Lunes por la noche

Al oír el ruido sordo de un disparo sobre su cabeza, Lucien Sarti pegó un salto y se refugió en un portal de piedra ennegrecida. Un acto reflejo. Sintió un nudo en el estómago; hubiera querido fundirse con la piedra.

Le preocupaba el fuego cruzado. Un aguanieve incesante golpeaba con fuerza los edificios. Miró disimuladamente calle arriba y no vio a nadie más sobre la reluciente superficie helada. Luego, bloques de nieve cayeron del andamio sobre su cabeza y se redujeron a polvo sobre el empedrado. Vio movimiento, oyó fuertes golpes.

Lucien retrocedió hacia el interior del portal, se ajustó el abrigo de cuero negro, y esperó. Se retiró la nieve del pelo negro y rizado. Dados sus antecedentes, lo mejor sería marcharse. Correr, escaparse. Pero su gran oportunidad estaba a un tiro de piedra, justo a la vuelta de la esquina.

¡Vaya suerte la suya!

El laberinto de edificios del siglo XIX manchados de hollín y las retorcidas calles cuesta arriba le recordaban a la rue du Castagno en el puerto de Bastía. Pero en lugar de piedra recocida por el sol, del siroco azotando desde África y ancianas tejiendo en los porches, los empinados escalones que tenía delante albergaban nieve recién caída, ráfagas de viento y prostitutas que se escondían en la oscuridad.

Esperó hasta que vio destellos de luz y escuchó un grito como el de un gato en celo y luego sirenas. En el momento en el que iba a cruzar la calle corriendo, un anciano que llevaba un westie de una correa abrió la puerta que tenía tras él.

Piensa rápido, se dijo.

– Perdón, olvidé el código de la puerta -dijo al anciano-. Mis amigos viven en el segundo.

El anciano asintió, con la garganta cubierta hasta arriba por una bufanda, y Lucien entró lentamente. Esperó en la escalera de piedra gastada, húmeda y fría, hasta que los latidos de su corazón se hicieron menos evidentes, hasta que oyó coches detenerse y voces afuera. Pensó que ahora sería más fácil mezclarse con la multitud y cruzar el patio.

Desde su nacimiento le habían enseñado a mantener la boca cerrada: aqua in boca. Su grand-mère indicaba la necesidad de estar callado deslizando un dedo sobre los labios. No se le ocurriría verse involucrado. Se abrió paso al lado del furgón de la policía hasta la verja y se detuvo, escuchando. El viento cargado de aguanieve le traía retazos de conversación. Todo lo que pudo entender fue «tiroteo en el tejado». De ninguna manera podrían involucrarlo.

Esta ciudad estaba llena de contradicciones, al revés que su Córcega natal, donde las cosas eran muy simples: todos los forasteros eran considerados una amenaza.

Satisfecho de que nadie se fijara en él en el frenesí de tanta actividad, Lucien anduvo entre los montones de nieve del patio hasta un precioso edificio.

Abrió la puerta principal y subió las escaleras, pasando por diferentes descansillos hasta que una puerta abierta dejó ver un grupo de personas elegantemente vestidas en el recibidor. ¿Una fiesta? Tenía que haberse puesto la camisa nueva. Conari solo le había dicho que se pasara para una breve reunión.

Cuando una mujer se inclinó hacia una pareja que llegaba para saludarlos, despidió un aroma a rosas. Le resultó familiar. Los copos de nieve danzaban fuera de la ventana del vestíbulo, captando la luz y enmarcando su espalda suave y bronceada. Solo una mujer de las que conocía se hubiera puesto algo como eso con este tiempo. Pero no podía ser. Y luego la perdió de vista entre el numeroso grupo de recién llegados.

– Lucien, me alegro de que esté aquí. -Una voz, fuerte y acogedora, llegó desde su anfitrión, Felix Conari, cuyas anchas espaldas llenaban el umbral de la puerta. Su pelo largo y gris se le rizaba por detrás de las orejas. Su piel lucía un bronceado de la Costa Azul, el tipo de bronceado de los ricos que duraba todo el año-. Pero entre, es maravilloso que haya podido venir.

Bonsoir, monsieur Conari, encantado. -Lucien rascaba el bolsillo del abrigo con los dedos, un hábito nervioso.

– Bienvenido a nuestra fiesta anual para los clientes. -Felix guiñó un ojo-. Impresiónelos con el éxito, ya sabe.

Lucien no lo sabía, pero asintió.

Felix le pasó el brazo por los hombros y lo acompañó al interior del área de recibir del amplio piso, con altos techos adornados con molduras talladas, suelos de parqué y chimeneas de mármol. Lucien acertó a sonreír y esperaba que sus ojos no revelaran su sorpresa. Una mezcla de modelos en minifalda con los pómulos hundidos y sin pecho que promocionaban mediatecas vestidas de negro de los pies a la cabeza y matronas burguesas vestidas de Chanel, revoloteaban alrededor de la mesa surtida de entremeses. El rumor de las conversaciones y el tintineo de las copas llenaban el aire.

Justo detrás de él entró un hombre que entregó su abrigo a un camarero.

– La policía está poniendo controles en todas las calles; han matado a alguien en un tejado -anunció irritado-. ¡Vaya lío! ¡No hay ni un sitio para aparcar!

¿Que han matado a alguien? Lucien ocultó el temblor de las manos escondiéndolas en los bolsillos. Con su historial, tenía que mantenerse alejado de esto.

Nom de Dieu! -dijo Felix, a la vez que un silencio repentino inundaba el salón-. Por lo menos parece que está bajo control.

Felix guió a Lucien hacia la larga mesa cubierta por un mantel de lino blanco.

– Pruebe el fuagrás y continuaremos hablando en el despacho.

Merci-dijo Lucien, consciente de la delicadeza estudiada de Felix según era conducido al despacho con una bandeja de Limoges bien surtida.

El fuego crepitaba, iluminando un mobiliario minimalista que no concordaba con los techos decorados, las paredes forradas de madera y las ventanas de líneas curvas. Lo clásico se unía a la vanguardia.

Un hombre salió por la puerta del cuarto de baño adyacente secándose el pelo mojado con una toalla.

– He tenido que remojarme para despertarme -dijo sonriendo.

– ¿Todavía trabajando? -Felix atrajo a Lucien hacia el hombre, que parecía tener treinta y tantos años. Llevaba un traje negro arrugado y rozadas deportivas Adidas. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta-. Te presento a Yann, un socio. Él es el que pone el cerebro, y yo la fuerza bruta -bromeó Conari.

Yann sonrió.

– No siempre -dijo al tiempo que daba la mano a Lucien-. Encantado.

Lucien sintió un apretón húmedo, pero fuerte. Luego Yann cerró el portátil que estaba sobre el escritorio.

– Prometí a Felix que me mezclaría con la gente y trataría de mejorar mis habilidades sociales. Lo siento.

Lucien puso en práctica su sonrisa de nuevo.

– Ha sido muy amable al invitarme, monsieur Conari.

– Llámeme Felix.

Lucien había enviado a Conari varias cintas con su música. Pero se había sorprendido con la invitación de Felix para que fuera a su casa a hablar sobre ellas. No tenía dinero ni para el alquiler. Su dormitorio era un saco de dormir en la despensa del bar restaurante de Anna donde acudían los comunistas corsos y donde trabajaba a cambio de comida. Rezaba para que esta reunión condujera a algún sitio.

La tía abuela de un primo de Lucien se había casado con un pariente lejano de Felix Conari. Felix ni siquiera era corso, pero en Córcega, la familia lo era todo. Los lazos entre los clanes y relaciones familiares que databan del siglo XIII aún gobernaban la isla. El código estaba muy arraigado. Esas bases todavía funcionaban en París.

– Tómese la copa mientras escucha mi propuesta -dijo Felix mientras hacía un gesto a Lucien para que se sentara en una escultural silla curvada de madera de ramín-. Me gustaría que me permitiera representarlo y presentar su trabajo al director de Soundwerx.

Soundwerx. ¡El gigante discográfico europeo! Lucien parpadeó sorprendido.

– Posee usted un sonido único, muy fresco -le dijo Felix-. Quiero ayudarle.

Era una oferta con la que Lucien nunca hubiera soñado. Hasta le daba miedo pensar que pudiera ser cierta.

– Tiene usted un don, difícil de definir. Como si recogiera las palabras del aire y las estrellas cantaran. No, no me estoy expresando bien. -Un breve aire de tristeza cruzó el rostro de este hombre con traje de diseño-. Mi hermana también lo tenía, pero falleció. -Miró hacia abajo, reorganizando unos papeles sobre el escritorio-. No pude ayudarla, pero espero que usted me dé la oportunidad de poder dar un empujón a su carrera.

Lucien asintió, nervioso. Así que Felix entendía su música y la admiraba, aunque no fuera corso.

– Mi abuelo, mi padre y mi tío cantaban polifonía, bajo, segunda y tercera, poemas del siglo noveno a cappella. En casa, siempre decimos: «Tres cantores en armonía suenan como los ángeles» -se explicó. Su corazón se aceleró; siempre lo hacía cuando hablaba de su música-. La música llenaba nuestra casa. Yo construyo sobre cimientos tradicionales; los utilizo como base y continúo explorando. Quiero abrir nuestra cultura al mundo.

La puerta se abrió, dejando pasar el ritmo pegadizo de una bossa nova y los murmullos de la multitud. Lucien se giró. La mujer a la que había visto en el vestíbulo entró en la habitación. Echaba su cabeza hacia atrás, riéndose. Ese largo cuello, curvado, tan familiar. ¿Podría ser? Vestía un vestido suelto de color rojo cobre; su melena morena lisa llegaba hasta la mitad de su espalda desnuda. Ella se volvió, la cara iluminada por la lámpara, y él reconoció a Marie-Dominique, la primera mujer a la que había amado. Todavía despedía aroma a rosas.

Se quedó paralizado. Cuatro años…

– Ah, Lucien, le presento a mi esposa -dijo Felix-. Perdón por no haberlo hecho antes.

¿Marie-Dominique, la esposa de Felix?

No podía dejar de mirarla. La mirada de Marie-Dominique se encontró con la suya mientras ella inhalaba aire brevemente.

– Lucien -murmuró-, encantada de conocerle.

El mundo se detuvo. En la mente de Lucien, las cigarras zumbaban, su sonora cacofonía era una barrera de sonido en el calor seco. A su alrededor en la colina, la última vez que él la vio, se encontraban los pinos doblados por el viento y protegidos por formaciones de granito, las adelfas resecas y el marchito mirto.

– ¿No le ha enseñado nada Felix? Parece usted perdido -dijo ella.

Perdido en el pasado, pensó él. Y anhelando un futuro que nunca tendrían.

– ¿Cuánto tiempo hace que vive en París?

Lo que en realidad quería decir era cuánto tiempo hacía que ella se había convertido en esa sofisticada parisina, casada con un hombre rico.

Ella miró al suelo, moldeando un negro mechón de pelo con su dedo. Tal y como él la recordaba cuando estaba pensando.

– El suficiente -dijo.

– Marie-Dominique -dijo Felix rodeándola con el brazo-, encuentra un sitio para Lucien en una mesa al lado de la nuestra. Convéncelo para que toque algo después de la cena.

Lucien sabía que debería dar las gracias a Felix por su hospitalidad y marcharse antes de cometer el mayor error de su vida. Pero el perfume de Marie-Dominique y sus recuerdos lo mantenían paralizado.

Los ojos de Felix brillaban de entusiasmo cuando dijo:

– Lucien, ¿me dejará que le ayude?

Lucien asintió, sin saber qué decir.

– Siempre y cuando no esté metido en causas políticas corsas, o tenga algo que ver con esos grupos separatistas… ¿no tendrá usted nada que ver, verdad?

¿Debería revelar su pasado? ¿Pero cómo podía decir la verdad? Él era un desconocido. Tocaba en restaurantes corsos para poder comer. Soundwerx lo consagraría.

– Felix, ¡solo soy un músico!

– Bien. Monsieur Kouros, de Soundwerx, quiere conocerle. Es un amigo personal mío, Lucien -dijo Felix-. Lo que cuenta en este mundo son los contactos. Perdone si me he excedido, pero ya le he dado mi palabra de que firmaría un contrato exclusivo.

Lucien sintió que se le secaba la boca. Se preguntaba si debería pedir que le dejaran leer el contrato. El hecho de ver a Marie-Dominique mientras escuchaba la propuesta de Felix hacía que la cabeza le diera vueltas.

Felix se frotó la barbilla con los dedos pulgar e índice.

– Parece usted dudar. Cuando conozca a Kouros, lo entenderá.

Afuera en el salón, Lucien sintió que tenía el cuello húmedo. Había sudado. A su alrededor, las parejas charlaban, y todos parecían conocerse. Se sintió aún más fuera de lugar cuando observó a los extraños bien vestidos que le rodeaban.

Un camarero de chaqueta blanca lo miraba fijamente. Tenía los ojos negros y un tono de tez cetrino que no casaba con su rizado pelo rubio decolorado. Corso, como él, se imaginó Lucien, mientras intentaba arreglárselas lo mejor posible.

Consiguió sonreír.

– ¿De qué pueblo eres? -le preguntó, la pregunta que los corsos siempre hacen a un compatriota. Era una forma de localizar su lugar en el mapa social, de descubrir quiénes eran sus amigos, si tenían acceso al poder, o incluso si, por casualidad, no serían familia. O, en el peor de los casos, si estaban involucrados en una compleja vendetta contra su clan, una que podría haber surgido de la defensa del honor de un primo lejano asesinado en el siglo pasado. Había que investigar estos asuntos.

Monsieur?-El camarero se dirigió a él como si Lucien no le hubiera hablado-. Monsieur Conari dijo que le anunciara que la cena está servida en el otro salón.

Luego se le acercó lentamente y respondió:

– Soy de Bastía.

Un «italiano», como dirían los de su pueblo colgado en las montañas. Para ellos, todos los que habitaban en la costa eran descendientes de pescadores italianos. Incluso aunque sus antepasados hubieran llegado a Córcega cuatro siglos antes.

– ¿Y tú?

– De Vescovatis -dijo Lucien.

Una mirada de reconocimiento cruzó el rostro del camarero. Lucien era uno de los de arriba, oriundo de un montañoso valle del interior. Un corso mucho más puro.

Felix se acercó por detrás, dándole unas palmadas en la espalda y con una reluciente sonrisa.

– Mire, firmaremos el contrato después de la cena. Llegará lejos, joven, me ocuparé de ello.

Un ruido de pasos resonó en el suelo de parqué, y entonces se oyó el roce del vestido de Marie-Dominique al rozar su mano mientras se giraba, y él sintió en sus dedos un dolor punzante a pesar de ser el roce de algo tan ligero como una hoja.

– Monsieur Conari -dijo el camarero-, el comisario quiere hablar con usted.

– ¿El comisario? ¿De qué? Estamos celebrando una fiesta.

Varios policías con uniforme azul entraron en la abarrotada sala.

¿Lo habían visto los flics, lo había identificado alguien? ¿El viejo del perro? Nom de Dieu, ¿y si lo relacionaban con el tiroteo? ¿O con los separatistas corsos?

– Monsieur Conari, ¿es usted el anfitrión? -dijo una voz aguda y nerviosa.

Sin esperar respuesta, continuó:

– Lamentamos las molestias, pero se ha cometido un homicidio al otro lado del patio. Necesitamos hablar con todos sus invitados para averiguar si han notado algo sospechoso. Tenemos que comprobar su documentación. Mero trámite, por supuesto.

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