Aimée viró bruscamente en las escaleras cubiertas de hielo para evitar a una señora mayor con un schnauzer. Trepó los interminables tramos de escaleras y de nuevo metió la lima de las uñas en su teléfono móvil. Tenía un mensaje. ¿Por qué no había sonado? ¿No habría cobertura en la butte? ¿O sería porque le faltaba la antena? Si René había ingresado en el banco el dinero de Varnet se compraría otro teléfono.
Escuchó el mensaje.
Ruido de interferencias y luego la voz de René: «Aimée -se oía a René jadear-. El solar de la rue André…».
La línea volvió a hacer ruidos y el mensaje se cortó. ¿Habría intentado René investigar sin ella y se habría metido en problemas?
Dio dos vueltas alrededor del cuello a la larga bufanda de lana y se la ató con un nudo al tiempo que se adentraba corriendo en la fría noche. Era mejor olvidarse del poco frecuente metro nocturno. Llegaría antes a pie.
Preocupada, Aimée pasó de largo corriendo la empinada rue des Saules y la perlada cúpula del Sacré Coeur que se vislumbraba sobre los oscuros tejados. Bajó a toda velocidad por la serpenteante rue Lepic con sus contraventanas. En el exterior del Jungle, el club senegalés de la rue Gabrielle, se juntaba un numeroso grupo de gente y se podía oír el sonido de la música que llegaba desde dentro.
– ¿Dónde vas con tanta prisa? Hemos cogido mesa, ven con nosotros -gritó un hombre.
– Non, merci -dijo ella esquivando al hombre que se reía al tiempo que sus pasos resonaban en los irregulares adoquines.
En la place Emile-Goudeau se resbaló al pisar el agua que manaba del canalón y casi perdió pie. Pasó por el lavadero Bateau-Lavoir, el antiguo estudio de Picasso y Modigliani y ahora una galería de arte. Casi sin respiración, se detuvo junto a la fuente Wallace de verde metal y deseó que los pies no le dolieran y que su camisa no estuviera empapada de sudor. Entonces corrió escaleras abajo. No quedaba mucho, solo unas pocas calles más suponiendo que pudiera seguir corriendo.
Sentía que no le llegaba el aire, pero cruzó una place des Abesses azotada por el viento y se mantuvo a la izquierda. Bajó la escalinata agarrándose a la doble barandilla y pasó de largo la estación de Cloclo en la entrada de un edificio adornado con medallones de piedra. Ni rastro de Cloclo, solo oscuridad.
La rue André Antoine estaba desierta si no fuera por el viento que la azotaba. Entonces distinguió dos figuras, dos pequeñas figuras, apenas visibles en la entrada de un edificio.
– ¡René!
Mientras se acercaba vio que su acompañante era un niño pequeño de mirada desafiante y que estaba temblando. Aimée se quitó el abrigo.
– Debes de ser Paul -le dijo arropándolo con su abrigo.
– ¿Dónde tienes el ordenador?
– En la oficina -repuso ella tomando aire.
– Ya era hora, Aimée -dijo René.
– He encontrado a Nathalie Gagnard con una sobredosis de pastillas -repuso ella-. A la pobre le están haciendo un lavado de estómago, pero encontré los asientos bancarios de Jacques y algo más que merece la pena leer.
Él respiró hondo.
– Lo siento. Igual me he pasado. Varnet ha soltado la pasta, esa es la buena noticia. Somos solventes.
Paul le devolvió el abrigo bruscamente, entró corriendo en su edificio sin decir una palabra y cerró la puerta de un portazo.
– ¿Qué es todo esto, René? -preguntó Aimée-. ¿No has convencido a la madre de Paul para que le dejara declarar?
– Nuestra testigo es la madre. Vio tres disparos.
– ¿Tres? Pero ella bebe, ¿no? Yo pensaba que Paul…
– Te lo cuento mientras volvemos -interrumpió René.