Viernes, a última hora de la tarde

La oscuridad había teñido la húmeda calle repleta de taxis y autobuses. Los transeúntes se aferraban a sus bolsas de la compra y se apresuraban con los cuellos del abrigo levantados para protegerse del aire gélido.

Aimée estaba desconcertada, no sabía hacia dónde ir, dónde seguir investigando. Llamó a Strago, pero no obtuvo respuesta. Entonces se le ocurrió una idea.

Sebastian, su primo, conocía el ambiente de los clubes. Contactó con él en su tienda de marcos en Belleville. El ruido de fondo del golpear de los martillos le decía que su primo pequeño se había quedado hasta tarde trabajando.

– ¿Sebastian?

Los golpes cesaron y fueron reemplazados por el lento zumbido de la sierra.

– Es un pedido urgente, Aimée -dijo-. Doce láminas que enmarcar y colgar para un restaurante que abre mañana. No tengo tiempo de trepar tejados esta noche.

Su negocio había despegado. Ella se sentía orgullosa de él. Y llevaba ya cuatro años limpio y alejado de las drogas.

– Una pregunta: estoy buscando un discjockey que pincha vinilo, Luden Sarti. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

– ¿Cuál es el alias?

– ¿El alias? Ni idea. Es un músico corso, toca una mezcla de tecno y música polifónica.

En el silencio que siguió podía escuchar el ruido del afilado y perforado del metal.

– Podría pinchar un estilo totalmente distinto de su propia música.

– ¿Qué quieres decir?

Jazz tradicional, cibernética, electrónica, industrial de los ochenta, trance. Cualquier cosa.

No tenía toda la noche. ¿Cómo podría encontrarlo?

– Sebastian, por favor sé más concreto.

– Los discjockey ofrecen un servicio a la multitud asidua a los clubes, así se ganan la vida. Los buenos crean su propio estilo y lo protegen. Llevan una doble vida. Sé de un flic que pincha vinilo cerca de République, pero nunca lo sabrías. Un sitio barriobajero y sucio lleno de góticos, punkis, heavies y sin techo.

¿No había dicho Lucien que él dormía en cualquier sitio?

– ¿Cómo se llama?

– Gibus, en la rue du Faubourg du Temple -repuso él.

– Gibus… ¿es ese el argot para un sombrero de copa?

– Eso es. Todos pinchan ahí en algún momento.

Podía empezar por ahí. Y con un poco de trabajo, tenía el atuendo adecuado.


* * *

Encontró Gibus en una calle estrecha bajo las vías del tren. No tenía nombre en el exterior, solo una rozada puerta cubierta de grafitis frente a la que fumaban unos cuantos góticos. Podía escuchar el aleteo de las palomas según emprendían el vuelo desde las roñadas vigas sobre sus cabezas.

La galería cubierta estuvo en su momento ocupada por almacenes para las mercancías que llegaban por ferrocarril. En la actualidad, carteles recién pintados anunciaban que era el lugar escogido para un centro de Internet y software denominado «Silicon Alley» patrocinado por el Gobierno. A juzgar por las paredes desconchadas y los edificios dilapidados les faltaba mucho camino por recorrer.

Aimée atravesó la puerta después de entregar veinte francos a un cabeza rapada con varios dientes de oro.

– ¿Hay discjockey hoy?-preguntó.

Él asintió y desató la gastada cuerda de terciopelo de la entrada que conducía a un pasillo con paredes rosas fluorescentes.

– Hoy tenemos noche gótica. Cuidado con los escalones.

Gótica. No parecería estar demasiado fuera de lugar con su largo vestido negro de red y las enredadas extensiones morenas. Si Sebastian le había dado las indicaciones correctas alguien que estuviera metido en el mundo de los discjockey conocería a Lucien. Descendió a oscuras, agarrándose a la barandilla de metal de una estrecha escalera de caracol y, para no caerse, vio por dónde iba, palpando la húmeda pared del pasillo subterráneo abovedado que vibraba al ritmo del heavy metal. Tenía las manos húmedas y cubiertas de una pátina aceitosa.

El pasillo se ensanchaba formando una caverna que olía a papier d'arménie, las antiguas tiras de color rosa oscuro que se doblaban como un acordeón y se quemaban para dar buen olor a las habitaciones dejando un aroma significativo. Un aroma que ella asociaba con su profesora de piano, una mujer rusa que lo quemaba para ocultar el hecho de que cocinaba en un hornillo en la misma habitación en la que daba clases.

Aimée podía oler algo más. Se imaginó que olía a gato para mantener a raya a la población roedora. Bien hecho.

Sus ojos se acostumbraron a la tenue luz emitida por las velas negras encendidas en hornacinas en las paredes y que rodeaban la barra. La tribu gótica, hombres y mujeres, tenían los labios y las uñas pintados de negro. Se congregaban apoyados en las paredes húmedas o sentados sobre lo que parecían ser reclinatorios, presentando así una imagen que recordaba a los tapices medievales actualizados con un toque del siglo XX. Unos cuantos góticos se agrupaban para conversar a la vez que contemplaban un volumen encuadernado en piel con una cruz dorada en la cubierta. ¿Estarían negociando una misa negra after-hour?

Escuchó voces que se elevaban en una discusión. Alguien vomitaba en una esquina. En este tipo de lugar, había que estar moviéndose todo el rato para evitar una pelea. Se recogió el borde del vestido que le arrastraba y se dirigió hacia la barra.

Su segunda incursión esa noche.

Pidió al barman una cerveza belga con sabor a frambuesa. El barman lucía una fila de aros de plata que trepaban por su oreja y en su brazo brillaban una serie de brazaletes fluorescentes como si fueran serpientes retorcidas. Pagó, pero no le dejó que le sirviera la cerveza en un vaso alto porque se dio cuenta de que el fregadero estaba lleno de agua asquerosa llena de espuma. Cogió la botella. Percibió que la higiene no era una prioridad en ese lugar.

Altavoces último modelo atronaban desde sus huecos en hornacinas de piedra. Una mujer que se recostaba en uno de los bancos como de iglesia marcaba el ritmo con la cabeza, los ojos pintados de negro como oscuros agujeros en su rostro. Las cadenas tintineaban al chocar con el collar de pinchos de su cuello.

– ¿Quién es el que pincha? -preguntó Aimée acercándose a ella sigilosamente.

– MC Gotha, mi novio -dijo la mujer mostrando el orgullo en su voz-. Bueno, ¿no? Él lo llama Zero la Crèche.

Por lo menos eso es lo que Aimée pudo descifrar ya que el pirsin que la mujer llevaba en la lengua hacía incomprensibles sus palabras. El discjockey se inclinaba sobre una mesa de mezclas. Tenía mucho pelo, llevaba una camiseta ajustada de licra negra y los anillos de plata de sus dedos captaban los reflejos del parpadeo de las velas negras.

– Pensé que vendría hoy -dijo Aimée como hablando para sí misma-. Le prometí que le devolvería esta mezcla.

La mujer se encogió de hombros y se movió cambiando de postura dentro de las raídas botas de plataforma.

– Ese otro discjockey, el músico corso, ¿sabes?

– Esta noche es gótica -dijo la mujer entrecerrando los ojos.

Aimée echó un vistazo a la multitud.

– Pincha por todos los sitios. De verdad que tengo que encontrarlo. -Se detuvo-. Apuesto a que tu novio lo conoce. ¿Me lo presentas? -Como no estaba al día del protocolo, se imaginó que sería sensato pedir que los presentaran después de ver las uñas puntiagudas pintadas de negro y el vial de líquido granate que, como sangre, colgaba del cuello de la mujer.

– Está ocupado -dijo ella-. ¿No lo ves?

– Vaya lío. Voy a meterme en un lío si no encuentro al corso -dijo Aimée. La botella de Stella Artois que tenía la gótica en la mano estaba vacía-. Pregúntaselo, ¿vale? Te pido una cerveza mientras lo haces.

El rostro de la mujer mostraba una expresión vacilante mientras el discjockey anunciaba un descanso. Para cuando Aimée regresó, estaban juntos. Aimée le pasó la cerveza y la mujer se lo recompensó encogiendo los hombros de nuevo y pasándosela a su novio.

– ¿Corso? Ya sé quién dices -dijo el discjockey extendiendo la mano cubierta de anillos-. No está aquí. Ya le doy yo la mezcla.

Aimée no sabía qué hacer. Vaciló. ¿Qué ocurriría si le daba un disco y se le ocurría ponerlo? Aunque dudaba de que un disjóquey trabajara con la mezcla de otro ya que se suponía que era su firma, su marca de la casa, había algo en ese hombre con esmalte de uñas negro y una manicura mejor que la suya de lo que ella no se fiaba. Lo único que tenía en la bolsa eran disquetes vacíos.

– Tiene el pelo y los ojos oscuros y es un músico que mezcla polifonía y tecno. ¿Estamos hablando de la misma persona?

– Eres la segunda persona esta noche -dijo el discjockey poniendo cara rara.

¿La segunda?

– ¿Qué dices?

– Digo que es hora del gótico, no de relajación -repuso él-. Ese es un peso ligero. -Parecía aburrido y suspiró de forma despectiva-. Igual tienes más suerte en la sala de chill out.

Así que no era la única que buscaba a Sarti.

La sala de chill out… ¿Estaría aquí o en otro club? Se dirigió hacia la barra y siguió a una pareja hacia dentro de la cueva de detrás, llena de góticos que pululaban por allí. Su atuendo negro era como un uniforme. El humo y el olor a podrido de las paredes que el papier d'arménie no conseguía enmascarar la estaban mareando. Y en el aire húmedo y como pantanoso sus extensiones se habían empezado a aflojar. El adhesivo temporal ya se había fundido en su cuello como un pegote delator. Si no salía de allí pronto se soltarían a mechones. Se puso un fular de red sobre la cabeza con la esperanza de que se mantuvieran en su sitio.

De algún sitio salía el sonido del bajo y la batería con unos toques de jazz. Siguió el ritmo de la música hasta otra caverna donde una multitud variopinta se encontraba desparramada sobre los sofás o bailaba con los ojos cerrados.

El hombre que estaba desenvolviendo su cofre (una caja de plástico duro para los platos) asintió cuando le preguntó.

– DJ Ketlogic, un hombre de chill out, sin duda -dijo-. Buena mezcla trance.

Ella sonrió como si entendiera lo que él quería decir.

– ¿Dónde está?

– Acaba de salir.


* * *

De vuelta en Montmartre encontró un tercer club. Por lo menos se podría quitar el pelo falso y meterlo de cualquier modo en el bolso. ¿No solía decirse que lo que no mata engorda?

Entró en el club lleno de humo que vibraba al ritmo de la música tecno y que estaba situado en lo que una vez fue un elegante hôtel particulier de altos techos. La chimenea de mármol albergaba montones de periódicos alternativos. Sobre ella se encontraba un deslucido espejo fin de siécle y al final de unos escalones de piedra tan gastados que casi habían desaparecido, un escenario teatral.

– ¿Pincha hoy DJ Ketlogic? -preguntó.

– Mira en la barra -dijo un hombre con la cabeza afeitada y unos ojos castaños sin vida.

El mismo Lucien estaba allí de pie junto a los barriles de servir la cerveza. En su bolsillo vibró el teléfono móvil, precisamente cuando había encontrado a Lucien.

Allô?-dijo impaciente.

– Aimée -dijo Saj-, tuviste una buena idea. He estado investigando y he descubierto una conexión entre el centro de escuchas central en Les Invalides y Orejas Grandes.

– ¡No me digas! -No importaba cómo. Saj había tomado su idea y la había llevado a la práctica. ¡Y había encontrado una relación!-. Sigue, Saj -dijo, mientras miraba cómo Lucien recogía su maletín.

– ¡Están vigilando Montmartre desde un piso del quartier, ni más ni menos! Suena a montaje muy dulce. Muy acogedor, acaban de encargar comida china. Apuesto a que mañana mismo nos escucharán, o cuando quiera que descifren esto.

– ¿Dónde? -preguntó ella.

– Rué Nicollet 16. Ten cuidado.

Superbe, Saj.

Sería mejor que llegara allí antes de que cerraran. Pero como acababa de encontrar, por fin, a Lucien, no podía marcharse con las manos vacías. Como si hubiera sentido su presencia, él se volvió. Sus ojos negros brillaban en la tenue luz de la barra mientras la miraba de arriba abajo.

– ¿Es ese tu atuendo habitual?

Se había olvidado de su ropa gótica. No le extrañaba que la gente en el metro se hubiera mantenido a distancia.

– Hace la vida más interesante -dijo. Se movió hacia él y lo cogió del brazo.

– Como vivir al límite, ¿verdad?

– Han montado una operación y esa operación eres tú -le dijo ella al oído-. Se supone que tengo que entregarte. Voy a tener que hacerlo a no ser que me lleves hasta Petru y me ayudes a encontrarlo.

– No te rindes, ¿no?

– Si lo hago, vendrán a por ti de cabeza. Esta noche, mañana o al día siguiente. Tú eliges.

Él se encogió de hombros.

– No sé dónde ha ido el salaud.

– Ahora te creo. Pero puedes ayudarme a encontrarlo. Vamos a coger un taxi.


* * *

Por encima de ellos se adivinaban las empinadas escaleras de la rue Nicollet, una estrecha callejuela en el lado menos de moda del Sacré Coeur. Desde una ventana abierta flotaban en el aire retazos de música africana. Al lado de una verja, sobre los escalones, se encontraban unos contenedores verdes de plástico para la basura; las ramas de los árboles enviaban sus sombras como palos sobre el pequeño patio del número 16 rodeado por un muro. Antes de que Aimée pudiera pedir a Lucien que esperara, escuchó gruñidos en la sombra. Quejidos humanos. Apurada, se preguntó si se habrían tropezado con una pareja en situación amorosa. O… los gruñidos aumentaban… ¿sería el sonido de alguien que sufría?

Esquivó los contenedores de basura y se situó sobre la oscura acera mojada que llevaba a un edificio trasero. Una figura se acurrucaba contra la pared posterior. Alumbró con su linterna y vio a un hombre con el abrigo de cuero negro rasgado y sangrando sobre las empapadas hojas secas. Era Petru.

Salaud, bastardo -juró Lucien, seguido por más palabras en corso que ella no entendió. Sacó un cuchillo y amenazó con él a Petru, que estaba temblando.

– ¡Para! -Nunca pensó que protegería a este tipo, pero ahora tiró del brazo de Lucien-. Espera, tengo que hablar con él.

– Ahora mismo lo están bajando -dijo con dificultad un pálido Petru-. Las pistolas, los lanzagranadas. Tengo que hablar con ellos…

– ¿Decírselo a la DST?

Él asintió, desplomándose. Hizo una mueca de dolor.

Así que Petru era un informador de la DST.

– Mentiroso, me tendiste una emboscada -le acusó Lucien retirando a Aimée de un empujón.

– ¿Por qué pagaste a Cloclo? -preguntó Aimée.

– Para seguirte la pista -repuso Petru cogiendo aire-. Saber qué averiguabas. Yo estaba pegando palos de ciego, intentando atrapar al villano real, pero la DST piensa que eras tú, Lucien. Tengo que decírselo…

– ¿Quién está detrás de esto? -Ella se arrodilló, rasgó el dobladillo del vestido negro de red y lo utilizó para hacer un torniquete en la herida que tenía Petru en la pierna. En uno de los pisos de arriba brillaban las luces. En su bolsillo volvió a vibrar el teléfono, pero lo ignoró. Escuchó un portazo y pasos. Los de la DST. No eran los tipos con los que le apetecería encontrarse en estas oscuras escaleras.

– ¿Quién está, Petru?

Se le cerraban los párpados.

– La parcela de Conari… el hospital… un túnel.

Conari… el hospital. Pensar, tenía que pensar. Atrajo a Lucien hacia ella.

– Dame media hora antes de decirles nada, ¿entiendes? -Pero Petru había cerrado los ojos y su cabeza se había inclinado hacia delante.

– Ya me ocupo yo de él -dijo Lucien empujándola hacia un lado.

– Los de la DST se ocuparán de ti si no nos vamos ahora mismo -dijo ella alarmada.

Su mirada mostró que comprendía.

– ¡Rápido! -Subió corriendo las escaleras de dos en dos, jadeando y deseando no haber ganado ese kilo. Cuando alcanzó la parte de arriba junto a una école maternelle, escuchó que Lucien venía tras ella.

Su teléfono volvió a vibrar. Recuperó la respiración y pulso el buzón de voz. Dos llamadas, ambas con interferencias, y luego alguien que respiraba. Una respiración fuerte. Luego el sonido del teléfono que chocaba contra el suelo y «Enfermera, la paciente…». Luego, un zumbido.

El corazón le dio un vuelco. ¿Estaría Laure intentando llamarla? Consiguió que sus manos dejaran de temblar y pulsó el botón de rellamada.

Oui?-contestó alguien en voz baja.

– Soy Aimée Leduc. Tengo varios mensajes en mi teléfono.

– Nuestra paciente, Laure Rousseau, está muy agitada. Parece que está intentando comunicarse con usted. Puede utilizar un teclado.

¿Estaría bien Laure? ¿Estaba intentando comunicarse con ella?

Aimée oía ruidos confusos de fondo.

– No puede hablar, pero puede pulsar letras y números en un teclado.

– Y ¿qué es lo que ha dicho? Quiero decir, ¿tecleado? -preguntó Aimée, deseando que la enfermera se diera prisa.

– Su nombre, su número y algo que parece algo así como «recuerda… hombres que dijeron bretón». Eso es todo.

– ¿Los hombres del tejado? Pregúntele si fueron los hombres del tejado. Enfermera, por favor.

Aimée escuchó cómo la enfermera se lo preguntaba.

– Ha dicho que sí.

Laure recordaba algo del tejado.

– ¿Quiere decir Bretonneau, el hospital?

– Parece cansada…

– Por favor, es vital. Pregúntele -dijo Aimée intentando no gritar.

– Sí. Ha tecleado sí.

– Diga a Laure que estoy de camino.

Se metió el teléfono en el bolsillo.

– ¿Está Conari detrás de todo esto? -preguntó Lucien.

– Todo apunta hacia él, pero no estoy segura. -Tenía sus dudas. Sin embargo, podía utilizar el contrato de música de Lucien para lavar dinero procedente de las armas. Tenía contactos en Córcega y una empresa de construcción, pero sus lazos con el Gobierno puestos en evidencia por el hombre del ministerio con el que le había visto en la iglesia la confundían.

– Vamos a verlo.


* * *

Era una pena no haberse fijado mejor en los camiones de construcción aparcados dentro del patio del Hôpital Bretonneau. Sobre ellos estaba escrito: «Conari Ltd.». Todo encajaba. Según el permiso de demolición en la pared, el lugar llevaba vacío desde hacía seis años, desde 1989. El año en el que dijo Jubert que su padre había firmado un contrato para trabajar en el caso de las armas robadas.

No había tenido cuidado y ahora lo pagaría. Otra vez. No había tiempo para pensar en eso. Tenía que entrar. Treparon por la verja cerrada y pasaron de largo el edificio ocupado, que estaba oscuro y parcialmente cubierto con tablones de madera. Pulsó el número de Morbier.

Comunicaba.

Tenía que contactar con él. Volvió a intentarlo. En un edificio lateral oyó cómo crujía la gravilla.

Lo intentó a través de otro número.

– René, sin secretos, ¿vale? Necesito ayuda.

– ¿Aimée? -repuso él con voz somnolienta.

– Llama a Morbier, intenta que avise a los flics, no a los de la DST… Solo los flics, ¿entiendes?

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Estoy en el Hôpital Bretonneau en Montmartre, al lado del cementerio -respondió Aimée, respirando rápido-. Debajo del edificio hay un alijo de armas de la Armata Corsa, en algún lugar del túnel pasando el edificio ocupado. Ni los de la DST ni los de RG. Asegúrate de que Morbier lo entiende. Solo los flics.

Mon Dieu -dijo René-. ¡No me digas que estás ahí!

Aimée pudo oír como un tintineo de llaves a través del teléfono.

– Espera un momento -dijo él ahora ya despierto-. Espera ahí donde estás hasta que pille a Morbier, Aimée.

– No puedo. Tengo que arreglar un asunto.

– Un asunto. ¡Estás loca! ¿Tiene algo que ver con exculpar a Laure?

– Tiene todo que ver. Los asesinos de Jacques están ahí dentro. Le prometí que los cogería. Una cosa más. Llama a Chez Ammad, el bar de la rue Veron, y pregunta por Theo, el albañil. Que te diga qué día se vacían los contenedores que están junto a la obra de la rue André Antoine.

– ¿Eh? ¿Un tal Theo…?

– Por favor, René, hazlo ahora.

Cortó la comunicación antes de que pudiera seguir protestando.

En la oscuridad de las sombras, Lucien la atrajo hacia sí. Ella podía ver el vaho que formaba su respiración en el aire frío. Envolvió la barbilla de Aimée con sus cálidas manos. Un halo de rizos morenos rodeaba su rostro.

– ¿Qué has querido decir con eso? ¿Está Conari ahí adentro? -preguntó.

– Utilizará tu contrato para blanquear dinero del tráfico de armas -repuso ella-. Ha estado suministrando armas bajo pago a esos que realizaban atentados bajo la guisa del movimiento separatista corso.

Lucien la sujetó la barbilla más fuerte.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Es una teoría. ¿Tienes que comprobarla, como un científico? Utiliza el método empírico y averígualo.

En esta ocasión había que lanzarse directamente a la piscina y rezar para que esa intuición fuera correcta. Por lo menos, en parte.

Había que detener a quienquiera que estuviera a cargo de las armas robadas. Se imaginó que Jacques había intentado hacerlo. De otra manera no habría implicado a Laure.

Las nubes oscurecían la luna y una única farola brillaba sobre la tapia del cementerio. El aire frío cubría sus piernas. En las vigas sobre sus cabezas, un nido de palomas aleteaba y arrullaba, molestas por el ruido.

– Necesito una señal -dijo él.

– ¿Qué? ¿Estás preocupado por el mal de ojo?

Antes de que él pudiera contestar, ella lo besó con fuerza. Un beso largo. Sus labios se fundieron con los de él. En respuesta Lucien la abrazó atrayéndola hacia él.

Ella se retiró y retomó la respiración.

– ¿Te vale con esto?

Un silencio solo roto por el tubo de escape de un coche.

– De momento.

¿Era diversión lo que escuchaba en su voz?

– Por ahí -dijo Lucien señalando un edificio de ladrillo medio en ruinas del cual emanaba una luz difusa a través de las ventanas con barrotes-. Ten cuidado, hay alguien ahí.

Ella vio la punta anaranjada de un cigarrillo y asintió. Se acercaron muy despacio hasta el pabellón de ladrillo en ruinas con cuidado de no pisar sobre la gravilla y las maderas apiladas junto a los camiones. Lucien se había colgado la maleta con sus cosas de la música a la espalda y se abría camino hacia delante. Aimée escuchó un ruido sordo y un «Ay» a la vez que alguien expulsaba aire y se desplomaba.

Lucien había atrapado al tipo por detrás, lo había forzado a sentarse y había apagado su cigarrillo.

– Buen toque -dijo ella. Probar la validez de una intuición con un chico fuerte a su lado no era una mala idea, aunque nunca lo admitiría.

¿Solo había un guardia? ¿Por qué no había más? A no ser que el resto…

– ¿Tienes algún plan? -preguntó él.

Ella asintió.

– Los cogemos por sorpresa. Intentamos averiguar de dónde salen los envíos de armas y montamos una barricada.

Lucien desplazó la gastada puerta de metal y la deslizó para abrirla y ella lo siguió hacia el interior de un edificio a medio desmantelar, dejando atrás hormigoneras y las viejas cocinas del hospital puestas patas arriba. Aimée las alumbró con la linterna. No había agujeros o aberturas que llevasen a un túnel. Solo lámparas rotas, montones de tela de malla y escayola desmenuzada y un viejo crucifijo inclinado contra los restos de una combada pared verde. Quizá lo había entendido todo mal.

Siguió andando, dejando a su paso paredes de ladrillo a la vista y arqueadas vigas de hierro. Mas adelante vio algo que brillaba de color amarillento. De los caballetes de aserrar de madera colgaba una cinta de plástico con la inscripción: «Peligro. Obras. Estructura peligrosa».

Buscó su bote de aerosol Mace y con la otra mano cogió una barra de metal. Y entonces sintió que se hundía.

– ¡Lucien! -gritó. Pero la única respuesta fue el crujir de los listones del suelo y el zumbido de la arena al moverse. Bajo sus pies, el suelo se inclinaba y se desmoronaba, haciendo que perdiera el equilibrio. Petrificada, intentó agarrarse a algo, a cualquier cosa, al tiempo que el suelo cedía bajo sus pies. Tenía las manos cubiertas de gris y enganchadas en un cable eléctrico. Y de repente se encontró balanceándose en el aire y sus rodillas chocaron contra un montón de piedras blancas. Podía oír el estruendo de un generador y, mucho más abajo, vio el suelo de la caverna con paredes labradas en yeso.

Se sintió paralizada por el terror. Se le resbalaron las manos, no podía sostenerse. Golpeó un montículo cónico y se aferró a la superficie de escayola que se deshacía bajo sus uñas.

Rebotando y agarrándose a ásperos bordes que se deshacían y superficies perforadas que se desmoronaban, se deslizó durante varios metros hasta un suelo subterráneo de tierra. Montones de yeso aquí y allá le daban un aspecto de paisaje lunar. Mareada, miró hacia arriba y vio capas de arena de Fontainebleau y brillante travertina, como si fuera un sándwich sobre el pináculo de yeso comprimido de un blanco sucio amarillento por el que se había deslizado.

Había ido a parar a una vieja cantera bajo el hospital, parte de las galerías que formaban una red en el subsuelo sobre el que se había construido el Sacré Coeur. No era fácil elogiar la robustez de los cimientos a aquellos que vivían en los edificios que descansaban sobre ese subsuelo. Era sorprendente que el Sacré Coeur no se derrumbara sobre su cabeza.

Al otro lado del enorme montículo blanco escuchó golpes rítmicos.

¿Dónde estaba Lucien?

El estruendo del generador había enmascarado su descenso. A gatas y cubierta de yeso blanco, reptó alrededor del montículo, agachada detrás de rollos de verja de metal abandonados y barras de metal huecas y entonces dio un ahogado grito de asombro.

A un tiro de piedra, unos hombres vestidos con ropa de camuflaje y, por lo que parecían, de Europa del Este, almacenaban municiones y grises ametralladoras en cajas de metal decoradas con el eslogan: «Ariel, un lavado reluciente para todas las prendas».

Como la caja de detergente para la lavadora sobre la mesa de Zette. ¿Sería la tarjeta de visita de los asesinos? Ya se preocuparía de eso más tarde. Tenía que detenerlos, pero ¿cómo?

A un lado de la agujereada cantera de yeso había ataúdes de madera partidos por la mitad y podridos, azadas, palas y una carretilla elevadora. Una zona de almacén para el material de los enterradores del cercano cementerio de Montmartre. Tétrico. Los hombres, concentrados en cargar las cajas, lo ignoraban.

En las vías que conducían a un túnel había una pequeña vagoneta. Se imaginó que el túnel serpenteaba bajo la calle y llegaba hasta el cementerio. Si pudiera desconectar los cables conectados a la batería del generador, la caverna se sumiría en la oscuridad. Eso detendría a los hombres y le permitiría escapar por el túnel. Por lo menos tendría una oportunidad.

El miedo la invadía. A unos cuantos metros de ella se hallaba el vibrante generador industrial del que sobresalían herrumbrosos cables. A su lado se encontraban alineadas latas de combustible: funcionaba con gasolina. Incluso con los hombres absortos en su trabajo, tendría poco tiempo para andar jugando con los cables. O para dar la vuelta rápidamente al cortocircuito que podía ver protegido por una cubierta negra en el panel de control.

Buscó un mechero en el bolsillo. En el peor de los casos, tiraría las latas de gasolina y… no, eso sería una tontería. ¡Había cajas de munición almacenadas al lado de los paquetes de Ariel!

¿Qué podía hacer? Echó un vistazo a las ruedas de espigas de metal corroído y a los escombros en su vía de escape y trató de memorizar la ruta. ¡Suponiendo que llegara tan lejos!

Para enfriar el motor expuesto, el generador tenía un ventilador que giraba y las hojas estaban protegidas por una carcasa de metal oxidado. Tuvo una idea. Rebuscó con las manos intentando encontrar algo, cualquier cosa, que fuera lo suficientemente larga para lo que necesitaba. Y la encontró.

El ruido del generador amortiguaba los gritos y juramentos en corso. Vio a Lucien tirado en el suelo con los brazos en la espalda y vio también como lo empujaban detrás de unas grandes bobinas de cable metálico. Echó un vistazo hacia un lado del generador. Conari, con la camisa manchada de sangre, estaba sentado y atado detrás de la carretilla elevadora. No podía distinguir quién era la otra figura parcialmente oculta por Lucien. ¡Un momento! Los zapatos. Conocía esos zapatos.

Alguien se acercó hasta el generador. Un brazo se agachó para coger una lata de gasolina. Tenía que hacerlo justo ahora.

Con todas sus fuerzas empujó un tubo largo de metal sobre el suelo de tierra y lo enganchó en el ventilador que daba vueltas. Se produjo un chirrido ensordecedor al triturarse el metal y atascar el motor. Luego el ruido de algo que se aplastaba y crujía a la vez que emitía una lluvia de chispas y escupía fragmentos de metal mientras el motor engullía el tubo. Una nueva lluvia de metralla compuesta por trocitos de metal cayó sobre la vagoneta. El hombre gritaba.

La luz vaciló. El generador rugió y chirrió hasta detenerse dejando la caverna sumida en la oscuridad. Todo su cuerpo se estremecía y temblaba. Hubo chillidos y más gritos de dolor. Solo habían transcurrido veinte segundos, pero parecían veinte minutos. Siguió el olor vomitivo del aceite del generador que se quemaba, tan rancio que hasta podía paladearlo. Una voz gemía de dolor.

– ¿Qué ha sido eso? ¡Imbéciles! ¡Id al generador de seguridad!

Los haces de las linternas barrieron la grisácea humareda. A través del eco de un megáfono escuchó palabras incomprensibles. ¿Serían los flics? ¿Morbier quizá? Siguieron cortas ráfagas de disparos y los impactos de las balas al caer. Mon Dieu. ¡Lucien se encontraba expuesto a una lluvia de disparos! Se agachó y vio los zapatos que corrían sobre la gravilla hacia el túnel.

¡Se escapaba! Hizo un esfuerzo por incorporarse. Se agarró al rollo de metal para sujetarse mientras tosía y le pitaban los oídos.

Se repuso y, esperando recordar el camino, echó a correr por el túnel siguiendo la vía del tren. Le guiaban los pasos que resonaban frente a ella. El gélido túnel se estrechaba. Entonces, dejó de oír los pasos.

Se detuvo, jadeando, y se apoyó en la pared de piedra. Estaba en el cementerio y los panteones se recortaban contra el cielo despejado, solo una fina neblina rodeaba el perlado halo de la luna.

¿Cómo lo encontraría en esta necrópolis?

De la derecha le llegó el sonido del cristal al romperse.

Se tropezó con las raíces de un árbol que serpenteaban sobre una lápida, intentó detener el temblor de sus manos y retirar el húmedo manto vegetal de su cara. Obligó a sus piernas a moverse, pero no tenía ni idea de hacia dónde la dirigían.

Se dijo que tenía que concentrarse. Concentrarse en las sensaciones que la rodeaban, tal y como había hecho durante el tiempo en el que estuvo ciega: los sonidos, las corrientes de aire, la sensación de cambios en el terreno. El brazalete de jade en su muñeca, de un verde opalescente, brillaba a la débil luz de la luna.

Su mente se despejó y la calma se apoderó de ella. Guió sus pasos alrededor de las irregulares tumbas sin tropezarse. Y entonces se detuvo.

Podía sentirlo rondando a su alrededor. Olía el sudor del pánico. El aroma que Laure había sentido en el andamio.

– Yann, sé que estás ahí -dijo Aimée-. Te delatan tus zapatillas de correr.

De la nada surgió una bandada de búhos asustados que echaron a volar agitando las alas.

– Pero eres brillante, Yann -continuó-. Viniendo de mí, eso es mucho.

Por delante de ellos una sombra alargada se movía en el húmedo aire.

– El albañil de la obra confirmó que los contenedores se vacían los miércoles. Era imposible que se hubiera desbordado la noche en la que «encontraste» el diagrama. Pero eso es una minucia, un detalle sin importancia. Puede que hicieras el servicio militar en Córcega.

– ¿Sabías eso?

Ella no lo sabía, lo había adivinado. Igual que lo del contenedor.

– No hay duda de que hablas corso y descubriste el alijo de armas. Contrataron a mi padre para encontrar las armas robadas hace seis años.

– Eres como un fantasma -le dijo mientras avanzaba para que lo viera.

Ella se dio cuenta de que estaba cubierta de polvo de escayola blanco. Un fantasma que se encontraba como en casa aquí, con los demás.

– Conari se metió en ello. Lo amenazaste, así que siguió adelante. Jacques exigió más dinero y Zette sabía demasiado.

– Jacques quería abandonar, el muy idiota -dijo Yann.

Aimée sintió que presionaban contra su sien el frío metal de un arma. Yann jadeaba en su oído, y le agarró y retorció los brazos a la espalda. La empujó hacia delante.

Tenía que conseguir que siguiera hablando. De cualquier cosa. ¿No había dicho René que el ministerio exigía que las empresas que tenían contratos de construcción con ellos tuvieran analistas de sistemas?

– Qué ingenioso. Trabajaste en contratos con el ministerio. ¿Es así como conseguiste pinchar las comunicaciones de Orejas Grandes?

– ¿Pincharlas? -Puso los ojos en blanco. Le colgaba la coleta sobre el hombro. Tenía la chaqueta del traje salpicada de trocitos irregulares de metal. Se le había adherido el olor a aceite quemado-. Tal y como salieron las cosas, a pesar de todos los preparativos, no necesité hacerlo. Instalé el sistema de comunicaciones en Solenzara, donde trabajé con todos estos tipos. Solo compartí con ellos una botella de Courvoisier y me puse al corriente. Muy fácil.

Y sencillo. Así funcionaban las cosas entre los viejos camaradas del ejército. No le sorprendía que siempre llegara a callejones sin salida.

– Así que escuchaste la línea de Conari en el piso de la DST y supiste que estaban vigilando tu «operación».

– Como en los viejos tiempos. -El aliento de Yann se helaba y flotaba formando un rastro de vapor sobre las lápidas irregulares-. Ya entonces, en Córcega, Jacques estaba metido en el juego. Me chantajeó, hasta que no me dejó opción.

– ¿Jacques amenazó con contarlo todo cuando descubrió la clave? La clave a la que solo tú tenías acceso. Lo único que probaba tu implicación. Así que lo silenciaste de una vez por todas.

¿Dónde estaban los flics? Le temblaban las manos. Tenía que conseguir que siguiera hablando.

– ¿No fue eso lo que ocurrió? Te diste cuenta de que Petru trabajaba de incógnito para la DST. Sabías que estaban acercándose -continuó apresuradamente-. Yo también me acerque demasiado, así que lanzaste las sospechas sobre Lucien.

Él le retorció los brazos con tanta fuerza que se le paró la circulación.

– Un poco tarde, Chica Maravilla [13].

Gotas de sudor le bañaban el labio superior. ¿No se habrían dado cuenta los flics de que Yann se había escapado en medio de la confusión?

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué trasladar tantas armas ahora?

– Conari y sus camiones de construcción. Un poco aquí, un poco más allá. No le importaba siempre y cuando se le pagara. -Los ojos de Yann brillaban-. Es alucinante cómo, al final, todo se reduce al dinero. Nunca se tiene el suficiente.

La obligó a arrodillarse sobre una tumba rodeada por una verja de hierro combada. Aimée hacía esfuerzos para respirar cuando sintió el hierro oxidado que se incrustaba en sus costillas. Se forzó a continuar.

– Pero eres un perfeccionista. La tormenta, la fiesta, atraer a Jacques hasta el tejado sabiendo que traería refuerzos. Todo fue bien hasta que llegaste a la claraboya. Se te olvidó arreglarlo todo para que Laure tuviera residuos de pólvora en las manos. -Jadeaba, y la sangre se le estaba subiendo a la cabeza-. Con las prisas, pusiste tu propia pistola en sus manos y disparaste. Tu único error.

– Tú me gustabas -dijo él, acercándose a su oído con su cálido aliento. Le acarició la mejilla con la fría boca de la pistola-. ¿No te diste cuenta? ¿Esa noche en el café? Pero yo no era nadie para ti, no te interesaba. Ojalá…

Sus palabras hicieron que se le pusiera carne de gallina.

– No eres mi tipo.

La golpeó con el dorso de la mano, lanzándola contra algo puntiagudo. ¿Sería una cruz? Ella se agarró al suelo con las manos llenas de tierra.

– Déjalo ya, Yann. Todo ha terminado.

Entonces él la pegó una patada y ella se desplomó sobre la superficie llana y suave de una losa. Sus ojos se fijaron en las letras grabadas en el granito delante de sus narices: «François Truffaut 1932-1984» ¿Iban a matarla sobre la tumba de Truffaut, aquel oriundo de Montmartre que había inmortalizado el quartier en sus películas? No si podía evitarlo.

– ¡Eres como todas las demás!

– Segundo error. -Ella le lanzó una patada al muslo y él gritó de dolor. De alguna manera pudo incorporarse pero él volvió a empujarla hacia abajo.

– ¡Zorra!

Ella se balanceó y le tiró tierra a la cara. Un disparo explotó junto a su oído, dejándola sorda. Una sensación de quemazón le surcaba el brazo. Lo embistió con todas sus fuerzas y la cabeza de Yann crujió al caer sobre el granito a su lado. Rebuscando con las manos entre las hojas mojadas encontró la pistola al tiempo que Yann, conmocionado, yacía gimiendo junto a ella.

Sintió una lluvia de piedrecillas sobre su mano, levantó la vista y vio a René. Aún le pitaban los oídos.

René se agachó y la ayudó a levantarse, luego sacó un trozo de cuerda del bolsillo y ató las manos de Yann.

– Gracias, socio -dijo Aimée sujetándose el brazo que sangraba y la pistola.

Él se sacudió la chaqueta mientras echaba un vistazo a su atuendo, cubierto de barro y hojas mojadas.

– ¿Nuevo look?

– ¿Eh? Mírame cuando me hables hasta que pueda oír de nuevo.

– Esclava de la moda hasta el final -dijo René poniendo los ojos en blanco-. Dijiste que querías que los flics acabaran con esto.

Aimée se apoyó contra un árbol y vio un uniforme azul que rodeaba la lápida.

– Ya era hora.

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