René se balanceaba con los dos pies sobre los adoquines mojados. Gracias a Dios se había puesto ropa interior térmica y varias capas de ropa bajo el batín de pintor. Hasta ahora no había visto a ninguna prostituta ni a nadie más en el edificio o alrededor de él.
No tenía que haber llevado a cabo su brillante idea. ¡Menuda broma! Lo único que había hecho era perder una tarde.
¿De verdad se había creído que podía lograrlo? Como le daba vergüenza, le había ocultado a Aimée lo de sus clases de investigador privado por Internet. Si continuaba, dentro de aproximadamente un año tendría el número de créditos suficientes para ganarse la licencia. La dificultad estaba en el trabajo de incógnito que se requería para los créditos correspondientes al trabajo de campo. Esta le había parecido una oportunidad de oro.
Pero pasar una tarde heladora para no obtener ningún resultado… Se tenía en demasiado, eso es lo que le ocurría. Nadie de su tamaño podría hacer ningún tipo de vigilancia encubierta. Después de todo este esfuerzo, se sentía dolido. Había llegado a un acuerdo con un grupo de actores, había alquilado el disfraz, en conjunto un plan costoso todo para poder estar a la intemperie en medio del frío. Se sentía un idiota, pero sin el disfraz para hacer de Henri de Toulouse-Lautrec, el artista lisiado famoso por esbozar la vida nocturna de Montmartre, nunca se habría integrado en el barrio.
Uno de los actores hacía sonar un acordeón, y sus dedos volaban sobre las teclas. Una mujer alta y delgada, con el pelo rojo peinado en lo alto de su cabeza al estilo de 1890, y vistiendo una falda negra y pololos con volantes al estilo de Jane Avril en un cartel del Moulin Rouge, bailaba el cancán sobre la resbaladiza superficie. Un grupo de pequeños escolares dividían su atención entre ella y René. Le vieux París! Algo de lo que habían oído hablar entre los combates de videojuegos. La mayoría miraba de reojo el carrusel que estaban montando cerca de la salida del metro.
Un niño pálido de más o menos la altura de René le dio un pequeño codazo.
– ¿Puedo verlo?
René le mostró un pastel ya preparado, una copia de uno de los que había hecho Toulouse-Lautrec cuando pintaba en un estudio cercano. Ahora el estudio era mitad almacén de material para baños y mitad estudio de danza.
Había oído cómo la maestra identificaba al grupo. Eran de la école primaire que estaba a la vuelta de la esquina y se imaginó que el chico viviría cerca. Esta era la primera oportunidad que tenía de interrogar a alguien y resultaba ser un pequeño poulbot, un niño de Montmartre diminuto y con una chaqueta de mangas demasiado cortas que dejaba ver una camisa sucia por debajo.
– ¿Vives en la plaza? -preguntó René.
El niño negó con la cabeza.
– Por ahí -dijo señalando un edificio al pie de las escaleras de la place des Abesses-. Pero hemos vivido en muchos sitios.
El interés de René aumentó. Caer bien, compenetrarse, ¿no era eso lo que decían los manuales de detectives?
– ¿Te refieres al edificio del andamio?
El edificio en el que habían disparado a Jacques.
– Al otro lado de la calle, en el piso de arriba -dijo el chico-. Subo la bolsa con los libros con una cuerda.
René controló su nerviosismo.
– Yo también me muevo mucho -dijo. Toulouse-Lautrec había vivido por todo Montmartre y sus caseros lo despedían cuando estaba demasiado borracho para pagar la renta.
De una bolsa de papel encerado que tenía en el bolsillo, René extrajo una villageoise, el bollo típico de Montmartre. El pequeño olisqueó y miró con envidia lo que René tenía en sus manos.
– ¿Quieres uno?
– Se supone que no tenemos que aceptar comida de extraños -dijo.
– Claro, pero yo soy Toulouse-Lautrec -dijo René guiñando un ojo-. Me conoces, ¿no?
El chico asintió. René puso en sus manos heladas la bolsa templada con los bollos.
– Voilá. Compártelos con los amigos.
El chico movió la cabeza.
– No llevamos mucho tiempo aquí. Pero conozco al portero. Lo ayudo algunas veces.
¿Un solitario? René se dio cuenta de que el chico se mantenía separado del resto, arremolinados alrededor de la maestra.
– ¿Lo ayudas? ¿A qué?
– Le llevé el martillo cuando arregló el canalón.
¿El que rodeaba el tejado? René recordó el plano que había dibujado Aimée. ¿Habría visto algo el chico?
– Así que… ¿tu piso da al tejado del andamio?
El chico asintió.
– Peligroso, ¿no? ¡Trepar hasta esa altura para un chico pequeño!
– Es fácil -dijo él-. Mamá dice que trepo como un mono.
– ¿Incluso para alguien con piernas cortas como las mías?
Los ojos del chico brillaron por primera vez.
– Desde ahí arriba se ve todo. Los tejados, la Torre Eiffel, ¡hasta gente cocinando y desnudándose!
¿Un chico solitario y malicioso que veía la vida desde el tejado? René pensó rápido.
– Pero es imposible que vieras a los hombres en el tejado del andamio ayer por la noche. Estarías en la cama.
– ¡Me voy a la cama cuando quiero! -El chico señaló la pintura que sostenía René-. Parece triste -dijo con la boca llena-. Igual que mi mamá -siguió, retirándose el pelo de los ojos. No tenía guantes.
René buscó a la maestra. Estaba rodeada por un grupo de niños bien abrigados, y estaba explicando cómo salía la música del acordeón de las teclas de marfil y de una caja de resonancia.
– ¿Qué les ha ocurrido a tus piernas? ¿Por qué no han crecido?
El chico chupaba las migas de sus labios cortados.
René había preguntado lo mismo cuando se dio cuenta de que nunca crecería como los otros niños y que tendría que estirarse para alcanzar las manillas de las puertas, ponerse de puntillas para echar mano de una tetera que hervía, trepar para subir a una silla de la que sus pies siempre colgaban.
– Cuando era joven, algo ocurrió y mis piernas nunca pudieron alcanzar a mi cuerpo -dijo René.
– Dice mamá que hay cosas que nunca deben alcanzarse, porque estaríamos en la calle.
René quería desviar la conversación de nuevo hacia el tejado. Pero no se sentía detective, interrogando a un pequeño que llevaba la misma ropa con la que parecía haber dormido. Sin embargo, tenía que intentarlo.
– Así que no viste lo que ocurrió ayer por la noche, estabas dormido.
– Mais non, escuché un disparo y vi un fogonazo como en la tele. Luego otro fogonazo. Mamá se puso como loca, y dijo que no tenía que hablar de ello.
Entonces el chico se tapó la boca con la mano.
Dos fogonazos. ¿Quería eso decir que hubo dos disparos?
– ¿Estás seguro?
Asintió.
¿Había sido el chico testigo del asesinato?
– Volvemos a la escuela, niños -dijo al maestra reuniendo al grupo-. Paul, allez-y! Da las gracias a monsieur Toulouse-Lautrec por su ayuda. Seguro que has conseguido un montón de información para tu trabajo.
El chico se puso rígido. René vio el miedo en su mirada. ¿Qué podía hacer? Deslizó una guía sobre Toulouse-Lautrec en la mano de Paul y sonrió a la profesora.
Una expresión de alivió inundó el pálido rostro de Paul. René se despidió de él con la mano, sacó su teléfono y llamó a Aimée.
– He encontrado un testigo -dijo.
– ¡Buen trabajo! -exclamó ella-. Así que has estado husmeando por ahí.
René pudo percibir el orgullo en su voz. Nunca le diría nada sobre el ridículo disfraz.
– ¿Puedes hacer que esa persona venga y testifique? -preguntó Aimée.
René dudó.
– El tema tiene su miga. Paul tendrá unos nueve años. Vive enfrente del lugar del crimen. Dice que vio dos fogonazos en el tejado.
– ¿Dos? ¿Estás seguro?
– Eso es lo que él dice. Estaba con un grupo de escolares. Está haciendo un trabajo sobre Toulouse-Lautrec.
Silencio.
– O sea que tú…
¿Cómo se le había ocurrido admitirlo?
– Pero le vendría bien una ayudita con los deberes -dijo ella.
– Pero, Aimée…
– Estoy segura de que te puedes encargar de esto, René. Habla con su madre. Tengo algo más importante que hacer en la préfecture.
René se pasó la siguiente hora de frío helador balanceándose sobre los pies en el suelo empedrado, vigilando el edificio y evitando a los turistas. Las únicas personas a las que vio entrar en el edificio eran de EDF, Electricité de France; dos hombres que estuvieron diez minutos dentro y se marcharon.
Con el crepúsculo envolviendo los edificios en las sombras, René recorrió penosamente la larga escalinata de la casa de Paul armado con más bollitos calientes. Después de seis tramos de gastados escalones de madera, el olor a cebolla y ajo frito impregnaba el hueco de la escalera. Era un edificio viejo, con un servicio compartido cada dos pisos en descansillos alternos.
Le dolía la cadera y deseó que hubiera ascensor, aunque fuera uno de esos achacosos de metal como el de su oficina. Primero hablaría con la madre de Paul; tenía que superar su miedo para poder sonsacar a Paul y que le contara lo que había visto.
René llamó a la primera puerta. No obtuvo respuesta. En la segunda abrió un viejo desdentado cubierto de jerséis.
– Pruebe en la puerta de al lado -dijo el viejo, moviendo las encías.
En la tercera puerta, se oía música reggae. Llamó. El volumen de la música bajó y la puerta se abrió con un chirrido. Vio una habitación oscura de techo bajo con cortinas de cuentas que separaban la cocina.
– Oui?-dijo Paul medio oculto detrás de la puerta.
– ¿Te acuerdas de mí? -dijo René sonriendo.
Paul parpadeó con sus grandes ojos castaños.
– Mamá está durmiendo.
Vaya fastidio, le habría gustado hablar con ella.
René entregó a Paul la bolsa con los bollos.
– No puedo quedarme mucho tiempo, pero se me olvidó contarte lo del accidente y por qué pintaba caballos. ¿Lo ves? -René sacó el libro que había comprado en una tienda de la place des Abesses. Pasó las hojas hasta llegar a la página en la que se encontraban los primeros bocetos de Toulouse-Lautrec.
– ¡Qué bonitos…! Parece que están respirando.
René se mostró de acuerdo. Los costados redondeados y los orificios nasales dilatados hacían que los caballos parecieran estar vivos.
– Vamos a mirarlo al tejado.
Paul negó con la cabeza.
– ¿Por qué?
– ¿No dijiste que era fácil subir?
La reticencia dio paso a una expresión traviesa en sus ojos. Abrió más la puerta.
– ¡Chsss!
Se oyó el tintineo de botellas tras él y el ruido de una de ellas al caer al suelo.
– Vamos -dijo René.
René siguió a Paul hasta la claraboya al final del vestíbulo, lo ayudó a bajar la escalera y entre los dos la sujetaron.
– Tú primero -dijo René gruñendo para sí.
Paul trepó por la escalera y abrió la claraboya con un ruido sordo.
– La cerradura es muy simple, puedo abrirla yo solo. El portero me enseñó cómo hacerlo.
¿Un chico solitario que tenía el tejado como lugar de juegos? La vista de París oscureciendo, la extensión de tejados irregulares que delimitaban el horizonte hacían que la dolorosa ascensión mereciera la pena. Él se las tenía que ver con las alturas todos los días, sabía cómo equilibrar la falta de habilidad de su cuerpo mal proporcionado y, al trepar, sabía concentrarse en su objetivo. Siguió a un ágil Paul que trepaba por los oxidados peldaños de hierro que sobresalían de la pared de cemento.
René observó el andamio con sus prismáticos, que llevaba colgando de una correa alrededor del cuello. Sacó una revista Paris Match del bolsillo, la colocó sobre la húmeda cornisa y se sentó.
– La maestra dice que eres actor -dijo Paul-. Haces de monsieur Toulouse-Lautrec para que podamos entender su trabajo.
– Tiene razón -asintió René-. Iba a decírtelo.
– Cuéntame lo de los caballos -dijo Paul.
Y René le contó cómo Toulouse-Lautrec se había caído de un caballo. Debido a una debilidad genética consecuencia de matrimonios endogámicos, sus huesos habían resultado ser demasiado débiles para soldarse.
– Su padre, el comte, tenía cuadras de caballos de carreras, Clydesdales de fuertes pezuñas para trabajar e incluso ponis para los niños que los visitaban. Durante todo aquel verano después del accidente, Toulouse-Lautrec permaneció sentado en una silla de ruedas especial hecha de mimbre, dibujándolos. Eran sus amigos, sus únicos amigos.
René abrió el libro y los dos juntos, utilizando su pequeña linterna en forma de bolígrafo, pasaron las páginas poco a poco.
– ¿Por qué no lo intentas, Paul?
René le pasó una lata con tizas pastel y un bloc de dibujo.
– ¿Caballos?
– Dibuja la silueta de los tejados, eso es lo que te resulta familiar, ¿no? Puedes empezar con el gris… inténtalo con el azul para dar sombra al edificio, difumínalo… ¿ves?
René repasó la superficie con su pulgar.
– Dale profundidad, sugiere…
– ¿Puedo utilizarlo en el trabajo para la maestra?
– ¿Por qué no? Y también el dibujo. Le gustará. Demuestra que tienes recursos.
Paul asintió, con las manos ocupadas. Después de diez fríos minutos, levantó la vista.
– ¿Como esto?
René lo miró. Las audaces líneas grises que reproducían el edificio demostraban bastante habilidad.
– Eres un artista, Paul. ¡Buen trabajo!
Paul mostró una amplia sonrisa. René se dio cuenta de que era la primera vez que veía los dientes del niño. ¿Nunca lo alabaría su madre?
– Yo veo esto todos los días, lo mismo que Toulouse-Lautrec veía su caballos.
René sonrió abiertamente.
– Claro, dibuja lo que conozcas. Pero tienes que practicar. Él lo hacía. Todos los días.
Paul asintió.
Y entonces René se dio cuenta de que había una bolsa de plástico a medio abrir en la que apenas se veían unos aviones de aeromodelismo. De los caros.
– Son míos -dijo Paul siguiendo la dirección de su mirada.
– ¡Eh! ¿Por qué los guardas aquí arriba?
– ¡Me los dio un amigo! -A Paul le temblaba el labio al responder.
René lo dudaba.
– Mira, no es asunto mío… Una vez robé revistas de coches. El dueño de la tienda me cogió. Me dijo que si lo hacía otra vez, me llevaría a la comisaría. -René se revolvió sobre las tejas del tejado-. Sé que no los robaste, pero las cosas pueden devolverse de forma discreta sin que nadie se entere. Es decir, suponiendo que tu amigo los haya cogido, claro.
– Es un buen amigo.
– Los buenos amigos necesitan ayuda. -René guiñó el ojo y pensó que era mejor plantar la semilla y cambiar de tema-. Pero todavía no entiendo cómo pudiste ver los fogonazos de los disparos desde aquí -dijo René-. No tenías prismáticos, ¿verdad?
– ¡Claro que los pude ver! Estaban justo ahí.
– Tienes que tener buena vista. ¿Cuántos?
– Dos.
René hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Imposible.
– Había dos hombres discutiendo -dijo Paul con voz seria-. Luego llegó otro hombre, eran majos, y luego…
– ¿Qué?
Paul desvió la mirada.
– Mi maman me dijo que no hablara de eso con nadie. Dijo que nos podíamos meter en líos. Y que ya tenemos todos los problemas que necesitamos. Odia a los flics.
Así que eso era.
– No es la única, Paul. Pero conozco a alguien que es detective privado. Puede hacer cosas sin meter a la gente en líos.
– ¿Como qué?
René se inclinó hacia delante.
– Tendrías que contarle lo que viste. Exactamente. Pero ella puede hacer llamadas anónimas e investigar sin que lo sepa nadie. Eso es lo que mejor hace; es detective informático. Nadie lo sabrá.
Paul lo miró con la boca abierta.
– ¿Detective informático?
René asintió, metiendo las enguantadas manos en los bolsillos. Las luces parpadeaban tras las oscuras siluetas de los tejados que se extendían ante ellos.
– ¿Nadie lo sabrá?
– Te lo prometo.