Si existía otra bala, tenía que encontrarla. De vuelta en la oficina, localizó su buzo en el armario y lo metió de cualquier manera en su bolsa junto con una caja de herramientas. Para cuando alcanzó el edificio de la rue André Antoine, tenía la aprensión bajo control y había preparado una historia. Habían tomado la foto en la que aparecía con Cloclo justo fuera de este edificio. Tenía que olvidarse de eso. Ahora no había ni rastro de Cloclo.
– Otra vez usted -dijo la portera mientras barría el frío portal. Hoy llevaba puesto un vestido de estar por casa con una bata de color azul por encima, pero todavía llevaba las botas de lluvia-. La policía ha precintado la entrada al piso y no se permite el acceso.
– Tiene razón -dijo Aimée. Mostró a la portera una orden de trabajo que había impreso ella misma-. Esta vez es la claraboya. ¿Le importaría dejarme trabajar? Tengo a mi compañero enfermo y tengo que hacer otras tres salidas.
En la garita de la portera se oyó ladrar a un perro.
– Déjeme ver. -Leyó la orden de trabajo-. Ya vinieron unos hombres ayer para hacer esto. Tuve que volver a pasar la aspiradora, trabajé el doble. Ha hecho el viaje en balde, un error.
¿Habrían sido los asesinos buscando una bala? ¿O los cerrajeros de verdad?
– ¿Louis y Antoine? -preguntó a la portera.
– ¿Eh? No los conozco por el nombre, con todos los obreros que se pasean por aquí, mademoiselle.
– ¿Un tipo con pelo blanco decolorado?
La portera frunció el ceño y negó con la cabeza.
– ¡Ah!, entonces es Antoine. ¿Llevaba una gorra negra, plumífero y tenía los dientes feos?
– No estoy segura -respondió ella-. Compruébelo con su empresa, pero ya le digo que ya han hecho el trabajo. -El perro ladraba más fuerte y arañaba la puerta cerrada de la garita-. Si no le importa…
– Madame, usted tuvo que oír cómo se rompía la claraboya esa noche.
– Ya he contestado suficientes preguntas. Como dije a los flics, había una tormenta.
Para ser una portera cotilla, no se había fijado demasiado.
– Aquí mismo dice que hay que arreglar la claraboya de la parte de atrás del tercer piso -dijo Aimée sosteniendo el impreso-. Lo menos que puede hacer es dejar que lo compruebe.
La portera mandó callar al perro, apoyó la escoba en la pared y posó las manos sobre sus amplias caderas.
– Menos humos, mademoiselle, solo hago mi trabajo.
– Lo mismo digo -dijo Aimée-. Entiendo que no tendrá ningún problema en que suba para mirar si la claraboya trasera está arreglada mientras usted da de comer a su perro. Está que se sube por las paredes del hambre que tiene.
Echa la culpa al perro, a ver si funciona.
– Ya que insiste… -Una expresión de culpabilidad cruzó el rostro de la portera.
Aimée se abrió paso a su lado.
– Perdone.
Tenía que hacerlo rápido. En el tercer piso posó sobre el suelo la caja de herramientas. ¿Y si esos tipos ya habían encontrado la bala? Si eran los que dispararon, ya habría desaparecido. Pero si solo eran unos matones contratados, como esperaba, tenía una posibilidad. Habrían estado buscando exactamente igual que ella. Igual no habían tenido suerte, e igual ella sí la tenía.
Solo había una manera de averiguarlo.
El techo estaba rodeado por un friso de rosas y hojas esculpidas que se mostraba grueso bajo las capas de pintura que había recibido años tras año. Cerca de la claraboya había un banco de carpintero y listones de madera. Estaban rehabilitando todas las viviendas del piso y la puerta de la que estaba vacía ahora se encontraba precintada por un sello de la policía de cera roja. Un lugar perfecto para una reunión secreta. Sin embargo, Jacques había sido atraído hasta el tejado.
Con ambas manos arrastró el banco bajo la claraboya, trepó sobre él, se estiró y palpó, buscando el pasador.
Abajo, el perro ladraba más fuerte. Podía oír la voz de la portera que hablaba con alguien por teléfono y luego sus pasos que subían por las escaleras.
Aimée giró el pestillo y empujó con ambas manos. La pesada claraboya se abrió unos pocos centímetros. El viento entró formando remolinos y arrastrando gravilla y porquería, golpeándole la cara. Pegó otro empujón y la claraboya se abrió hacia atrás abriéndose hacia el cielo.
Extendió los brazos, se sostuvo con los codos sobre el marco, se dio impulso y balanceó las caderas para pasar por la abertura.
Se impulsó hasta el tejado, cubierto ahora por una capa de grisácea nieve sucia. La zona llana del tejado parecía mucho más pequeña a la luz de la tarde. Las tejas de pizarra ascendían y miraban hacia todas las direcciones, como si fueran los bloques de construcción de los niños. Desde el tejado se veía la calle y el edificio donde ella se imaginaba que vivía Paul. Tuvo que haber tenido una visión perfecta. El alto tejado de la iglesia bloqueaba la visibilidad desde cualquier otro ángulo. No era de extrañar que no se hubieran presentado otros testigos.
Y ahí estaba ella, trepando por el tejado aunque se había prometido que nunca jamás. Pero tenía que encontrar la otra bala. Tenía que mantener la mirada fija hacia el frente. Y no mirar hacia abajo.
Perdió pie y se agarró a una tubería de metal. Cerró los ojos, inspiró y expiró. Sus dedos rasparon el áspero metal frío y parecía que el corazón se le iba a escapar del pecho. Inspiró y expiró de nuevo, concentrándose en la respiración e imaginándose una luz blanca, tal y como le habían enseñando en las sesiones en el templo Cao Dai, a la vez que trataba de ignorar el fuerte viento.
Repitió el ejercicio diez veces hasta que sintió un hormigueo de frío en la nariz. Abrió los ojos, más tranquila, e intentó visualizar aquel lunes por la noche: el viento cortante, la ventisca y el lugar donde yacía el cuerpo de Jacques.
Se abrió paso lentamente sobre las tejas hasta la alta chimenea que había trepado con Sebastian, se estiró y encontró el lugar que recordaba. Pasó las manos sobre el áspero estuco que se desconchaba al tocarlo. No iba bien, el lugar que ella había palpado era suave. Se deslizó apoyándose en la chimenea hasta la parte trasera agarrándose fuertemente a la cornisa con una mano mientras con la otra recorría la superficie de la pared.
Aimée sintió que sus dedos se encontraban con un entrante circular, del tamaño de la punta de su meñique. Respiraba agitadamente al tiempo que se intentaba mover. A sus pies se encontraba el canalón atascado por las hojas y luego, varios pisos más abajo, la calle. Su frente estaba cubierta de sudor. Sacó su linterna y vio los restos de pólvora dejados por el disparo en medio de excrementos de paloma blancos grisáceos.
– Mademoiselle, baje por favor. -La voz de la portera la acuciaba a través del viento.
¿Habría subido la portera y sacado la cabeza por la claraboya? ¿No tendría nada mejor que hacer?
– Un moment, se me ha caído la bolsa de herramientas -gritó Aimée.
La linterna dejaba ver la parte roma dorada de una bala incrustada.
– Se ha confundido, mademoiselle -dijo la portera-. ¿Qué está haciendo ahí arriba?
Exasperada, Aimée emitió un bufido y sintió que el sudor le corría por la frente.
– Madame, vuelva abajo. Voy dentro de un momento.
– En su oficina me han dicho…
– Madame, attention, es peligroso. No suba.
Aimée oyó que se cerraba la claraboya. No había tiempo que perder. Necesitaba extraer la bala antes de que la portera volviera con los flics. Sintió que perdía pie y se abrazó a la pared, aterrorizada. Del tejado se desprendieron trocitos de gravilla y miró hacia abajo. Podía escuchar las bocinas y los gritos.
La gravilla cayó sobre un camión que estaba parado en la calle.
Un grave error. No tenía que haber mirado hacia abajo. La invadió un miedo paralizante.
Concentración. Tenía que apartarlo todo a un lado y concentrarse.
Cogió el minidestornillador de su caja de herramientas, raspó la piedra que rodeaba la bala y la extrajo con un rápido giro. Tomó la bala, la metió en una bolsita de plástico y la puso en el bolsillo. Temblando y apoyándose contra la pared, encontró la forma de bajar.
Para cuando regresó a la claraboya, la abrió y se deslizó de nuevo al pasillo de debajo, le habían dejado de temblar las manos.
Echó mano de su bolsa, empujó el banco hasta su sitio y se encontró con la portera en las escaleras.
– Madame, ya está todo listo -dijo-. Ya me marcho.
– Ya lo he comprobado con los cerrajeros; esa mujer no tenía ningún registro.
– ¡Esquizofrénica! Esa mujer nueva es esquizofrénica. -Aimée salió a toda prisa-. Supongo que tengo la tarde libre.
Desde la estación de metro llamó a Viard al Laboratorio Central de la préfecture de police y quedaron en verse. Intentando controlar su nerviosismo, corrió durante todo el trayecto hasta el laboratorio de la policía situado cerca del parc Georges Brassens. En el edificio del ladrillo rojizo se repuso y mostró su identificación policial, una versión actualizada que había hecho a partir del carné de su padre.
Encontró a Viard en la galería de tiro del sótano. De un cable colgaban figuras negras recortadas sobre papel blanco. Por los impactos en los estómagos y los corazones de las figuras, dedujo que practicaba todos los días.
– No está mal -dijo-. ¿Sabes lo que dicen los de inmigración?
– ¿Qué nuestros objetivos negros difieren de los suyos blancos, lo que demuestra nuestras prioridades?
– Tú lo has dicho, no yo -dijo sonriendo-. Tengo un rompecabezas para ti.
– Que sea interesante -dijo Viard devolviendo a un cajón la SIG Sauer automática y quitándose las gafas de seguridad y las orejeras. Llevaba el laboratorio de balística, y le debía una a Aimée. Ella le había presentado a Michou, el vecino de piso de René, un travestí que trabajaba en un club de Les Halles. El mes pasado Michou y Viard habían celebrado seis meses juntos, todo un récord para él, y habían invitado a Aimée y a René a su cena de aniversario.
– ¿Sabrías decir si una bala es responsable del residuo de este informe? -Le entregó una copia del informe del laboratorio que había conseguido de Maître Delambre-. Viard, fíjate en el noventa y ocho por ciento de contenido de estaño que aparece en esta columna. Cualquiera que haya cargado una Manhurin sabe que esa pistola no dispara balas con un alto contenido en estaño.
– Por supuesto. También veo que los residuos se encontraron en las manos del sujeto -dijo él.
– Hablemos en tu despacho -sugirió Aimée.
Su despacho, en el segundo piso, contenía el típico escritorio de metal y estanterías a reventar con libros sobre balística y manuales de pistolas; el suelo estaba cubierto por una alfombra beis indescriptible. Como contraste, al lado de la ventana con cortinas había unas baldas llenas de orquídeas. De apariencia exquisita y delicada, habían echado raíces en corteza de abeto, turba, pearlite y limo. Sus pétalos abarcaban todas las tonalidades del púrpura, desde el lila claro hasta el más profundo, casi índigo. Otras eran amarillas y algunas blancas. Eran como mariposas atrapadas en mitad del vuelo.
– Tienes más orquídeas.
– Las variedades mexicanas y sudamericanas, como estas Phragmipediums crecen con fuerza en condiciones de luz indirecta -repuso él mientras las humedecía rociándolas con el agua de una botella.
¿Se ocuparía Viard de sus orquídeas para encontrar la belleza que estaba ausente en su trabajo? Se fijó en que las arrugas alrededor de su boca eran más profundas y su ceño más pronunciado. ¿Le agotaría no haber salido antes del armario?
Sobre su mesa colgaban carteles de exposiciones de pistolas y un espectro en color que mostraba el recorrido de las balas en tamaño aumentado, con forma de arco como si fuera un arco iris.
– No soy de las que apuestan, pero te apuesto un franco que los residuos de ese informe salieron de aquí -dijo Aimée tras sacar la bolsita del bolsillo y balancearla frente a él.
– ¿Un franco?
– Arriesgaré una botella de Château Margaux.
Él silbó, incrédulo.
– ¿Sabes cuánto cuesta hacer estas pruebas, Aimée?
– Como contribuyente, yo las pago -dijo, negando con la cabeza.
– Tú y unos cuantos más. Escucha, el presupuesto de mi departamento no puede absorber esto. Ni siquiera Asuntos Internos.
¿Sería por eso por lo que Delambre había rechazado la idea? ¿Sabría que no tenían presupuesto para pruebas especiales? ¿Y el procedimiento no lo exigía?
– ¿Así que Asuntos Internos corre con los gastos?
– Con la mayoría, solo la prueba básica. El procedimiento habitual, fin de la historia. -Meneó la cabeza mientras seguía humedeciendo las orquídeas-. Ya sabes que si pudiera, te ayudaría. Es imposible, lo siento.
Se le ocurrió algo que quizá funcionara.
– Pero, Viard, el ministerio está involucrado. Junto con Asuntos Internos. ¿No te lo había dicho? -Sabía que de alguna manera tenía que haber alguna conexión. Ahora mismo no sabía cuál. Eso podía esperar-. Había supuesto que lo sabrías.
– ¿El Ministerio del Interior? -Se encogió de hombros, posó la botella sobre la mesa y rebuscó en su escritorio-. No he recibido ningún requerimiento o papeleo.
– Vamos a ver, ¿cómo se llamaba el que estaba a cargo? -Se pasó los dedos por el pelo pincho y echó un vistazo a los manuales apilados de la SIG Sauer-. Empieza por J. Jubert, eso es, Ludovic Jubert.
– En ese caso, bueno… -asintió él.
Ella trató de que no se le notara la sorpresa y estaba ansiosa por averiguar en qué departamento trabajaba Jubert.
– Se me ha olvidado en qué división está.
– ¿Hay incompatibilidad entre el residuo de bala de una Manhurin y el que se encontró en las manos de la agente? -Viard estaba observando el informe del laboratorio.
– La hay, sí. Por favor, comprueba también que el contenido en estaño de esta bala es compatible con el residuo en las manos de la agente.
Esperaba haber dejado suficientes muestras de residuo en la pared de la que había extraído la bala para que los flics pudieran hallarlas más tarde.
– Bueno, si paga el ministerio… -Se le iluminó la mirada y extrajo un impreso de solicitud-. Supongo que, en lugar del requerimiento, podría poner «aprobación en marcha».
– Una idea estupenda.
A pesar de su ansiedad por localizar la situación de Jubert, ahora no tenía que desviar a Viard de su intención de realizar la prueba, o levantar sospechas preguntándole sobre cómo llegar hasta Jubert.
Viard se puso los guantes de látex y le cogió la bolsita. Lo tenía atrapado.
– ¿Qué es lo blanco?
– Un regalo de los dioses paloma.
– ¡Ah, merci! ¡Fascinante! -repuso él sacando las gafas del cajón de su escritorio. Le había cambiado la voz, era más aguda, vibraba con entusiasmo-. Un alto contenido en estaño es la firma de los modelos de Europa del Este que estos días son muy populares en el mercado.
Algo resonó en el fondo de su mente. Las palabras de Borderau. Piensa.
– ¿Me estás hablando de las armas de Europa del Este utilizadas por la Armata Corsa?
Podría jurar que casi se frotó las enguantadas manos de alegría.
– Llevo desde la Conferencia de Bucarest del año pasado deseando probar esto. -Miraba fijamente la anodina bala con punta de cobre-. Yo diría que es una marca búlgara, pero deja que haga una prueba que vi hacer en una Sellier-Bellot.
Por lo menos el departamento de Jubert pagaría la cuenta de las pruebas realizadas en una Sellier-Bellot, lo que quiera que fuera eso. Le gustaba el hecho de que fuera algo caro y de que a Viard casi se le hiciera la boca agua por llevarlo a cabo. En su fuero interno, sentía que podría exculpar a Laure. Y encontrar al culpable.
El tiempo se hacía eterno. Pasarían horas, quizá incluso un día, antes de que Viard la llamara con los resultados. Mientras tanto, tendría que ocuparse de asuntos que había mantenido apartados.
Salió de la estación de Les Halles y encontró un cibercafé con taburetes de rejilla y las paredes empapeladas con carteles que anunciaban el festival de música étnica de Châtelet. El ritmo monótono de la música trance competía con el resoplar del vapor de la máquina de café. Entregó diez francos a una camarera con ojos de corderito, vestida con pantalones de campana con dibujo de cachemir, encontró un ordenador vacío y se conectó. Primero buscó el nombre de Ludovic Jubert en la página del ministerio. Una vez más, no encontró nada.
Era hora de concentrarse en lo que había percibido tras las respuestas dudosas de Zoe Tardou, tras su comportamiento asustadizo. Había tenido intención de volver a hacer una visita a la solitaria medievalista que vivía en un elegante piso art decó frente al lugar en el que fue asesinado Jacques.
El tallo de geranio. ¿Habría visto madame Tardou el asesinato mientras regaba las flores de la jardinera y no había dicho nada por miedo? Ella había mencionado que oyó que alguien en el tejado mencionaba los nombres de planetas en una lengua distinta. ¿Sería corso? Una anomalía llamó la atención de Aimée: si Zoe era la hijastra del conocido surrealista Max Tardou, ¿por qué había vivido en un orfanato? ¿Cómo cuadraba eso?
«Si te pica, te rascas», solía decir su padre. Tenía que investigar más. Qué mejor sitio para empezar que la Red.
Buscó en Internet por surrealismo y Max Tardou, y encontró un despliegue de páginas. Comenzó a moverse por ellas. Tardou, un famoso pintor, había huido a Portugal durante la Ocupación al principio de la II Guerra Mundial. Para que luego hablara de haber luchado en la Resistencia. Según un sitio surrealista en Internet, Elise, la madre de Zoe, lo había conocido después de la guerra.
Siguió buscando. Encontró fotos de Elise, una de ellas de perfil tomada en un baile dadaísta en Montmartre. Se veía una multitud con turbantes y bombines y con la letra griega alfa pintada en la cara. Otra mostraba a Elise en un contraluz, con el pelo rubio recogido sobre la cabeza formando un efecto de halo, los ojos achinados perfilados con khol y envuelta en una túnica diseñada por ella misma. Una mujer impactante, reconocida por su poesía dadaísta.
Incapaz de encontrar información más actual, Aimée estaba a punto de dejarlo cuando se dio cuenta de una referencia que mencionaba a Elise Tardou en un documental sobre Lebensborn. Qué extraño. ¿Sería la misma Elise Tardou? Lebensborn se refería al programa nazi de granjas de sementales para propagar la raza aria. Había sido establecido en Noruega, Alemania y en la Europa ocupada. En el documental incluso se mencionaba a un miembro de ABBA, el grupo de los setenta, como un niño de los Lebensborn. ¿Cuál era la relación, si es que existía alguna?
Apuró su café y siguió leyendo. El Château Menier, a las afueras de París en Lamorlaye, limitaba con el único centro Lebensborn de Francia. Aimée no sabía que hubiera existido uno. Se quedó atónita y siguió leyendo. El artículo citaba un extracto del relato de Elise Tardou, identificada como poeta dadaísta, sobre su cautividad en 1944. Lo que leyó la dejó de piedra:
«Había mujeres francesas en el château, aunque no muchas. Pocas lo admiten por vergüenza. No lo escogimos, éramos prisioneras. La mayoría de las mujeres eran prisioneras de Polonia y húngaras de ojos azules. Tenían una guardería que gestionaban como una fábrica de nacimientos.»
1994. Zoe parecía tener cincuenta y tantos años. Una idea terrible pasó por su mente. Imprimió la página y localizó un artículo sobre una colonia de verano de artistas, el lugar favorito de los viejos iconos surrealistas de los sesenta. Se encontraba en Córcega.
¡Córcega! Según el artículo que había leído antes, los Tardou pasaron sus vacaciones en Córcega todos los meses de agosto. Durante años.
Había cogido a Zoe Tardou mintiendo. Ahora pensaba que sabía por qué. Solo tenía que comprobar su teoría.
– ¡Madame Tardou! -dijo, llamando a la puerta de la casa de Zoe Tardou.
No obtuvo respuesta.
Después de llamar durante cinco minutos, cuando ya tenía los nudillos doloridos, se abrió una rendija.
– Hablé con usted el otro día, ¿se acuerda? Tenía un catarro terrible -dijo Aimée-, espero que se encuentre mejor. Le he traído unas pastillas de Ricola para la tos.
– Muy amable.
Aimée le dio en mano la caja de pastillas y se fijó en el pelo rubio con canas peinado en un moño y su figura delgada bajo el jersey de lana. Los sorprendentes ojos color turquesa.
– ¿Puedo pasar?
– Ya contesté a sus preguntas -dijo madame Tardou-. No voy a ir a comisaría.
Otra vez el miedo al exterior. ¿Sería agorafobia?
Aimée puso la bota en la puerta.
– Solo necesito clarificar un detalle para retirarlo de la investigación. Eso es todo.
Indecisa, Zoe abrió la puerta.
– Es usted insistente, mademoiselle -dijo-, pero no tengo nada más que contarle.
– Por favor, no nos llevará nada de tiempo. Ya lo verá. -Aimée se abrió paso a su lado y continuó andando hasta la amplia sala llena de mobiliario art decó. La sala con cortinones negros colgando de las ventanas. Palpó dentro de su bolsa para ver si tenía el cepillo de pelo.
Zoe Tardou, con las gafas de leer sujetas sobre su irritada nariz, estaba de pie con una pintura roja en la mano.
– Estoy revisando las pruebas de mi tratado. Solo puedo concederle un momento.
Aimée se detuvo para mirar las fotos sobre el piano de cola y las estudió en detalle.
– Usted pasaba los veranos en Córcega, ¿verdad, madame Tardou?
– ¿Es eso un crimen?
– Córcega, L'Île de Beauté. Sin embargo, usted me dijo que veraneaba en Italia.
– También íbamos a Italia.
Aimée asintió.
– Su padrastro, Max Tardou, estableció una colonia de arte en Bonifacio donde trató de hacer resurgir el surrealismo. Usted fue allí durante años mientras era una niña. -Aimée acarició la suave cubierta de madera ramín del piano. Señaló una foto, una escena en blanco y negro de personas tomando el sol con un café con toldos en la distancia-. El Café Bonifacio. Todavía existe.
– ¿Qué tiene esto que ver con el resto?
– Usted entiende corso. Y lo habla, ¿no es así?
Los dedos de Zoe Tardou hacían girar la pintura roja una y otra vez.
– Era solo una niña.
– Incluso siendo adolescente tuvo usted que haber veraneado en Córcega -dijo Aimée-. Quizá hasta haya ido a una escuela corsa.
– Así es. Y eso, ¿qué importa?
¡Lo había admitido!
Aimée se acercó más a la mujer.
La pintura se partió con un chasquido entre los dedos de Zoe.
– Las voces que oyó usted en el tejado hablaban corso, ¿verdad? Usted entendía y reconoció los nombres de los planetas y constelaciones.
El miedo brillaba en esos irresistibles ojos azules. Empujó las gafas hacia arriba con dedos temblorosos.
– Puede… sí… no estoy segura.
– Piense. Hablaban corso. ¿Qué dijeron exactamente?
Zoe se cubrió las gafas con las manos, luego miró hacia arriba y asintió con la cabeza.
– Sí, pero hacía mucho tiempo que no oía hablar la lengua. Toda una vida.
– ¿Por qué no me lo dijo? -dijo Aimée controlando su nerviosismo.
– Me resultaba tan extraño escuchar corso que pensé que estaba soñando. No estaba segura…
– Usted miró por la ventana e hizo como que estuviera regando los geranios -interrumpió Aimée-. Es normal. Usted podía entender lo que hablaban. Estaba todo tranquilo, ya que la tormenta aún no había empezado. -Se detuvo y esperó-. Está bien, ya estamos diciendo la verdad -dijo en un tono tranquilizador, pero que incitaba a seguir-. Estamos dando todos los detalles, intentando aclararlo todo, ¿vale? La mayoría del trabajo de investigación depende de estos detalles tediosos, comprobar y volver a comprobar.
Zoe la contemplaba, inmóvil. De la cocina emanaba un aroma a herbes de provence y a algo que se asaba al estilo mediterráneo. Maravilloso. Aimée sintió que su estómago rugía.
– No hay nada de glamour en todo esto, créame -dijo Aimée suspirando y en un tono que intentaba ser lo más neutro posible-. ¿Oyó cómo se rompía el cristal de la claraboya?
Zoe hizo un gesto negativo.
– Sin embargo, reconoció a los hombres en el tejado.
– Pero me… -Se cubrió la boca con las manos, como una niña pequeña que hubiera sido pillada en falta.
– ¿…entró miedo? -Aimée terminó la frase por ella.
Zoe Tardou asintió.
– ¿A quién reconoció?
– No quiero problemas, no puedo meterme en líos -dijo Zoe cubriéndose con las manos como si fueran un escudo y retrocediendo unos pasos-, no puedo verme involucrada. Tengo algo en el horno…
El olor a tomillo se hizo más fuerte.
– Todo lo que necesito es un nombre -dijo Aimée sonriendo mientras buscaba una libreta en su mochila de piel.
– No sé cómo se llama. El que yo reconocí… bueno, de todos modos no quiere decir que disparara a nadie.
– Por supuesto que no, tiene usted razón, pero puede ayudarnos a encontrar al que lo hizo, ¿no lo ve? Necesitamos su ayuda.
Zoe Tardou dudaba.
– ¿Vive aquí?
– Lo he visto por las escaleras, pero no lo conozco.
– ¿Cómo es?
– Tenía el pelo decolorado la última vez que lo vi. Se lo cambia. La verdad es que no lo sé, no creo que viva aquí.
Aimée tomaba notas en su cuaderno.
– Pero, ¿podría ser que trabajara en el edificio? ¿O para alguien que vive aquí?
– Es demasiado vulgar -repuso Zoe encogiéndose de hombros.
¿Sería ese el tipo al que se había referido Cloclo? ¿O simplemente un obrero, como Theo, que había ofendido su delicada sensibilidad?
– ¿Vulgar? ¿Quiere eso decir que era uno de los obreros de la construcción? ¿Uno de los hombres que están trabajando en la rehabilitación del edificio?
– No era un obrero. Hacía comentarios groseros, pero vestía ropa de diseño negra, a la moda.
– ¿Era joven?
– No me fijé.
– ¿Qué me dice del otro hombre?
– Lo único que vi fue su espalda.
– ¿Oyó usted el disparo o vio el fogonazo?
Madame Tardou negó con la cabeza.
– Cuando oí las voces que hablaban de constelaciones… lo que dijeron estaba mezclado con palabras que no tenían nada que ver.
– ¿Qué oyó usted?
– No se lo dije antes porque no tiene ningún sentido. -Zoe se detuvo y se frotó la mejilla.
– Siga, está bien -dijo Aimée tratando de controlar su impaciencia.
– Dijeron «treno», un “tren”; «parolle», que significa “palabras”, pero no tenía sentido o no parecía querer decir nada especial. Hablaron sobre los planetas y sobre trenes. No, hubo algo más… es cierto… «cincá», buscando algo, dijeron “buscando”.
¿Planetas, trenes y búsqueda, charla sobre Córcega y luego un asesinato?
– ¿Está segura?
– Los corsos no articulan, se comen las consonantes al final de las palabras. -Zoe posó la mirada en su escritorio atestado de cosas-. Pero lo que sí hicieron fue repetir un viejo dicho que yo reconocí.
– ¿Cuál?
– «Corsica audra di male in peglyu» -repuso Zoe moviendo la cabeza-. «Córcega siempre irá mal», típico de su talante pesimista teñido de orgullo -repuso Zoe encogiéndose de hombros, exhausta, como si ya no tuviera nada más que decir-. Me dolía la cabeza y me encontraba fatal. Me acosté y debí de quedarme dormida viendo la tele. Eso es todo.
Aimée la creía, pero tenía que comprobarlo.
– ¿Qué programa estuvo viendo?
– ¿Qué programa? Una vieja película de Sherlock Holmes. Lo malo es que me perdí el final. Ahora tengo que trabajar -dijo, ansiosa porque se fuera Aimée-. No sé nada más.
– Una cosa más -dijo Aimée. No sabía cómo decirlo-. Admiro a su madre. Hace falta tener valor para hablar de Lamorlaye y del Lebensborn. ¿Por qué finalmente…?
– ¿Habló de su cautividad? ¿De la forma en la que utilizaban a las mujeres? -preguntó Zoe, todo de un tirón. Por un momento, Aimée vio la misma mirada melancólica que había notado en la foto de Elise.
Aimée asintió.
– Maman decía que el pasado era demasiado doloroso para seguir soportándolo. Cuando se dirigió a ella el director del documental, sintió que ya era hora. Mi madre decía que no merecía la pena el esfuerzo que supone ocultar algo tan terrible.
– Necesitó un valor tremendo.
– Y lo extraño fue que, después de eso, volvió a escribir poesía. Era como si hubiera desaparecido el peso de su historia.
– La respeto por haber hablado -dijo Aimée.
Zoe frunció el ceño con rabia.
– Mi padrastro no -dijo-. La echó e intentó desheredarme, pero murió antes de poder hacerlo.
– ¿Desheredarla porque su padre era un alemán? -preguntó Aimée.
– ¡Esos miembros de la Resistencia que observaron la Ocupación desde la distancia, resultaron ser los más heroicos de todos!
– Lo siento -Aimée no sabía qué más decir.
– ¿Que lo siente? -dijo con una breve risa-. También lo sentían las mujeres, y nosotros, los niños. Hijos del enemigo. Educados en la culpa por ser lo que éramos. El hecho mismo de nuestra existencia suponía un motivo de vergüenza. Si fue porque era muy joven o porque en el caos de la retirada alemana de 1944 no me pusieron en el lugar adecuado, eso no lo sabré nunca, pero no me llevaron a Alemania como a los otros -continuó-. Mi madre me encontró en una sala con telescopios, un observatorio pegado al château que habían convertido en orfanato. Tuve suerte. Otros que fueron desplazados al final de la guerra fueron criados en casas de acogida casi sin comida, separados de su herencia cultural y se convirtieron en marginados inadaptados. Abandonados por sus padres, que nunca los habían buscado porque habían muerto o porque querían olvidar, muchos acabaron en hospitales psiquiátricos. Por lo menos, yo encontré a mi padre biológico, que estaba vivo después de todo este tiempo.
Aimée la miraba fijamente, incrédula.
– ¿Lo conoció?
– Un viejo y triste caballero que vivía en Osnabrück. Se acordaba de mi madre. Después de la guerra, regentó una farmacia -dijo sonriendo-. Había estudiado Historia Medieval en la universidad.