Aimée se quedó mirando fijamente los montones de nieve llenos de suciedad que se estaban derritiendo en las riberas del Sena, torturada por la preocupación y la culpa. Había forzado a Laure, la había sometido a una situación crítica de estrés. Nunca se lo perdonaría si la presión generada por sus preguntas le causaba daños irreversibles.
En su mente daban vueltas las palabras inconexas de Laure. Una vieja historia, viejas noticias sobre la corrupción de su padre. Quería gritar. ¿No había demostrado que estaba limpio? Sin embargo, permanecía la sombra de una duda. ¿Sabía Laure algo sobre un encubrimiento, algo en lo que su padre hubiera estado metido? Ludovic… ¿sería Ludovic Jubert? ¿Ese que había mencionado el agente de la Interpol en Clichy en relación con la muerte de su padre en la place Vendôme? El grisáceo Sena, fluyendo en remolinos, no le proporcionó ninguna respuesta.
Tenía que olvidarse de eso por el momento, preocuparse por ello más tarde, tenía que concentrarse en la difícil situación de Laure. Tenía que ver por sí misma el informe del laboratorio; necesitaba más datos para continuar. Extrajo la lista que había copiado con los nombres de las personas que habían acudido a la fiesta y que la policía había interrogado. Esperaba que el hombre de la mochila que ella había visto se encontrara en ella.
De los veinte nombres, consiguió ponerse en contacto por teléfono con dieciocho. El primero, que se identificó como «trabajando en publicidad», contestó que le habían gustado los entremeses y la rubia que había conocido. Era todo lo que recordaba. Y fue de mal en peor. Una pareja comentó que con el ruido de la música no habían podido hablar demasiado con nadie más. Dos de las modelos indicaron que habían estado pegadas a sus móviles la mayoría del tiempo, confirmando sus compromisos del día siguiente.
El dueño de la empresa de catering, un tal monsieur Pívot, habló en favor de sus empleados. Sus trabajadores se habían matado a trabajar en el calor de la cocina y no habían tenido ni un descanso hasta que llegó la policía. Pívot estaba seguro de que, de otra manera, «habrían tenido problemas». El guitarrista del cuarteto de bossa nova confirmó que habían tocado hasta las 23.30, justo antes de que llegara la policía. Dejó mensajes para los otros dos con los que no había podido contactar y esperó que la llamaran.
Justo antes del mediodía, harta del teléfono, se cambió de ropa y se puso un traje pantalón de raya diplomática, el más cálido de su armario, se perfiló los ojos y se puso el abrigo por encima. Se había acordado de dónde había visto antes el nombre de Conari: en camiones por todo París.
Media hora más tarde estaba de pie en la Avenida Junot, en la dirección de la empresa de Conari en la zona lujosa de Montmartre en la cima de la cara noroeste de la colina. Entró en lo que era el estudio remodelado de un artista que albergaba varias empresas de arquitectura y construcción. Las oficinas de Conari ocupaban un piso completo; la empresa era próspera, a juzgar por el edificio y la zona en la que se encontraba.
– ¿No tiene usted cita? -dijo la recepcionista, con una sonrisa mecánica.
Tenía el pelo castaño corto y rizado y una buena dentadura. Tan buena que Aimée pensó que se había gastado en ella la última nómina.
– Lo siento, pero monsieur Conari anda muy justo de tiempo. Imposible.
Aimée se removió en sus botas de tacón, deseando haberse puesto las planas.
– Hubo un homicidio en el piso de enfrente de donde él daba una fiesta ayer por la noche. Tengo unas pocas preguntas que hacerle, puro trámite, por supuesto, no más de cinco minutos. Se lo garantizo. Es necesario para la investigación.
– Pero él está demasiado ocupado…
– Pregúntele, por favor. Ha cooperado tanto que odio interrumpirlo, pero le prometo que solo utilizaré cinco minutos de su tiempo.
La recepcionista dudó y descolgó el auricular.
– Monsieur Conari, hay una tal… -echó un vistazo a la tarjeta de Aimée y mostró su dentadura de nuevo- una tal mademoiselle Leduc de Leduc Detective que insiste en que necesita hablar con usted.
La recepcionista parpadeó.
– Por supuesto, mademoiselle, puede pasar. La segunda puerta a la izquierda.
Los tacones de Aimée se hundían en la alfombra del vestíbulo, cuyas paredes mostraban cuadros abstractos en blanco y negro. Llamó a la puerta.
– Entrez.
La recibieron ventanales hasta el techo, una pared de cristal que le ofrecía una vista panorámica de los tejados a sus pies. Lo que parecían haber sido diferentes huecos de una buhardilla se habían convertido en una amplia estancia con un techo de cristal como el de una catedral que se remontaba hacia las alturas.
Se fijó en un hombre de edad intermedia, con el pelo gris oscuro y las mangas enrolladas que estaba inclinado sobre una mesa de dibujo.
– ¿Monsieur Felix Conari? Soy Aimée Leduc -dijo-. Perdone que lo moleste.
– Por supuesto, no hay problema -dijo con voz preocupada-. Siéntese, por favor.
Indicó una silla baja de cuero rojo de la que parecía difícil levantarse.
– Non, merci, usted tiene trabajo e iré directamente al grano -dijo ella, mientras sacaba de su bolso la lista de invitados a la fiesta-. ¿Puede describir qué ocurrió en su fiesta ayer por la noche?
Felix Conari se frotó la barbilla.
– Tiens, déjeme pensar. El cuarteto estaba tocando, los invitados parecían estar entretenidos, los de la empresa de catering rellenaban el bar y las bandejas de entremeses, yo mismo me aseguré de que fuera así -dijo, en un tono práctico-. Verá, los invitados eran clientes importantes para mi empresa. Sí, eso es, y entonces vino el comisario.
– ¿Eso es todo lo que recuerda, monsieur Conari?
Él exhaló aire por la boca y se encogió de hombros.
– Oui, pero deje que llame a Yann. Estaba allí ayer.
Conari pulsó el botón de un intercomunicador que había sobre su escritorio. Ella se dio cuenta de que en su lista había un Yann Marant, uno de esos con los que no había podido hablar.
Un momento más tarde entró un hombre de treinta y tantos años que llevaba puesto un traje negro arrugado y zapatillas de deporte Adidas. Tenía pelo largo que se le rizaba detrás de las orejas.
– Mi amigo Yann Marant, ingeniero de software que trabaja para nosotros -lo presentó Conari-. Mademoiselle Leduc es detective y está investigando el incidente de ayer noche.
Aimée notó los callos delatores en el borde de la palma de Yann Marant. Analista de sistemas o programador, se imaginó.
Yann sonrió. Una sonrisa agradable.
– Siento molestarlo, monsieur Marant, pero tengo entendido que asistió usted a la fiesta de monsieur Conari -dijo Aimée.
Yann asintió.
– ¿Tenemos que identificar a un sospechoso en una ronda de identificación? ¿Por eso está usted aquí?
Veía demasiada televisión.
– No, todavía no -dijo Aimée.
– Quiero ayudar, pero… -Marant hizo un gesto negativo con la cabeza- pero ayer por la noche estaba preocupado.
– Ya conoce a estos ingenieros de software. -Felix sonrió mientras le daba una palmada en la espalda-. Códigos, números que dan vueltas en la mente todo el rato. Para mí es como un jeroglífico, pero yo hago que baje a tierra de vez en cuando.
Aimée se preguntó si Marant sería bueno. René y ella utilizaban los servicios de un analista de sistemas de vez en cuando. Necesitarían uno si los proyectos que tenían en perspectiva funcionaban, pero ya que Marant había sido contratado por un figurín de éxito como Conari, dudaba mucho que entrara en su presupuesto.
– El comisario no nos contó gran cosa -dijo Yann-. No tenemos ni idea de lo que pasó.
Se podía ver que estos hombres desprendían inteligencia. No eran de los que podría engañar con información para tontos.
– Esta es la forma normal de funcionar, monsieur. En este tipo de investigación, los agentes tienen que reunir toda la información posible sobre los hechos antes de plantear una hipótesis. Por eso estoy aquí, molestándolos -dijo y luego sonrió-. Monsieur Marant, trate de volver a ayer por la noche, justo antes de las 23.00. ¿Escuchó usted algún ruido fuerte o notó que ocurría algo afuera de la ventana?
Él se encogió de hombros.
– Estaba trabajando en el despacho de Felix. No tiene ventanas. Felix, entonces llegó tu invitado, el músico, ¿no? He perdido la noción del tiempo…
– Entiendo que la policía lo interrogaría -dijo Aimée-. ¿Su nombre?
Felix Conari se agarró fuertemente al borde oblicuo de la mesa.
– Es tímido el tan Lucien. Un músico excepcional.
Aimée echó un vistazo a los nombres.
– No hay ningún Lucien en esta lista. ¿Su apellido?
– Sarti. Un músico y discjockey corso. Mezcla polifonía tradicional y hip-hop.
No había ningún Lucien Sarti. Aimée pensó en el tiempo concreto y en el hombre que miraba desde la verja.
– ¿Tiene pelo moreno y llevaba una chaqueta de cuero negro y una mochila?
Felix sonrió.
– Eso describe a muchos de mis invitados. Pero sí, es alto, delgado como una espátula y tiene pelo negro y rizado.
– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?
– Mire, mademoiselle, no quiero que se vea mezclado en esto.
– Claro que no, pero necesito ayuda, toda la que pueda conseguir. Tengo que hablar con todas las personas. ¿Puede darme su número de teléfono?
– Lucien es músico, un espíritu libre -dijo Conari-. No tiene teléfono. Yo me pongo en contacto con él a través de Strago, un bar restaurante, y ahí le dejo los mensajes.
Ella tomó nota.
– Ha mencionado que los invitados eran clientes suyos -dijo ella-. Tengo curiosidad por saber de qué conoce a ese músico, a Lucien Sarti.
– Llámelo el sueño de un hombre maduro, pero tengo intenciones de promocionarlo -dijo él, con una débil sonrisa-. Tengo algunos contactos en la industria discográfica. Llevo la música en el corazón, pero él desapareció antes de que firmáramos el contrato. Ya sabe, ¡artistas!
Se preguntó por qué el tal Lucien Sarti había desaparecido antes de hablar con la policía.
– ¿Debería estar Felix preocupado, mademoiselle Leduc? -preguntó Yann. Su coleta sobresalía por encima del cuello de la chaqueta-. Quiero decir, ¿ha cambiado tanto el quartier? ¿Puedo preguntar qué ocurrió?
Marant hacía muchas preguntas. Pero ella también.
Felix asintió.
– Nunca había visto tanta presencia policial. Esto es París, no Nueva York. Allí los tiroteos son habituales.
Ella quiso decirle que leyera los periódicos, pero quizá serían de más ayuda si les contaba algo. Las noticias volaban en el quartier, así que hasta estos ocupados profesionales urbanos se enterarían, más tarde o más temprano.
– Estamos investigando el asesinato de un policía en el tejado del edificio adyacente al suyo. La tormenta no ha sido de gran ayuda -dijo.
Dos pares de ojos la miraban atentamente.
– Así que cualquier cosa de la que se puedan acordar, por pequeña que sea, cualquier detalle…
– Dice usted que es detective privado. ¿No lleva este caso la policía?
Muy agudo. No se le escapaba ni una.
– Estoy investigando en nombre de un cliente -dijo ella-. No puedo decirles nada más.
– Mire, quiero seguir ayudándola -dijo Yann-. ¿Cómo puedo contactar con usted si me acuerdo de algo?
Aimée ocultó su desilusión ante la falta de información.
– Gracias por su tiempo, merci -dijo, al tiempo que entregaba una tarjeta a cada uno.
Strago, en la ladera menos de moda y más de clase obrera de Montmartre, era un restaurante que daba a la calle y que tenía la hoz y el martillo sobre el menú de esquinas curvadas expuesto detrás de un sucio cristal. Un letrero escrito a mano con tinta color violeta decía «Fermé». Pensó que esta parte de Montmartre no había cambiado demasiado desde las fotografías en blanco y negro hechas en los años cincuenta por Doisneau. Estrechas calles empinadas serpenteaban en dirección a la butte. Los cafés de las esquinas y los edificios bajos de la rue Labat le recordaron a Aimée la triste canción de Edith Piaf sobre la prostituta callejera de la rue Labat que había perdido a su hombre. Pero, ¿acaso no eran todas tristes?
Se entrometieron pensamientos sobre Guy. Su aroma, la forma en la que se pasaba los dedos por el pelo. Apartó la tristeza; tenía que encontrar a ese músico.
Al lado, en la frutería de toldo verde, Aimée preguntó al dueño por las horas de apertura de Strago.
– Abren cuando les apetece -le dijo-. Si huele a ajo, es que Anna está cocinando.
Puso un franco sobre el mostrador y metió la mano en un bote de cristal que había encima para coger varios Carambars. Abrió el papel encerado amarillo, echó un vistazo al chiste del interior y se metió el caramelo en la boca.
– ¿Ha visto alguna vez a un tal Lucien Sarti, moreno, con chaqueta de cuero negra y que recibe recados ahí? -continuó ella.
Él se encogió de hombros.
– Cuando hace este tiempo, me quedo dentro de la tienda.
Ella le entregó su tarjeta.
– Si lo viera, llámeme. Me gustaría hablar con él, monsieur.
Escribió el número de teléfono del Strago y se ató el cinturón del abrigo de cuero para protegerse del frío. Los trozos de nieve sobre las ramas de los plátanos se derretían y goteaban por los troncos desnudos. Las pocas veces que nevaba en París la nieve no duraba mucho. El calor que se elevaba desde los edificios se ocupaba de ello. Lo mismo que se había ocupado de cualquier prueba que pudiera haber contenido la nieve del tejado.
Rebuscó en su billetero de Vuitton. La encontró. La tarjeta con el nombre de Jubert que Pleyet, de la Interpol, le había dado cuando trató con él en el distrito de Clichy. Sus pensamientos saltaron a las palabras sin sentido de Laure. Había buscado a Jubert durante dos meses. Él era la única conexión que podía encontrar con la muerte de su padre en el atentado de la place Vendôme, pero en aquel momento no estaba ni en la dirección mencionada ni en el ministerio. Era como si el hombre nunca hubiera existido.
¿Era Jubert el Ludovic que Laure había mencionado? ¿Había otro Ludovic en el pasado de su padre, un pasado de susurros, secretos y sombras del que ella solo había captado una mínima parte? Morbier lo sabría. Sacó su teléfono móvil.
– Oui -contestó Morbier.
– ¿Puedo invitarte a comer aunque sea tarde?
– ¿Quieres darme las gracias?
Ella estuvo a punto de preguntar por qué, pero recordó a tiempo que él había hecho que la dejaran libre en la comisaría. Se detuvo y se quedó mirando los grasientos remolinos en un charco plomizo que, como un arco iris, reflejaban el cielo. El cielo de enero.
– O igual quieres compensar tu penosa educación, ya que arruinaste la fiesta de Ouvrier y me metiste en un buen lío con la Proc -estaba diciendo él.
– De todos modos, esa te la tiene jurada -dijo Aimée-. Pero, ¿cómo…?
El ruido sordo de un autobús ahogó la respuesta de Morbier. Aimée tanteó en su bolsillo buscando los guantes.
– ¿Qué tal Le Rendez-vous des Chauffeurs dentro de media hora? -preguntó Morbier.
Un lugar predilecto de los taxistas, con buena comida. Eso debería endulzar las preguntas que tenía que hacerle.
Los espejos se alineaban en las paredes, las doce mesas del bar restaurante estaban cubiertas por manteles a cuadros amarillos y blancos y una cortadora de embutido descansaba sobre el mostrador. Los últimos comensales acababan su comida con un plato de queso. Morbier estaba sentado en la banqueta de piel color camel, rota y pegada con celo en algunas zonas, gastada por el reposo de generaciones de taxistas. Estaba leyendo el periódico.
– Buena elección, Morbier -dijo ella mientras se sentaba y colgaba el bolso del respaldo de la silla de madera.
El aire cálido y cerrado se agradecía tras la temperatura heladora de afuera. Encima de los espejos colgaban carteles enmarcados de los viñedos de Montmartre. En la radio sonaba música de jazz al tiempo que el dueño pasaba un paño por la envejecida fórmica roja a través de la cual se veían retazos del zinc original.
– Combina todas las facetas del espíritu de Montmartre: rústico, bohemio, y bon vivant -dijo él mientras dejaba el periódico-. Pero me ibas a invitar a comer. ¿Cuál es el motivo real?
– René dijo que eras un romántico -dijo ella, sirviéndose del pichet de rosado que estaba sobre la mesa-. Y para darte las gracias.
– Si no te conociera -dijo él frunciendo el ceño-, te creería, Leduc.
– Pues cree que Laure está en el Hôtel Dieu en cuidados intensivos -dijo ella, mientras extendía la servilleta sobre el regazo.
Morbier hizo un gesto negativo con la cabeza.
¿Debería contarle el resto?
– Laure escuchó voces de hombre en el tejado -dijo-. Hablaban otro idioma.
– ¿La has interrogado, Leduc?
– Hay tan poco en lo que basarse que tenía que hacerle algunas preguntas -dijo ella-. Pero lo empeoré.
– Que te eches la culpa no va a hacer que ella se encuentre mejor. Es lo que hacemos todo el rato.
– Después de ver el dossier de la policía en el despacho de su abogado, nada parece ir demasiado bien tampoco.
Se sirvió otro vaso de rosado.
Morbier rozó el borde de su vaso con el de ella.
– À ta santé. Demostrar que es inocente es tarea de su abogado, Leduc, no tuya.
Llamó al dueño y señaló la pizarra con el menú del día escrito con tiza.
– Dos de esos, s'il vous plaît.
– Por supuesto, comisario -dijo el hombre mientras se dirigía a la cocina detrás de la pequeña puerta de doble hoja cuya mitad superior estaba abierta. Aimée podía oír el ruido de estar troceando algo y el siseo del aceite al freírse.
– Ya veo que eres cliente habitual.
Él sonrió levemente y las mejillas hundidas, y las bolsas bajo los ojos, hicieron que pareciera más cansado que nunca.
– No hay nada más que puedas hacer, Leduc -dijo a la vez que cogía la servilleta de papel enrollada y se sujetaba la esquina en el cuello de la camisa.
Aimée se inclinó hacia adelante.
– Morbier, ella no mató a su compañero. Los técnicos cometieron un error con respecto a los residuos de pólvora. ¡Ni siquiera está listo el informe del laboratorio!
– Eso le corresponde investigarlo a la policía.
– Mira qué puedes averiguar -dijo ella-. Avísame cuando presenten el informe.
– Ya sabes que no tengo acceso a esas investigaciones.
¿Seguro que no?
Ella bajó la vista e hizo acopio de todo el coraje posible.
– En el hospital, Laure dijo algunas frases inconexas, estaba obsesionada con el pasado. Mencionó un informe sobre papá, algo que sugería un encubrimiento.
Morbier se atragantó con el vino. Se limpió la boca con la servilleta.
– ¿Sabes algo de eso, Morbier?
– Vive el presente, Leduc.
Pero en el breve momento de descuido que vio en el rostro de Morbier ella presintió que sabía algo.
– ¿Tiene algo que ver con la época en la que papá y Georges eran compañeros?
– ¿El padre de Laure?
Ella asintió, tomó un trozo de pan de la cesta, retiró la corteza y lo masticó.
– Tú fuiste el primer compañero de papá, ¿verdad? ¿Qué puedes decirme de Georges?
– No lo sé.
– ¿Te falla la memoria, Morbier?
Ella se inclinó hacia adelante y retiró las migas.
– La memoria y todo lo demás. Mi jubilación está a la vuelta de la esquina.
Para ser un hombre que se estaba acercando a la jubilación, tenía mucho trabajo, en la comisaría y también en la Brigada Criminal a tiempo parcial. Nunca le había confiado nada sobre sus tareas.
– Ya sabes cómo Laure ponía a su padre en un pedestal. Ayúdame a entender lo que quiso decir cuando hablaba de un informe, algún encubrimiento que implicaba a mi padre. Hay algún secreto que la preocupa.
El dueño posó sobre la mesa dos platos de ensalada del pescador: patatas con pescado blanco y unas rodajas de saucisson sec que ella le había visto descolgar del gancho sobre el mostrador.
– Eso fue en el pasado. Déjalo estar.
Había algo.
Él corto el salchichón en trozos pequeños con un cuchillo.
– Mmmm… La madre del dueño los cura ella misma -dijo.
– Cuéntamelo, Morbier.
Él suspiró.
– No hay ningún secreto. Todos nos graduamos a la vez de la Academia. Eso ya lo sabes.
Pegó un mordisco y lo regó con rosado.
– Luego, lo mismo que ahora, trabajamos en grupos de cuatro, dos parejas. Pateábamos juntos las calles…
– Tú, Georges, papá y ¿quién más? -interrumpió ella.
Morbier dejó su cuchillo sobre la mesa, se frotó el pulgar con un dedo y miró a Aimée con una expresión indescifrable en su rostro.
Ella jugó su carta.
– ¿Era ese hombre, Ludovic Jubert? Hace unos pocos meses, un agente de la Interpol me dijo que Jubert conocía la vigilancia que llevamos a cabo en la place Vendôme. Si es así, quiero hablar con él.
Él rascó una cerilla de madera contra la pata de la mesa y encendió un Montecristo. Aspiró varias caladas profundas y se echó hacia atrás en la silla, en silencio.
– ¿Dónde está Jubert? -preguntó ella.
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– Pero puedes averiguarlo.
El dueño estaba de pie al lado de la mesa y preguntó:
– ¿No está bueno el salchichón?
– Ya no tengo hambre, Philippe -dijo Morbier-. Tráenos un café solo y la cuenta, por favor.
No dejaría que Morbier se marchara tan fácilmente. Velos de humo acre se elevaban de su cigarro. Ella trató de no inhalarlos. Ayer había tirado el paquete de Gauloises que había estado escondiendo para que no lo viera Guy.
– ¿Lo encontrarás para mí?
Ella bebió otro sorbo de vino, pensando.
– Cuando papá y tú trabajasteis juntos en el Marais, ¿dónde estaba Georges?
– Lo ascendieron.
– ¿Y Jubert?
Silencio.
– Lo más probable es que ahora esté jubilado.
– ¿Jubilado? Entonces… ¿qué quiso decir Laure?
Tomó aire.
– Ella está herida, ¿no es así? Dice tonterías. Escucha, te lo diré otra vez: yo vivo aquí y ahora. Lo mismo tendrías que hacer tú.
Apagó su cigarro.
– Y un consejo más.
Morbier era bueno en eso.
– Deja que el abogado de Laure se encargue del asunto. No pisotees la investigación. No les gusta.
– ¿Cómo puedo encontrar a Ludovic Jubert? -repitió Aimée.
Morbier se levantó y cogió su bufanda y su abrigo del perchero. Tomó la taza de café, bebió de ella y tiró unos francos sobre el mantel.
– ¿Has probado en la guía telefónica?
Dio un paso hacia la puerta.
Ella alcanzó su mano y asió sus gruesos dedos de rugosas uñas sucias de nicotina. Él trató de soltarse, pero ella le sujetaba fuertemente.
– Morbier, hay un dicho que dice que para continuar un viaje tienes que dejar descansar a los fantasmas.
Los ojos de Morbier mostraron una mirada lejana.
– Eso es un trago difícil de pasar, Leduc -dijo él, en voz tan baja que ella casi no lo entendió-. Se puede pasar toda una vida intentándolo.
Se enrolló la bufanda alrededor del cuello y se marchó. Al cerrarse la puerta de un portazo, la golpeó una bocanada de aire frío. El periódico que tenía Morbier se había caído al suelo. Ella lo recogió y le echó un vistazo mientras sacaba su billetero. Le llamó la atención la peculiar caligrafía oblicua de Morbier. Leyó: «El informe sobre la investigación de las armas corsas que hace seis años encontró nexos de unión con la préfecture de París ha vuelto a salir a la luz. El portavoz del ministerio ha declinado hacer declaraciones». Él había escrito las letras «JC» al lado del artículo, en el margen, y lo había subrayado con fuerza.
– Estos días está así -dijo el dueño mientras le entregaba el cambio y se ataba el delantal alrededor de la cintura. Dedicó a Aimée una mirada llena de intención-. Debería intentar hacerlo feliz, mademoiselle.
JC… Jean-Claude… ¿Jean-Claude Leduc, su padre? ¿O estaba ella yendo demasiado lejos a partir de los garabatos de Morbier? Hace seis años, su padre gestionaba Leduc Detective mientras ella estudiaba primero de Medicina y lo ayudaba ocasionalmente. Entonces, un fin de semana, durante una vigilancia en la place Vendôme, hubo una explosión y su padre había muerto. Todavía no sabía quién fue el culpable, pero tenía que seguir intentando averiguar quién fue responsable, incluso aunque, como decía Morbier, dejar descansar a los fantasmas fuera algo difícil de hacer. Dobló el periódico y lo metió en su bolso.
Cogió el autobús en el boulevard Magenta e intentó llamar dos veces al Hôtel Dieu desde su móvil para preguntar por el estado de Laure. Las dos veces respondió un contestador automático. Frustrada, solo pudo dejar su nombre.
Desde la ventanilla del autobús vio las furgonetas de San Vicente de Paúl aparcadas donde estaban preparando el comedor de beneficencia cerca de la gare de l'Est. Ya se estaba formando una cola de hombres para la ración de la tarde.
Ella había tenido suerte porque en su mesa nunca había faltado la comida. Se imaginaba que para su padre no había sido fácil. Recordó su excitación y el asombro en los ojos de Laure mientras sus padres hacían crepes para ellas en La Chandeleur, la fiesta de la Candelaria del día dos de febrero. El próximo fin de semana. Había seguido la tradición de dar la vuelta a los crepes con una moneda a mano para que los deseos se convirtieran en realidad. Había deseado que su madre volviera. Georges había sido el único que había dado la vuelta a la crepe sin romperla.
En el autobús viajaba un señor mayor con su perro en una cesta, un adolescente con auriculares que movía la cabeza al ritmo de la música, una mujer con un echarpe de seda que leía a Balzac y estaba sentada hombro con hombro con una madre con el pelo peinado en trencitas al estilo africano cuyo abrigo cubría un brillante y florido boubou y que tenía un cochecito de niño a su lado. Los rostros de Montmartre del otro lado de la colina, lejos de los turistas y del Sacré Coeur, donde los apartamentos de un precio asequible colindaban con el quartier africano Goutte d'Or.
Sus pensamientos se volvieron hacia la ex mujer de Jacques, Nathalie. Le aterrorizaba una entrevista con la mujer que ya había denunciado a Laure, pero era todo lo que tenía para poder continuar.
Aimée estaba de pie frente a la dirección del trabajo de Nathalie Gagnard, rue de Douai 22, una mansión del Segundo Imperio. El edificio se alzaba en la esquina de la rue Duperré, una calle de edificios de piedra blanca con contraventanas y balcones rodeados por verjas de hierro negro. Una calle de dirección única, a lo largo de la cual había aparcadas motos escúter y un coche con el letrero de auto-école en la parte superior. Al otro lado de la calle, en el escaparate de una cafetería cercana, una torpe figura sobrante de San Nicolás todavía acarreaba regalos. Una tienda de telefonía móvil y varias inmobiliarias indicaban que esta era una zona acomodada del barrio a los pies de Pigalle.
Aimée rodeó un agujero abierto en la acera, protegido por una red de plástico naranja y que revelaba el sedimento rocoso. Le trajo a la mente las rapsodias de su profesor de geología cuando describía los matices del aroma a esquisto, yeso y piedra que formaban diferentes capas bajo las calles. Para Aimée, fuera caliza o esquisto, todo olía igual. Les había contado que este quartier fue construido sobre los restos de un antiguo cementerio de leprosos. Ponía en duda si a los residentes les gustaría saber lo que se pudría bajo sus pies.
Pancartas de tela que se agitaban con el viento a lo largo de la fachada del edificio anunciaban espaces, locales disponibles para la celebración de eventos. Entró en el vestíbulo, al que se llegaba por una escalinata de mármol bajo una celosía de madera que ocultaba focos empotrados. Tenía que encontrar la manera de hacer hablar a Nathalie.
Las sillas doradas estaban dadas la vuelta sobre las mesas en el salón de techos altos. Aimée casi se tropezó con un camarero que estaba sentado en el suelo de parqué, con los ojos cerrados y frotándose los pies con los calcetines puestos. Cuando se acercaba al mostrador de recepción, vio a una mujer de rostro demacrado, de treinta y tantos años, con pelo moreno ralo y aretes de oro. Vestía una blusa blanca, falda negra y cómodos tacones bajos y estaba apilando folletos sobre la barra de zinc.
– Bonjour, organizamos recepciones privadas, bodas… -La mujer sonrió, tosió y se tapó la boca. Tenía la voz grave y rasgada, la voz de una fumadora-. Aquí tiene un folleto. ¿Está interesada en organizar un evento?
Aimée devolvió la sonrisa y sacó una tarjeta.
– Quisiera hablar con Nathalie Gagnard -dijo antes de que la mujer pudiera lanzarse a su discurso promocional.
La mujer entrecerró los ojos, a la vez que asimilaba el traje de raya diplomática, las botas de punta y la mochila de piel.
– ¿Sobre qué?
Su encanto se evaporó.
– Un asunto policial. ¿Trabaja…?
– ¿Está usted investigando el asesinato de mi ex marido? -La mujer apretó la tarjeta de Aimée con más fuerza.
Aimée tomó aire, determinada a intentar llegar a ella con tacto, una habilidad que René siempre decía que necesitaba practicar.
– Así que ¿es usted madame Gagnard? -dijo Aimée-. Por favor, concédame unos minutos para aclarar algunos puntos de la investigación.
– Ya era hora.
Nathalie Gagnard miró su reloj. Puso derechos los folletos.
– He acabado. Siéntese ahí -dijo con voz cortante, mientras señalaba una sala más pequeña con las paredes cubiertas por una boiserie de madera tallada.
Aimée oyó que Nathalie daba instrucciones al camarero sobre las copas de vino. Los querubines esculpidos y el friso bajo el mural del techo la envolvieron en una mezcla ecléctica. Cariátides esculpidas en piedra sostenían el techo; paneles dorados y vidrieras enmarcaban el salón exterior. Era un popurrí del siglo XIX.
El grueso y caro folleto proclamaba que Bizet había compuesto aquí su ópera Carmen y que su mujer celebraba recepciones frecuentadas por Proust y Henri de Toulouse-Lautrec, que vivía al otro lado de la calle. Posteriormente, la mansión se había convertido en una cantina bouillon para la clase trabajadora; más tarde aún en un burdel, hasta que los ilegalizaron y, más recientemente, en una oficina de correos.
– Ya ha acorralado a esa zorra, ¿no? -dijo Nathalie mientras se sentaba, sacaba un cigarrillo de filtro dorado y encendía la llama de un mechero de plástico.
Más que hostil, parecía que buscara venganza.
Nathalie pegó una profunda calada, luego exhaló una nube de humo y se inclinó hacia delante en la silla.
– Se lo juro, fue detrás de Jacques como una gata en celo en cuanto él se mostró amable con ella. ¿Se lo imagina? Jacques daría hasta su propia camiseta con tal de ayudar a alguien.
Aimée se preguntó si también lo haría si la camiseta no era la suya. Por lo que había podido entender, Jacques sería capaz de hacer una tortilla sin huevos, un auténtico débrouillard: lo que algunos llamaban un marrullero.
– Creo que no la entiendo.
– Esa del labio leporino, la llorica -dijo Nathalie al tiempo que golpeaba la ceniza en un cenicero de porcelana blanca.
Y cruel, también. Pero por mucho que le gustaría abofetear a la mujer, no serviría de nada.
– ¿Se refiere usted a Laure Rousseau? -dijo, dispuesta a mantener sus sentimientos bajo control e investigar en detalle la vida de Jacques.
– La asesina. Tan celosa…
Hacer rodar una roca cuesta arriba sería más sencillo que hablar con Nathalie.
– Ayúdeme a entender esto -dijo Aimée. Tenía curiosidad por las alucinaciones de Gagnard-. De acuerdo con lo que dicen los archivos, su relación profesional funcionaba bien. ¿Por qué sospecha de ella?
– ¿Quién si no? A pesar de ella, Jacques y yo volvíamos a estar juntos. -Los hombros de Nathalie se estremecieron y se cubrió los ojos, sollozando. El humo formaba espirales en la cara de Aimée.
Sorprendida, Aimée apagó el cigarrillo, sacó un pañuelo de papel y se lo pasó a Nathalie.
– Pagará por ello, esa zorra -interrumpió Nathalie al tiempo que se secaba las lágrimas de las mejillas.
– Por lo que entiendo -repuso Aimée haciendo un esfuerzo por refrenarse-, ustedes obtuvieron la sentencia de divorcio hace unos pocos meses.
– ¿Dónde está la justicia? Eso es lo que yo quiero saber.
– Justicia. Eso es lo que todos queremos -Aimée se mostró de acuerdo-. Pero tenemos que escarbar, buscar las pruebas, juntar todas las piezas y atrapar al culpable. El procedimiento exige que se cuestionen y se investiguen todos los aspectos hasta conseguir una imagen completa. Acudir a la prensa no va a favorecer su causa, Nathalie, ¿no cree?
– Por lo menos atrae la atención. -Nathalie se secó los ojos con cuidado para que no se le corriera la máscara-. Usted, ¿para quién trabaja? -preguntó desconfiada.
– Nathalie, ¿qué ocurriría si hubiera un cómplice? Podría haber más personas implicadas.
Nathalie metió el pañuelo en el bolso de cualquier manera.
– Le he preguntado que para quién trabaja.
– Investigo en nombre de Maître Delambre -replicó Aimée.
Se imaginó que Nathalie no sabría a qué parte representaba. Por lo menos, no todavía. Extrajo su cuaderno de criptografía. Hizo como que lo consultaba, pasó unas cuantas hojas y se quedó mirando la cara de Nathalie. Se decepcionó al ver el gesto resuelto de su boca.
– El informe indica que su ex marido se veía con otras mujeres -dijo Aimée pensando en el comentario de Laure sobre una novia. Una nueva táctica podría soltarle la lengua-. Pensamos que esa noche iba a encontrarse con un confidente. Una mujer.
– Usted no lo entiende. Jacques respetaba a las mujeres -dijo Nathalie como si simplemente declarara lo evidente-. Las trataba bien. Pero ella lo entendió de otra manera.
– Tengo curiosidad, si consideramos la lógica de esa noche… -repuso Aimée esperando que su voz sonara razonable-. Desde el punto de vista de la sospechosa, ¡no tendría mucho sentido asesinar a Jacques ya que todos los vieron salir juntos del café!
Los ojos de Nathalie se endurecieron en una mirada cortante.
– Haga su trabajo. Atrápela.
– ¿Se sentía Jacques presionado? ¿Facturas? ¿El trabajo? ¿Mencionó que debiera dinero a alguien?
Nathalie se levantó.
– Tengo una cita.
– Nathalie, la Proc exige pruebas. Hechos. ¿Cuándo vio a Jacques por última vez?
– Puse un plato en la mesa para él en la cena de la víspera de Navidad, pero en el último momento tuvo que trabajar. -Frunció el ceño mientras rebuscaba en la memoria.
– Eso fue hace unas semanas. ¿Algo más reciente?
Nathalie negó con la cabeza, el dolor inundaba sus ojos.
Durante un momento, Aimée se compadeció de ella. Guy había comprado un árbol de Navidad y juntos lo habían cubierto de luces y también a Miles Davis, y finalmente se habían dormido abrazados al amanecer.
Se dijo que se tenía que olvidar de eso. Vuelve al grano. Piensa. ¿Tenía Jacques alguna amante a la que mantenía? ¿Estaba tratando de mantener un ritmo de vida superior a sus posibilidades? Había visto cómo les había ocurrido eso a colegas de su padre.
– Según el informe, Jacques estaba pagando las letras del coche -dijo Aimée. Recordó que había visto la grúa llevarse el Citroën-. ¿Qué ha ocurrido con su coche?
– No puedo pagarlo -dijo Nathalie-. Lo he devuelto.
– ¿Se divorció de él porque gastaba demasiado?
Nathalie se inclinó hacia delante.
– Entre usted y yo, andábamos justos. Nos divorciamos y nos declaramos en bancarrota para salvar lo que teníamos, pero seguíamos juntos. ¿Cómo tengo que decírselo? La mujer lo mató por celos. Pero no se irá de rositas, no lo permitiré.
Aimée sintió pena de Nathalie, desesperada por vengar de alguna manera su infelicidad. Pero sus acusaciones dañaban a Laure, que, sin duda, era inocente.
– La Brigada Criminal investigará y encontrará al criminal.
– ¡Despierte! -dijo Nathalie levantándose y echando la silla hacia atrás de forma que raspó el suelo de madera-. Esa red de vejestorios no querían que el nombre de su padre se viera arrastrado por el barro. Pero nadie la encubrirá.
– Sin embargo, Jacques la aceptó como compañera…
– Como ya le he dicho -interrumpió Nathalie-, a Jacques le gustaba ayudar a la gente.
A Aimée se le ocurrió que algo sonaba mal.
– Llego tarde.
Nathalie anudó un pañuelo color naranja alrededor de su cuello, alcanzó su abrigo y salió del edificio.
Aimée la siguió hasta el Renault Mégane con el cartel de auto-école que estaba aparcado afuera. El viento azotaba la calle, arrastrando un olor a hojas mojadas.
– ¿Tiene usted una autoescuela?
– Solo conservamos este -dijo Nathalie abriendo la puerta. Su suspiro indicaba que había conocido una vida mejor-. Antes del divorcio teníamos una flota de seis coches, no crea. Yo no soy de las que se quedan sentadas en casa, así que me sumé al negocio.
Así que el divorcio había salvado lo que quedaba de su negocio. De nuevo se preguntó si Jacques se había acostumbrado demasiado a lo bueno. Los flics a menudo estaban pluriempleados, y se dedicaban a la seguridad privada para completar el sueldo.
– ¿Trabajaba Jacques en seguridad?
Nathalie hizo un mohín de aversión.
– Asesor -dijo-, hacía labores de asesoría.
La acera barrida por la lluvia reflejaba las desapacibles nubes grises. El autobús 74 dejó escapar gases por el tubo de escape al acelerar a su lado.
– Con sus habilidades, por supuesto -dijo Aimée.
Así que ambos habían mantenido dos empleos y habían trabajado duro. Pero Nathalie se había puesto rígida cuando le había preguntado por el pasado de Jacques.
Nathalie abrió la puerta del coche.
– Necesito verificar esto -dijo Aimée-. ¿Recuerda la empresa o el lugar para el que actuaba de asesor?
– Conocía Montmartre, tenía contactos allí. Algunas veces aceptaba trabajos particulares, ya sabe, para vips.
– ¿Con quién podría hablar que pudiera saber algo sobre esta actividad?
– Yo no tenía nada que ver.
¿Por qué no quería hablar esta mujer?
– Intente acordarse, Nathalie. ¿Algún nombre?
– Mire, ella fue la que asesinó a Jacques. ¿Qué tiene que ver todo esto?
– Todo es importante -dijo Aimée intentando apelar a su orgullo-. Déjeme recalcar que si ahora no salen a la luz todos los hechos, podrían ser utilizados más tarde para evitar la condena, para dejar suelto al asesino. Como mujer de un flic eso ya lo sabe.
Nathalie pestañeó y dejó caer su bolso en el sitio del pasajero.
– Algunas veces hablaba de Zette, un antiguo boxeador que tiene un bar. En la rue Houdon.
El Club Chevalier, el bar de la rue Houdon, había conocido mejores tiempos. Y Aimée se imaginó que esos mejores tiempos habían pasado hacía ya varias décadas. Las paredes del oscuro bar estaban rodeadas por taburetes cubiertos de plástico y columnas decorativas con bases de escayola desgastadas. Una mujer grande, de pelo rubio y un delantal rosa alrededor de su oronda tripa estaba pasando la aspiradora a la alfombra a conjunto que en algún momento también fue rosa. Aimée se preguntó quiénes serían los vips a los que servían aquí.
– Perdone, señora, ¿puedo hablar con Zette?
– Eh, no está abierto.
– ¿Está Zette?
La mujer suspiró y apagó la aspiradora. En una esquina borboteaba una fuente de piedra artificial y hongos de color verde crecían en el borde del recipiente en forma de concha. En otra esquina parpadeaban las luces rojas y azules de varias máquinas tragaperras, de esas que ahora funcionaban por ordenador. Los resultados de las carreras de caballos atronaban desde una radio que se oía en la parte de atrás.
– ¿Quién lo busca? -preguntó la mujer, con la mano en la cadera.
Aimée sonrió.
– Me envía un amigo de Jacques.
– ¿Otra vez ese asunto?
Aimée se preguntó si la policía también había estado aquí.
– Necesito hablar con él.
– ¡Zette! -gritó la mujer.
No hubo respuesta. Solo la voz exaltada que anunciaba los ganadores de las carreras:
«¡Fleur-de-Lys por una cabeza, Tricolor segundo por muy poco y Sarabande llega el tercero!».
Aimée pudo oír el tintineo de un vaso y a alguien que dejaba papeles sobre una mesa.
– ¡Zette!
– ¡Déjame en paz, mujer!
– Alguien quiere verte -dijo la mujer.
Aimée pudo escuchar un «Merde!» en voz baja.
Un hombre de pelo gris que se estaba quedando calvo curioseó desde la puerta en la parte de atrás de la pequeña barra. Tenía varios dientes de oro, la nariz ganchuda y una cicatriz blanca que le partía la ceja derecha y le daba una apariencia inquisitorial permanente.
– ¿Va a hacerme feliz hablar con usted, mademoiselle?
– Qué tal algo de beber y lo averiguaremos.
– Aaah, ¡cuántas posibilidades! -Se rascó el cuello, le echó una mirada y elevó la otra ceja-. Pero puedo oler a un flic de lejos -dijo con una amplia sonrisa-. Diga a su jefe que me llame. Trataré con el comisario. Muéstreme un poco de respeto, mademoiselle.
¿Respeto? ¿Quién se ganaba el respeto así? La mujer, con una expresión de aburrimiento en la cara, arrastró la aspiradora a la parte de atrás.
– No soy una flic, pero mi padre sí.
– ¿De veras? ¿Dónde?
– En la comisaría del cuarto arrondisement [2] antes de unirse a mi abuelo en la agencia de detectives que ahora llevo yo.
– ¡Ah! ¿Así que conoce a Ouvrier?
La estaba probando.
– Fui a su despedida ayer por la noche, a la vuelta de la esquina.
– Yo también -dijo-. No la vi allí.
– De un extremo a otro -dijo Aimée, acercándose a la barra-. Nunca lo había visto sin uniforme, pero estaba elegante con el traje de raya diplomática, ¿eh?
– Y que lo diga -repuso él-. Me marché temprano, tenía que encargarme del bar. Conociendo a Ouvrier, la próxima vez que lo lleve será en su funeral.
Una pausa. Por su silencio, se figuró que Zette no sabía lo que le había ocurrido a Jacques.
– Mademoiselle, creo que no he oído su nombre, o el de su padre -dijo Zette.
No solo era cuidadoso y astuto, sino que también la había hecho saber que tenía buenos contactos en la comisaría. Era lo normal en un dueño de club listo, pero a ella le preocupaba.
– Jean Claude Leduc -dijo-. Aimée Leduc. Aquí tiene mi tarjeta.
La posó sobre el mostrador húmedo con las marcas de los vasos.
Él dio la vuelta a la tarjeta en sus manos.
– ¿Una mujer detective privado?
Ella asintió.
– Seguridad informática.
¿Habría conocido a su padre?
– ¿Le suena el nombre de Leduc?
– Conozco a mucha gente, así que dígame de qué quiere que hablemos.
Aimée se dio cuenta de que había pasado la prueba, puso veinte francos en el mostrador que no estaba demasiado limpio y sonrió.
– Apuesto a que tiene usted sed.
El vino haría el baile con Zette más fácil de digerir. O, por lo menos, eso esperaba.
– Tengo un vino tinto corso que resucita a un muerto. -Alcanzó una botella sin etiquetar y dos copas de vino y los puso delante de ella-. Nunca es demasiado pronto para mí.
Ella percibió su pedazo de cuerpo, tirando a gordo, pero los bíceps se le marcaban bajo la ajustada camiseta de fútbol. Seguro que se entrenaba. Un viejo boxeador profesional con las cicatrices que lo demostraban.
– Ya no me visitan mucho las jóvenes -dijo mientras servía el líquido granate.
¿Eran esos los intentos de Zette por mostrar su encanto? Bebió un sorbo. Denso, afrutado y suave al tragarlo. No era malo.
De la pared del bar colgaba enmarcada la sección de deportes de un periódico con el titular: «¡K. O. de Zette a Terrance, el marroquí loco!».
– Así que ¿es usted ese Zette? Mi padre iba a sus combates en el Hipódromo.
Ella estaba enmascarando la verdad. Una vez él había ganado invitaciones para un campeonato en la comisaría. Un viejo boxeador venido a menos quizás apreciara la adulación.
Zette se encogió de hombros, como si estuviera acostumbrado a esos comentarios.
– El boxeo le ha permitido vivir bien, ¿verdad?
– Todo esto. -Bebió un trago largo y abarcó el bar con un gesto.
– Y un servicio de seguridad vip con Jacques Gagnard, ¿no?
– No se trata de eso -dijo Zette sin mover un músculo y apuró su vaso, se sirvió otro y rellenó el de ella. Ella pegó otro trago.
– ¿Cómo es eso, Zette? -dijo-. Usted trabajaba con Jacques, ¿no es así?
– Así que eso es de lo que quiere hablar -replicó él, mirándola fijamente-. Le ha ocurrido algo, ¿verdad?
Ella dudó antes de darle la mala noticia.
– Lo siento.
– ¿Que lo siente? ¿Qué quiere decir?
Ella hizo una pausa y rodeó el borde de la copa con su dedo índice.
– Le dispararon y lo mataron en un tejado. En la calle de al lado.
Zette cerró los puños con fuerza. Movió la cabeza.
– ¡Pero yo lo vi ayer por la noche! Nom de Dieu, estaba en el bar, le invité a tomar algo, estuvimos hablando…
– Todos lo hicimos. Todos estamos impresionados. Además, estaba fuera de servicio cuando ocurrió.
El rostro de Zette se nubló con una expresión de tristeza y se sirvió más vino. ¿Había algo más detrás de esa expresión?
– Por Jacques, un buen tipo.
Levantaron sus copas.
– ¿Quién lo encontró?
– Ese es el asunto, Zette: yo.
Zette se santiguó con sus manos de fuertes nudillos.
– Todavía no me lo puedo creer.
– ¿Se acuerda de qué habló Jacques? -preguntó Aimée-. ¿Estaba nervioso, actuó de alguna forma diferente a la habitual?
Zette se frotó la mandíbula.
– ¿Cómo ha sabido mi nombre?
Ella controló su frustración.
– Nathalie, su ex mujer, dijo que trabajaba para usted.
– ¿Trabajar? Más bien me hacía un favor de vez en cuando. A mis vips les gusta estar protegidos.
¿Quiénes eran los famosos que consideraban el Club Chevalier su guarida?
– Y por vips se refiere a…
– Tino Rossi se sentó en ese taburete en el que está usted -dijo con una expresión orgullosa en la jeta.
¿Tino Rossi? ¿El cantante corso famoso entre los que tenían más de sesenta años? Ella intentó parecer impresionada.
– Eso sería antes de Jacques, ¿verdad?
– A mis clientes les gusta pasar desapercibidos, quieren discreción -dijo-. Les gusta saborear Montmartre sin sus matones y ser escoltado por alguien de la zona.
¿Un servicio de escolta? Miró a su alrededor y vio las ajadas postales de Ajaccio sobre el sucio espejo. ¡Claro! Era un bar corso. ¿Cómo no se había dado cuenta? En lugar de proteger a los hombres de negocios de provincias cuando iban a las casas de putas, ¿no podía Jacques haber protegido a líderes de bandas corsas que buscaban protección sin sus «matones»?
– Ya entiendo. ¿Es usted corso, Zette?
Él mostró sus dientes de oro.
– Hubo un tiempo en el que dominábamos el quartier. La época dorada. A Pepé le Grand lo liquidaron justo enfrente de mi local, y Ange Testo tenía la gran brasserie de la place Pigalle. Durante la guerra fue una wehrmachet speiselokal, una cantina para los soldados alemanes. Los baños estaban hechos una porquería, llenos de grafitis con esvásticas, algo que es mejor no saber. Al final Ange lo empapeló por encima. -Se encogió de hombros-. Nosotros los corsos teníamos un código de honor, todavía lo tenemos. Pero ahora solo quedo yo.
Ella asintió y bebió el vino. ¿Un código de honor? Más bien un código de silencio. Si hablabas una vez no volvías a hacerlo.
Ella podía hacerse una idea de los días de la posguerra, con los zazous que llevaban grandes trajes zoot [3] y exhibían su dinero, los clubes de jazz y bares de estriptis, cuando el Moulin Rouge era un local con clase.
– Zette, cuénteme algo sobre el último trabajo que hizo Jacques para usted.
– Como ya le he dicho, me hacía favores de vez en cuando.
– Bon. ¿Qué favor le hizo?
– Ya se lo he dicho, labores de escolta.
Era difícil hacer que un corso hablara.
Entró un joven de espaldas anchas que llevaba puesta una chaqueta de piel, gorro de lana calado sobre la frente y que hacía sonar lo que parecían monedas en el bolsillo. Zette levantó la mirada. En lugar de decirle que el bar estaba cerrado, tal y como suponía Aimée, hizo un gesto con la cabeza al joven, que se había acercado hasta una de las máquinas tragaperras. Si no se hubiera estado fijando en Zette en el espejo de detrás, se habría perdido lo que ocurrió después. El chasquido de su muñeca bajo el mostrador, el ruidito como de un suave aleteo y el brillo de la luz roja de la máquina tragaperras se reflejaron en el espejo.
¡Y entonces lo supo! ¡Era una máquina trucada, regulada por un interruptor bajo el mostrador! Hubo un tiempo en el que los bares de Pigalle y Montmartre fueron notorios por eso. Situada entre las tragaperras legales, una, parecida a las demás, estaba amañada. Dentro de ella había un dispositivo, una especialidad siciliana. El dueño llevaba la cuenta de las ganancias y las pérdidas, y o pagaba o se embolsaba dinero. Si el jugador no pagaba las cuentas pendientes, nunca volvía a jugar en las máquinas de Montmartre o de ningún otro lugar.
– Mire, mademoiselle, tengo trabajo. Es la hora de abrir. Hace meses que Jacques, que en paz descanse, no me había hecho ningún favor.
Quería que se marchara para poder continuar con su máquina trucada sin ser visto.
Ella lo miró, con una mirada en la que decía que lo entendía todo.
– Pero quiero encontrar al asesino de Jacques. Si es usted su amigo, querrá ayudarme.
– Mademoiselle, limítese a sus propios asuntos.
Ella se sintió molesta por el desprecio.
– No me interesa su negocio, las máquinas amañadas.
Echó una mirada intencionada a las manos que descansaban sobre el mostrador sucio con marcas de los vasos. Una mirada que decía que ahora ella podía tener alguna influencia sobre él. ¿O lo protegía la policía tal y como había parecido querer decir? ¿Lo dejaban funcionar a cambio de información? ¿Era un informante? Vaya un lío. Pero a ella no le importaba. Tenía que haber algo bajo lo que parecía. Y quizá había hecho que mataran a Jacques y que eso salpicara a Laure.
Tuvo una intuición.
– Jacques debía dinero, ¿verdad? A usted, y tenía que trabajar para pagárselo. Con favores a sus clientes.
– No sé de qué me está hablando -dijo Zette. Tomó la botella de vino, la colocó de nuevo sobre la balda, puso las copas en el fregadero y cogió un trapo.
– Creo que sí -repuso ella. Hizo una pausa. El tintineo de la tragaperras llenaba el bar vacío. Filas de cerezas y plátanos giraban a toda velocidad detrás del hombro del joven-. Y también quién podía querer verlo muerto.
– Eso es un salto de gigante -dijo Zette sin alterarse. Como si no fuera con él-. Y yo que pensaba que quería ser agradable, invitándome a una copa.
Él tenía que estar protegido. Bien protegido. Puede que saldara cuentas con la comisaría por sus máquinas trucadas. Se le ocurrió algo nuevo: ¿habría estado sobornando a Jacques?
– Ayúdeme, Zette -dijo ella, conciliadora-. ¿Por qué cree que han matado a Jacques?
– No tengo ni idea.
Pasó el trapo por el mostrador, frotando las marcas de agua y convirtiéndolas en manchas borrosas sobre la superficie de zinc. Ella se quedó con las ganas de decirle que utilizara algún producto limpiador.
En lugar de ello, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la barra.
– Montmartre es su territorio. No me diga que no se le cruza por la mente el por qué alguien haya querido liquidar a Jacques. ¿No era este también su terreno?
Entraron varios hombres. Algunos llevaban cortavientos o ropa de deporte. Oscuros, con los ojos hundidos, el tipo de hombres que pululaban por la estación de metro de Pigalle haciendo chapuzas, ayudando en las mudanzas o descargando camiones. Nada legal, pero mejor que mendigar. Algunos también lo hacían. Le sobrevino una sensación de pesimismo cuando se dio cuenta de que todo lo que ganaban acababa en las máquinas de Zette.
Vio fastidio en los ojos de Zette. Bien. Si lo importunaba lo suficiente, le daría algo con lo que pudiera marcharse.
Puso su bolso sobre el mostrador con cuidado para evitar lo que estaba mojado y para mostrar a Zette que no se iba a mover hasta que hablara.
– ¿Quién puede haberlo matado, Zette?
Ella notaba que a él no le gustaba eso. En silencio, echó un vistazo al reloj y luego miró a través de la ventana empañada.
– Tengo tiempo para tener una larga conversación -dijo ella-. Puedo esperar.
Zette se inclinó hacia delante.
– ¿Ha oído hablar de la vendetta? -dijo bajando la voz.
Aimée asintió, sorprendida.
– ¿La vendetta? -repitió en voz alta.
Zette se sintió molesto y ella sintió los ojos de los hombres sobre ella.
– Jacques no era corso…
– Su madre, sí. Por eso lo ayudé. Ahora, si no le importa, mademoiselle, la acompaño a la puerta.
En la ventosa place Pigalle, miró la fuente seca. Todas las fuentes, salvo la de Saint Suplice y la de Luxembourg, se dejaban sin agua en invierno para impedir que se congelaran. ¿El juego, una venganza? Sabía que gran parte de las fuerzas policiales eran de Córcega. Aún entre tinieblas, pero con nuevas preguntas, llegó al metro.