Aimée entregó los francos a Pascalou, el carnicero de su barrio, que se limpió las manos en el sucio delantal con manchas rojas que le presionaba su rotunda figura.
– Te he puesto un pequeño vicio -dijo sonriendo-. Algo que le gusta a Miles Davis.
– Lo mimas mucho, Pascalou -respondió ella.
– Ya es hora de que tenga un amigo especial, Aimée -contestó amonestándola con el dedo.
¿Y yo qué? Aimée solo sonrió.
– Merci. -Se metió el cambio en el bolsillo y sujetó el paquete envuelto en papel parafinado blanco con los trozos de pierna de cordero para Miles Davis. Las campanillas de la carnicería tintinearon cuando cerró la puerta.
No hacía ni treinta minutos que había escuchado a Jubert describir la cédula terrorista que ocultaba armas en algún lugar de Montmartre. Ella no había mencionado nada con respecto a Lucien Sarti. No podía imaginárselo. Le seguían machacando las sospechas sobre Jubert. ¿Mantendría su parte del trato por lo que se refería a Laure?
Tenía que encontrar a Petru, cada vez más convencida de que él era la clave de todo y no Lucien. No había motivo para informar a Jubert todavía. Le entregaría un terrorista, pero no sería el que esperaba.
Primero tenía que trabajar en lo de Franchelon para averiguar cómo habían seguido el rastro de la red terrorista hasta llegar a Lucien Sarti.
Llamó a Saj, encargó comida india en el passage Brady y encendió el portátil en su casa. Para cuando llegó Saj vestido con un amplio abrigo afgano bordado de lana shearling, sobre la repisa de la chimenea ya había colocado las pakoras y el thali vegetariano y el vapor que emanaba de la comida empañaba el deslustrado espejo de detrás. El olor a comino y a curry de coco llenaba el salón de su casa, desdoblado en despacho.
– Huele de maravilla -dijo él.
– ¿Listo para hacer horas extras? -preguntó ella-. Creo que te va a gustar este proyecto.
Saj echó un vistazo a la pantalla del portátil.
– Franchelon, ummm. ¿Así que estamos trabajando sobre el espionaje en red por satélite? -preguntó.
– ¿Espionaje en red? Me gusta -dijo, mientras sus dedos seguían tecleando-. Buzón secreto digital, ¿has oído hablar de eso?
Él colocó el abrigo detrás de la silla y se quitó las sandalias.
– Es lo que yo hago continuamente. ¿Dónde está René?
– En su casa -repuso ella recostándose en la silla-. Trabajando.
– Así que están vigilando vuestra oficina igual que la última vez, ¿verdad?
Saj era listo.
– ¿Quién es esta vez?
– Se supone que separatistas corsos, o la mafia local disfrazada de Armata Corsa. Unos tipos encantadores, de cualquier forma.
Saj se detuvo sosteniendo un trozo de pan Naan de ajo a medio camino entre la mesa y su boca.
– ¡Y que luego digan que no eres un imán para los chicos malos! No lo entiendo. René y tú trabajáis en seguridad informática. ¿Cómo puede ser que te veas envuelta en algo con esos salvajes?
– Buena pregunta -dijo ella-. Todo está relacionado. Y hay algo que apesta a distancia. Por eso te he llamado.
– Necesito centrarme, Aimée -dijo Saj limpiándose las manos y sentándose con las piernas cruzadas sobre la raída alfombra Savonnerie.
Ella gruñía por dentro. ¿Por qué no podía centrarse antes de venir?
– ¿Por qué no lo haces conmigo? Ya hace tiempo que no lo haces, ¿no?
Había hecho algún intento de meditación en el templo Cao Dai en noviembre, pero falló en las respiraciones conscientes. Tenía calambres en las piernas y su mente se desviaba continuamente, pero había experimentado un breve momento brillante cuando el mundo se desvaneció y de alguna manera se había sentido en comunión con el Universo.
– En este momento necesito toda la ayuda que pueda conseguir.
Se sentó a su lado con las piernas cruzadas y junto sus pulgares con los dedos corazón. Trató de aclarar sus pensamientos.
– Asana profunda -dijo Saj-. Toma aire por la nariz, mantenlo, bien, y ahora expúlsalo lentamente.
Consciente de la rama desnuda que golpeaba su ventana, del crujir de los troncos en la chimenea y de la dureza del suelo de madera, esperó. El otro «estado» permanecía escurridizo. Sin embargo, al cabo de diez minutos, había aclarado sus pensamientos.
Saj se levantó y se sirvió comida india.
Borderau, de la DST, había mencionado una filtración de datos codificados en la misma frase en la que había nombrado a los separatistas corsos.
– Mira esto -dijo ella-. Filtraciones de datos codificados y un enlace que nos remite a Franchelon. ¿Qué sabes sobre la relación con el satélite Helios-1 A?
– El satélite tiene un polizón a bordo, el Eurocom, un cartucho de intercepción que recoge señales Inmarsat e Intelsat para poder leer comunicaciones de microondas y teléfonos móviles. Mi amigo de Dassault Systémes trabajó en la fabricación del Eurocom.
– Muy impresionante -dijo ella-. Una herramienta estupenda para localizar terroristas.
– Lo llaman buscar en el tren de datos; la mayoría de las veces es como filtrar arena para encontrar una moneda.
– Dilo otra vez -dijo ella tamborileando con las uñas rotas sobre la barra espaciadora.
– Eh… buscar en el tren de datos…
– ¡Eso es! -¿No había escuchado Zoe Tardou a los hombres del tejado que hablaban corso decir «buscar en el tren» para ocultar lo que querían decir? Por fin había encontrado la conexión.
Saj sonrió y echó hacia atrás un rizo color rubio oscuro.
– De todo y para todos, diría yo. Una llamada interceptada muy jugosa fue la de Brezhnev a su amante desde su limusina. Otra el escándalo del Rainbow Warrior y Greenpeace vía Arabsat y el conflicto de Gadafi con el Chad. Pero el principal objetivo para Echelon es la OTAN y también es un verdadero filtro. Por supuesto, también se utiliza para flagrante espionaje industrial.
Aimée aguzó el oído y se echó hacia delante en la silla.
– ¿Puedes entrar en el sistema?
– Y, ¿por qué habría de hacerlo?
– Para demostrarme que puedes -contestó ella-. ¿Cómo de difícil sería para ti o para cualquier otra persona?
– Sé realista, Aimée. Estamos hablando de chicos grandes con grandes juguetes.
– Supongamos que alguien te contrató para interceptar la información de un satélite.
Él se encogió de hombros.
– No funciona así -dijo-. Necesitaría un equipo especial.
– ¿Cómo qué?
Ella podía asegurar que había despertado su interés por la forma en la que ya estaba moviéndose por Internet y por cómo había buscado varios sitios.
– Como un satélite -dijo él-. Y suponiendo que tuviera el satélite, la jaula de Faraday plantea un problema.
– ¿Cómo una jaula para tigres?
– Es una forma de decirlo.
– ¿Dónde se encuentra esa jaula de Faraday?
Saj se sujetó los rizos en una coleta con una goma elástica.
– Que yo sepa, está en el mismo lugar que las antenas parabólicas. Tendría que ser para acceder a la información. -Señaló la pantalla-. ¿Ves? Los correos electrónicos, las líneas terrestres, las conversaciones por teléfono móvil y los faxes se transmiten en un tren de datos. Esos datos son recibidos por satélites polares geosincronizados que luego los devuelven en una frecuencia de bits, bajando esa secuencia de datos a un receptor o a antenas terrestres. Los datos son transportados desde la antena hasta la jaula de Faraday para su decodificación. Dentro de la jaula un programa selecciona palabras clave o particularmente significativas y las cifra. Luego envía esa información cifrada vía fibra óptica, una estación de radio protegida o un disco.
– Y ¿por qué no por correo electrónico?
– No es seguro, a no ser que se cifre y se utilice una clave en el otro extremo.
Era como entresacar palabras de la nada, organizarlas e intentar darles un sentido. Aimée se incorporó y comenzó a andar por la habitación. Una difusa luz invernal envolvía el peral del patio.
– Se dice que Franchelon procesa dos millones de llamadas telefónicas, faxes y correos electrónicos al mes en todo el mundo -dijo-. Quizá más. Incluso sigue el rastro de cuentas bancarias individuales. O eso dicen.
Saj asintió.
– El genio está en los bancos de computadoras de la jaula de Faraday y que están programados para reconocer palabras clave -dijo mientras giraba el cuello hacia los lados.
– ¿Como las direcciones y números de teléfono vigilados por la Direction Générale de la Sécurité Extérieure; las embajadas, los ministros extranjeros, las multinacionales y los agentes sospechosos?
Saj asintió de nuevo.
– El sistema los registra y los transmite para su análisis. Lo llaman «la routine». Lo que resulta no ser relevante se tira a la papelera.
– De forma que Franchelon transmite datos codificados de esos correos, faxes y conversaciones telefónicas filtrados y organizados por palabras clave. Sí, pero ¿adónde?
– El centro de análisis podría estar en cualquier sitio -replicó Saj encogiéndose de hombros.
Ella se inclinó hacia delante. Su explicación hacía que se sintiera aún más dispuesta a conseguir un teléfono con transmisión a través del satélite Inmarsat que sería más difícil de interceptar ya que utilizaba sus tres satélites propios. Conocía la existencia de la Central d'Écoute Téléphonique, la central de escuchas telefónicas situada bajo Les Invalides donde las líneas de teléfono pinchadas eran monitorizadas por la policía judicial y por el ejército. Sin embargo, eso ocurría únicamente con la autorización del presidente en Matignon Palace. O al menos eso se decía. Esto abarcaba mucho más.
– ¿Cómo podría un criminal entrar en Orejas Grandes? -preguntó Aimée.
– Lo más fácil sería conseguir la clave de decodificación, depende de cada cuánto tiempo la cambien (una vez al día, todos los jueves o lo que sea), pinchar las microondas y…
– Vender los datos y la clave al mejor postor -repuso ella con la mirada entusiasmada-, como por ejemplo un grupo terrorista renegado.
¿Qué pasaría si Jacques se hubiera tropezado con la clave que involucraba a los separatistas corsos? Pero, ¿Cómo podría Jacques, un flic del distrito 18, tener acceso a una filtración de la agencia para la seguridad?
Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza: Jacques jugaba, hacía horas extras para Zette (el cual trabajaba con máquinas tragaperras ilegales en su bar) escoltando a vips. Podía ser que los vips conocían los barrios bajos de Montmartre en el bar de Zette. También podía ser que Zette le había dicho la verdad y se trataba de algún bobo de los servicios secretos para el que Jacques había hecho de escudero y que tenía información que compartir. Pero ¿por qué explayarse con Jacques, un flic? Una corrección: un flic corrupto. Sin embargo, vender información clasificada codificada constituía otra liga, otra división completamente distinta. La relación con Jacques permanecía, como poco, confusa.
Abrió el archivo de su portátil que había copiado de la STIC y revisó la información sobre Jacques Gagnard. Dos minutos más tarde lo encontró. Qué estúpida. Tenía que haberlo comprobado antes. Había servido en el ejército en Solenzara y lo habían despedido por mala conducta. ¿Sería por el juego? Había ocurrido hacía seis años. ¿Por vender las armas desaparecidas? Pero los ingresos de dinero en su cuenta eran recientes.
– ¿Qué está pasando por esa cabeza de pelo pincho?
– Pensamientos ilegales. -Le sonrió ampliamente-. Acaba las pakoras y enséñame el portal de Franchelon.
– Mira, yo soy un hacker, y puedo entrar en los sistemas informáticos. También me encargo de codificar. ¿Qué tipo de trabajo es este?
– Uno importante. ¿Puedes apuntar a los posibles centros de decodificación en Francia o, mejor aún, en el área de París?
– Comprueba esto -dijo Saj-. En el área de París, en el suburbio de Alluets-le-Roi, la DGSE tiene una gran instalación de parabólicas y de otro tipo de antenas -dijo Saj mientras abría un correo electrónico-. Pero, según mi amigo, también manipulan la información interceptada aquí mismo en París.
– ¿Dónde? -Aimée se levantó.
– En la piscine -dijo él.
– ¿En una piscina?
– Así la llaman. Está en el boulevard Mortier, justo detrás de la piscina municipal. -Se refería al cuartel militar en Belleville bordeando la périphérique y que en el siglo XIX había sido sede del batallón 104 de Le Mans.
– Así que, en teoría, ¿la filtración de datos codificados saldría de ahí?
Saj sonrió.
– Estás decidida a encontrar una relación, ¿no?
Se estaban acercando, lo presentía. Podía olerlo. No solo humo, sino chispas que podían avivarse hasta convertirse en fuego.
– Míralo de este modo -dijo-. ¿Qué harías si tuvieras las habilidades necesarias y teniendo acceso a esta información codificada averiguaras la existencia de una agenda oculta que, digamos, vende documentos militares o ministeriales, planes para Córcega? ¿O armas robadas?
– Los mejores planes, los que de verdad funcionan, son los más sencillos -repuso él.
– ¿Sencillos? Tú me dirás…
Según él hablaba, una idea iba tomando forma en la mente de Aimée. ¿Sabría Jacques quién estaba proporcionando las armas? ¿O cómo?
– ¿El ideal? Un tipo que sabe de programación, probablemente alguien externo, ya que el Ejército no ha formado todavía a muchos de ellos. O quizá sea parte del equipo que instaló el sistema, o instaló una línea de fibra óptica para la comunicación por satélite, por ejemplo. Conoce el programa ya que lo ha instalado o lo ha diseñado. Conoce sus puntos débiles. Un día algo falla y reparándolo o analizando el sistema se da cuenta de que constituye la puerta trasera por la que se accede a información valiosa. Puede ser que esto sea así solo durante unas horas, o durante un período de tiempo, o quizá se las pueda arreglar para tener la puerta abierta durante una hora una vez a la semana. Y entonces vende este tren de datos.
Un genio. Eso es lo que era Saj: un genio.
– ¡Una puerta trasera, por supuesto! Y ¿qué ocurre con la clave de decodificación?
– Buena pregunta. Nadie puede leer los datos sin la clave. Esa es la parte del dinero, descifrarlos. Digamos que proporciona la clave por un precio, pero solo es válida una vez. La cambian constantemente.
Si Saj podía pensar así, existían muchas posibilidades de que alguien más lo hiciera.
Entregó a Saj el recorte impreso que había encontrado entre los archivos de Nathalie.
– ¿Como esto?
Saj echó un vistazo al recorte y dejó escapar un silbido.
– Deja que lo mire con detalle. Tienes una mente perversa, Aimée -dijo, mientras comenzaba a teclear sin parar.
– Mira quién fue a hablar. -Recogió su bolso. Era hora de echar a andar-. Llámame cuando encuentres algo.
Aimée cogió el metro hasta la estación Guy Moquet, llamada así en memoria del miembro de la Resistencia comunista de diecisiete años. Se detuvo en el andén y vio una copia de su última carta detrás de una placa de cristal. Había sido escrita desde la cárcel y estaba fechada en 1943. Diecisiete años. Lo que se le quedó fue que su única preocupación era que su muerte hubiera sido en vano. ¿Qué pensaría ahora si viviera?
Intentó hablar con Cloclo, pero no obtuvo respuesta. Subió las escaleras del metro y salió al aire frío que helaba los huesos. Echó a andar rue Lamarck arriba encorvada para protegerse del viento y dejó atrás un aparcamiento, una funeraria, una pequeña tienda de instrumentos musicales de la que salía un hombre con la funda de un violín y un zapatero con el alto escaparate lleno de miniaturas de zapatos de porcelana. Al llegar a la place Froment se encontró frente a seis pequeñas calles que se cruzaban en una isleta ovalada frente a un café con un cartel rojo en el que se leía: «Tabacos». Al otro lado de la isleta se hallaban una escuela para motoristas, una panadería con los paneles de cristal pintados al estilo de la belle époque con descoloridas escenas de trilla, un moderno bar restaurante y una farmacia con la cruz de neón encendida sobre el escaparate. Un enclave burgués. ¿Se habría confundido Conari? ¿Habría hecho el viaje en balde?
Pasó al lado de una tienda de ultramarinos árabe con recipientes de frutas y verduras expuestos en el exterior bajo un toldo. Enfrente se encontraba el Hôpital Bretonneau, que fue en el pasado un hospital infantil y que ahora estaba habitado por okupas a juzgar por el grafiti que decía: «Arte libre, artistas libres». Era enorme y cubría la mayor parte del bloque.
Giró hacia la rue Carpeaux y entró en el café de la esquina que olía a perro mojado. Había un spaniel tumbado detrás del mostrador, al lado de su dueño, que tenía un teléfono móvil en la oreja. Por lo que parecía, el café había sido decorado por última vez en los años cincuenta.
El dueño la saludó con la cabeza, con el teléfono sujeto entre el cuello y el hombro.
– Monsieur, estoy buscando una tienda de ultramarinos turca -dijo Aimée.
Señaló con el pulgar hacia el ennegrecido muro del hospital que rodeaba el cementerio de Montmartre.
– Merci.
¿Cómo se habrían sentido los pacientes ante la vista que se contemplaba desde sus ventanas, un cementerio con árboles dispersos rodeado por una alto muro que contenía el lugar del descanso final de Émile Zola, entre otros?
Sin contar con el viñedo y los cementerios, el hospital ocupaba una de las mayores parcelas de la zona. En el muro habían colocado un cartel que confirmaba el acuerdo de demolición y reconstrucción fechado en 1986, pero aún no habían reconstruido el lugar.
Después espió la tienda de ultramarinos turca, un establecimiento a pie de calle con recipientes con fruta, salsa de tomate Parmalat y un polvoriento narguile en el escaparate. En el interior se oía el lamento de música turca y dos hombres jugaban a las cartas sobre el mostrador junto a la caja registradora. La estrecha tienda estaba llena hasta las viejas vigas del techo de conservas, sandalias de goma, artículos sueltos y cintas y videos turcos.
– Bonjour, messieurs -dijo, cogiendo una botella de Vittel y dejando unos francos sobre el mostrador-. Salaam Aleikoum.
– Aleikoum Salaam -respondió el más viejo de los dos hombres devolviendo el saludo.
– Si me permiten que les interrumpa un momento -dijo ella-, mi amigo Petru solía vivir aquí arriba, pero ha cambiado de casa. ¿Tienen alguna idea de dónde puedo encontrarlo?
– ¿Petru?
– Es corso. Se cambia de color de pelo más a menudo que yo -repuso ella sonriendo-. Me entienden, ¿verdad?
– No lo he visto hace tiempo -dijo el hombre. Su compañero le dijo algo en árabe-. Lo siento, mi amigo dice que lo vio ayer.
Le dio las gracias y salió por la puerta abierta a un pequeño portal en el que olía a detergente de pino. Una mujer joven vestida con una bata azul y con el pelo recogido en un espeso moño negro pasaba la fregona en los agrietados azulejos.
– Pardon, madame, busco a Petru, un corso. ¿Ha dejado una dirección en la que se le pueda encontrar?
La mujer puso la fregona en el cubo de metal.
– Se ha ido. -Se detuvo y se pasó una mano por la frente-. Aquí la gente no deja direcciones cuando se marcha -dijo. Tenía acento portugués-. Limpio, todo está limpio, el lugar está vacío.
Del bolsillo de la mujer colgaba un pendiente brillante. A Aimée le resultaba familiar. Se quedó mirándolo fijamente.
– ¡Qué bonito! Es un Diamonique, ¿verdad?
La mujer agarró fuertemente el pendiente y retrocedió.
– Madame, ¿se lo ha encontrado usted en las escaleras o en el apartamento de Petru?
La mujer negó con la cabeza.
– Vino una prostituta a buscar a Petru, ¿no? Llevaba bisutería de este tipo -dijo Aimée.
– Yo hago mi trabajo, limpio portales, paso la fregona en las escaleras y…
– ¿Cuándo estuvo aquí? ¿Ayer, ayer por la noche?
La mujer se santiguó.
– Yo no robo.
– Claro que no. Pero, ¿vio usted…?
– ¿Ha dicho que yo lo he robado? -Los ojos de la portuguesa pestañeaban con miedo-. Limpio bien. Verra, mire. No perder mi trabajo. Está herida. Ojo morado, grande, hinchado. ¿Vendrá a por mí?
– ¿Que está herida? ¿Quiere decir que le han pegado una paliza?
La mujer asintió.
– Yo le digo que Dios la perdonará esta vida -dijo la mujer-. Le digo que vaya al Bus des Femmes, que descanse. Ayudan a mujeres como ella. Ella se ríe de mí. Luego lo encuentro esta mañana. -Puso el pendiente en las manos de Aimée-. Lléveselo. No importa. No creo problemas.
Preocupada, Aimée se preguntó si llegaría a tiempo.
Aimée encontró el Bus des Femmes, la unidad móvil que ofrecía ayuda médica, legal, social y práctica a las prostitutas en activo, aparcado cerca de la porte de St. Ouen. Era una hermosa autocaravana pintada de violeta a través de cuya puerta abierta emanaban el vapor y la fragancia del café. En el interior sobre una pequeña mesa estaban unos folletos y la cafetera. De una ventana colgaba una cesta de paja llena de condones con los colores del arco iris y con la leyenda «Cógeme, soy tuyo» impresa. Dos mujeres charlaban sentadas en unos bancos alargados mientras tomaban café. Otra mujer estaba haciendo un crucigrama.
Por su maquillaje, sus minifaldas y sus corpiños Aimée se imaginó que las mujeres se habían tomado un descanso en el trabajo. El aire cerrado y cálido, lleno de aroma a perfume barato contribuía a una atmósfera relajada, al sentimiento de refugio seguro.
– ¿Un café?
Aimée se detuvo delante de una mujer joven vestida con chándal y que llevaba una carpeta bajo el brazo.
– No, gracias -dijo-. Pensaba que quizá Cloclo estaría aquí.
– Soy Odile, la ayuda legal. -Sonrió y le tendió la mano-. ¿Cloclo es tu amiga?
– Por así decirlo, sí -dijo Aimée-. Creo que a Cloclo le han dado una paliza.
Odile asintió.
– Lo vemos cada vez más. Muchas se han trasladado desde los bulevares hasta zonas más discretas: aparcamientos, salones de masaje. Lo que tratan de evitar es a la Brigade des Moeurs, la brigada moral. O trabajan durante la madrugada, desde las tres hasta las siete cuando la mayoría de la gente está en casa durmiendo. Pero ese trasladarse a lo clandestino las hace un objetivo más fácil de los ataques violentos.
Por supuesto.
– ¿Es de Europa del Este? -preguntó Odile-. Esas chicas hacen entre veinte y treinta servicios al día para evitar que sus chulos les den una paliza.
Aimée esperaba que Odile no la hubiera visto hacer una mueca de asco.
– Es algo mayor y trabaja en la rue André Antoine -respondió Aimée-. Es una chandelle -dijo, una prostituta que espera bajo la luz de una farola-. ¿La ha visto?
– Supongo que se da usted cuenta de que respetamos el derecho de las mujeres a su intimidad. Ni los clientes ni los flics consiguen información. Si no la ve por aquí, lo siento, no puedo ayudarla.
– Si la está viendo un médico, ¿podría decirle que estoy aquí? Está en peligro.
– Eso les ocurre a todas nuestras mujeres -dijo Odile encogiéndose de hombros.
Aimée vio los panfletos que hablaban sobre el comercio sexual y los albergues para mujeres en situaciones críticas, las gastadas plataformas de la mujer que estaba haciendo el crucigrama y los moratones en sus piernas que el maquillaje no conseguía ocultar.
– No la he visto -reveló Odile.
Desilusionada, Aimée cruzó el bulevar en dirección al metro. Se imaginaba que Cloclo también había estado buscando a Petru. Puede que hubiera averiguado dónde vivía ahora, pero había desaparecido. Probablemente la estaba haciendo dar vueltas sin más ni más.
Echó un vistazo a través de los cristales empañados de varias cafeterías esperando encontrar a Cloclo, pero no la vio. Al llegar al Café la Rotonde, el último antes de llegar a la estación del metro, miró en el interior. Ni rastro de Cloclo en la barra. Sin embargo, cuando estaba a punto de rendirse, Aimée la vio, acurrucada con su abrigo negro, los pies levantados, sentada en una mesa alejada de la entrada, al lado de la pared sucia de tabaco.
Aimée pidió un brandi y lo pagó.
– Parece que le vendría bien algo fuerte -dijo posando el brandi sobre la mesa frente a Cloclo. La decoración del café parecía ser la misma desde los años treinta, a no ser por el estruendo de la televisión que se oía en todo el bar.
– Otra vez usted no -dijo Cloclo. Pero extendió su mano y cogió la pequeña copa abombada.
– ¿Ha sido Petru el que le ha hecho esto?
– ¿Ese? -bufó Cloclo.
– ¿No iba usted de camino al Bus des Femmes?
– No tienen de esto -dijo Cloclo dando un trago al brandi.
– El Bus des Femmes tiene un médico, Cloclo. Tendría que verla -dijo-. ¿Dónde está Petru?
– ¿Por qué?
Y entonces se derrumbó. Dentro de ella se acumulaban el dolor y la ira.
– Petru es su chulo, ¿verdad? Me mintió, incluso después de que le advirtiera del peligro.
Cloclo hizo un gesto de despecho con la mano llena de anillos de bisutería.
– Me estalla la cabeza. Escuche, me pagó para que le dijera cuando la viera a usted -dijo frotándose la sien.
¿Que le pagó?
– Yo le daré el doble. ¿Dónde diablos está?
Y por primera vez, Aimée vio el miedo en el rostro maquillado de Cloclo.
– Tengo que irme -dijo Cloclo mientras rebuscaba en el bolso.
Aimée se acercó aún más y posó las manos sobre los hombros de Cloclo.
– No hasta que me diga dónde puedo encontrar a Petru.
Cloclo echó un rápido vistazo al café.
– No es seguro. Y no es mi chulo.
Cloclo apuró el brandi.
– Ellos se lo llevaron.
Aimée se puso rígida.
– ¿Quiénes?
– Se detuvo una furgoneta; unos tipos lo agarraron y la furgoneta arrancó.
– ¿Unos tipos con gorras negras y plumíferos, uno de ellos con mala dentadura?
Cloclo asintió.
– ¿Dónde fueron?
– Se largaron a toda velocidad, no sé adonde.
Aimée vio los cardenales rojos en el cuello de Cloclo y se imaginó su desolador futuro. Tiró el pendiente y cincuenta francos sobre la mesa con marcas de agua.
– Vaya a que la vea el médico, Cloclo.