Stan conducía, Greg iba en el asiento del copiloto, Myron detrás.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Myron.
– Bernardsville -dijo Stan-. Está en el condado de Morris.
Myron conocía el pueblo.
– Es donde murió mi abuela hace tres años -explicó Stan-. Todavía no hemos vendido la casa. Mi padre pasa temporadas allí.
– ¿Y dónde más?
– En Waterbury, Connecticut.
Greg se volvió a mirar a Myron. El viejo, la peluca rubia. Los dos cayeron al mismo tiempo.
– ¿Es Nathan Mostoni?
Stan asintió con la cabeza:
– Es su alias principal. El Nathan Mostoni de verdad es otro paciente de Pine Hills. Así es como se llama ese manicomio de lujo, Pine Hills. Mostoni fue quien tuvo la idea de usar las identidades de los enfermos internos, básicamente para hacer estafas. Mi padre y él se hicieron muy amigos. Cuando Nathan cayó en el delirio total, mi padre adoptó su identidad.
Greg movió la cabeza y apretó los puños:
– ¡Tenía que haber entregado a ese puto loco!
– Usted quiere a su hijo, ¿no, señor Downing?
Greg le echó una mirada a Stan que podría haber agujereado una hoja de titanio:
– ¿Qué coño tiene eso que ver con nada?
– ¿Le gustaría que un día su hijo lo entregara a usted?
– No me venga con chorradas. Si yo fuera un psicópata maníaco violento, sí, mi hijo tendría razón para entregarme. O, mejor, de dispararme un tiro a la cabeza. Sabía que su viejo estaba enfermo, ¿no? Lo mínimo que podía haber hecho es procurarle ayuda.
– Lo intentamos -dijo Stan-. Se ha pasado la mayor parte de su vida adulta encerrado en instituciones, pero no le ha servido de nada. Luego se escapó. Cuando finalmente se puso en contacto conmigo, llevaba ocho años sin verle. Imagíneselo, ocho años. De pronto me llama y me dice que necesita verme como periodista. Me lo dejó muy claro: como periodista. No me daba permiso para revelar la fuente de lo que fuera que quisiera contarme. Me lo hizo prometer. Me quedé más confundido que nunca, pero accedí. Y entonces me contó su historia, todo lo que había estado haciendo. Apenas podía respirar, me quería morir. Sólo quería quedarme sin aliento y morirme.
Greg se tapó la boca con los dedos. Stan se concentró en la carretera. Myron miraba por la ventana. Pensó en el padre de los tres niños, un hombre de cuarenta y un años; en la chica universitaria, de veinte; en la joven pareja de recién casados, de veintiocho y veintisiete. Pensó en el grito de Jeremy al teléfono. Pensó en Emily esperando en casa, con su mente sembrando semillas, enferma y atormentada.
Salieron de la carretera 78 y tomaron la 287 en dirección norte. Salieron a una zona de calles sinuosas sin ninguna recta. Bernardsville era una localidad de tradición y bienestar rústico, un pueblo de molinos rehabilitados y casas de piedra y norias. Había campos de pasto largo y dorado meciéndose mortecinamente, todo un poco demasiado envejecido y demasiado vasto.
– Es en esta calle -dijo Stan.
Myron miró por la ventana. Tenía la boca seca. Sintió una punzada en el estómago. El coche bajó todavía por unas cuantas curvas en espiral, con la gravilla crujiendo bajo los neumáticos. Había parcelas frondosas entremezcladas con los típicos jardines frontales suburbanos. Muchas construcciones coloniales y ranchos de esos típicos de los años setenta que envejecen como la leche que queda olvidada en la encimera de la cocina. Una señal amarilla advertía de que había niños jugando, pero Myron no vio a ninguno.
Se metieron por un sendero quebradizo con hierbajos que asomaban por entre las grietas. Myron bajó su ventanilla. Había muchísimo césped quemado por el sol, pero el olor dulzón y veraniego de los lirios seguía dominando, casi empalagoso. Se oían los grillos, había flores silvestres… Ni rastro de posibles elementos amenazadores.
Más arriba Myron advirtió lo que parecía una granja. Los postigos negros de las ventanas destacaban sobre los listones blancos de madera. Se veía luz dentro, lo cual daba a la casa un brillo amplio, suave y extrañamente acogedor. El porche de la entrada era de esos en los que te imaginas un sofá balancín y un jarrón de limonada.
Cuando el coche llegó a la entrada de la casa, Stan puso el freno de mano y apagó el motor. El canto de los grillos se apagó un poco. Myron casi esperaba que alguien comentara lo silencioso que estaba y que alguien añadiera, «sí, demasiado».
Stan se volvió hacia ellos:
– Creo que es mejor que entre yo primero -dijo.
Ninguno de los dos lo contradijo. Greg miró la ventana de la casa, probablemente imaginando horrores indescriptibles. A Myron empezó a martillearle la pierna. Solía ocurrirle cuando estaba tenso. Stan fue a agarrar la manecilla para abrir la puerta del coche.
Fue entonces cuando la primera bala perforó la ventanilla del lado del copiloto.
El cristal estalló y Myron vio cómo la cabeza de Greg salía volando hacia atrás a una velocidad que se suponía que era capaz de alcanzar. Un coágulo denso y escarlata salpicó a Myron en la mejilla.
– ¡Greg!
No había tiempo. Se impusieron los instintos. Myron agarró a Greg, lo empujó hacia abajo, tratando también de mantener su cabeza agachada. Sangre, muchísima sangre. De Greg. Sangraba profusamente, pero Myron no podía determinar de dónde. Otra bala pasó zumbando. Estalló otra ventana, provocando una lluvia de cristales sobre la cabeza de Myron. Mantuvo la mano sobre Greg, intentando cubrirlo, protegerlo. La mano del propio Greg tanteaba ausentemente por el pecho y la cara, buscando con calma la perforación de la bala. La sangre seguía manando. Del cuello o de la clavícula. Ni idea. La sangre le impedía verlo. Myron trató de detener la hemorragia con la mano, apartando el líquido viscoso, buscando la herida con el dedo, presionando con la palma, pero la sangre se le colaba por entre los dedos. Greg levantó la vista hacia él, con los ojos abiertos de par en par.
Stan Gibbs se llevó las manos a la cabeza y se agachó con una postura casi de aterrizaje de emergencia.
– ¡Basta! -gritó, casi como un niño-. ¡Papá!
Otra bala. Más cristales rotos. Myron buscó en su bolsillo y sacó su revólver. Greg le agarró la mano y tiró de él. Myron lo miró.
– ¡No puedes matarle! -le imploró Greg. Ahora tenía sangre en la boca-. Si muere… es la única esperanza de Jeremy.
Myron asintió, pero no guardó el revólver. Miró a Stan. Ahora se oía un helicóptero a lo lejos. Luego sirenas. Los federales estaban de camino. No era extraño, era imposible que no los hubieran seguido. Por aire, como mínimo.
La respiración de Greg era superficial y entrecortada; sus ojos adquirían un tono gris brumoso.
– Tenemos que hacer algo, Stan -dijo Myron.
– Quedaos agachados -dijo Stan. Luego abrió la puerta del coche y gritó-. ¡Papá!
No hubo respuesta.
Stan salió del coche. Levantó las manos y se quedó de pie.
– Por favor -gritó-. Pronto estarán aquí. Te matarán.
Nada. El aire estaba tan quieto que a Myron le parecía oír todavía el eco de las balas.
– ¿Papá?
Myron levantó un poco la cabeza y se aventuró a echar una ojeada. Vio salir un hombre de detrás del lado de la casa. Edwin Gibbs iba ataviado con un uniforme completo de batalla y botas de combate. Llevaba un cinturón de munición colgando de un hombro y apuntaba al suelo con el rifle. Myron pudo ver que se trataba de Nathan Mostoni, aunque ahora parecía veinte años más joven. Tenía la cabeza levantada, el mentón hacia arriba, la espalda erguida.
Greg emitió un gorjeo. Myron se quitó la camisa y taponó la herida con ella. Pero a Greg se le estaban cerrando los ojos.
– ¡Aguanta! -le imploró Myron-. Vamos, Greg, quédate conmigo.
Greg no respondió. Sus ojos parpadearon y luego se cerraron. Myron sintió el corazón en la garganta:
– ¿Greg?
Buscó el pulso. Estaba ahí. Myron no era médico, pero le pareció débil. Oh, mierda. Oh, vamos.
Fuera del coche, Stan se acercó más a su padre.
– Por favor -dijo-, baja el rifle, papá.
Los coches de los federales aparecieron por el sendero. Frenos rechinando. Los federales saltaron de sus vehículos, tomaron posición usando las puertas abiertas de los coches como escudos, apuntaron con sus armas. Edwin Gibbs parecía confuso, presa del pánico, como un Frankenstein rodeado de pronto de paisanos furiosos. Stan corrió hacia él.
El aire parecía cada vez más denso, como miel. Costaba moverse, costaba respirar. Myron casi podía sentir la tensión creciendo en los agentes, el picor en sus dedos, con las puntas tocando el metal frío del gatillo. Soltó un momento a Greg y gritó:
– ¡No podéis dispararle!
Un federal sacó un megáfono:
– ¡Tire el rifle! ¡Ahora!
– ¡No disparen! -gritó Myron.
Por unos momentos no ocurrió nada. El tiempo efectuó una de esas extrañas piruetas en las que todo se acelera y se congela al mismo tiempo. Otro coche de federales apareció derrapando por el sendero. Detrás iba un furgón de prensa, que rechinó al poner el freno de mano. Stan siguió caminando hacia su padre.
– Está rodeado -dijo el megáfono-. Tire el rifle y ponga las manos detrás de la cabeza. Arrodíllese.
Edwin Gibbs miró a la izquierda, luego a la derecha. Luego sonrió. Myron sintió cómo el pánico le subía por el pecho. Gibbs levantó el rifle.
Myron salió del coche rodando:
– ¡No!
Stan Gibbs echó a correr. Su padre lo advirtió, con expresión tranquila. Apuntó con el rifle al hijo que corría hacia él. Stan siguió corriendo. Esta vez el tiempo no se detuvo, a la espera de oír el disparo. Pero no llegó. Stan lo alcanzó demasiado rápido. Edwin Gibbs cerró los ojos y dejó que su hijo lo placara. Los dos hombres cayeron al suelo. Stan quedó encima de su padre, protegiéndolo, sin dejar ningún espacio descubierto.
– ¡No disparen! -gritó Stan. Su voz sonaba herida, de nuevo tan parecida a la de un niño-. Por favor, no le disparen.
Edwin Gibbs yacía boca arriba. Soltó el rifle, el arma cayó al suelo. Stan la alejó, todavía encima de su padre, todavía protegiéndolo del mal. Se quedaron así hasta que los agentes tomaron el mando. Levantaron delicadamente a Stan y luego volvieron a Edwin Gibbs boca abajo para esposarle las manos detrás de la espalda. La cámara del programa de noticias lo captó todo.
Myron se volvió de nuevo hacia el coche. Greg seguía con los ojos cerrados. Sin moverse. Dos de los agentes corrieron hacia el coche mientras llamaban por radio a una ambulancia. Ahora no había nada que Myron pudiera hacer por Greg. Volvió la vista otra vez hacia la granja con el corazón todavía en la garganta. Corrió hacia la casa y agarró el pomo de la puerta. Estaba cerrada. Usó el hombro y la puerta cedió. Myron entró en el recibidor.
– ¿Jeremy? -gritó.
Pero no hubo respuesta.