– Lo siento, no hay nadie más -dijo el ama de llaves de Felix Conari-. ¿Petru? No lo he visto. Los señores han salido.
– Por favor, tengo que ponerme en contacto con monsieur Conari -dijo Aimée.
– ¿Monsieur Conari? -dijo el ama de llaves apurada-. Ha ido derecho desde el aeropuerto a los servicios religiosos de la iglesia Saint-Pierre de Montmartre. Es lo único que sé.
– Merci -dijo Aimée cortando la comunicación.
– Tengo un bolo -repuso Lucien.
– Primero vamos a la iglesia.
El taxi se detuvo en la rue Saint-Rustique, la calle más antigua de Montmartre y que era lo suficientemente ancha como para un carro del siglo XII. Ella entregó treinta francos al conductor.
– Quédese el cambio -le dijo, quizá esperando ganar el karma que le permitiera conseguir un taxi a última hora de la noche, y él sonrió.
Había un canalón por el medio de la calle, como si fuera una costura del revés. La calle conducía a la iglesia Saint-Pierre, una iglesia construida sobre las ruinas de templos romanos dedicados a Marte y Mercurio. En el siglo V se había erigido allí una abadía que luego se convirtió en la cuna de la Compañía de Jesús. Ahora constituía la capilla más antigua de París; durante la Revolución fue una oficina de telégrafos, en la guerra franco-prusiana, un almacén de municiones prusiano y durante la época de la Comuna, una fortaleza contra los comuneros y las masas hambrientas a las que no quedó otro remedio que cazar ratas.
Las puertas italianas de bronce tallado permanecían abiertas y dejaban ver una capilla de piedra medieval iluminada por velas. Un pequeño grupo de gente abandonaba la misa. El patio, que habitualmente estaba lleno de turistas, aparecía desierto en esta noche de invierno.
El perfume empalagoso del incienso hizo que le picara la nariz. Sus pasos resonaban mientras pasaban de largo la estatua de Marie Thérèse de Montmartre y caminaban hacia las columnas coronadas por hojas esculpidas.
Felix Conari saludaba al sacerdote con un apretón de manos y sostenía su mano entre las suyas. A su lado se encontraba un hombre de pelo gris vestido con traje oscuro, corbata roja y camisa azul, el uniforme típico de los tipos del ministerio. Era un rostro que ella había visto a menudo en el periódico junto al del ministro de Interior.
La Iglesia y el Estado. Malos socios. No le gustaba nada.
Conari la vio. Si se sorprendió, no lo demostró. Instantes más tarde, se excusó y se unió a ellos.
– Perdone, monsieur Conari, pero su ama de llaves…
– ¿No se lo ha dicho mi mujer? ¡Ah! Se me había olvidado que estaba en una recepción, pero me alegro de que me haya encontrado. -Conari le rodeó los hombros con el brazo a Lucien-. Ça va, Lucien?
Lucien asintió vacilante.
– Hemos celebrado la misa anual en memoria de mi hermana. Vamos, hablemos fuera -dijo Conari. Tenía la corbata de seda arrugada y los ojos tristes y enrojecidos. Cerca de la columna recogió su abrigo marrón que descansaba sobre un portatrajes con una etiqueta de Air France.
En el exterior de la iglesia, a la que daba sombra el Sacré Coeur, se abotonó el abrigo y los condujo a la verja del cementerio adyacente. La neblina coronaba la parte alta de la rue Mont-Cenis, la calle que en el pasado fue una antigua ruta de peregrinos.
– Tenemos que aclarar este malentendido, Lucien -dijo Felix.
El oscuro cementerio, con el cartel que decía que abría una vez al año, dejaba entrever sarcófagos que se hunden, inclinados cual ebrios. Druidas, romanos, hombres de la Edad Media: de alguna manera, todos yacían ahí abajo.
– ¿Cómo podemos ponernos en contacto con Petru? -preguntó Aimée.
– Se suponía que tenía que haber venido a buscarme al aeropuerto.
– Nos amenazó hace dos horas.
– No lo he visto desde el lunes -repuso Conari-. No lo entiendo.
Parecía estar tan perdido como ella. Ella pensaba que Conari tendría las respuestas. Se había agarrado a posibles conexiones como a un clavo ardiendo, y ello estaba impulsado por un sentimiento en sus entrañas sostenido solo por una conversación en corso escuchada por casualidad, el cuerpo de Zette colgando de la puerta de un servicio, lo que vio desde el tejado un niño de nueve años, unas luces por la noche en una obra y un regusto amargo en la boca con respecto a Ludovic Jubert.
– Felix, ¿qué está ocurriendo? -preguntó Lucien.
Conari suspiró.
– Yo también estoy preocupado -dijo-. Petru no ha devuelto mis llamadas.
– Petru ha tratado de incriminarme, y me ha estado siguiendo.
– ¿En serio? ¿Te ha amenazado, Lucien? -Conari hizo un movimiento negativo con la cabeza-. Petru es muy impulsivo y a veces se pasa de la raya. Pero esto me da asco.
– ¿Qué se pasa de la raya, Felix? -dijo Lucien-. Ha colocado información en el estudio que me relaciona con los terroristas y luego ha puesto a la policía sobre aviso.
– Eso me dijo Marie-Dominique -dijo Conari-. Por fuera es una golondrina, pero por dentro es un halcón protector, como todas las mujeres de Vescovatis.
Lucien sintió que una vena latía en su frente, a duras penas visible bajo uno de sus rizos negros. Así que la mujer de Conari había avisado a Lucien.
– ¿Por qué, Felix?
– Pregúntaselo a él -dijo Conari-. He tratado de localizarlo desde que me llamó Marie-Dominique. Tiene que haber un malentendido, pero no te preocupes. Salvaré el acuerdo con Soundwerx.
– Pensé que Kouros se había echado atrás. -Los labios de Lucien se tensaron.
– Lucien, hijo, ¡firmamos el contrato! -repuso Felix-. Míralo desde el lado positivo.
– Pero Kouros no lo firmó -negó Lucien con la cabeza.
– Un apretón de manos suyo es su palabra. ¿Te acuerdas, Lucien?
– No si existe el mínimo tinte de la Armata Corsa. Lo dejó bien claro.
– Tenemos un contrato, Lucien -dijo Conari-. Haré que vayas al estudio de grabación en cuanto pueda. Ahora mismo tengo que concentrarme en mi contrato para la construcción.
– ¿Cuánto hace que Petru trabaja para usted? -preguntó Aimée.
– Unos seis meses. Hace un poco de todo -contestó Felix Conari-. Su primo se casó con mi hermana. Es de un clan diferente al de Marie-Dominique.
– ¿Puede esto explicar que la haya tomado con Lucien y haya saboteado su contrato de grabación?
– Los impulsivos corsos no me dicen nada, mademoiselle -dijo Conari-. Me casé en una familia y trato de ayudar a la gente como Lucien cuando puedo, pero las ofensas del pasado no me interesan.
– ¿Fue una de sus tareas cubrir el asesinato de un flic en el tejado del edificio frente al suyo durante la fiesta?
– ¿Petru? -exclamó Conari abriendo mucho los ojos-. ¿Cree que disparó a alguien? No, estaba sirviendo la cena, en la mesa. Tú lo viste, Lucien. Todos lo hicimos.
– Una testigo oyó que había hombres en el tejado hablando en corso -repuso ella.
– ¿En medio del estruendo de la tormenta? -dijo Conari meneando la cabeza.
– Creo que a la policía le interesará todo esto, monsieur Conari. Principalmente si se enteran de que usted ha contratado a un sospechoso terrorista corso.
Lucien retorcía las manos al tiempo que agarraba fuertemente la funda de su instrumento musical.
– ¿Terrorista? ¿Petru? Tiene que haber un error. Puede que se haga el machito… -Conari apoyó la punta de un dedo en su párpado inferior, un gesto pasado de moda que quería decir «¿me estás tomando el pelo?»-. Quiero ayudar, pero no tengo ni idea de por qué dejaría información falsa. Puede que mi mujer lo entendiera mal.
– Pero usted ha dicho que ha desaparecido.
– Tenemos que arreglar esto. -Conari sacó su teléfono móvil y pulsó la marcación rápida-. Petru, ya he vuelto. Tenemos que hablar -dijo antes de cerrar el teléfono con un ruido sordo-. Ha salido el buzón de voz. Les avisaré en cuanto me llame.
– ¿Qué número tiene? -dijo ella. Aimée grabó el número en su teléfono al tiempo que Conari se lo mostraba.
– ¿Vive con usted?
Conari hizo un gesto negativo.
– Petru vive en algún lugar del quartier.
– ¿No sabe dónde vive?
– Se acaba de mudar, pero es muy discreto sobre muchas cosas -dijo Conari-. Ahora que lo pienso, es muy extraño.
– ¿Dónde vivía antes?
– Cerca de la place Froment, encima de una tienda de ultramarinos turca -respondió Conari.
– ¿Puede ser un poco más exacto, monsieur Conari?
– Una vez lo recogimos allí -dijo-. Yo esperé en el coche al lado de la tapia del cementerio. Veamos, recuerdo que lo recogió mi chofer. La tienda tenía de todo: comida, narguiles, hasta vídeos turcos.
– Tengo que marcharme. Tengo un bolo, Felix -dijo Lucien, cambiando de hombro la mochila.
– Lucien, créeme. Mademoiselle Leduc, siento lo ocurrido. Petru tiene mal genio, pero ¿largarse así? No entiendo nada.
– ¿Dónde estaba usted, monsieur Conari?
– Estoy negociando con el ministerio. Es muy difícil si tenemos en cuenta cómo estos ataques separatistas agravan la situación.
Toda la culpa era de los separatistas, y todavía no le había contestado.
– ¿Dónde estaba usted, monsieur Conari?
– La isla de la belleza. Córcega -suspiró.
El sacerdote hizo un gesto a Conari para que se acercara.
– Perdonen, tengo que dar las gracias al padre.
– Lucien, exactamente ¿dónde viste esas luces?
Aimée temblaba frente al edificio en cuyo tejado habían disparado a Jacques.
– Las luces salían de por encima de la barandilla. Desde aquí se ve el agujero -señaló Luden.
– ¿Dónde?
Le rodeó la cintura con las manos, unas manos fuertes, y la levantó. Sus ojos solo se encontraron con un agujero negro como el carbón rodeado de escarcha.
– Puntos de luz que se movían -dijo él.
¿Un túnel?
Él volvió a dejarla en el suelo. Apoyó las manos en sus caderas un momento más de lo estrictamente necesario.
– Mañana husmearé por la antigua casa de Petru, si la encuentro. Mientras, si vuelve a aparecer, llámame. -Le entregó su número-. ¿No tienes móvil?
– Va contra mis principios -repuso Lucien.
Era una molestia, y hacía más difícil localizarlo.
– Si Petru se cruza en mi camino, me ocuparé de él. -Lucien se echó al hombro la bolsa-. De verdad que llego tarde al trabajo.
– Mira…
– Deja un mensaje a Anna en Strago.
– Ya lo he hecho.
– Solo un consejo. -Hizo una pausa, su rostro en medio de las sombras-. Una chica como tú debería mantenerse alejada de tipos como ese.
Enfadada, Aimée retrocedió un paso. Sus tacones se hundieron en la nieve medio derretida.
– ¿El tipo del cuchillo? ¿Qué crees? ¿Que yo lo he invitado? Me persigue -dijo ella-. Y después de que yo encontrara ajusticiado a Zette, el dueño del bar, me amenazó. Otro corso.
Al otro lado de la pared se podía oír cómo una lata chocaba contra el suelo y los chillidos de un gato. Ella hizo una pausa.
– Con los que debo tener cuidado es con los que son de tu tipo.
Entonces él rodeó su cintura con sus manos y la besó en las mejillas, unos besos suaves, cálidos y prolongados. Ella tomó aire envuelta en su calidez y el húmedo regusto de su chaqueta de cuero. Flotaba en el aire una fría promesa de nieve.
– Especialmente los de mi tipo, detective -le susurró al oído.
Ella lo miró hasta que desapareció entre las sombras y se extinguió el eco de sus pasos, todavía sintiendo su calidez en su rostro.