Jueves por la noche

La luz del techo se reflejaba en la mesa. René contemplaba a una preocupada Isabelle.

– Es culpa suya -dijo Isabelle-. ¡Suya! Estábamos bien hasta que apareció usted haciendo preguntas y haciéndose pasar por…

– Que me eche a mí la culpa no nos va a ayudar a encontrar a Paul -repuso René.

Por dentro se sentía asqueado y culpable. Si el asesino iba a por Paul, ningún sitio en el que se podría esconder le mantendría a salvo.

René salió del apartamento en el que Isabelle se mantenía en vigilia. Sobre su cabeza, la solitaria hoja seca de un plátano se mecía en la brisa en una lenta danza. La contempló y se sintió tan perdido como la hoja. Ya había buscado en los tejados y en el rincón en el que, según Isabelle, a veces se escondía Paul. Ni rastro de él. ¿Dónde se escondería un niño asustado? Intentó pensar como lo haría Paul.

La oscura calle de Montmartre aparecía desierta a esta hora de la noche. René echó a andar, y la cadera le dolía aún más debido a la gélida temperatura. Al doblar la esquina vio el solar en construcción en el que habían matado a Jacques. Había escarcha sobre la chapa ondulada que protegía el patio.

¿Se habría escondido aquí Paul? Inspeccionó la valla en busca de agujeros o alguna parte floja. Nada.

Trató de llamar a Aimée una vez más. No hubo respuesta, así que dejó un mensaje que fue interrumpido por interferencias. ¿Por qué Aimée rompía su teléfono todo el rato?

Un poco más adelante encontró una valla con candado. Los finos listones de madera impedían la visión desde la calle. Volvió sobre sus pasos y pasó las manos por la superficie de la valla, sin resultados.

Trató de ignorar el presentimiento que tenía en la boca del estómago de que habían secuestrado a Paul antes de que tuviera oportunidad de esconderse.

Cuando ya estaba a punto de rendirse, escuchó arañazos que provenían de un portal. Se le erizó el vello de la nuca. Se acordó de las fotos que habían enviado a la oficina. ¿Le estarían siguiendo?

Gotas de sudor le cubrían la frente. Olía a moho, a tierra vieja y a yeso. Luego oyó un crujido seguido por algo que se rompía. ¿Serían vándalos, los gatos, o…?

– Me mentiste -le acusó una voz infantil.

– ¿Paul? -contestó René, aliviado.

El pálido rostro de René resplandecía a luz de la farola. De alguna parte les llegaba el tenue maullido de un gato y unos pasos que corrían.

– Tu madre está muerta de preocupación -dijo René-. Hace un frío que pela. ¿Dónde está tu abrigo?

– ¡Otra mentira! Maman sabe que soy yo el que cuida de los dos -dijo con mirada desafiante aunque le temblaban los labios-. Soy el hombre de la casa.

René no supo qué decir cuando oyó al vacilante «hombre de la casa» con la cara sucia de tierra y calcetines de marcianitos desparejados, uno azul y otro amarillo, que se le veían por encima de sus zapatos de lluvia.

– Vamos arriba, Paul -dijo-. Si lo que quieres decir es que te mentí sobre lo de Toulouse-Lautrec…

– No eres detective -interrumpió Paul.

– Soy detective informático -contestó René.

– Demuéstramelo.

Se oía el eco de pasos en la distancia.

– Aquí tienes mi tarjeta -dijo René mientras miraba nerviosamente a su alrededor y trataba de empujar a Paul para que avanzara-. ¡Y contento con que no le he dicho nada a tu madre sobre los aviones! Ahora vete para dentro antes de que te congeles.

Загрузка...