-. Nada va a detenerlos, ni a ellos ni a esos promotores que están destripando la costa y arruinando la tierra…
– ¿Así que ahora le echas la culpa a Felix? -Sus ojos echaban chispas.
– He hablado de los promotores que están arruinando la tierra. -Sus pies aplastaron el hielo entre el empedrado-. ¿Qué tiene él que ver con eso?
– Como si no lo supieras. Sus contratos militares, la promoción en la que está implicado… por qué está allí ahora mismo. Ha habido otra crisis en el contrato con el ministerio. Está haciendo las cosas lo mejor que puede con respecto a la isla.
¿Lo mejor que puede?
– No lo sabía. Has cambiado, Marie-Dominique. En algún momento pensé… -Se detuvo y cascó una ramita de olmo con los dedos. No podía contenerse más-. Nunca lo entendí. Ahora ya puedo imaginarme lo que ocurrió. Tu impetuoso primo Giano nos vio en la cueva y causó problemas. Así que tu familia te envió a París para arreglar un matrimonio con Felix.
– Evité la vendetta.
– ¿La vendetta? -Ella sonaba igual que su propia madre-. Las cosas han cambiado. A los jóvenes no les importa, odian las rivalidades y las muertes. Tendría que haberme plantado y haber hablado con tu padre. O puede que la vendetta solo sea una excusa. Te mostraste de acuerdo en casarte con un hombre rico. Puede que lo que de verdad querías era la buena vida. Pero ¿Felix? ¿Un viejo interesado? -Quería morderse la lengua. No era eso lo que quería haber dicho.
– ¿Cómo puedes criticar a Felix? -dijo ella mostrando el dolor en sus ojos-. A alguien que está intentando ayudarte… ayudar a tu carrera. Pero, como siempre, atacas sin importarte los sentimientos de los demás.
Lucien se sintió invadido por la vergüenza y la ira. ¿Lo habría entendido todo mal? Sin saber qué hacer, bajó la mirada. Era como si las piernas no le respondieran. Se encontraba desgarrado, paralizado. Sabía que tenía que marcharse.
– Esto es lo que echo en falta, el aroma a hierbas silvestres -le dijo.
– Este lugar no tiene ojos, pero lo ve todo -le recordó Marie-Dominique.
¿Podría ver también su interior? ¿Y ella?
– Llego tarde a mi siguiente trabajo -dijo Lucien haciendo que sus piernas se movieran por fin.
El rostro de ella estaba cubierto por las sombras.
– Sigues siendo un terrible mentiroso, Lucien.
Ella pasó a su lado lentamente y se detuvo. Se paró de pie en las escaleras, y las gotas de lluvia brillaban a la luz de la luna en su abrigo de lana. De espaldas a él, le temblaban las manos enguantadas.
– No lo entiendes.
Y entonces él se dio cuenta. Para ella, él solo había sido un capricho. Un amorío del que se recuperó fácilmente.
– No tienes oídos para escuchar lo que te estoy diciendo -dijo Marie-Dominique.
Había cambiado. Se había endurecido. ¿Dónde estaba su Marie-Dominique con los pies cubiertos de arena y las manos sucias de aceite de oliva?
Se oía el ruido de sus tacones al bajar las escaleras de piedra y cuando él miró, ya había doblado la esquina.
Lucien se subió el cuello del abrigo y se quedó mirando la bruma que flotaba sobre los edificios a sus pies. Tenía frío y estaba solo, con el murmullo de París ahí abajo. Ahora mismo tendría que estar grabando, pero Felix estaba en Córcega, los flics y ese Petru estaban conchabados contra él y Marie-Dominique había vuelto a abandonarlo. Tal y como decía, la vida puede cambiar en un instante. Y la suya lo había hecho.
Lo perseguía la mala suerte. Su grand-mère lo llamaría «el mal de ojo». Supersticiones, todo supersticiones. Él creía en la ciencia, en el empirismo. Sin embargo, le vino a la mente la imagen de la vieja mazzera, «la bruja» la llamaban en el pueblo. Se suponía que sabía cómo levantar maldiciones.
Vio sus penetrantes ojos topacio en su cara arrugada, su toquilla negra que olía a las hierbas que utilizaba, la cruz de plata deslustrada y los amuletos que llevaba alrededor del cuello. Todavía llevaba pantalones cortos y dormía en el ático bajo la claraboya cuando la visitó. Las palmas de sus manos estaban cubiertas por un sarpullido y había intentado esconderlas bajo el pupitre de la escuela. El chico mayor al que le había pedido que le hiciera un tirachinas las vio y le puso en ridículo llamándole leproso.
Desesperado por librarse del sarpullido, cruzó la puerta abierta de la mazzera. La casa de piedra de una única habitación olía a humo y grasa de cerdo. De las vigas de madera colgaban filas de chorizos ahumados y jamones curados. Acurrucada junto a la chapa de madera con su cafetera de esmalte descascarillado la vieja bruja elevó la vista.
– Petit, ¿has venido a comprar mi sanglier?-preguntó con una curiosa voz aguda.
Ella curaba y ahumaba las mejores salchichas de jabalí del pueblo.
– N-no exactamente -tartamudeó.
Sus ojos, como los de una joven, penetraban el humo en el ambiente.
– Non, claro que no. Necesitas mi ayuda -dijo-. Ven aquí. Enséñame tus manos.
Sorprendido, dio un paso adelante junto al perro que dormía hecho un ovillo a los pies de ella.
Levantó las palmas, con la mirada baja, y se las mostró.
– Mamá ha probado ungüentos y jabón de aceite de oliva, pero nada sirve.
– Quieres que desaparezca y que tus amigos dejen de reírse de ti.
¿Cómo lo sabía? Él asintió mientras balanceaba los pies con sandalias sobre los irregulares listones de madera del suelo.
– Es una señal, petit. Pregúntate por qué.
Confundido, retrocedió unos pasos.
– Se supone que usted…
– Yo veo cosas. -Se le quebró la voz y el perro golpeó el suelo con la cola-. Has olvidado una promesa, ¿verdad?
¿Una promesa? ¿Quizá no había dado de comer a las gallinas esta mañana?
– Quiero decir que has olvidado lo que llevas dentro, muy dentro. Así que los espíritus te han enviado algo que te lo recuerde.
Hizo el signo de la cruz sobre su frente y pecho tres veces mientras murmuraba palabras en una lengua que no entendía. Sonaba como latín.
– Todas las noches, durante tres noches, mira al cielo y pide la ayuda de tus antepasados.
Vertió unas hierbas y grasa de jabalí en un pequeño mortero y las machacó con una maza hasta formar una pasta de olor fétido.
– Después extiende esto sobre tus palmas -dijo-. Tres noches, no te olvides.
Rebuscó en el bolsillo y sacó un ramito de salvia que él mismo había recogido y se lo entregó.
– Merci, eres un buen chico -dijo ella-. Haces honor a la tradición.
Durante tres noches, mientras contemplaba las relucientes estrellas, se santiguó e hizo esfuerzos por pensar. Le vino a la mente la promesa que había hecho a su abuelo de continuar con la tradición musical familiar. Según se aplicaba la horrible pomada flotaba sobre él el rostro de su abuelo fallecido.
Al cuarto día se sentó en el pupitre de la escuela y vio que el sarpullido había desaparecido. Y también el chico mayor.
– Se ha ido a vivir a Bonifacio -dijo la maestra.
Con tirachinas y todo.
Nunca supo si lo que funcionó fue esa repugnante pomada o sus exhortaciones, o las dos cosas.
Pero ahora no había ninguna mazzera que pudiera levantar la maldición. Esparció un puñado de migas de pan para los mirlos apostados en la rama de un desnudo sicómoro y comenzó a bajar las escaleras.