– Bonsoir -dijo Aimée-, ¿está Lucien Sarti, s'il vous plaît?
– ¿De parte de quién? -preguntó una voz de mujer.
– Soy Aimée Leduc.
– No está. Se marchó hace unos días.
¿Qué podía decir? Tenía que pensar rápido.
– ¿No trabaja en un club? Trabajo con Felix Conari. Hay una pega en su contrato -dijo-. Tengo que ponerme en contacto con él.
Se produjo una pausa. A través del teléfono podía oírse un siseo. Quizá la mujer estaba cocinando.
– Déme su número. Si llama…
– 06 57 89 42. Por favor, lo antes posible.
Colgó. Esperaba que un músico hambriento mordiera el anzuelo.
Un momento después, el teléfono vibraba en su bolsillo. Vaya si tenía hambre.
– Allô?
– Siento llamar tan tarde. Soy Yann Marant -dijo una voz con el ruido de conversaciones de fondo-. Acabo de terminar de trabajar y he encontrado algo, bueno, igual no es nada, que tiene que ver con su investigación.
¿Por fin un golpe de suerte?
– ¿Podemos vernos? Me está dando guerra el teléfono -respondió.
– En el Café Noctambule -dijo él-. Hay mucho ruido, pero no me conoce nadie.
– De acuerdo.
Yann estaba de pie en el Café Noctambule, un antro con las paredes cubiertas de espejos ahumados al estilo de los años setenta. Sobre el pequeño escenario, un hombre con el pelo cardado cantaba chansons. El lugar estaba abarrotado y las parejas giraban con la música del acordeón y el ritmo del tambor.
Yann saludó con la mano.
– Por aquí.
A su lado discutían dos mujeres, gruñendo como gatas en un callejón. Un hombre pequeño que parecía tener modales refinados sonreía ante el espectáculo.
Yann se tapó los oídos.
– Lo siento, este no parece un sitio para hablar. ¿Tiene hambre?
Aimée asintió. No se acordaba de cuándo había comido algo por última vez.
A unos pocos locales de distancia, encontraron un bistró del tamaño de una cajetilla de cigarros, cinco mesas apretadas en una sala oscura con una estufa de carbón. Hacía tanto calor que te cocías, pero estaba lleno. Reacia a marcharse, Aimée sugirió que se quedaran de pie en la barra de zinc y pidieran un jambon-beurre.
– Gracias por llamar, Yann. Cualquier cosa puede ayudar.
– Ahora me siento un tonto. Leo demasiadas novelas de misterio -dijo él retorciéndose las manos-. Probablemente no sé nada, pero usted dijo…
– Adelante. -Esperaba que no hubiera ido para nada. Paciencia, necesitaba tener más paciencia.
A pesar de los pantalones negros arrugados de Yann y de su coleta suelta, exudaba más atractivo que la mayoría de los locos de la informática que había conocido. Y era más guapo. ¿De verdad se habría acordado de algún detalle importante o solo había usado el asunto como una excusa para verse? De todos modos, el calor del bistró le atraía más que su frío y vacío apartamento.
– Esta noche, después de salir de casa de Felix, he tirado una botella de agua al contenedor de la obra, el que está aparcado frente al edificio que están rehabilitando -dijo Yann-. Se ha caído todo, un desastre. Ya sé que está prohibido, pero, bueno, lo he recogido, he trepado para volver a tirarlo… -Se detuvo-. Siento estar aburriéndola, va a pensar que me lanzo dentro de los contenedores por la noche, pero no es eso.
– Bon appétit -dijo el dueño del bistró con delantal blanco mientras ponía un plato con unos bocadillos de baguete con mantequilla y jamón frente a ellos.
– Siga, por favor -dijo ella mordiendo un trozo al tiempo que recogía en la palma de la mano las migas de pan que caían.
– He encontrado esto intentando hacer sitio. -Rebuscó en el bolsillo y puso sobre la mesa varias hojas arrugadas y borrosas fotocopiadas en blanco y negro. Olían a escayola y las alisó con la mano. Mostraban planos dibujados a mano con gruesas flechas y «X» marcadas en tinta-. Me he imaginado que eran de la obra y estaba a punto de volver a tirarlas cuando me he fijado en esto.
Curiosa, se inclinó hacia delante siguiendo el movimiento de su dedo. Uno de los diagramas tenía una anotación: «rue du Mont-Cenis» y «rue Ordener».
– Así que hay un edificio donde se juntan estas dos calles -dijo-. Pero esto no es la copia de un plano de construcción. ¿Qué es?
– Eso es lo que me preguntaba. Con todos esos atentados separatistas… bueno, igual estoy intentando ver demasiado en todo esto -suspiró-. Lo siento, por lo menos me encuentro mejor. Pero soy idiota. ¿Me perdona? Igual ha sido como una excusa para volver a verla. -La comisura de sus labios mostraba una pequeña sonrisa-. No conozco a mucha gente por aquí.
Aimée le devolvió la sonrisa con la mente puesta en el diagrama.
Él dobló los papeles.
– Ahora pensará que soy un idiota, pegado a mi ordenador como un siamés. Y tiene razón.
– Espere, Yann -dijo ella sacando su plano de bolsillo y abriéndolo por el distrito 18-, la Mairie está en esa esquina. -El Ayuntamiento era el único edificio en ese lugar-. ¿Puedo ver el diagrama otra vez? -El corazón le latía más rápido.
A un lado, en letra más pequeña, estaba escrito: «(2) 18.00 cambio (1) 23.00 cambio». Unas flechas señalaban los símbolos que mostraban las entradas. Pensó de nuevo en el periódico, en el artículo que describía las amenazas de bomba a un edificio del Gobierno sin determinar.
Lo observó con más atención.
– Podría querer decir que dos guardias se ocupan de la entrada principal hasta el cambio de turno de las seis de la tarde, y luego son sustituidos por un solo guarda.
Yann pestañeó varias veces.
– ¿Quién dejaría unos papeles tan incriminatorios en el contenedor de unas obras?
– Exactement -dijo ella-, pero podrían ser planes antiguos, que ya no tienen sentido y cuyas implicaciones se han olvidado.
Pegó un mordisco a la baguete mientras pensaba.
– Creo que no tiene nada que ver con el asesinato de ese flic -dijo Yann, sonrojándose-. La vida real no es una novela de suspense en la que todo tiene relación.
¿Tendría razón?
Ella estudió el diagrama con más detalle. Vio Atlas, el nombre de una compañía de alarmas y una «X» en lo que parecía ser una entrada de servicio. Más letras equis en la rue du Mont-Cenis. ¿Podría ser el emplazamiento de un coche o una camioneta bomba?
Tendría que convencer a Yann para que entregara los diagramas a las autoridades y mantenerse alejada. No mancharse las manos con el ala militar del ministerio. Echarían las zarpas sobre esto muy rápidamente. Solo pensar en tener que vérselas con seguridad hacía que le sudaran las manos. Debería…, pero, ¿alguna vez hacía lo que tenía que hacer?
Su estilo no era entregar información. Sin embargo, la información podría devolverle algún favor a cambio. Así funcionaban.
– Si este diagrama va en serio, sería un delito no informar de ello -decidió apostar-. ¿Le importa si se lo enseño a un contacto en la DST?
– ¿La Brigada Antiterrorista? Claro que no -repuso él-, no piense…
– Yann, ¿le llamó la atención algo de Lucien Sarti?
Yann sonrió.
– ¿Mi primera impresión? Pensará que… Bueno, parece ser una especie de trovador ambulante, vive con lo justo, pero la música le da fuerza.
– ¿Qué quiere decir?
– Ligado a Córcega, a la tierra y la gente, un idealista que cuenta historias a través de la música -dijo Yann-. De alguna manera conoció a Felix y le envió una grabación de esa fascinante fusión de polifonía tradicional y música tecno.
– ¿Diría usted que su música tiene contenido político?
Yann frunció el ceño.
– Diría que habla de liberar a Córcega, pero de volver a la naturaleza. A Felix le sobran palabras de alabanza para describir su música, pero…
Ella asintió y esperó. A su lado pasaba una pareja y con ellos les llegó una ráfaga de aire frío.
– Un entusiasta, eso es lo que es Felix. Tiene un gran corazón -dijo Yann-. Luego descubrió que Lucien perteneció a la Armata Corsa y eso hizo que le resultara difícil dar prioridad a la firma de su contrato.
Ese diagrama y la relación de Lucien Sarti con el movimiento separatista corso. ¿Proporcionaría algún dato nuevo sobre el asesinato de Jacques? ¿Habría malinterpretado a Jacques? ¿Se habría juntado con Lucien Sarti para echar por tierra una conspiración o para prevenir un atentado terrorista? ¿Sería el músico su confidente?
Tenía que encontrar a Lucien Sarti. Una larga noche se extendía por delante de ella.
En el cuarto de baño respiró hondo y llamó desde el teléfono público a Borderau, un contacto que tenía en la DST. Con la DST siempre había que utilizar el teléfono público. Podían localizar las llamadas en un plazo de tres minutos.
Borderau contestó al primer timbre de llamada.
– Unidad 813.
– Soy Aimée Leduc. Tengo algo que quizá te gustaría ver.
– Siempre me interesan tus regalitos -dijo Borderau-. Dentro de veinte minutos en mi sitio favorito.
Echó un vistazo rápido a su reloj de Tintín: tendría que darse prisa.
– Que sean veinticinco -y colgó.
Veinticinco minutos más tarde saludó con la cabeza a Borderau, que la estaba esperando detrás de la verja de las oficinas de la Archidiócesis de Paría, un edificio del siglo XVII situado a un bloque de distancia del Ministerio del Interior donde trabajaba. Algún día, si llegaba a conocerlo mejor, le preguntaría por qué no trabajaba en la DST de la rue Nélaton. No parecía tener más de treinta años, aunque había pasado de los cuarenta. El pelo corto a cepillo de Borderau brillaba con las gotas de lluvia. Lo había conocido haciendo largos en la piscina de Reully cuando su busca sumergible se quedó atascado en el filtro y ella lo había recuperado. El número mostraba un acceso ministerial. Ella supo de inmediato que trabajaba en los servicios de inteligencia y en un puesto elevado si tenía que llevar el busca a la piscina. Resultaba útil conocer a este hombre. Y no estaba nada mal en su Speedo.
Un haz de luz cruzó la entrada de piedra cuando el portero, un hombre encorvado con pelo grisáceo, abrió la alta puerta de madera.
– Entrez, monsieur-dijo.
Borderau asintió. Juntos pasaron al vestíbulo rodeado de bajorrelieves y que estaba impregnado de un olor que ella recordaba, el olor típico de una escuela católica, por lo menos durante los dos años que había asistido a una de ellas. Un ambiente que asociaba con tapices que colgaban en salas de altos techos, la estampida de los alumnos en las escaleras de madera similar a la del ganado y las monjas que vestían el hábito completo y cuyas tocas les impedían toda visión periférica.
El portero desapareció. Ella sacó el diagrama de su bolso, se arrodilló, lo desdobló y lo extendió sobre el suelo de parqué encerado.
– Encontraron esto en el contenedor de una obra -dijo-. No puedo avalar su autenticidad ni nada por el estilo. Asesinaron a un flic el lunes por la noche en un tejado cercano.
– Está seco -dijo Borderau al tiempo que sus ojos echaban un rápido vistazo al diagrama-. ¿Estaba en el fondo?
– Esa es la información que tengo -repuso ella-. Según mi plano, corresponde a la Mairíe en el distrito 18.
Él no llegó a silbar, pero ella pensó que le quedaron ganas.
– Creo que tiene relación con el asesinato del flic y con el ajusticiamiento de Zette, el dueño corso de un bar, en la rue Ronsard. Hicieron que pareciera un asesinato de la vendetta, pero yo creo que tienen relación.
Borderau no hizo ningún tipo de gesto. A ella le sorprendió su economía de movimientos.
– Y ¿en que se basa tu razonamiento?
– El policía muerto metía horas para Zette de vez en cuando -dijo ella-. Demasiada coincidencia, creo. Ahora tengo algunas preguntas para ti, ¿de acuerdo?
Él asintió, con los ojos todavía puestos en el diagrama.
– ¿Tuvo lugar el ataque?
– Casi. El domingo por la noche. Fue abortado y se desactivaron las bombas.
La noche antes del asesinato de Jacques, una amenaza de bomba fallida.
– ¿Se relacionó con la Armata Corsa?
– Eso se dice -dijo él levantándose, doblando el plano y deslizándolo en el bolsillo de su abrigo-, pero no teníamos pruebas. ¿Cuál es tu fuente?
– Yann Marant, un programador, tiró basura en un contenedor demasiado lleno cerca del número 18 de la rue André Antoine. Cuando se salió la basura intentó empujarla hacia adentro y encontró esto.
– Merci.
Incluso si ya no tiene validez inmediata, tenía que servir para algo.
– ¿Hay algo interesante sobre Córcega que debiera saber?
Él levantó sus cejas rubias.
– ¿Aparte de mafiosos disfrazados de Armata Corsa que usan armas de Europa del Este para robar furgonetas blindadas con documentos delicados? ¿Y de una filtración de datos codificados de Orejas Grandes? -sonrió-. No, no creo.
Ella devolvió la sonrisa.
– Una filtración de datos codificados… ¿A qué te refieres?
– Tú espera a ver. Y olvida lo que te he contado -se levantó-. No te he visto en la piscina esta semana.
– Tengo mucho trabajo.
En el metro intentó buscar un sentido a todo ello: documentos delicados, una filtración de datos codificados, una amenaza de bomba fallida que se rumoreaba estaba relacionada con los corsos… Las implicaciones la corroían por dentro. Un asesinato en lo alto de un tejado en medio de una ventisca, Laure acusada y en coma. Los acontecimientos se sucedían en una espiral fuera de control.