33

Susan Lex le dio indicaciones para que se dirigiera por la FDR hasta el Harlem River Drive, y luego otra vez en dirección norte hasta la 684. Una vez en Connecticut, las carreteras se hacían más silenciosas, los bosques más densos, las edificaciones más escasas, el tráfico prácticamente inexistente.

– Ya casi hemos llegado -dijo Susan Lex-. Ahora me gustaría escuchar la verdad.

– Le he dicho la verdad.

– Bien -dijo ella-. ¿Y cómo piensa salirse de ésta?

– ¿De qué?

– ¿Piensa matarme cuando todo esto haya terminado?

– No.

– Pues entonces iré a por usted. Como mínimo, pienso denunciarle.

– Ya se lo dije antes, no me importa demasiado. Pero he pensado en algo.

– ¿Ah, sí?

– Dennis me salvará.

– ¿Cómo?

– Si es el secuestrador de Sembrar las Semillas…

– No lo es.

– … o tiene algo que ver con él, entonces, lo que he estado haciendo hasta ahora serán tonterías en comparación.

– ¿Y si no lo es?

Myron se encogió de hombros:

– Sea como fuere, me enteraré de lo que ocultan. Hagamos un trato: yo no contaré nunca lo que he visto y a cambio, ustedes me dejan en paz.

– O sencillamente puedo matarle.

– No creo que lo haga.

– ¿No?

– No es una asesina. Y aunque lo fuera, resultaría demasiado complicado. Habría dejado pruebas. Tengo a Win cubriéndome las espaldas. Sería demasiado arriesgado.

– Eso ya lo veremos -dijo ella, aunque esta vez sin distancia. Señaló hacia delante-. Gire aquí.

Señaló un camino de tierra que parecía surgir de la nada. Cincuenta metros más allá, a la izquierda, había una caseta de vigilancia. Myron se detuvo. Susan Lex se inclinó y sonrió. El guarda les hizo un gesto para que pasaran. No había ninguna señal, ninguna indicación, nada. Todo el tinglado parecía una especie de complejo militar.

Una vez superada la caseta de entrada, acababa el sendero de tierra y empezaba un tramo asfaltado hacía poco, a juzgar por el color, un oscuro gris ahumado como en los días de abundante lluvia. Los árboles se alineaban a ambos lados como si fueran el público de un desfile. Más adelante, el camino se estrechaba. Las dos hileras de árboles también estaban más juntas. Myron giró a la izquierda y pasó a través de una entrada de hierro forjado protegida por dos halcones de piedra.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Myron.

Susan Lex no respondió.

Una mansión parecía surgir de entre el verdor. El exterior era de estilo georgiano clásico de tono crudo, pero a una escala enorme. Ventanas de estilo Palladio, pilastras, bellos frontones, balcones curvilíneos, esquinas de ladrillo y lo que parecía mampostería auténtica de piedra, todos ellos elementos adornados con abundante hiedra verde. Un juego de puertas dobles marcaba el centro exacto, toda la edificación de una simetría perfecta.

– Aparque el coche allí -le indicó Susan Lex.

Myron siguió el dedo de la mujer. Había, en efecto, una zona de aparcamiento pavimentada. Myron calculó que había unos veinte coches, de varias marcas. Un BMW, un par de Hondas Accord, tres modelos distintos de Mercedes, Fords, todoterrenos, un coche familiar. El parque automovilístico básico estadounidense. Myron volvió la vista hacia la enorme mansión. Ahora advirtió que había rampas, muchas rampas. Se fijó en los coches: había varios que llevaban matrículas de vehículos sanitarios.

– Una clínica -dijo.

Susan Lex sonrió:

– Venga conmigo.

Subieron por el sendero de ladrillo. Había jardineros con guantes que cuidaban arrodillados las flores de los parterres. Una mujer que andaba en dirección contraria se cruzó con ellos. Les sonrió cortésmente pero no dijo nada. Entraron por una puerta en forma de arco y se encontraron en un vestíbulo de dos plantas.

La mujer que estaba sentada detrás del mostrador se levantó, ligeramente sobresaltada.

– No la esperábamos, señora -dijo.

– No pasa nada.

– No tengo el dispositivo de seguridad preparado.

– No importa.

– De acuerdo, señora.

Susan Lex apenas aflojó el paso. Se dirigió a la amplia escalinata de la izquierda y subió por el centro, sin tocar las barandillas. Myron la siguió.

– ¿A qué dispositivo de seguridad se refiere? -preguntó Myron.

– Cuando vengo de visita, se aseguran de que los pasillos estén despejados y de que no haya nadie más.

– ¿Para mantenerla en secreto?

– Sí -respondió sin detenerse-. Habrá advertido que me ha llamado «señora». Forma parte de la discreción de este centro. No mencionan nunca los nombres.

Cuando llegaron al piso de arriba, Susan giró a la izquierda. El pasillo tenía un papel pintado de diseño floral clásico y nada más. Ni mesitas, ni sillas, ni cuadros enmarcados, ni rodapiés orientales. Pasaron por delante de unas doce habitaciones, sólo un par de ellas con la puerta abierta. Myron se fijó en que las puertas eran más anchas de lo habitual y se acordó de su visita al hospital maternoinfantil. Allí las puertas también eran más anchas de lo normal, para las sillas de ruedas, las camillas y cosas así.

Al llegar al fondo del pasillo, Susan Lex se detuvo, respiró hondo y se volvió a mirar a Myron.

– ¿Está preparado?

Él asintió con la cabeza.

Abrió la puerta y entró en la habitación; él la siguió. Una cama antigua con baldaquino, algo más propio de Monticello, la mansión de Jefferson en Virginia, presidía la estancia. Las paredes eran de un verde cálido, con rodapiés de madera. Había un pequeño candelabro de cristal, un sofá Victoriano de color burdeos, una alfombra persa de escarlatas intensos. Por el equipo de música sonaba un concierto de violín de Mozart quizás un poco demasiado alto. En un rincón había una mujer sentada, leyendo un libro. Ella también se incorporó sobresaltada al darse cuenta de quién había entrado.

– Está todo bien -dijo Susan Lex-. ¿Le importa dejarnos unos momentos?

– Por supuesto, señora -dijo la mujer-. Si necesita cualquier cosa…

– La llamaré, gracias.

La mujer hizo una media reverencia cortés y salió a toda prisa. Myron miró al hombre que yacía en la cama. El parecido con el simulacro informático era impresionante, casi perfecto. Incluso, por extraño que pareciera, los ojos mortecinos. Myron se acercó un poco más. Dennis Lex le siguió con sus ojos de muerto, desenfocados, vacíos, como una ventana que da a un espacio vacío.

– ¿Señor Lex?

Dennis Lex se limitó a mirarlo fijamente.

– No puede hablar -dijo ella.

Myron se volvió:

– No lo entiendo -dijo.

– Antes estaba en lo cierto, estamos en una clínica. Algo así. En otra época, supongo que lo habrían llamado sanatorio privado.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí su hermano?

– Treinta años -dijo. Se acercó a la cama y, por primera vez, bajó la mirada hacia su hermano-. Verá, señor Bolitar, aquí es donde los ricos almacenamos lo desagradable. -Se acercó más y acarició la mejilla de su hermano. Dennis Lex no reaccionó-. Tenemos demasiada educación como para no dar lo mejor a nuestros seres amados. Todo es muy humano y práctico, ¿sabe?

Myron esperaba a que le dijera más cosas. Ella seguía acariciando la mejilla de su hermano. Trató de verle la cara, pero ella la mantenía agachada y dándole la espalda.

– ¿Por qué está aquí? -le preguntó Myron.

– Yo le disparé -dijo.

Myron abrió la boca, la volvió a cerrar, hizo los cálculos.

– Pero usted no era más que una niña cuando desapareció.

– Tenía catorce años -dijo-. Bronwyn tenía seis. -Dejó de acariciar la mejilla de su hermano-. Es una vieja historia, señor Bolitar. Probablemente habrá oído historias parecidas miles de veces. Jugábamos con una pistola cargada. Bronwyn quería sujetarla, yo le dije que no, él quiso cogerla, se disparó. -Lo dijo todo en un suspiro, mirando a su hermano, mientras seguía acariciándole la mejilla-. Éste es el resultado.

Él miró los ojos mortecinos en aquella cama.

– ¿Y lleva así desde entonces?

Ella asintió con la cabeza.

– Durante un tiempo estuve esperando a que muriera. Para poder considerarme oficialmente una asesina.

– Era una niña -dijo Myron-. Fue un accidente.

Ella lo miró y sonrió:

– Vaya, eso significa mucho, viniendo de usted.

Myron no dijo nada.

– No importa -añadió-. Papá se ocupó de todo. Lo organizó para que mi hermano recibiera la mejor atención. Mi padre era alguien muy celoso de su intimidad. Se trataba de su pistola. La había dejado en un sitio en el que sus hijos podían jugar con ella. En aquel momento, tanto sus negocios como su fama estaban en pleno apogeo, y él tenía aspiraciones políticas. Sencillamente, quiso que todo quedara ocultado.

– Y así fue.

Ella movió la cabeza adelante y atrás:

– Sí.

– ¿Y su madre?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Cómo reaccionó?

– Mi madre odiaba las cosas desagradables, señor Bolitar. Después del accidente no volvió a ver a su hijo nunca más.

Denis Lex emitió un sonido, un graznido gutural, nada que pareciera ni siquiera remotamente humano. Susan lo tranquilizó delicadamente.

– ¿Tuvieron algún tipo de ayuda, usted y Bronwyn?

Ella levantó una ceja:

– ¿Ayuda?

– Terapia. Para ayudarles a superarlo.

Ahora hizo una mueca:

– Oh, por favor -exclamó.

Myron se quedó quieto, con la mente dando vueltas alrededor de la nada.

– Bueno, ahora ya sabe la verdad, señor Bolitar.

– Supongo.

– ¿Qué quiere decir?

– Me pregunto por qué me ha contado usted todo esto. Se podría haber limitado a enseñarme a Dennis.

– Porque usted no lo contará.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

Ella sonrió:

– Una vez le has disparado a tu propio hermano, disparar a un desconocido te parece tan fácil…

– En realidad no cree lo que está diciendo.

– No, supongo que no. -Susan Lex se volvió a mirarlo-. El hecho es que, en realidad, tampoco tiene tanto que contar. Como ha dicho antes, ambos tenemos motivos para tener la boca bien cerrada. A usted lo arrestarían por secuestro y Dios sabe cuántas cosas más. De mi crimen, si es que puede considerarse así, no hay pruebas. Saldría peor parado que yo.

Myron asintió, pero su mente seguía dando vueltas. La historia de ella podía ser cierta, o simplemente algo que se inventaba para ganarse su simpatía, para dar contención al mal. Sin embargo, sus palabras sonaban a verdad. Tal vez sus motivos para hablar eran más sencillos. Quizá, después de todos esos años, sencillamente necesitaba que alguien escuchara su confesión. No importaba. Nada de aquello importaba. Aquí no había nada. Dennis Lex era ciertamente una calle sin salida.

Miró por la ventana. Empezaba a caer la tarde. Miró el reloj. Ahora Jeremy llevaba cinco horas ausente, cinco horas a solas con un loco, y la mejor pista de Myron, su única pista, de hecho, yacía en una habitación de hospital con una lesión cerebral.

El sol brillaba todavía con fuerza y bañaba el extenso jardín de una luz blanquecina. Myron advirtió lo que parecía un laberinto hecho de arbustos. Vio a unos cuantos pacientes en sillas de ruedas, con mantas sobre el regazo, sentados junto a una fuente. Serenos. Los rayos se reflejaban en un estanque y una estatua en medio de…

Se detuvo. La estatua.

Myron sintió que la sangre en las venas se le cristalizaba. Se hizo sombra con una mano y entornó los ojos. -¡Dios mío! -exclamó. Luego salió corriendo hacia las escaleras.

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