Win estaba aburrido, de modo que llevó a Myron al aeropuerto a recoger a Terese. Apretaba el pedal del gas a fondo como si le hubiera ofendido. El Jaguar volaba. Como solía hacer cuando iban en el coche de Win, Myron mantenía la mirada desviada.
– Al parecer -explicó Win-, nuestra mejor opción sería localizar una clínica satélite de médula ósea, de esas que están en alguna zona remota. Por el interior del estado, o por el oeste de Jersey. Luego nos tendríamos que colar de noche con un experto en informática.
– No funcionará -dijo Myron.
– Pourquoi?
– El centro de Washington cierra la red informática a las seis en punto. Incluso si consiguiéramos colarnos, no podríamos acceder al registro principal.
Win musitó:
– Hum.
– No temas -dijo Myron-. Tengo un plan.
– Cuando hablas así -dijo Win-, se me ponen los pezones duros.
– Pensaba que sólo te excitabas con la acción real.
– ¿Y esto no es acción real?
Dejaron el coche en el aparcamiento de estancias cortas del JFK y llegaron a la terminal de Continental Airlines diez minutos antes de que aterrizara el avión. Cuando empezaron a salir los pasajeros, Win propuso:
– Esperaré ahí en el rincón.
– ¿Por qué?
– No me gustaría hacer sombra a vuestro reencuentro -explicó-. Y desde allí tendré una visión más buena de la retaguardia de la señorita Collins.
Por Dios, Win.
Al cabo de dos minutos, Terese Collins -por usar un término aeroportuario- desembarcó. Iba ataviada de manera desenfadada, blusa blanca y pantalones verdes. Llevaba el pelo castaño recogido en una coleta. La gente se avisaba disimuladamente con pequeños codazos, gesticulando y murmurando sutilmente, y la miraban de manera furtiva, de aquella manera que transmite «sé quién eres pero no quiero parecer un adulador».
Terese se acercó a Myron y le ofreció su sonrisa «pasamos a la publicidad». Era una sonrisa breve y contenida, que trataba de ser simpática pero, al mismo tiempo, de recordar a los telespectadores que les estaba hablando de guerra y pestilencia y tragedia y que tal vez una sonrisa feliz resultaría algo obscena. Se abrazaron un poco demasiado fuerte y Myron sintió que lo embargaba una tristeza conocida. Le ocurría cada vez que se abrazaban, una sensación de que algo en su interior volvía a desmoronarse, y tenía la impresión que a ella le ocurría lo mismo.
Win se les acercó.
– Hola, Win -lo saludó ella.
– Hola, Terese.
– ¿Mirándome el culo de nuevo?
– A mí me gusta más el término derrière. Y, sí.
– ¿Sigues encontrándolo de primera?
– Categoría selecta.
– Ehem -intervino Myron-. Os ruego que esperéis a que venga el inspector cárnico.
Win y Terese se miraron y pusieron los ojos en blanco.
Myron ya se había equivocado antes. Emily no era la preferida de Win, era Terese…, aunque eso era estrictamente porque vivía lejos.
– Eres el típico tío patético y necesitado que se siente incompleto sin una novia fija -le dijo Win en una ocasión-. De modo que, ¿qué mejor que una mujer comprometida con su profesión y que vive a más de mil kilómetros?
Win se dirigió a buscar el Jaguar mientras ellos esperaban que saliera la maleta. Terese observó a Win mientras se alejaba. Myron le preguntó:
– ¿Es su culo mejor que el mío?
– No hay ningún culo mejor que el tuyo -respondió ella.
– Eso ya lo sé. Sólo te estaba poniendo a prueba.
Terese siguió mirándolo:
– Win es un tipo interesante -comentó.
– Desde luego -asintió Myron.
– Por fuera es todo frío y distante -añadió-. Pero, por dentro, es todo frío y distante.
– Percibes muy bien a la gente, Terese.
Win los dejó en el Dakota y volvió a la oficina. Cuando Myron y Terese entraron en el apartamento, ella lo besó con ganas. En ella había siempre cierto apremio, cierta desesperación en su manera de hacer el amor. Agradable, ciertamente, incluso sorprendente, pero seguía teniendo cierta aura de tristeza. Una tristeza que no se desvanecía cuando hacían el amor, sino que durante un rato se levantaba como las nubes, flotando por encima en vez de pesarles.
Se habían liado unos meses atrás en una función benéfica a la que ambos habían sido arrastrados por amistades bienintencionadas. Fue su tristeza mutua lo que los atrajo, como si fuera una especie de aura que sólo ellos fueran capaces de detectar. Se conocieron y aquella misma noche se marcharon juntos al Caribe en uno de esos retos tipo «huyamos». Al eternamente predecible Myron, aquel acto de espontaneidad le sentó sorprendentemente bien. Pasaron tres semanas de placer adormecedor, solos en una isla privada, tratando de posponer el recorrido del dolor. Cuando Myron se vio finalmente obligado a regresar a casa, ambos asumieron que lo suyo había acabado, pero se equivocaron. Al menos, eso parecía.
Myron reconoció que su propia curación estaba finalmente de camino. No había recuperado toda su fuerza, ni su estado normal ni nada de eso, y dudaba que jamás lo hiciera. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Unas manos gigantes lo habían retorcido y luego lo habían dejado caer, y aunque su mundo iba volviendo lentamente a su posición, sabía que nunca volvería a tener su forma original.
Volviendo de nuevo al lado doloroso.
Pero fuera lo que fuese lo que le había sucedido a Terese, lo que le había brindado aquella tristeza y había retorcido su universo, por así decirlo, seguía estando ahí y se negaba a alejarse de ella.
Terese tenía la cabeza apoyada sobre su pecho y descansaba abrazada a él. No podía verle la cara. Ella nunca le mostraba la cara cuando acababan.
– ¿Quieres que hablemos? -preguntó él.
Ella todavía no se lo había contado, y Myron casi nunca le preguntaba. Al hacerlo, y él lo sabía, quebrantaba una norma no escrita pero fundamental.
– No.
– No te quiero presionar -le dijo-. Sólo quiero que sepas que, si estás preparada, estoy aquí.
– Lo sé -respondió ella.
Él quería añadir algo más, pero ella estaba todavía en ese lugar en el que las palabras o son superfluas o duelen. Se quedó en silencio y le acarició el pelo.
– Esta relación -dijo Terese-. Es rara.
– Supongo.
– Alguien me ha dicho que estás saliendo con Jessica Culver, la escritora.
– Rompimos -aclaró él.
– Vaya. -Se quedó quieta, todavía abrazada a él un poco demasiado fuerte-. ¿Puedo preguntar cuándo?
– Un mes antes de que tú y yo nos conociéramos.
– ¿Y cuánto tiempo estuvisteis juntos?
– Trece años, contando los paréntesis y las reconciliaciones.
– Entiendo -dijo ella-. ¿Y yo soy tu consuelo?
– ¿Soy yo el tuyo?
– Quizá -respondió ella.
– Lo mismo digo.
Ella lo meditó un poco.
– Pero Jessica Culver no es el motivo por el que huiste conmigo.
Él recordó el cementerio que daba al patio del colegio.
– No, ella no es el motivo.
Terese finalmente se volvió hacia él:
– No tenemos ninguna posibilidad. Lo sabes, ¿no?
Myron no respondió.
– Eso no es raro que pase -prosiguió ella-. Hay muchas relaciones sin ninguna posibilidad, pero la gente las mantiene porque es divertido. Pero lo nuestro tampoco es divertido.
– Habla por ti.
– No me malinterpretes, Myron. Eres un polvo magnífico.
– ¿Lo podrías afirmar en una declaración jurada?
Ella sonrió, pero todavía sin alegría.
– Entonces, ¿qué es lo que hay entre nosotros?
– ¿La verdad?
– Lo preferiría, sí.
– Tengo tendencia a analizarlo todo demasiado -dijo Myron-. Es algo que forma parte de mi naturaleza. Cuando conozco a una mujer, de inmediato me imagino con ella en una casa de los suburbios con la verja de madera blanca y nuestros 2,5 niños. Pero, por una vez, no lo he hecho. Simplemente, estoy dejando que ocurra. Así que, respondiendo a tu pregunta, no lo sé. Y tampoco sé si me importa.
Ella bajó la cabeza:
– Pero te das cuenta de que estoy bastante jodida.
– Supongo que sí.
– Arrastro más equipaje que la mayoría.
– Todos llevamos equipaje -dijo Myron-. El tema es, ¿encaja tu equipaje con el mío?
– ¿Quién lo dijo?
– Estoy parafraseando algo de un musical de Broadway.
– ¿Cuál?
– Rent.
Ella frunció el ceño.
– No me gustan los musicales.
– Lástima -dijo Myron.
– ¿Te sabe mal?
– Oh, sí.
– Tienes treinta y pico, eres soltero, sensible y te gustan los musicales -dijo ella-. Si vistieras mejor pensaría que eres gay.
Le dio un beso breve e intenso en los labios y luego se abrazaron un poco más. De nuevo, él tuvo ganas de preguntarle lo que le había ocurrido, pero no lo hizo. Un día se lo contaría. O no. Decidió cambiar de tema.
– Necesito que me ayudes en algo -le propuso.
Ella lo miró.
– Necesito entrar en el sistema informático de un centro de donaciones de médula ósea -explicó-, y creo que puedes ayudarme.
– ¿Yo?
– Tú.
– Te equivocas de tecnófoba -bromeó ella.
– Es que no necesito a una tecnófoba, necesito a una presentadora de noticias famosa.
– Entiendo. ¿Y lo pides como favor postcoital?
– Bueno, eso era parte de mi plan -dijo Myron-. Ahora te he debilitado la voluntad. No puedes negarte.
– Suena diabólico.
– Desde luego.
– ¿Y si me niego?
Myron movió las cejas:
– Volveré a utilizar mi cuerpo musculoso y mi técnica amatoria patentada para hacerte sucumbir.
– ¿Sucumbir? -repitió, atrayéndolo hacia ella-. ¿Eso son dos palabras o una?