– ¿Busca a Zette? -preguntó a Aimée la mujer rubia del bar de la rue Houdon. Sacudió su cabello rubio cardado lleno de laca-. No está. Es su día libre.
Qué pena. Aimée contaba con haber indagado más y haber conseguido alguna respuesta. Lo siguiente era dejar los archivos que había copiado en el bufete de Maître Delambre y luego visitar a Laure.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Durmiéndola -dijo la rubia, atándose un delantal alrededor de la cintura y a punto de volverse hacia el aspirador.
– Y eso ¿dónde sería?
La mujer se la quedó mirando fijamente.
– Usted estuvo aquí el otro día.
Aimée asintió; tenía que hacer desaparecer las sospechas de la mujer.
– Zette es un antiguo colega de mi padrino -dijo esperando que sonara creíble-. Quería enseñarle una foto.
La mujer la miró con los ojos entornados. Encendió la aspiradora, que resollaba al tiempo que absorbía la porquería del suelo.
– Vuelva mañana.
Aimée echó un vistazo al mostrador, que tenía marcas de vasos y un cenicero lleno. Bajo la barra había un montón de facturas grapadas dirigidas a Z. Cavalotti. No podía leer el resto.
– ¿Trabaja en casa?
La rubia tensó los labios en una fina sonrisa.
– Por así decirlo… Creo que lleva las cuentas en su casa -dijo volviendo al aspirador-. Si eso es todo…
– Ya volveré, merci.
Aimée salió, se ajustó el abrigo y echo a andar intentando evitar la nieve sucia. Cinco minutos más tarde había encontrado un Z. Cavalotti en la guía de teléfonos, en la rue Ronsard. Era hora de hacerle una visita.
Subió la calle, torció a la derecha hacia la parte baja de la colina, luego de nuevo a la derecha y a la izquierda hasta salir a la place Charles Dullin. La plaza llena de árboles desnudos estaba rodeada de camionnettes, pequeños camiones de reparto. Había carteles anunciando una adaptación de Fedra en el teatro del siglo XIX que se encontraba en la parte trasera de la plaza. Fedra se representaba en París todo el tiempo, ya fuera la versión clásica o una vanguardista como esta, basada en un motivo tribal africano. La intemporal tragedia griega de la mujer enamorada de su hijastro seguía llenado las localidades.
Más allá del Marché Saint Pierre con su tejado de hierro y cristal, un muro de piedra y ladrillo rodeaba un montículo del neolítico y se perdía serpenteante hacia arriba. Subió las empinadas escaleras con barandilla doble en el centro, tan típicas de Montmartre, y encontró la dirección de Zette, un edificio de piedra blanca que se inclinaba hacia el interior de la colina al igual que tantos otros. En el suyo, al contrario que en los otros, crecían malas hierbas en las grietas de la fachada, las paredes lucían gastado estuco y las contraventanas eran de una desconchada pintura azul cielo.
La puerta de madera del portal estaba abierta y daba a un patio de paredes cubiertas de hiedra. Echó un vistazo rápido a los buzones, encontró el nombre Zette Cavalotti y subió penosamente la escalera de caracol hasta el primer piso. Se detuvo en un descansillo de madera deformada que crujía bajo sus pasos; delante de la puerta había un felpudo y un cartel que decía: «Cat lunatique». Así que Zette tenía un gato loco. Llamó a la puerta con los nudillos, y la puerta se abrió sola. Su mano se detuvo en el aire.
– ¿Monsieur Zette?
No obtuvo respuesta. Temiéndose lo peor, se adentró en el austero y helado apartamento. Estaba limpio y ordenado. Sintió un escalofrío al sentir la gélida ráfaga que entró por la ventana abierta. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de fotos y artículos de periódico que mostraban a Zette, «el magnífico corso», derrotando a Terrance, «el loco marroquí de los ojos azules» en su lucha por el campeonato. Había hecho una carrera considerable. De clavos en la pared de la, por otro lado, ordenada habitación, colgaban sudaderas y chándales. ¿No había oído hablar Zette de las perchas o las armoires? Había un plato caliente sobre un mostrador de madera junto a unas botellas de agua mineral.
– Allô?
De nuevo sin respuesta. ¿Dónde estaba él?
Sobre el sofá colgaba un póster de «Córcega, la isla de la belleza». Al ver las mantas apiladas, se imaginó que Zette utilizaba ese sofá como cama.
Se puso a curiosear. Simplemente los restos de una gloriosa carrera de boxeador que había terminado hacía ya tiempo. Se oía el zumbido de una lavadora Moulinex último modelo. Tenía una cerilla haciendo cuña en el panel de control de lavado. ¿Funcionaría solo así? A juzgar por el calor que emanaba de la lavadora, llevaba horas funcionando. Sobre una mesa se encontraba una cesta de plástico con ropa sucia y una caja vacía de detergente Ariel con aroma a limón, junto a frascos y polvos vitamínicos y proteicos. ¿Habría salido corriendo a comprar detergente y se había dejado abierta la puerta?
Se recostó sobre la máquina para esperarlo. Tamborileó con las botas de tacón sobre el suelo de madera. Escuchó un débil maullido y se dio cuenta de que había una puerta cerrada.
– ¿Monsieur Zette?
Los maullidos se hicieron más audibles. Llamó a la puerta. Esperó y la abrió. Una habitación pequeña con pesas y mancuernas en una esquina. Parecía que todavía se entrenaba.
Sintió que la piel de un animal le rozaba las piernas cuando un gato negro con los ojos amarillos pasó a su lado. Quizá Zette se había parado en un café a tomar un verre. Miró el reloj. Mejor lo esperaba abajo, en la calle.
El gato negro andaba sigilosamente a su lado por la escalera y luego continuó hacia el patio. ¿Se habría parado Zette a hablar con un vecino? Siguió al gato, que se paró al lado de una puerta de madera con salpicaduras de agua, un viejo servicio en la parte trasera del patio.
– Allô?
De la ventana de Zette le llegaba el olor empalagoso y dulzón a detergente barato. El gato maulló más fuerte mientras arañaba la madera con las uñas.
Curiosa, tiró de la manilla y sintió su pesadez según se abría con un chirrido. El moho y la humedad se mezclaban con el aroma a detergente. Rozó algo con su brazo y se volvió. Los brazos y los pies de Zette estaban colgando y su cuello pendía de un gancho en la puerta. Abrió la boca en un ahogado grito de asombro y dio un paso atrás pisando la cola del gato. El gato chilló de dolor y echó a correr. Zette tenía un tajo en la garganta, de oreja a oreja, formando una mancha roja, y le habían sacado la larga lengua negruzca por el agujero. Un cuello de corbata siciliana. Grotesco.
Cubriéndose la boca y la nariz con la manga, se forzó a mirar el cuerpo de Zette suspendido del gancho de la puerta; se le veían los globos de los ojos a la luz oblicua. El asesino se había asegurado de que Zette no hablara más. Al estilo de la vendetta. Era un indeseable, pero no se merecía acabar así, sea lo que fuera lo que había hecho. Nadie se lo merecía.
Por su pecho surcaba densa sangre color rojo negruzco. Una fina capa de hielo brillaba sobre sus hombros caídos. Tenía la chaqueta de deporte roja rajada por donde lo habían colgado del gancho. Cualquiera que lo hubiera hecho, no tenía intención de que lo encontraran pronto. A no ser que fuera por la ropa sucia de la cesta. Nunca.
Se echó hacia atrás, temblando. Sonaban las notas de una armónica en un programa de televisión para niños que atronaba desde alguna de las ventanas de arriba. Abandonó el edificio corriendo, tratando de quitar el olor de la nariz.
Al dar la vuelta a la esquina, encontró una cabina de teléfonos. No quería utilizar el móvil porque podían seguirle el rastro. Marcó el 18 de la policía.
– Rue Ronsard 68 -dijo cogiendo aire-. El servicio del patio, algo huele mal. Un hombre mayor bajó allí y estamos preocupados.
– Su nombre, por favor. Necesitamos verificar su identidad y el lugar en el que se encuentra.
Colgó el teléfono y respiró profundamente. Trató de detener el temblor de sus manos.
Jacques asesinado y ahora también Zette, un corso ligado al juego ilegal, con conexiones en la policía. ¿Qué significaría?
Se colgó el bolso del hombro y se volvió, a punto de volver a empujar la puerta de la cabina telefónica para abrirla, y se encontró con que estaba de frente a los escalones laterales que subían al Sacré Coeur.
Entonces se acordó de algo.
Rebuscó en el bolso, encontró la foto que había impreso de la ficha de Jubert, aquella sobre la que planeaba haber preguntado a Zette. Se quedo observándola detenidamente.
Era la misma escalinata de la foto. Ahora con hiedra, pero era el mismo lugar. Estos eran los escalones en los que su padre, Morbier, Rousseau y Ludovic Jubert habían posado años antes. Estaban frente al edificio de Zette. Si Zette había conocido a su padre, ¿por qué no se lo había dicho?
Dos hombres de anchas espaldas vestidos con plumíferos y téjanos azules se plantaron delante de la cabina. No le gustó la forma en la que bloqueaban la puerta. Tenía que pensar rápido. Abrió la puerta de un empujón.
– ¿Qué prisa tiene? -dijo el tipo más alto, que llevaba gafas oscuras y gorro de lana negro.
– ¿Le conozco?
Él sonrió mostrando sus dientes amarillos.
– Todavía no. ¿Qué estaba haciendo ahí arriba?
Señaló el edificio de Zette con el pulgar.
– Me ha confundido con otra persona -dijo, abriéndose paso con dificultad.
Él echó a andar a su lado. El otro tipo le cerraba el paso por el otro costado.
– Esta no es su guerra, mademoiselle.
– No le entiendo. -Aterrorizada, hizo gestos a un hombre que se inclinaba ante el viento que le azotaba en la calle, por otro lado, desierta-. ¡Pierre,… espera! -gritó. Pero el hombre siguió su camino.
Con paso rápido, se las arregló para adelantarlos y se dirigió hacia la parte baja de la colina. Sentía los ojos de los hombres en su espalda según se apresuraba sobre la acera mojada y oía sus pasos tras ella. Esos pasos se hicieron más rápidos. ¿Por qué no había más gente por la calle? ¿Quiénes eran estos tipos?
Aligeró el paso. Quienes quiera que fueran, podían asaltarla, empujarla dentro de un portal y… Al imaginar las posibilidades, echó a correr.
La calle se bifurcaba en el Marché Saint Pierre. Los puntales de metal art nouveau del mercado de ladrillo rojo estaban cubiertos de hielo. Se veía que el plomizo cielo plateado amenazaba lluvia, y entonces comenzó a llover. Entró corriendo a un callejón lleno de tiendas de tejidos. Llovía a cántaros sobre los toldos de lona. Bajo ellos, piezas de hilo, brillantes diseños provenzales y diáfana gasa le recordaron a un bazar. Estaban expuestas todas las tonalidades, texturas y anchuras imaginables. Miró de reojo y vio a los tipos. Por delante de ella, el callejón no tenía salida.
Frenética, miró alrededor en busca de compradores entre los que esconderse. Normalmente esta zona hervía de actividad. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Les había mantenido el frío a cubierto?
¡Arrinconada en el mercado de tejidos! Tenía que haber una forma de escapar.
Dobló la esquina. Al mismo nivel de la acera había una rampa utilizada para enviar piezas de tela al sótano. Se hizo un ovillo en la gélida rampa de hierro y se agarró a las esquinas.
– Mademoiselle, eso es para los envíos. ¡No se puede bajar! -gritó un repartidor desde el resguardo de su furgoneta.
¡Y una porra que no!
Se deslizó por la rampa antes de que la vieran los tipos y aterrizó sobre rollos de tela en un almacén abovedado con las paredes encaladas. El fuerte olor a almizcle de la fibra de seda hacía que le picase la nariz y le daba ganas de estornudar.
– ¡Alphonse! ¿Eres tú? -dijo una voz de hombre detrás de montones de bobinas de hilo del tamaño de diccionarios-. Ya has preparado el último pedido. ¿Qué ocurre?
Rápido. Tenía que escapar antes de que este hombre se pusiera a investigar. Recorrer este subterráneo surcado de túneles y plagado de cavernas. Se abrió paso furtivamente hacia las sombras andando rápido y siguiendo la pista a través de los rollos apilados de brillante seda.
– ¿Alphonse?
Siguió andando, pestañeando en la oscuridad y preguntándose dónde aparecería. Al dar una curva, vio unos escalones y subió por una escalera de caracol de metal. Al abrir la puerta se encontró detrás de un mostrador de cristal lleno de piezas de tela. Y ahora, ¿qué? Se agachó al ver aparecer a un hombre con una cinta métrica colgada del hombro. Se le cayó el teléfono móvil y oyó el crujido de la antena. Atrapó el teléfono y, temblando, anduvo a gatas a través de varios pasillos hasta que vio un par de mocasines marrones frente a ella. Una nube de gasa color magenta flotaba sobre su cabeza y estornudó de nuevo.
– ¿Mademoiselle?
Se levantó, la nube magenta formando una especie de tienda de campaña sobre su cabeza.
– El teléfono… se me ha caído -dijo ante el rostro sorprendido de un empleado de pelo gris-. Lo siento.
Había salido a la tienda que estaba junto a la de la rampa y se dio cuenta de que estos comercios estaban conectados por el sótano. A través de la ventana vio a los dos tipos esperando frente a la otra tienda. Controló su temblor. De alguna forma tenía que encontrar la manera de salir de ahí evitándolos. Avanzó a lo largo de la tienda medio vacía simulando estudiar las mesas rebosantes de tejidos con un ojo en los tipos de afuera. Una silla de niño bloqueaba el camino en el estrecho pasillo. Una clienta solitaria, una madre, acarreaba una gran bolsa de la compra y metía prisa al pequeño para que se subiera a la silla. Aimée tuvo una idea.
– ¿Quiere que la ayude? Yo también me marcho -dijo sonriendo.
– Bueno, merci -repuso la mujer.
Aimée se inclinó hacia el niño junto a la silla.
– ¿Qué tal un paseíto montado aquí, eh? -Levantó al niño para meterlo en la silla-. Voilá. Deje que empuje la sillita; le resultará más fácil.
– Muy agradecida -dijo la mujer-, la bolsa pesa mucho.
Aimée salió a la calle empujando la sillita andando con la cabeza gacha cercana a la madre del niño hasta que ella se detuvo en un escaparate. Entonces Aimée pulsó el freno de la sillita con el pie y echó a correr.