Myron sacó el coche de donde lo tenía aparcado. Y lo mismo hicieron, advirtió, un par de hombres con un Oldsmobile Ciera de color negro. Hum.
Sonó el móvil.
– ¿Sabes algo? -Era Emily.
– De hecho, no.
– ¿Dónde estás?
– En Englewood.
– ¿Tienes algún plan para la cena? -preguntó Emily.
Myron vaciló:
– No.
– ¿Sabes que soy buena cocinera? Tú y yo fuimos pareja en la universidad, así que no tuve demasiado tiempo para demostrarte mis habilidades culinarias.
– Recuerdo una vez que cocinaste para mí -dijo Myron.
– ¿Sí?
– Con mi wok.
Emily se rió:
– Es cierto, en tu habitación tenías un wok eléctrico, ¿verdad?
– Eso.
– Casi se me había olvidado -dijo Emily-. ¿Por qué lo tenías?
– Para impresionar a las chatis.
– ¿De veras?
– Claro. Pensé que invitaría a una tía a mi habitación, cortaría unas cuantas verduras, les echaría un poco de salsa de soja…
– ¿A las verduras? -preguntó ella.
– Para empezar.
– ¿Y cómo es que nunca utilizaste ese truco conmigo?
– No me hizo falta.
– ¿Me estás llamando facilona, Myron?
– No sé cómo responder a eso -bromeó Myron- y mantener los testículos en su lugar.
– Ven a cenar -dijo Emily-. Cocinaré algo. Sin salsa de soja.
Volvió a vacilar.
– Venga, no me hagas volver a pedírtelo -insistió Emily.
Él tenía muchas ganas de decir que no.
– Está bien.
– Tienes que coger la carretera 4 y…
– Ya sé el camino, Emily.
Colgó el teléfono y miró por el retrovisor. El Oldsmobile negro todavía lo seguía. Era mejor protegerse que lamentarse. Myron marcó un número preprogramado de su móvil. Después de un tono, Win descolgó:
– Articula -dijo Win.
– Creo que me siguen.
– ¿Matrícula?
Myron se la leyó.
– ¿Dónde nos coordinamos?
– Centro comercial Garden State Plaza -dijo Myron.
– Ahí voy, damisela.
Myron permaneció en la carretera 4 hasta que vio la salida del Garden State Plaza. Se metió por un bucle en forma de trébol un poco complicado y se desvió hacia el aparcamiento del centro comercial. El Oldsmobile negro lo siguió a una distancia prudente. Maniobra de distracción. Myron dio unas cuantas vueltas antes de encontrar un sitio disponible. El Oldsmobile guardó la distancia. Apagó el motor y se dirigió hasta la «Entrada Noreste».
El Garden State Plaza contaba con todos los elementos artificiales endémicos de los centros comerciales -los oídos que se tapan al entrar, el aire seco, la acústica hueca como si todo el sonido circulara por un distorsionador de alto volumen-, el equivalente auditivo a la puerta de una ducha, con las voces que, de alguna manera, se vuelven a la vez más altas e incomprensibles. Demasiado, con los techos tan altos y el mármol falso, con nada suave para amortiguar el sonido.
Paseó por la sección de nuevos ricos del recinto, pasó por delante de varias zapaterías inhóspitas, de esas que tienen tres pares de zapatos colocados en las puntas de lo que parecen unos cuernos de ciervo. Llegó a una tienda llamada Aveda, en la que vendían cosméticos y lociones a precios exorbitantes. La vendedora de Aveda, una joven con cara de hambrienta embutida en un vestido negro ajustadísimo, le informó que tenían una oferta en hidratantes para el rostro. Myron se reprimió de gritar ¡Yupiiii! y siguió su camino. La siguiente tienda era Victoria's Secret, y Myron hizo esa mirada disimulada tan masculina al escaparate en el que se exponía la lencería. La mayoría de los machos heterosexuales más sofisticados de nuestros tiempos están bien entrenados en dicho arte y conceden a las supermodelos en ropa subida de tono una mirada desenfadada, fingiendo desinterés por las imágenes recauchutadas de Stéphanie y de Fréderique enfundadas en sujetadores modelo Miracle. Myron, por supuesto, hizo lo mismo, y luego pensó, ¿por qué fingir? Se detuvo, puso la espalda bien recta, las observó con pasión. Sinceramente. ¿No debería una mujer respetar también esta actitud en un hombre?
Miró el reloj. Todavía no. Más maniobras de distracción. El plan, tal como estaba trazado, era bastante sencillo. Win se acerca en coche hasta el Carden State Plaza. Cuando llega, llama a Myron por el móvil. Él vuelve a su coche. Win busca el Oldsmobile negro y sigue al perseguidor. Superastuto, ¿no?
Myron llegó al Sharper Image, uno de los pocos establecimientos del mundo en el que puedes decir las palabras shiatsu e iónico y nadie se ríe. Probó una butaca de masaje (configuración: amasar) y consideró la compra de una estatua de un soldado de La Guerra de las Galaxias de tamaño natural de 5.500 dólares, rebajada a sólo 3.499. ¡Hablando de redefinir el término nuevo rico! He aquí un consejo: si te has comprado una estatua de tamaño natural de un soldado de La Guerra de las Galaxias, coge la tarjeta de crédito más platino que tengas, métela en el cajero más cercano y cómprate una vida nueva.
Le sonó el móvil. Myron contestó:
– Son federales -dijo Win.
– Puaj.
– Sí.
– Entonces no vale la pena seguirlos.
– No.
Myron advirtió a dos hombres con traje y gafas de sol que se acercaban por detrás de él. Estudiaban los champús de fragancia frutal del escaparate de Garden Botánica un poco demasiado de cerca. Dos hombres con traje y gafas de sol; oh, como si eso fuera normal.
– Creo que también me siguen por aquí dentro.
– Si te detienen y llevas lencería encima -bromeó Win-, diles que es para tu esposa.
– ¿Eso es lo que haces tú?
– No cuelgues el teléfono -dijo Win.
Myron obedeció. Era uno de sus viejos trucos: Myron mantenía la línea abierta y así Win podía escuchar lo que ocurría. Bien, de acuerdo, y ahora, ¿qué? Siguió paseando. Más adelante había otros dos tipos trajeados mirando escaparates. Al acercarse Myron, se volvieron y lo miraron fijamente. Menuda manera de disimular. Miró hacia atrás. Los dos federales del principio estaban justo allí.
Los dos de delante le cortaron el paso. Los otros dos se colocaron justo detrás de él, acorralándolo.
Myron se detuvo, miró a los cuatro federales:
– ¿Habéis visto la oferta de hidratantes faciales de Aveda?
– ¿Señor Bolitar?
– Sí.
Uno de ellos, un tipo bajo con un corte de pelo estricto, le mostró una placa:
– Soy el Agente Especial Fleisher, del FBI. Nos gustaría hablar con usted.
– ¿Sobre qué?
– ¿Le importaría acompañarnos?
Tenían las expresiones pétreas de los asuntos rutinarios: Myron no les sacaría nada. Probablemente ni siquiera ellos sabían nada. Probablemente sólo fueran mensajeros. Se encogió de hombros y los siguió. Dos de ellos se metieron en un Oldsmobile Ciera blanco, los otros dos se quedaron con Myron. Uno de ellos abrió la puerta de detrás del Ciera negro y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. Obedeció. El interior estaba muy limpio. Butacas agradables, suaves. Myron pasó la mano por la superficie:
– ¿Piel de Corinto? -preguntó.
El agente especial Fleisher se volvió:
– No, señor, eso es en el Ford Granada.
Touché.
Nadie hablaba. La radio no sonaba. Myron se puso cómodo. Se planteó llamar a Emily y aplazar su cena sin salsa de soja, pero no quería que los federales lo oyeran. Se sentó tranquilo y mantuvo la boca cerrada. Era algo que no hacía a menudo y lo encontró un poco raro, pero, en cierta manera, agradable.
Al cabo de treinta minutos estaba en el sótano de un modesto rascacielos de Newark. Estaba sentado a una mesa con las manos encima, y estaba algo pegajosa. La habitación tenía una ventana con barrotes y las paredes eran de cemento, del color y la textura de la avena deshidratada. Los federales se excusaron y dejaron a Myron solo. Él suspiró y se echó hacia atrás. Se estaba imaginando que se trataba de la típica maniobra «hazlo esperar para que se ablande» cuando, de pronto, se abrió la puerta.
La mujer iba delante. Llevaba una chaqueta de color calabaza, vaqueros, zapatillas deportivas y unos pendientes de cadenita y bola. La palabra que le vino a la mente fue «tosca». Todo en ella era tosco, incluso el pelo, de una especie de rubio como de maíz de lata. El tipo que la seguía era flaco, tipo torpe, y con la cabeza puntiaguda y una pequeña mata de pelo negro engominado. Parecía un lápiz. Habló él primero.
– Buenas tardes, señor Bolitar -dijo el señor Lápiz.
– Buenas tardes.
– Soy el agente especial Rick Peck -dijo-, y ésta es la agente especial Kimberly Green.
La señora Green de chaqueta calabaza hizo un paso de leona enjaulada. Myron la saludó con un gesto de la cabeza. Ella le respondió pero de mala gana, como si su maestra la acabara de obligar a disculparse por algo que no había hecho.
El señor Lápiz-Peck prosiguió:
– Señor Bolitar, nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
– ¿Sobre qué?
Peck mantenía la mirada en sus notas y hablaba como si estuviera leyendo.
– Hoy ha visitado a un Stan Gibbs en el número 24 de Acre Drive, ¿es correcto?
– ¿Y cómo sabe que no he visitado a dos Stan Gibbs?
Peck y Green se miraron, luego Peck dijo:
– Por favor, señor Bolitar, agradeceríamos su colaboración. ¿Ha visitado usted al señor Gibbs?
– Ya sabe que lo he hecho -dijo Myron.
– De acuerdo, gracias. -Peck escribió algo lentamente, luego levantó la vista-. Nos gustaría mucho saber cuál ha sido la naturaleza de su visita.
– ¿Por qué?
– Es usted el primer visitante que ha recibido el señor Gibbs desde que se mudó a su actual domicilio.
– No, quiero decir, ¿por qué lo quieren saber?
Green cruzó los brazos. Ella y Peck se volvieron a mirar. Peck le explicó:
– El señor Gibbs forma parte de una investigación aún en curso.
Myron esperó. Nadie dijo nada.
– Bueno, eso lo explica bastante.
– Es lo único que puedo decirle, de momento.
– Yo también.
– ¿Disculpe?
– Si usted no puede decir nada más, yo tampoco.
Kimberly Green puso las manos sobre la mesa, hizo una mueca enseñando los dientes -¿dentadura tosca?- y se inclinó como si estuviera dispuesta a clavarle un mordisco. El pelo de color maíz de lata le olía a champú Pert Plus. Lo miró abriendo mucho los ojos (tal vez había recibido un memorándum sobre miradas intimidatorias) y luego habló por primera vez:
– Así es como lo haremos, gilipollas. Nosotros te hacemos preguntas, tú las escuchas y luego respondes, ¿ha quedado claro?
Myron asintió con la cabeza.
– Quiero asegurarme de que lo he entendido bien -le dijo a la mujer-. Usted hace de poli malo, ¿no?
Peck recogió la pelota:
– Señor Bolitar, aquí no hay nadie interesado en crear problemas, pero agradeceríamos mucho su colaboración en este asunto.
– ¿Estoy detenido? -preguntó Myron.
– No.
– Pues entonces, adiós.
Hizo ademán de levantarse, pero Kimberly Green le dio un empujón a media altura y Myron volvió a caer sobre la silla.
– Siéntate, gilipollas. -Miró a Peck-. Tal vez forme parte de la trama.
– ¿Eso crees?
– ¿Por qué, si no, es tan reticente a responder a las preguntas?
Peck asintió.
– Tiene lógica. Un cómplice.
– Probablemente lo podríamos arrestar ahora mismo -dijo Green-. Encerrarlo por una noche, tal vez filtrarlo a la prensa.
Myron la miró:
– Glups -dijo-. Ahora. Sí. Tengo. Mucho. Miedo. Glups.
La mujer entornó los ojos:
– ¿Qué has dicho?
– No me lo digas -añadió Myron-. A lo mejor soy culpable de complicidad e incitación. Es una de mis acusaciones favoritas. ¿Hay alguien que realmente haya sido acusado de eso?
– ¿Te crees que esto es un juego?
– Así es. Y, por cierto, ¿por qué sois todos agentes «especiales»? ¿No suena como si alguien se lo hubiera inventado? Como un juego de niños de esos que sirven para subir el ego. «Lo vamos a promocionar, de agente a agente especial, Barney.» Y luego, ¿qué? ¿Agente superespecial?
Green le advirtió, mientras lo agarraba de las solapas e inclinaba el respaldo de la silla:
– No haces ninguna gracia.
Myron miró las manos de ella, agarrándolo:
– ¿Eres real?
– ¿Quieres ponerme a prueba? -respondió.
Peck dijo:
– Kim.
Ella lo ignoró y siguió con su mirada fijada en Myron:
– Este asunto es muy serio -dijo.
Su tono quiso ser de furia pero salió más bien como una súplica asustada. Otros dos agentes entraron en la sala. Sumados a los cuatro mensajeros, ya eran ocho. El tema era importante; ¿de qué se trataba? Myron no tenía ni idea. Tal vez del asesinato de Melina Garston, pero lo dudaba. Normalmente los asesinatos los lleva la policía local, no la federal.
Los nuevos se acercaron a Myron de maneras distintas, pero había sólo ciertas formas de acercamiento y Myron las conocía todas. Amenazas, amabilidad, peloteo, insultos, tensión creciente, dureza, suavidad, cualquier modalidad. No le permitieron ir al baño, lo retuvieron con excusas, y durante todo ese tiempo ellos trataron de sacarle información y él trató de sacársela a ellos, pero nadie soltó nada. Empezaron a sudar, especialmente ellos, con las manchas y el hedor llenando el aire, haciéndose metástasis en forma de algo que Myron podía jurar que era miedo genuino.
Kimberly Green entraba y salía y no dejaba de mover la cabeza hacia él. Myron quería cooperar, pero he aquí el tópico permanente: una vez que el genio ha salido de la lámpara ya no lo puedes volver a meter. No sabía lo que estaban investigando. No sabía si hablar beneficiaba o perjudicaba a Jeremy. Pero, una vez hubiera hablado, una vez sus palabras fueran de dominio público, ya no podría recuperarlas. Cualquier equilibrio que luego pudiera aplicar habría desaparecido. De modo que, de momento, por mucho que quisiera ayudar, no lo haría. No hasta que supiera más cosas. Tenía los contactos. Podría averiguarlas relativamente rápido y tomar una decisión informada.
A veces, negociar implica cerrarse en banda.
Cuando las cosas se calmaron, Myron se levantó para marcharse. Kimberly Green le cortó el paso:
– Te voy a amargar la vida -le dijo.
– ¿Ésta es tu manera de pedirme que salga contigo?
Ella se reclinó hacia atrás como si le hubiera dado una bofetada. Cuando se recuperó, movió la cabeza lentamente:
– No te enteras de nada, ¿no?
Cerrarse en banda, se recordó él. Myron pasó por delante de ella y salió de allí.