39

Karen Singh se lo resumió con claridad: no se puede extraer médula ósea de un muerto.

Al oír la noticia, Emily no se hundió. Aceptó el golpe sin pestañear e inmediatamente pasó a la estrategia siguiente. Ahora estaba en una posición más calmada, en algún lugar mera del pánico.

– Ahora mismo tenemos un acceso increíble a los medios de comunicación -dijo. Estaban en la consulta de Karen Singh del hospital-. Haremos peticiones. Organizaremos campañas de recogida de muestras. La NBA nos ayudará. Conseguiremos que los jugadores hagan apariciones.

Myron asintió, pero no lograba sentir ningún entusiasmo. La doctora imitó su gesto.

– ¿Cuándo tendrán los resultados de la prueba de paternidad? -preguntó Emily.

– Iba a llamar ahora mismo para pedirlos -replicó la doctora.

– Pues entonces les dejaré solos -dijo Emily-. Tengo una rueda de prensa en la planta baja.

Myron la miró:

– ¿No quieres esperar a tener los resultados?

– Ya conozco el resultado.

Emily salió sin volver la cabeza. Karen Singh miró a Myron. Él juntó las manos y las apoyó en el regazo.

– ¿Está listo? -preguntó ella.

Él asintió.

Karen Singh cogió el teléfono y marcó un número. Alguien respondió al otro lado. Karen leyó un número de referencia. Esperó, mientras daba golpecitos en la mesa con un lápiz. Al otro lado de la línea alguien dijo algo. Karen le dio las gracias, colgó, enfocó la vista en Myron.

– Usted es el padre.


Myron encontró a Emily en el vestíbulo del hospital, en medio de la rueda de prensa. El hospital había montado una tarima con su logo perfectamente colocado detrás, asegurándose de que fuera captado por todas las cámaras de televisión. El logo del hospital. Como si fueran McDonald's o Toyota, intentando colar un poco de publicidad gratuita. La declaración de Emily fue directa y emotiva. Su hijo se estaba muriendo y necesitaba médula ósea nueva. Todo aquel que quisiera ayudar tenía que dar una muestra de sangre y apuntarse en el registro. Tiró de los hilos del lado más sentimental de la sociedad, asegurándose de afectar a las personas de la misma manera que afectaron las muertes de la princesa Diana y de John F. Kennedy, queriendo que el público participara del duelo como si realmente los conocieran personalmente. El poder de la fama.

Cuando acabó su declaración, Emily se marchó apresuradamente sin responder a las preguntas. Myron la atrapó en la zona acotada cerca de los ascensores. Ella lo miró, él hizo un gesto afirmativo con la cabeza y ella sonrió.

– Y, ahora, ¿qué vas a hacer? -le preguntó Emily.

– Tenemos que salvarlo -dijo Myron.

– Sí.

Detrás de ellos, la prensa seguía gritando sus preguntas. El sonido les llegaba a trozos y luego se fue apagando al fondo. Alguien pasó corriendo a su lado con una camilla vacía.

– Dijiste que el jueves es el día ideal -dijo Myron.

Los ojos se le iluminaron de esperanza:

– Sí.

– De acuerdo, entonces. Lo intentaremos el jueves.

La bala que había herido a Greg había penetrado por la parte baja del cuello y atravesado hacia el pecho. Se había detenido a poca distancia del corazón, pero, de todos modos, había provocado innumerables daños. Sobrevivió a la cirugía pero seguía inconsciente y en estado «crítico y en observación». Myron le echó un vistazo: Greg llevaba tubos en la nariz y estaba conectado a un terrible surtido de máquinas que Myron esperó no tener que entender nunca. Parecía un cadáver, con la tez de un gris blanquecino y deshidratado. Myron le hizo compañía unos minutos, pero no mucho rato.


Al día siguiente regresó a las oficinas de MB SportsReps.

– Esta tarde vendrá Lamar Richardson -le informó Esperanza.

– Lo sé.

– ¿Estás bien?

– Como unas castañuelas.

– La vida sigue adelante, ¿no?

– Supongo.

La agente especial Kimberly Green apareció casi dando saltitos al cabo de unos minutos:

– Todo empieza a cuadrar -le dijo, y la vio sonreír por primera vez.

Myron se reclinó en su asiento:

– Te escucho.

– Edwin Gibbs, bajo su identidad de Dennis Lex/Davis Taylor, seguía teniendo un armario en el trabajo. Dentro hemos encontrado las maletas de dos de sus víctimas, Robert y Patricia Wilson.

– ¿Eran la pareja en luna de miel?

– Sí.

Ambos guardaron unos instantes de silencio, por respeto a los muertos, supuso Myron. Imaginó a una joven pareja llena de salud y que empezaba una vida nueva, llegando a la Gran Manzana para ver unas cuantas obras de teatro y salir de compras, paseando por las animadas calles cogidos de la mano, un poco asustados por el futuro pero dispuestos a intentarlo. Fin de la película.

Kimberly se aclaró la garganta:

– Gibbs alquiló también un Ford Wondstar blanco con la tarjeta de crédito de Davis Taylor. Hizo una de esas reservas automáticas: llamas por teléfono, vas directamente a la terminal y recoges el coche. Nadie te ve.

– ¿Dónde recogió el vehículo?

– En el aeropuerto de Newark.

– Supongo que es el furgón que encontramos en Bernardsville -dijo Myron.

– El mismo.

– Muy pulcro -dijo, usando un término típico de Win-. ¿Qué más?

– Las primeras autopsias revelan que todas las víctimas murieron por una bala del 38. Dos disparos a la cabeza. No hay más señales de violencia. No creemos que los torturara ni nada de eso. Su modus operandi parecía consistir en el primer grito y luego, sencillamente, los mataba.

– Acababa la siembra de semillas para ellos -dijo Myron-, pero no para sus familias.

– Exacto.

– Porque para sus víctimas, el terror sería real. Quería que todo estuviera en la mente. -Myron movió la cabeza-. ¿Qué te ha contado Jeremy sobre el tema?

– ¿No has hablado con él?

Myron cambió de postura en su butaca:

– No.

– Edwin Gibbs llevaba el mismo disfraz que utilizaba en el trabajo, la peluca y la barba rubias y las gafas. Una vez tuvo a Jeremy dentro del furgón, le tapó los ojos y lo llevó directamente a la casa del bosque. Edwin le pidió que gritara por teléfono, hasta le hizo practicar el grito previamente para asegurarse de que le salía bien. Una vez hecha la llamada, Edwin lo encadenó y lo dejó solo. Lo demás ya lo sabes.

Myron asintió. Lo sabía.

– ¿Y qué hay de la acusación de plagio y de la novela?

Ella se encogió de hombros:

– Fue como tú y Stan decíais. Edwin la leyó, probablemente justo después de que su esposa se muriera de cáncer. Eso le influenció.

Myron se la quedó mirando unos instantes.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Ya lo habías deducido la primera vez que visteis la novela -dijo Myron-. Que Stan no había plagiado. Que el libro había influenciado al asesino.

Ella negó con la cabeza:

– No.

– Vamos, sabíais que los secuestros habían ocurrido. Simplemente queríais presionar a Stan para que hablara. Y tal vez también avergonzarlo un poco.

– No es verdad -dijo Kimberly Green-. No negaré que algunos de nuestros agentes se lo tomaron personalmente, pero creíamos que él era el secuestrador de Sembrar las Semillas. Ya te expliqué algunos de nuestros motivos. Ahora sabemos que muchas de esas mismas pruebas acusaban a su padre.

– ¿Qué pruebas?

Ella negó otra vez con la cabeza:

– Ahora ya no importa. Sabíamos que en todo esto, Stan era algo más que un periodista. Y estábamos en lo cierto. Incluso pensábamos que daba información errónea a posta: que estaba usando el libro, en vez de lo que había hecho realmente, para darnos pistas falsas.

Su tono de voz no sonaba exactamente a verídico, pero Myron no discutió su argumento. Miró su pared de los clientes e intentó pensar en la visita de Lamar Richardson.

– Bueno, así que el caso está cerrado.

– Tan cerrado como las piernas de una monja.

– ¿Se te acaba de ocurrir?

– Sí.

– Pues es bueno que vayas armada -ironizó Myron-. ¿Y ahora te darán un buen ascenso?

Ella se levantó:

– Creo que ahora me nombrarán agente especial supersecreto.

Myron sonrió. Se estrecharon las manos y Kimberly se marchó. Myron se quedó sentado a solas un rato. Se frotó los ojos y pensó en lo que ella había dicho y en lo que había obviado y se dio cuenta de que todavía había algo que no cuadraba.


Lamar Richardson, un extraordinario shortstop de béisbol, se presentó puntual y a solas. Una agradable sorpresa. La reunión fue bien. Myron le soltó su rollo estándar, pero el rollo estándar fue bastante bueno. De hecho, rematadamente bueno. Todo hombre de negocios necesita adoptar un rollo estándar. Funciona. Esperanza también habló. Había empezado a desarrollar su propio rollo. Bien elaborado. El complemento perfecto al de Myron. Menudos socios estupendos se estaban volviendo.

Win hizo una breve aparición tal y como estaba planeado. Si el reclutamiento fuera un partido de béisbol, Win sería el jugador determinante. La gente conocía su nombre, sabían de su reputación…, es decir, de su reputación en los negocios. Cuando los clientes potenciales se enteraban de que el mismísimo Windsor Horne Lockwood III se ocuparía de sus finanzas, que Win y Myron insistían en que los clientes se reunieran con Win al menos cinco veces al año, se ponían a sonreír. Primer tanto a favor de la pequeña agencia.

Lamar Richardson jugó sus cartas sin revelar su estrategia. Asentía mucho. Hacía preguntas, pero no muchas. Dos horas después de su llegada se estrecharon las manos y se prometieron seguir en contacto. Myron y Esperanza lo acompañaron hasta el ascensor y le dijeron adiós.

Esperanza se volvió a Myron:

– ¿Y bien?

– Es nuestro.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Lo veo todo -dijo Myron-, y lo sé todo.

Volvieron al despacho de Myron y se sentaron.

– Si Lamar nos elije antes que a IMG y TruPro -hizo una pausa, sonrió-, ¡volvemos a estar en la onda!

– Bastante.

– Y eso significa que Big Cyndi volverá con nosotros.

– Se supone que eso es algo bueno, ¿no?

– Empiezas a quererla y tú lo sabes.

– Sí, pero no hace falta que me lo refriegues por las narices.

Esperanza estudió su expresión. Tenía por costumbre hacerlo. Myron no creía demasiado en eso de leer las caras, pero Esperanza sí. En especial la de él.

– ¿Qué pasó en ese despacho de abogados? -preguntó-, ¿con Chase Layton?

– Lo levanté por las orejas una vez y le di siete puñetazos.

Ella se quedó mirándolo fijamente.

– Ahora se supone que tienes que decir: «pero le salvaste la vida a Jeremy» -añadió Myron.

– No, eso lo diría Win. -Se acomodó bien y lo miró de cara. Llevaba un traje chaqueta de color turquesa, con escote pronunciado, sin blusa debajo, y era un milagro que Lamar se hubiera podido concentrar en nada. Myron estaba acostumbrado a ella, pero el efecto seguía allí, todavía deslumbrante. Sencillamente, ahora veía el brillo desde un ángulo distinto.

– Hablando de Jeremy -dijo Esperanza.

– Sí.

– ¿Sigues con tu bloqueo?

Myron reflexionó la respuesta, recordó el abrazo en la cabaña, se detuvo:

– Más que nunca -respondió.

– Y entonces, ahora ¿qué?

– Tengo los resultados de la prueba: soy el padre.

La cara de ella reflejó alguna cosa, tal vez lástima, pero de manera más bien fugaz.

– Tienes que decirle la verdad.

– Ahora mismo lo único que quiero es salvarle la vida.

Ella siguió estudiando su cara:

– Tal vez pronto.

– ¿Tal vez pronto, qué?

– Dejarás de bloquearte -aclaró Esperanza.

– Puede ser, sí.

– Entonces hablaremos. Mientras tanto…

– No seas tonto -acabó él la frase.


El gimnasio estaba ubicado en un hotel pijo del centro. Tenía todas las paredes revestidas de espejos. El techo y el friso de recepción eran blancos como la leche, igual que el uniforme de los entrenadores personales. Las máquinas de pesas y de ejercicio eran tan estilosas y cromadas y bonitas que no te atrevías ni a tocarlas. Todo en aquel lugar resplandecía. Casi daba la tentación de ponerse a hacer ejercicio con gafas de sol.

Myron lo encontró en un banco de pesas, esforzándose sin que nadie le vigilara. Esperó, observándolo luchar contra la gravedad y la mancuerna. La cara de Chase Layton estaba totalmente roja, los dientes apretados, las venas de la frente hinchándose por el esfuerzo. Le llevó un tiempo, pero el abogado salió victorioso. Dejó caer el peso en su base y los brazos le cayeron a los lados como si acabara de saltarse una conexión neuronal.

– No debería aguantarse la respiración -dijo Myron.

Chase levantó la vista hacia él. No pareció ni sorprendido ni enfadado. Se incorporó, respirando dificultosamente, y se secó la cara con una toalla.

– No le robaré mucho tiempo -dijo Myron.

Chase dejó la toalla y lo miró.

– Sólo he venido a decirle que si quiere ponernos una denuncia, Win y yo no se lo impediremos.

Chase no respondió.

– Siento mucho lo que hice -dijo Myron.

– Vi las noticias -dijo Chase-. Lo hizo para salvar la vida del muchacho.

– Eso no es excusa.

– Quizá no. -Se levantó y añadió una pesa a cada lado de la barra-. Francamente, señor Bolitar, no sé muy bien lo que pensar.

– Si quiere denunciarnos…

– No, no quiero.

Myron no sabía muy bien qué decir, de modo que se limitó a musitar un «gracias».

Chase Layton asintió con la cabeza y se sentó en el banco. Luego miró a Myron:

– ¿Quiere saber qué es lo peor?

No, pensó Myron, pero se aventuró:

– Si quiere decírmelo…

– La vergüenza -dijo Chase.

Myron fue a decir algo, pero Chase le hizo un gesto para que no lo hiciera.

– No son la paliza ni el dolor, sino la sensación de indefensión total. Éramos seres primitivos, éramos hombre contra hombre, y yo no pude hacer nada más que aceptarlo. Me hizo sentir como si -levantó la vista, buscó la palabra, lo miró a los ojos-, como si yo no fuera un hombre real.

Aquellas palabras hicieron encogerse a Myron.

– He estudiado en esas escuelas prestigiosas, me he hecho socio de los clubs más selectos y he ganado una fortuna en la profesión que elegí. Soy padre de tres hijos a los que he educado y amado de la mejor manera que he podido. Y de pronto, un día aparece usted y me pega, y me doy cuenta de que no soy un hombre de verdad.

– Se equivoca -dijo Myron.

– Está a punto de decir que la violencia no es la medida de un hombre y, en cierto punto, tiene razón. Pero en otro nivel, en el nivel básico que nos convierte en hombres, los dos sabemos que quien está equivocado es usted. Y no haga ver que no sabe de lo que hablo. Sólo sería agravar el insulto.

Myron se tragó los tópicos que acababa de oír. Chase respiró hondo y se volvió hacia la barra.

– ¿Necesita un ayudante? -dijo Myron.

Chase Layton la agarró y la sacó de su base.

– No necesito a nadie -respondió.


Llegó el jueves. Karen Singh le presentó a una experta en fertilidad, llamada doctora Barbara Dittrick. Ésta le dio un vaso pequeño a Myron y le dijo que se masturbara en él. La vida ofrecía experiencias surrealistas y vergonzosas, pero que te lleven a una salita para masturbarte en un vaso mientras todos los demás esperan a que acabes en la sala de al lado tenía que estar entre las que se llevan la palma.

– Entre aquí, por favor -le indicó la doctora Dittrick.

Myron miró el vasito con el ceño fruncido:

– Normalmente insisto en que me regalen flores y me inviten al cine antes.

– Bueno, al menos tiene la película -dijo, señalándole un televisor-. En el vídeo hay pelis porno. -Salió de la sala y cerró la puerta detrás de ella.

Miró los títulos. La rubia dorada, Papi Rompepechos, Campo de sueños húmedos (Los cruzarás corriéndote). Frunció el ceño y las dejó de lado. Más o menos. Miró la butaca giratoria de piel, una de esas reclinables, en la que probablemente se habían sentado centenares de hombres para… La cubrió con servilletas de papel e hizo lo que le tocaba, aunque tardó un poco. Su imaginación se iba en la dirección equivocada y generaba auras tan eróticas como el pelo de una peca en el culo de un viejo. Cuando hubo acabado, abrió la puerta, le entregó el vaso a la doctora Dittrick e intentó sonreír. Se sentía como el tío más ridículo del mundo. La doctora llevaba guantes de goma, a pesar de que la, digamos, muestra, estaba dentro del vaso. Como si corriera el riesgo de quemarse. Lo llevó a un laboratorio en el que «lavaban» (era la expresión de ella, no la de Myron) el semen. El semen fue declarado «útil pero lento», como si se estuviera retrasando en la clase de álgebra.

– Qué gracia -comentó Emily-, yo siempre había encontrado a Myron útil pero rápido.

– Ja, ja -exclamó Myron.

En unas pocas horas Emily se encontraba tendida en una cama de hospital. La doctora Dittrick le sonrió mientras le insertaba lo que parecía una jeringuilla gigante y apretaba el émbolo. Myron le tomó la mano y Emily sonrió.

– Es romántico -dijo.

Myron le respondió con una mueca.

– ¿Qué?

– ¿Y útil? -dijo él.

Ella se rió:

– Pero rápido.

Dittrick acabó su trabajo. Emily se quedó tumbada durante una hora más. Myron esperó con ella. Lo estaban haciendo para salvarle la vida a Jeremy, eso era todo. Él no dejaba que el futuro entrara dentro de la ecuación, no sopesaba los efectos a largo plazo o lo que eso pudiera un día significar. Era irresponsable, desde luego, pero ahora había que pensar en las prioridades.

Tenían que salvar a Jeremy, al cuerno todo lo demás.


Aquella tarde lo llamó Terese Collins desde Atlanta.

– ¿Puedo venir a verte? -le preguntó.

– ¿En la tele te dan más vacaciones?

– De hecho, mi productor me ha animado a tomarme unos días.

– ¿Ah, sí?

– Tú, mi atractivo amigo, formas parte de una noticia enorme -dijo Terese.

– Has utilizado las palabras «atractivo» y «enorme» en la misma frase.

– ¿Y eso te ha puesto cachondo?

– Bueno, podría causarle ese efecto a un hombrecito.

– Y tú eres ese hombrecito.

– Oh, gracias.

– Y también eres el único de toda esta historia que no piensa hablar con los periodistas.

– De modo que sólo me quieres por mi inteligencia -dijo Myron-. Me siento tan utilizado.

– Sigue soñando, culo estupendo. Lo que quiero es tu cuerpo. Es mi productor el que desea tu cerebro.

– ¿Y está bueno, tu productor?

– No.

– ¿Terese?

– ¿Sí?

– No quiero hablar de lo que ha ocurrido.

– Perfecto -dijo ella-, porque yo tampoco quiero oírlo.

Hubo un breve silencio.

– Sí -dijo Myron-. Me gustaría mucho que vinieras a verme.


Al cabo de diez días, Karen Singh lo llamó a casa. -El embarazo no ha cuajado. Myron cerró los ojos.

– Lo podemos volver a intentar el mes que viene -añadió ella.

– Gracias por llamar, Karen.

– De nada.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Hay algo más? -preguntó Myron.

– Se han hecho varias campañas de recogida de médula ósea -dijo.

– Lo sé.

– Hay un donante que parece compatible con una paciente de leucemia mieloide aguda de Maryland. Es una madre joven que probablemente habría muerto de no ser por estas campañas.

– Es una buena noticia.

– Pero no hemos encontrado a nadie compatible con Jeremy.

– Ya.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– No creo que dispongamos de mucho tiempo más.


Terese regresó a Atlanta a última hora. Win invitó a Esperanza a su apartamento para pasar una velada de pensar poco y ver la tele. Tomaron los tres sus posiciones habituales, armados con bolsas de Fritos y con comida india para llevar. Myron tenía el mando. Se detuvo cuando advirtió una cara conocida en la CNN. Una estrella del baloncesto conocida por todos por sus iniciales TC, uno de los jugadores más polémicos y compañero de equipo de Greg, participaba en el programa Larry King Live. Se había afeitado el pelo con las letras «J-E-R-E-M-Y» y llevaba unos pendientes de oro también con el nombre de Jeremy. Llevaba una camiseta rasgada en la que ponía Ayuda o Jeremy morirá. Myron sonrió. TC era un tipo raro, pero conseguiría arrastrar a mucha gente.

Más zapping. Stan Gibbs participaba en un programa de entrevistas por el canal MSNBC. Nada nuevo. Lo único que a la prensa le gusta tanto como destrozar a alguien son las historias de redención. Bruce Taylor había conseguido la exclusiva, como le habían prometido, y había marcado el tono. El público se encontraba dividido ante lo que Stan había hecho, pero la mayoría simpatizaba con él. Al final, Stan había arriesgado su propia vida para atrapar a un asesino, había salvado a Jeremy Downing de una muerte segura y había sido acusado en falso por una prensa con demasiado afán condenatorio. El hecho de que Stan se hubiera mostrado indeciso ante el hecho de denunciar a su padre jugaba a favor de él, en especial porque la prensa estaba ansiosa por limpiar la terrible acusación de plagio que había sido tan rápida en tatuarle en la frente. Stan recuperó su columna. Corrían rumores de que también recuperaría su programa de televisión, pero en una franja horaria mejor. Myron no sabía muy bien qué pensar. Para él, Stan no era ningún héroe. Pero había tan poca gente que lo fuera…

Stan también tocaba las teclas de la campaña de donación de médula ósea:

– Hay un niño que necesita nuestra ayuda -dijo, mirando directamente a la cámara-. Por favor, vengan a ayudar. Estaremos aquí toda la noche.

Una presentadora rubia le preguntó a Stan sobre su propio papel en el drama, sobre cuando saltó encima de su padre para protegerle, sobre cuando corrió hacia la cabaña. Stan adoptó una postura modesta. Era listo y conocía bien los medios de comunicación.

– Qué aburrido -comentó Esperanza.

– Totalmente de acuerdo -dijo Win.

– ¿No hay una maratón de La Familia Adams en TV Land?

De pronto Myron se quedó quieto.

– ¿Myron? -dijo Win.

No respondió.

– Hola, tío -exclamó Esperanza, chascando los dedos delante de la cara de Myron-. Estamos cantando una canción. Vamos, alégrate…

Myron apagó el televisor. Miró a Win, luego a Esperanza.

– «Despídete del chico por última vez.»

Esperanza y Win se miraron.

– Tenías razón, Win.

– ¿Sobre qué?

– Sobre la naturaleza humana -dijo Myron.

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