Aimée no necesitaba el tipo de problemas que planteaba Lucien Sarti. ¿Por qué no podía quitarse de la cabeza la forma en la que se rizaban sus pestañas?
En la librería de la place des Abesses que cerraba tarde por una lectura de poesía, encontró una edición del Corse-Matin, el diario corso.
Por lo menos, la librería tenía calefacción, así que podría sacarse el frío de los huesos. En la tercera página encontró dos artículos fechados en Bastia. Uno de ellos relataba un aviso de bomba en la oficina de correos central de Bastia que resultó ser falso. Un artículo más corto describía los ataques vandálicos contra un avión de combate en la pista de unas instalaciones militares y culpaba a los trabajadores de una obra cercana. La empresa constructora, Conari Ltd., rechazaba hacer declaraciones. Era la empresa de Felix Conari.
Se habían cancelado vuelos y se había prohibido sobrevolar el espacio aéreo corso. ¿Sería una reacción exagerada? Se trataba de una precaución impuesta por el Ejército cuando estaba en entredicho la seguridad nacional. ¿Hasta en una base en el extremo de Córcega, lejos del continente? Sin embargo, Conari había regresado en avión.
Su mirada se posó en otro montón de periódicos.
«¡La compañera de mi marido le disparó a sangre fría!» Los titulares la contemplaban desde Le Parisien. Junto a una foto de Jacques Gagnard de uniforme, un texto lateral rezaba: «Contado por Nathalie Gagnard».
Con el estómago revuelto y sintiendo que la ira la invadía, Aimée introdujo su lima de metal en la ranura de la antena de su teléfono, la removió, y marcó el número 12, de información. Pidió el número de Nathalie Gagnard y estableció conexión.
– Allô, Nathalie?
– ¿Por qué me piden ideas? Ustedes ya han preparado el funeral de Jacques -contestó Nathalie con voz pastosa.
¿Estaría borracha?
– Nathalie, va usted a retractarse de todas esas mentiras del artículo del periódico -dijo intentando controlar su tono-. Vengarse de Laure no le va a devolver a Jacques.
– ¿Qué? Ustedes, salauds [11]. «N-n-n-o tengo din-n-n-ero para pagar… Jacques… se lo jugó todo.»
Aimée contuvo la respiración.
– ¿Se lo jugó?
Por toda respuesta obtuvo un sollozo.
– Deudas. Ni siquiera puedo pagar su entierro.
Las cosas empezaban a cuadrar. Jacques jugaba, pero tenía un coche nuevo. Había algo en ese tejado cubierto de nieve que lo iba a convertir en un hombre rico.
– Nathalie, soy Aimée Leduc. Ahora mismo voy.
Se cortó la comunicación.
Buscó la estación más cercana en el mapa. Era Lamarck-Caulincourt, una de las estaciones más profundas, excavada a partir de viejas minas de yeso.
Diez minutos más tarde, salía a la fina lluvia bajo el arco del metro estilo art nouveau. La luz dorada que salía de un bistró al lado de las escaleras invitaba a entrar. Oscuras escaleras en forma de paréntesis subían a ambos lados de la colina. Luego otro tramo de escaleras, una calle y más escaleras. Parecían filas de teclas de acordeón combadas. En la cima, la blanca cúpula helada del Sacré Coeur recordaba a un pastel hecho de nieve batida.
Unas bolsas de plástico agitadas por el viento revolotearon y se quedaron enganchadas en una rejilla de metal. Pensó que era igual que los progresos que hacía en esta investigación, cada paso que daba era bloqueado y vapuleado por el viento, sin llegar a ningún sitio. La inocencia de Laure seguía estando en duda. Tenía que conseguir que Nathalie admitiera delante de las autoridades la afición de Jacques por el juego. No se marcharía hasta que lo hiciera.
Aimée sentía en su interior que existía una conspiración aún mayor y que Laure estaba atrapada en ella como una mosca en la tela de la araña. ¡Ojalá Laure se recobrara y pudiera hablar!
La farola de metal verde iluminaba esta parte de Montmartre poco transitada donde algunos cafés todavía vendían carbón vegetal. Un reducto chic de intellos [12], burgueses y, de vez en cuando, una librería socialista con las estanterías llenas de panfletos trotskistas. Aquí inventaron los surrealistas el «kissographe». Para muchos se trataba de un tramo de escaleras y no de una calle; una subida de varios tramos, acarreando la compra después de un largo día y recompensada por una vista espectacular.
Casi sin respiración, se detuvo y vio la entrada vallada al cementerio de Saint Vincent con carteles que ilustraban diferentes maneras de enterrar un ataúd. Los más baratos eran los enterramientos de ataúdes a tres alturas. Giró hacia la izquierda en la rue Saint Vincent, pasó de largo frente al cabaré Lapin Agile rodeado por un seto de rosales y el último viñedo de París con las desnudas vides cubiertas por la escarcha.
El edificio de Nathalie Gagnard estaba junto a las escaleras de la rue de Mont-Cenis. No hacía ni siquiera treinta minutos que había estado arriba de esas escaleras con Lucien y Felix Conari contemplando otro cementerio.
Llevaba toda la noche caminando en círculos.
Apartó a Lucien de su mente.
En una época, el edificio constituyó un hotel particulier y ahora lo habían dividido en apartamentos. Aimée vio los gastados números y letras del código digital. Qué pena que había dejado la plastilina en la oficina. Frustrada, sacó su minidestornillador, desatornilló la placa, y conectó los cables rojos y azules. La puerta se abrió con un chasquido. Sujetó la puerta metiendo la bota en la abertura, volvió a atornillar la placa y entró en el oscuro portal.
Después de encender el interruptor, echó un vistazo a los buzones, encontró Gagnard y se apresuró a subir la escalera de caracol antes de que las luces programadas se apagaran.
– ¿Nathalie? -llamó Aimée-. ¡Nathalie! ¡Soy Aimée Leduc!
Silencio, a no ser por los acompasados tictacs del temporizador de la luz.
– ¿Está usted ahí, Nathalie? -gritó mientras aporreaba la puerta.
Un hombre que llevaba puestas unas robustas botas negras de motorista la miraba desde detrás de la puerta vecina en el descansillo.
– ¿Le importaría no hacer tanto ruido? -dijo-. Estamos celebrando una sesión de espiritismo.
¿Una sesión de espiritismo?
– Lo siento, estoy preocupada por Nathalie…
– Yo soy el que da de comer a su periquito. Nathalie estaba bien la última vez que la vi.
– Por teléfono su voz sonaba pastosa. ¿Tiene llaves de su casa? ¿Le importaría abrirme la puerta? -dijo, al tiempo que mostraba la placa de detective.
– ¿Una detective con tacones altos? -repuso él, entrecerrando los ojos con interés.
– Olvidemos el comentario sobre la moda.
– Apuesto a que también vas en una Vespa.
Lo que quería decir era que Aimée no parecía ser una profesional. ¿Cómo tendría que ser una detective?
– ¿Tendría que llevar uniforme para parecer más oficial y destacar entre la multitud?
Si estuviera René, la habría fulminado con una mirada de advertencia. Del interior del piso del vecino salía un murmullo de campanillas.
– Désolé-dijo él cerrando la puerta.
Le dolían los pies, el aire frío le estaba congelando las piernas y se le estaba agotando la paciencia. Aporreó la puerta hasta que la abrió.
– Mire, estoy realizando una investigación oficial. Tiene que cooperar conmigo.
Él abrió los ojos con sorpresa y retrocedió.
– ¡Qué mandona!, ¿no?
– Nathalie tiene problemas -dijo ella. Y problemas graves, tal y como sonaba su voz.
– A los espíritus no les va a gustar.
– ¿A los espíritus? ¡Y a mí qué me importa! -Era una pena que no hubiera guardado el cuchillo del pescado. Se acercó más y le lanzó una mirada fulminante.
Él entendió el mensaje de sus ojos.
Un momento después sacó una cadena con llaves junto al marco de la puerta. Ella las fue probando hasta que una encajó, la giró y abrió la puerta.
– Merci -dijo al tiempo que le devolvía las llaves-. Allô? -Llamó a la puerta de Nathalie.
Encontró a Nathalie tirada sobre su propio vómito sobre el suelo de parqué. A través de su boca abierta la respiración silbaba laboriosamente. A su lado yacían el teléfono y el bote con las pastillas.
Aimée sintió pánico, la agarró por las axilas, la arrastró hasta el pequeño cuarto de baño y puso su cabeza sobre el inodoro.
– ¡Vamos, Nathalie! ¡Echa el resto! -la urgió.
Nathalie giró la cabeza y su pelo negro se quedó pegado en sus delgados pómulos.
Aimée echó mano de los guantes de goma que estaban al lado del frasco de limpiador Cif al lado de la ducha, se los puso y metió un dedo en la garganta de Nathalie. Se produjo una fuerte arcada seguida de vómito, todo encima de los zapatos con tacón de leopardo de Aimée y sobre el suelo, pero nada dentro de la taza.
¡Y por quince francos más, los podía haber impermeabilizado!
Entonces Nathalie vomitó de nuevo, y esta vez apuntó bien.
– ¡Nathalie! ¡Nathalie! ¿Me oye?
Su cabeza reposaba sobre el borde del inodoro.
Estaba claro que ya la había interrogado lo suficiente sobre la afición al juego de Jacques.
Aimée se quitó los zapatos, los puso en el lavabo y los limpió con un trapo. En la otra habitación cogió el teléfono y marcó el 17 del SAMU, el cuerpo de ambulancias, y dio la dirección.
– He encontrado a Nathalie Gagnard inconsciente con medio frasco de Ambien, la he hecho vomitar…
Se oían chasquidos y sonidos de fondo como el ruido de las olas.
– Dense prisa.
– Mandamos una ambulancia que ya está en la zona -dijo una operadora de voz tranquila-. Tardará dos o tres minutos.
– Hay varios tramos de escaleras.
– ¡Ah! Uno de los especiales de Montmartre -dijo la operadora-. Así que nada de médicos nenazas para este servicio. Gracias por avisar.
– ¿Tengo que hacer algo?
– Mire si hay más pastillas.
Aimée rebuscó por todo el suelo y encontró varias pastillas en las ranuras entre los listones de madera.
– Acabo de recoger más Ambien del suelo.
– Asegúrese de que no tiene nada en la boca y de que puede respirar, de que no exista ninguna obstrucción.
La camilla que transportaba a Nathalie golpeaba la pared y uno de los voluntarios, que llevaba un brazalete del Hôpital Bichard alrededor del brazo, echaba juramentos. Aimée cerró la puerta del piso de Nathalie tras ellos, utilizó el resto del Cif para limpiar todo lo que había en el suelo y puso sus zapatos a secar cerca de la salida de aire de la calefacción. Una vez hecho todo eso, localizó unos granos de café en el congelador de Nathalie, que era tan grande como un camión, los molió y encontró una cafetera Alessi de metal machacada por el uso. Encendió el gas, que cogió vida con una llama azul.
No se marcharía del piso hasta que encontrara alguna prueba que documentara que Jacques jugara. Las dos habitaciones, situadas en la esquina del edificio, permanecían prácticamente intactas y tenían un alto techo hueco y esculpido. Se dio cuenta de que una vez fueron parte de un salón de baile. Permanecía un cierto encanto decadente a pesar de su reconversión en sala de estar y un rincón para dormir.
Mientras la cafetera vertía goteando el café y emitía su ruido siseante, registró el apartamento. No había escritorio, archivos o libros. Nada. Solo un montón de sobadas revistas Marie Claire y un periquito dormido en una jaula cubierta y con una caja de comida para pájaros debajo. ¿Dónde guardaba Nathalie sus cuentas, los cheques y los recibos?
Buscó en los armarios de la cocina, bajo la alfombra de sisal, desenfundó el sofá, comprobó las tulipas de las lámparas y palpó bajo la mesa, por ver si encontraba algo pegado con cinta adhesiva. Nada. En el armario de Nathalie encontró una selección de faldas, camisas blancas, varias chaquetas y un vestido negro, además de un surtido de pañuelos de colores para adornar su guardarropa básico.
¿Nunca llevaría vaqueros?
Aimée se puso de rodillas y dio en el blanco. Bajo la cama de Nathalie encontró un abultado archivador verde oliva. Lleno de muescas, viejo y… cerrado con llave. Lo sacó de debajo de la cama, lo arrastró por el suelo hasta la cocina y allí hizo girar su lima de uñas en la cerradura. En lugar de abrirse, la cerradura se atascó y se rompió. ¡Menuda suerte! Pensó que eran gajes del oficio, un acompañamiento perfecto para una noche muy agitada: le habían puesto un cuchillo en la garganta, se había encontrado con un sarcástico y melancólico artiste cuyo tacto quería olvidar, el recuerdo de Felix Conari, de su afiliación con la Iglesia y con el Estado, y solo una referencia entre dientes de una empastillada Nathalie a la afición al juego de Jacques. Y luego el añadido especial de Nathalie, ¡vomitar sobre sus zapatos de tacón buenos!
Estaba determinada a encontrar algo mientras se secaban sus zapatos, así que escarbó en los cajones de la cocina, encontró un mazo para la carne, concentró toda su energía y golpeó la cerradura con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que saltó.
Se encontraba mejor e intentó forzar el cajón de arriba haciendo palanca, pero acabó utilizando un abrelatas para abrirlo por un lateral. Dentro se guardaban notificaciones bancarias en carpetas que se remontaban a varios años atrás. El segundo cajón contenía cartas y el tercero, sobre todo, recetas y recortes.
Revolvió dos terrones de azúcar moreno en la descascarillada taza de café y bebió a pequeños sorbos, al tiempo que bostezaba mientras inspeccionaba los archivos. Los estados de cuentas de los últimos cinco años requerían una tediosa comprobación. Abrió la ventana, una sola rendija, intentando así mantener la mente despejada. A sus pies yacían los esqueletos cubiertos de escarcha de las vides que producían una cosecha todos los otoños. El orgullo de Montmartre, pero ácido. Un gusto adquirido. Encontró una manta de ganchillo azul y envolvió sus pies con ella.
Papeles de bancarrota, la sentencia de divorcio. Se inclinó hacia adelante y comenzó a trabajar. En la ventana de Nathalie, las lastimeras notas de alguien que ensayaba con un violonchelo acompañaban el sonido del goteo del hielo al derretirse.
Se trataba de una aburrida rutina de comprobación de notas financieras escritas a mano y documentos del banco impresos. Al cabo de media hora descubrió las discrepancias. Importantes. Y fácil efectuar un seguimiento, una vez que hubo descubierto el patrón a seguir.
Los cuantiosos ingresos habían comenzado hacía tres meses, coincidiendo con la sentencia de divorcio de los Gagnard y con la bancarrota. ¡Ningún flic pluriempleado ganaba cincuenta mil francos al mes trabajando a tiempo parcial! No le extrañaba que Jacques hubiera convencido a Nathalie para que mantuviera la autoescuela. Era el lugar perfecto para disimular el montante de francos que se depositaban cada mes desde hacía tres. ¿Sería una simple forma de ocultar un chantaje?
Mientras miraba la limpia y práctica cocina y los muebles del apartamento instalados a partir de kits de montaje de Ikea, dudaba sobre si ella compartiría con él esos aires de grandeza. Simple avaricia, exigiendo siempre más… ¿habría sido eso su perdición?
Pero todo esto no disipaba la posibilidad de que lo que había matado a Jacques era algo que él conocía.
Con las pocas máquinas trucadas que había visto, dudaba de que Zette pudiera permitirse un pago de cincuenta mil francos al mes. Jacques podría haber recogido dinero de otros pequeños propietarios de bares y haber acaparado el distrito. ¿Seguiría un patrón?
El asesinato de Zette podría ser una advertencia para los otros de lo que les esperaba si se olvidaban de pagar. Sin embargo, a Jacques lo habían matado dos días antes de la muerte de Zette.
Abrió otra carpeta y echó un vistazo a la propaganda sucia con manchas de agua de Monoprix y que anunciaba rebajas en los abrigos de caballero. Dentro tenía un trozo de papel escrito a máquina. ¿Por qué guardar algo así? Lo volvió a poner con los otros papeles.
Se sentía bloqueada y bebió un poco más de café al tiempo que se cubría el regazo con la manta. Había abierto la caja de Pandora. Jacques pudo haber sido asesinado por cualquiera de sus clientes ansiosos por terminar con los pagos. Eso le dejaba un montón terrible de posibles sospechosos. Dudaba que las autoridades estuvieran dispuestas a investigar cargos de extorsión contra un respetable agente asesinado. Después de todo, ya tenía a Laure y su pistola humeante.
Miró al lío que había organizado con el contenido del cajón del archivador y cuando estaba a punto de pegar una patada para cerrarlo, se le ocurrió una idea. Se agachó y palpó bajo cada cajón con la intención de encontrar algo pegado, con cuidado de evitar los bordes ásperos y cortantes. Nada.
Había encontrado pruebas de la extorsión de Jacques y sabía que jugaba. Pero en su interior sospechaba que había algo más.
Quienquiera que sea que le mató, en este momento ya habría puesto patas arriba la casa de Nathalie si llegan a sospechar que escondía algo de valor. Pero estaban divorciados; Nathalie podía haberse quitado de en medio a cualquiera que le hubiera preguntado algo y podía haber negado mantener su confianza. Sin embargo, el artículo que había aparecido en el periódico de hoy establecería la relación. Si hasta ahora no habían sabido de la existencia de Nathalie, ahora ya lo sabían.
Había algo que la preocupaba. ¿Qué era? Se quedó mirando a la luz de la luna sobre la ventana recubierta de escarcha y luego volvió la vista al apartamento de Nathalie, investigándolo de nuevo. No había ordenador. Lo revisó de nuevo cuidadosamente. No había impresora.
Extrajo el folleto de Monoprix y dentro encontró el papel roto escrito a máquina: media página de jerga informática: //_e738:Ñ, seguido por más anotaciones descuidadas, números y series de letras. Se quedó mirándolo fijamente. ¿No fue Oscar Wilde el que dijo que el verdadero misterio del mundo es lo visible y no lo invisible?
Era un patrón que se repetía. ¡Claro! ¡Era parte de un código de encriptación! En su mente resonaban las palabras de Borderau sobre una filtración de datos codificados. ¿Tendría esto algo que ver? ¿Habría encontrado por fin un nexo de unión?
Para recomponer el rompecabezas necesitaba un ordenador. Nerviosa, metió la hoja en el bolsillo, puso los archivos en su sitio, empujó el archivador bajo la cama de Nathalie, se calzó los zapatos que ya estaban secos, apagó las luces y cuando estaba a punto de cerrar la puerta del apartamento escuchó el ruido de pasos que subían.
Cerró la puerta sin hacer ruido, se descalzó y subió descalza con mucho cuidado hasta el piso de arriba. Allí se agachó para escuchar. Del piso del vecino salía el sonido de una ópera de Wagner que enmascaraba el ruido de los golpes en la puerta de Nathalie. ¿Qué tipo de sesión de espiritismo estaban llevando a cabo?
Intentó mirar a través de la barandilla de metal y vio cabezas de hombre cubiertas por gorros de punto y los plumíferos sobre sus hombros. Entonces uno de ellos levantó la mirada.
El corazón le latía a toda velocidad. Había visto al tipo de perfil: era el de la dentadura fea y el cuchillo. Le temblaban las manos.
Las luces programadas se apagaron. Subió aún más arriba, retrocediendo. Rezaba por que no se acercaran. Entonces la luz de nuevo inundó el descansillo y las escaleras. Escuchó el ruido de los pies al arrastrarse, un gruñido y el impacto de una palanca cuando el tipo ese forzó la puerta.
– ¡Rápido! -dijo uno de ellos-… esperando afuera.
Tendría que darse prisa, bajar las escaleras sin hacer ruido y pasar sin ser vista a la lado de la puerta, teniendo cuidado de sortear a cualquiera que estuviera esperando. Se puso una gorra de lana, siguió rezando mientras pasaba de puntillas al lado de la puerta entreabierta y bajaba las escaleras hasta el portal.
Una mujer mayor que llevaba puesto un gorro de lana color blanco estaba comprobando el correo.
– Hace frío, ¿verdad? ¿Es usted la nueva inquilina del piso de arriba?
Aimée no tenía ganas de hablar. Quería marcharse. Ya.
– Estoy preocupada. Han forzado la puerta del número seis y he oído ruidos dentro al pasar -dijo susurrando y llevándose un dedo a los labios.
Arriba se oían golpes y Aimée vio la alarma reflejada en el rostro de la mujer.
– No suba. Se me ha olvidado el teléfono móvil. ¿Tiene usted uno? -Aimée hizo un gesto afirmativo acercando a la mujer hacia sí.
La mujer asintió.
– Llame al 18, a los flics.
Mientras la mujer sacaba su teléfono móvil, Aimée se calzó y se fue.
En los brillantes escalones exteriores, vaciló. ¿Hacia arriba o hacia abajo? Escuchó la vibración de un motor en punto muerto y al mirar al suelo vio la punta encendida de un cigarrillo que alguien sostenía en el asiento del conductor de un coche. Se mantuvo en el extremo más oscuro de las escaleras, las subió rápidamente y cuando casi había llegado al final salió de un portal una figura que le bloqueó el paso.