Jueves por la noche

Laure intentó gritar, pero de su garganta solo salían sonidos ahogados. Las verdes paredes parecían distintas, la habían cambiado de sitio.

– Enfermera, la paciente está agitada. Monitorice el electrocardiograma. ¡Ahora!

A su lado se hallaba un médico con bata blanca, y su prominente nariz y su identificación plastificada reflejaban la luz de las parpadeantes máquinas.

– Laure, tranquilízate, no hagas esfuerzos. ¿Puedes sentir esto?

Un pellizco. Frío.

Ella negó con la cabeza. Pensó que había negado con la cabeza. Solo se movían sus dedos pulgar e índice. Se concentró.

– Pestañea, Laure -dijo él-. Una vez para decir «sí» y dos para decir «no». ¿Puedes hacerlo?

Laure pestañeó dos veces.

– ¿Qué es eso? ¿Estás tratando de decirme que no sientes nada?

Ella pestañeó de nuevo dos veces. Sintió que los ojos se le salían de las órbitas. Él no podía ver sus dedos moverse sobre la blanca sábana. Quería gritar: «¡Mira, mis dedos!». El médico se inclinó hacia adelante y su estetoscopio se balanceaba sobre su pecho bajo las blancas sábanas.

Hazlo. Tócalo. Demuéstraselo.

Pero su mano no respondía. Siguió con la mirada el recorrido que haría con los dedos; casi podía sentir la suavidad del disco de acero, su frialdad al tocarlo. Pero al igual que un motor que se cala, que trata de arrancar, tose, se ahoga y petardea hasta detenerse, el resto de su cuerpo no cooperaba.

– Dale dos miligramos de Valium -dijo el médico-. Tenemos que controlar los temblores o se soltarán los tubos.

Mirad mis ojos… ¡mis ojos! Pestañeó dos veces rápidamente. No más medicamentos, no más atontarle la mente y las palabras. Tenía que comunicarse, contárselo.

Encontrar a Aimée.

– Doctor, está intentando decirnos algo -dijo la enfermera-. Esa dosis la va a dejar inconsciente.

– Hágalo, enfermera.

Laure tiró del estetoscopio con tanta fuerza que se soltó de su cuello.

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