– Así que, músico, ¿por qué te persigue ese tipo? O ¿es al revés? -dijo Aimée. Su aliento, un rastro de vapor, se disipaba en el aire de la noche sobre la pista de hielo iluminada al aire libre en la rotonde de la Villette-. Necesito saberlo.
– Los dos lo necesitamos -repuso Lucien Sarti recostándose en la barandilla y mirando hacia el suelo.
Unos pocos patinadores, la mayoría parejas a esta hora de la noche, cruzaban el hielo. La música casi ahogaba el distante chirrido de los frenos de la estación de metro de superficie de Stalingrad.
– Es el que está intentando que me acusen de algo.
– ¿De terrorismo? -preguntó ella-. ¿Es miembro de tu comando separatista, eh, canalla?
Él negó con la cabeza.
Tras ellos se percibía la cúpula de la rotonda de La Villette, una arcada circular con el frente de columnas dóricas y que había sido cuartel durante la Comuna y luego depósito de sal. Delante de ellos tenían la ancha cuenca de negras aguas que fluía a sus pies y se estrechaba en el canal Saint Martin.
Por lo menos estaban en un sitio público al aire libre, aunque solo unas pocas personas, acurrucadas para protegerse del frío helador, esperaban haciendo cola en la crêperie.
En su frío muslo todavía notaba la calidez que había sentido cuando el muslo de él la había rozado. El instinto le decía a gritos que tenía que ser el otro tipo al que Cloclo se había referido. ¿Acaso no la había defendido Lucien Sarti? Pero: «Nunca des nada por supuesto». Ese había sido el lema de su padre.
Él sacó el cuchillo del bolsillo y lo mantuvo en la mano. Una gastada empuñadura de madera y hoja de sierra.
– Es un cuchillo de los que se utilizan para limpiar el pescado -dijo-. El arma que se utiliza en los muelles de Bastia.
Ella sabía que también se utilizaban en las cocinas de los restaurantes. Entonces vibró su teléfono móvil. ¿Sería René? Presionó «Responder».
– Aimée, perdona que te avise tan tarde. -La penetrante voz de Martine, su mejor amiga desde el lycée, retumbaba al otro lado-. Gilles ha matado más faisanes de los que podemos comer en toda la vida. Los he desplumado, cubierto de hierbas y se están asando. Y tenemos un Brillat-Savarin perfecto para después de la cena. Di que Guy y tú vais a venir, por favor.
Por esa época, Martine habitaba el mundo del distrito 16. Veladas y châteaux el fin de semana. Cortesía de su novio, Gilles. Pero a Aimée ese entorno le resultaba muerto y demasiado formal.
– Martine, no puedo hablar -susurró volviéndose hacia el canal.
– ¿Te has vuelto a pelear con Guy?
– ¿Eh? ¿Qué dices?
– Ya me has oído, Aimée.
No tenía sentido disimular. Más valía decirle la verdad. Nunca podría mantenérsela oculta a Martine durante mucho tiempo.
Se cubrió la boca con la mano.
– Guy me ha dejado, Martine -murmuró-. No es un buen momento. -No sabía dónde meterse, apurada por si Lucien Sarti podía oírla.
– Entonces ¡claro que tienes que venir! -dijo Martine elevando la voz ronca-. Está aquí el colega de Gilles de Le Point. Te gustará.
¿El periódico conservador de derechas conocido por sus nostálgicos artículos sobre la era de de Gaulle? Probablemente no.
– Mira, me está siguiendo un tipo… -susurró Aimée.
– Como suele decirse, lujuria siempre, pero amor siempre. ¡Fijo que no pierdes el tiempo! -dijo Martine-. ¿Es un chico malo?
– Malo malísimo.
– Tiens! Quieres decir… nom de Dieu! ¡Otra vez no! ¡No me digas que te estás metiendo en líos!
– Luego, Martine. -Cortó la comunicación y se volvió.
– Tu chico se ha marchado, ¿no?
Ella hubiera querido colarse por la tapa de la alcantarilla a sus pies.
Sarti recostó sus largas piernas contra la verja de la pista de patinaje. El brillo de las luces del muelle se reflejaba en sus ojos. Ojos perdidos en la distancia.
– Mi chica… la que una vez fue mi chica… ahora pertenece a otra persona.
– Lo siento. -La había pillado de improviso y no sabía qué más decir. Esas cosas pasaban, como bien lo sabía ella.
– La vida es como un tren -dijo él en voz baja-, y yo me bajé demasiado pronto.
Quizá ella también. No lo había intentado lo suficiente con Guy. Ahora de alguna manera sentía que ella y Sarti compartían algo, como si remaran en el mismo bote.
Tenía que volver al grano.
– Hablemos de ese tipo, del que quiere colgarte el muerto. ¿Es tu doble? ¿De qué lo conoces?
– ¿A Petru?
– Si ese es el que se parece tanto a ti.
– Es de otro clan -le contó Lucien Sarti-. Somos diferentes.
¿Otro clan? Sonaba anticuado, isleño.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella. Mantenía la vista en el escaso número de personas en el puesto de crêpes bajo los arcos. Del puesto colgaba una lámpara de queroseno. Podía escuchar el roce de los patines en el hielo, la risa de las parejas aquí y allá, y los compases de un vals de Strauss mecidos por el viento.
Aunque tendría que parecer temeroso, Lucien Sarti más bien parecía estar triste y melancólico. No parecía un asesino.
– Echo en falta el ritmo de vida en el pueblo -dijo-. Aquí la gente toca la bocina en los semáforos rojos y corremos de una estación de metro a otra. Corriendo, siempre corriendo. En Córcega el ritmo de vida es humano.
– Pues parece que Petru se ha adaptado estupendamente -repuso ella-. ¿Para quién trabaja?
– Deberías saberlo -contestó él.
Ella pensó con rapidez. Por supuesto. Yann Marant dijo que Lucien Sarti había llegado tarde a la fiesta.
– Tú estabas en la fiesta de monsieur Conari. ¿Qué tienen que ver Petru y sus matones?
– ¿Sus matones? Lo único que sé es que ella… alguien me ha advertido de que Petru ha hecho llegar panfletos terroristas al estudio de grabación y lo ha arreglado todo para que me arresten.
– Y tú ¿crees lo que te ha dicho esa mujer?
– ¿Por qué iba a dudar de ella? -dijo enarcando las cejas.
¿Por qué tenderle una trampa para que pensaran que era un terrorista? ¿Qué tenía eso que ver con el asesinato de Jacques? Demasiados elementos extraños y dispares. ¿Cómo relacionarlos?
– ¿Por qué te implicaría Petru y luego te persigue?
– Como ya te he dicho, no es de mi pueblo. -Lucien calló por un momento apretando los labios en una tensa sonrisa-. ¿Quién sabe? Quizá mi tío abuelo robó la mula de su padre. ¿Qué pasa? Así es como nos describís vosotros los parisinos.
– Un punto de vista interesante, músico. Tú eres el que hablas de estereotipos.
– Así que ¿no te importa estar por ahí con un presunto separatista corso? -interrumpió él lanzándole una mirada.
Deja el sarcasmo, quería decirle.
– No si puedo evitarlo. -No había motivo para que él supiera que ella tenía imán para los chicos malos, una vez incluso fue un neonazi que resultó ser un buen chico disfrazado-. Convénceme de que no lo eres.
– Para vosotros somos cabreros con escopetas que nos ocupamos de vendettas, tan salvajes como nuestra isla, ¿verdad?
– Volvamos al asunto. ¿Qué es lo que viste la noche que mataron a Jacques Gagnard?
– A ti, esposada, cuando te metían en el furgón policial -repuso él sin dudarlo.
Ella presentía que había algo más.
– ¿Escuchaste disparos?
Durante un instante, la mano de él tembló sobre la barandilla cubierta de hielo.
– Creo que viste algo -dijo ella.
– No eres una flic.
– Ya te lo he dicho: soy detective privado. Alguien ha hecho que acusen a mi amiga, pero voy a hacer que la suelten.
– Y ¿eso es todo? -Sus dedos se relajaron.
Ella asintió.
– Encontré a Jacques Gagnard agonizante sobre la cubierta del tejado lleno de nieve. Todavía le respondía el corazón y sus ojos pestañeaban. -Miró hacia el suelo a un agujero en medio de la nieve gris-. Intentaba decirme algo, sus ojos se comunicaban. Es muy difícil de explicar.
Los flics no le habían concedido importancia como si fuera solo la respuesta involuntaria de alguien que se está muriendo. ¿Por qué se lo estaba contando? Tendría que callarse y hacer preguntas.
Lucien se frotó el brazo y se apoyó en la barandilla.
– A mi abuelo lo mataron a tiros en el pueblo. Se desangró hasta morir bajo un castaño -dijo en voz baja-. Tardó mucho. Yo me senté con él mientras las sombras se alargaban. Una libélula revoloteaba atraída por la sangre de su pecho. Sus tres dedos se movían… y se movían… mi hermano decía que yo me lo había imaginado. Yo era muy joven. -Hizo una pausa y se frotó la barba de varios días sobre su mejilla-. Una semana más tarde mi tío encontró a los asesinos, a tres de ellos, escondidos en un huerto de limoneros. -Se encogió de hombros-. Todavía veo las ramas cargadas de frutos, los limones partidos y machacados sobre la tierra, su aroma a cítrico mezclado con el regusto metálico de la sangre. Venganza, yo también me la hubiera tomado, una obligación para con mi abuelo…
Su mirada parecía estar muy lejos. Habló de forma vacilante, pero estaba confiando algo que sentía en lo más profundo de su ser. Ningún extraño había hablado nunca con ella de esa manera, por momentos íntimo, sarcástico y luego triste.
Ella estaba segura de que él sabía más de lo que decía sobre Jacques Gagnard.
– Intentémoslo otra vez. Dime qué ocurrió. ¿Por qué no te interrogaron en la fiesta?
Él desvió la mirada y su rostro quedó en sombra.
– Necesitas mi ayuda, músico. Suponiendo que me hayas dicho la verdad.
– Venganza, esa es mi cultura. Te he ayudado, ¿no? Déjalo estar. Me las arreglaré solo.
– ¿Con los CRS merodeando por todos los sitios? Probablemente ya hay una orden de búsqueda y captura contra ti si eres miembro de la Armata Corsa.
– No es cierto, ya no. Te han informado mal. Hago música, eso es lo que hago.
– ¿Cómo sé que no trabajabas con Petru? Podrías haber matado a Jacques y preparado una emboscada al otro flic y luego haber traicionado a Petru. Y puede que por eso vaya detrás de ti.
¿Era dolor lo que vio en sus ojos?
– Estoy harto de esto -dijo-. No he disparado una pistola en mi vida. Te has equivocado de persona.
– Convénceme.
– Unos pocos tienen un código: el honor. -Se le acercó aún más y su aliento le acarició la cara-. ¿Por qué tengo que confiar en ti?
– Y ¿por qué no? ¿En quién más puedes confiar? -espetó ella-. No me interesa si tienes opiniones políticas o no. Mi amiga está en coma. Nunca dispararía a su compañero. Todo lo que me importa es que salga absuelta.
Él la estaba estudiando mientras decidía que hacer.
Bon, lo diría de forma que él lo entendiera.
– Este es mi código, Lucien.
Él le contó lo que había ocurrido. Felix, la fiesta, la mujer, cómo se había olvidado del carné de identidad y había tenido que escabullirse de la fiesta. Ella recordaba la lista de los invitados a la fiesta que habían sido interrogados. No había nombres corsos.
– Inténtalo de nuevo. Cuéntame todo lo que viste. Cuéntame también lo que has olvidado.
– ¿Lo que he olvidado? -dijo cerrando los ojos. Se puso a pensar-. Un señor mayor sacó a pasear al perro. Y yo vi una luz, una luz vacilante que salía de los agujeros en el suelo.
– ¿Se refiere a la obra? ¿Aquí? -preguntó alterada mientras sacaba el diagrama. Señaló un punto y él asintió.
– Después del disparo oí el ruido de cristales rotos.
La claraboya. Su vía de escape.
– La verja alrededor de la obra es muy baja por esta parte. Yo vi las luces.
Tenía sentido. Ella se acordaba de haber visto la punta brillante de un cigarrillo en el suelo. Se había preguntado a dónde conducían las huellas mojadas. Ahora ya lo sabía; salían a la calle, a algún lugar del solar en construcción.
– ¿Qué llevas en la mochila?
Él parpadeó con sorpresa. Luego le sonrió ampliamente y apoyó los codos cubiertos de cuero en la barandilla.
– Regístrala. Como en tu casa. No tengo nada que ocultar.
Ella ignoró su mirada burlona y sus largas piernas.
– ¿Por qué no me lo enseñas tú?
Sacó la funda de madera y abrió los cierres.
– Mi cetera -dijo mientras sacaba el instrumento de madera. La curvada caja de madera estaba gastada del uso, pero las cuerdas eran nuevas-, un instrumento tradicional, una variante del laúd.
De la funda se elevaba un aroma a bergamota y algo que parecía ciruela. Pero no, denso y profundo, le recordaba más al olor de la breva.
– En nuestra cultura hacemos música de la vida diaria; es música con los pies en la tierra.
Una tarde, Aimée se había quedado transpuesta al escuchar el sonido de un coro polifónico corso que salía de la iglesia situada a la vuelta de la esquina. Antiguo y sin embargo intemporal, resonaba desde algún lugar muy profundo.
Él pulsó las cuerdas de la cetera. El aire gélido transportaba las altas notas melódicas que evocaban otro mundo, otra época.
Una pareja, cogidos del brazo sobre el hielo, se detuvo a escuchar.
Volvió a guardar el instrumento en su funda con cuidado.
– No confías en mí, ¿verdad? -dijo-. Porque soy corso.
– Mientras nos ayudemos, sí que lo hago -replicó Aimée.
– En Francia viven más corsos que en toda Córcega. Se trata de una diáspora. Hay pueblos en los que solo quedan veinte personas, viejos. Las montañas cubren un ochenta y cinco por ciento de la superficie de la isla. Los parisinos ricos vienen de vacaciones ansiosos de imbuirse de naturaleza, vino y miel orgánica. -Su voz estaba teñida de sarcasmo-. Pero, ¿no has oído que ahora estamos integrados? Pascua es ministro de Interior; la modelo que hace de Marianne es corsa [10]; incluso el muelle de al lado de la préfecture tiene su nombre en honor a Córcega.
– ¿Conocía Petru a Jacques Gagnard? ¿Y tú? -preguntó ella manteniendo con esfuerzo un tono de voz moderado.
Él negó con la cabeza, pero se volvió y ella no pudo leerle la cara. Había un grueso rollo de papel en el bolsillo trasero de su mochila.
¿Serían planos, copias de edificios en el punto de mira?
– ¿Qué es eso? -preguntó Aimée recelosa.
– Mi antigua carrera brillante -dijo él-. Arruinada por los separatistas.
Desdobló las gruesas páginas. En la parte superior aparecía grabado el nombre de Soundwerx.
– Se olvidaron de poner Isadore después de Lucien -dijo-. Casi, casi; Lucien Sarti. Un contrato que no se va a ejecutar nunca.
Las frías manos de Aimée dejaron caer la pequeña linterna y el contenido de su bolsa se esparció en la sucia nieve: arena de una playa bretona, su perfilador de ojos, parches Nicorette, un gastado billetero de Vuitton, el pase del Hôtel Dieu para el pabellón de Laure, un manual de criptografía muy manoseado, el recordatorio del funeral de su padre, un cordón de cuero negro con un colgante de plata en forma de lágrima, un gastado menú de comida india para llevar y su teléfono móvil. Secó las cosas con los guantes y los volvió a meter dentro.
Lucien había recogido la linterna.
– ¿Eres de las del tipo profesional, de las que viven para su trabajo? No limpias la casa, ¿eh? Apuesto a que ni siquiera cocinas.
Aimée sintió que le ardía la cara. ¿Tan obvio era? Tal y como Guy había observado, hacer un café era su única habilidad culinaria.
– Los restaurantes se inventaron para comer, ¿no? -dijo ella cogiendo la linterna y alumbrando el grueso documento.
– «Empaquetado múltiple», «cinta y vinilo», «materiales promocionales», «etiqueta Soundwerx», «aforo grande». -Aimée leyó del contrato-. Muy impresionante. Has hecho el agosto.
– Ya no -repuso él-. Petru ha puesto un palo en esa rueda.
– ¿Por qué?
– ¿Quién sabe? Solo lo he visto una vez y la segunda vez ha sido contigo.
– No tiene sentido. Tienes que esconder algo.
Él la miró fijamente, perforándola con sus ojos oscuros.
– Los flics quieren hablar contigo sobre la bomba colocada junto a la Mairie del distrito 18 -dijo ella para ver si acertaba.
Lucien se estremeció. Ella se imaginó que su comentario había dado en el blanco. Se separó de él al tiempo que se colgaba del hombro la húmeda bolsa.
– ¿Vas a dar información sobre mí?
– Tengo una idea mejor, músico. Vamos a encontrar a Petru.