Laure se incorporó en la cama del hospital, con el teclado del ordenador sujeto sobre la mesa como si fuera un atril.
– Très bon, está usted progresando maravillosamente, el comisario está encantado de que pueda utilizar este equipamiento especial -dijo la joven terapeuta con una sonrisa resplandeciente-. Cada vez que pulse una tecla, yo copio la letra. Hasta ahora ha dicho: «Me acuerdo» y lo que parece ser un nombre y un número de teléfono, ¿no es así?
Laure pestañeó. Ojalá dejara de caérsele la baba y pudiera darse prisa. ¿Por qué no llamaba a Aimée esta mujer de voz edulcorada?
– Informaré al agente de guardia y veremos lo que podemos sacar de aquí. -Dio unos golpecitos a Laure en el brazo-. Quiere escuchar inmediatamente cualquier cosa que pueda usted saber que pueda ser útil en su investigación. -Laure pestañeó dos veces para decir que no.
Deslizó su dedo en las letras «a…h…o…r…a».
– ¿Ahora?
Laure pestañeó. Por su barbilla fluía la fría saliva y sintió que los hombros resbalaban en la maldita almohada.
– Perdone, Laure -dijo la terapeuta-. Primero tengo que comprobarlo con el agente.
La terapeuta salió de la sala. Laure resbaló aún más hacia abajo y su cabeza se hundió en la almohada. Y entonces vio el lapicero. Lo atrapó entre el dedo pulgar y el índice. Ojalá pudiera golpear el auricular del teléfono para separarlo del aparato. Lo aplastó con todas sus fuerzas. El manoseado auricular se tambaleó, pero permaneció en su sitio.
Volvió a intentarlo, está vez haciendo cuña con el lapicero por debajo y elevándolo. Cuando cayó el auricular, oyó el tono de marcación. Rápido, tenía que hacerlo rápido antes de que regresara la terapeuta o el mensaje grabado dijera: «Si desea hacer una llamada…».
Pulsó las ocho cifras del número de Aimée. ¿Dónde estaba el botón para llamar?
Escuchó pasos y vio el uniforme azul.
– ¿Qué está haciendo?