37

Myron y Win miraron la espalda de Clara Steinberg y las caras de Stan y Edwin Gibbs a través del cristal trucado. Kimberly Green estaba con ellos. Y también Eric Ford. Emily había ido al hospital a esperar mientras operaban a Greg. Nadie parecía saber si sobreviviría.

– ¿Por qué no están escuchando? -les preguntó Myron.

– No podemos -respondió Ford-. Confidencialidad cliente-abogado.

– ¿Cuánto tiempo llevan así?

– Con interrupciones, desde que lo hemos detenido.

Myron consultó el reloj que había detrás de él. Casi las tres de la madrugada. Los equipos de detección de pruebas habían registrado la casa, pero seguían sin encontrar ni rastro de Jeremy. La fatiga se reflejaba en la cara de todos, excepto tal vez en la de Win. A él no se le notaba nunca el cansancio, debía de interiorizarlo. O quizá tenía algo que ver con el hecho de tener poca o ninguna conciencia.

– No hay tiempo para esto -dijo Myron.

– Lo sé -replicó Eric Ford-. Ha sido una noche muy larga para todos.

– Haga algo.

– ¿Como qué? -le espetó Ford-. ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga?

Win recogió el guante:

– Tal vez podría hablar con la señora Steinberg en privado.

Eso llamó la atención de Ford:

– ¿Cómo?

– Llevarla a otra sala -dijo Win-, y dejarme a mí a solas con su sospechoso.

Eric Ford lo miró:

– Usted ni siquiera debería estar aquí. Él -hizo un gesto hacia Myron- representa a la familia Downing, por mucho que a mí no me guste. Pero usted no tiene ningún motivo para estar aquí.

– Invéntese uno -le sugirió Win.

Eric Ford hizo un gesto con la mano como si no valiera la pena perder el tiempo con aquello.

Win mantuvo la voz a un volumen bajo y apacible:

– No tiene por qué verse involucrado -insistió-. Sencillamente, hable con su abogado. Deje a Gibbs a solas en la sala. Eso es todo. No hay ninguna falta de ética en ello.

Ford negó con la cabeza:

– Está loco.

– Necesitamos respuestas -insistió Win.

– Y se las quiere sacar a golpes.

– Los golpes dejan marcas -explicó Win-. Y yo nunca dejo marcas.

– Las cosas no funcionan así. ¿Ha oído hablar alguna vez de la Constitución de los Estados Unidos?

– Es un documento -dijo Win-, no un triunfo. Puede elegir entre los oscuros derechos de un ser subhumano -Win señaló a través del cristal- o el derecho a la vida de un joven muchacho.

Ford apoyó la frente en el cristal.

– Si el chico muere mientras nosotros estamos aquí -añadió Win-, ¿cómo se sentirá?

Ford cerró los ojos. En la sala de detención, Clara Steinberg se levantó de la silla. Se volvió y, por primera vez, Myron le vio la cara. Sabía que antes había representado a gente mala, gente muy, muy mala, pero los horrores que ahora estaría escuchando le habían drenado el color de la piel y la habían marcado de una manera que probablemente la afectaría para siempre. Se acercó al cristal trucado y llamó. Ford encendió el sonido.

– Tenemos que hablar -dijo-. Déjenme salir.

Eric Ford se reunió con Clara y Stan en la puerta.

– Vamos por ahí -dijo.

– No -replicó Clara.

– ¿Perdone?

– Hablaremos aquí -explicó-, donde yo pueda vigilar a mi cliente. No queremos arriesgarnos a que haya un accidente ahora, ¿no?

No había ninguna silla, de modo que se quedaron todos de pie junto al cristal espejo: Kimberly Green, Eric Ford, Clara Steinberg, Stan Gibbs, Myron y Win. Stan tenía la cabeza gacha y se arrancaba pieles del labio inferior con los dedos. Myron le buscó la mirada, pero Stan no le dio ni la más mínima oportunidad.

– Bueno -dijo Clara-. De entrada, necesitamos un abogado del distrito.

– ¿Para qué? -preguntó Eric Ford.

– Porque queremos hacer un trato.

Ford intentó mofarse:

– ¿Ha perdido usted la cabeza?

– No. Mi cliente es el único que puede decirles dónde está Jeremy Downing, y sólo lo hará si se cumplen una serie de condiciones determinadas.

– ¿Qué condiciones?

– Por eso necesitamos al abogado del distrito.

– Un abogado del distrito respaldará cualquier cosa que yo decida -dijo Eric Ford.

– Me da igual, lo quiero por escrito.

– Y yo quiero oír lo que pretende.

– De acuerdo -dijo Clara-, éste es el trato. Nosotros les ayudamos a encontrar a Jeremy Downing y, a cambio, usted nos garantiza que no pedirán la pena de muerte para Edwin Gibbs. También se comprometen a someterlo a pruebas psiquiátricas. Luego recomendarán que sea internado en un centro de salud mental adecuado y no en una cárcel.

– Debe de estar bromeando.

– Y hay más -añadió Clara.

– ¿Más?

– El señor Edwin Gibbs también consentirá la donación de médula ósea a Jeremy Downing si surge la necesidad. Entiendo que el señor Bolitar, aquí presente, representa a la familia. Para que conste, debe aparecer como testigo de este acuerdo.

Nadie dijo nada.

– Bueno, ¿estamos de acuerdo? -dijo Clara.

– No -dijo Ford-, no lo estamos.

Clara se ajustó las gafas.

– Este trato es innegociable. -Se volvió para salir, deteniendo la mirada en Myron, que se limitó a mover la cabeza.

– Soy su abogado -le dijo Clara.

– ¿Y dejarías morir a un niño por él? -le inquirió Myron.

– No empieces -dijo Clara, aunque su voz era dulce.

Myron volvió a estudiar su rostro, sin encontrar ninguna señal de concesión. Se volvió hacia Ford:

– Acceda -le dijo.

– ¿Está loco?

– A la familia le importa el justo castigo, pero les importa más encontrar a su hijo. Acceda a sus condiciones.

– ¿Cree que voy a acatar sus órdenes?

La voz de Myron era amable:

– Vamos, Eric.

Ford frunció el ceño, se frotó la cara con las dos manos y luego las dejó caer a los lados.

– Este acuerdo presupone, por supuesto, que el chico sigue vivo.

– No -dijo Clara Steinberg.

– ¿Cómo?

– Vivo o muerto, eso no cambia el estado de la salud mental de Edwin Gibbs.

– De modo que no saben si está vivo o…

– Si lo supiéramos, sería una información entre abogado y cliente y, por lo tanto, confidencial.

Myron la miró con los ojos llenos de terror. Ella le devolvió la mirada sin pestañear. Myron tanteó a Stan, pero seguía con la cabeza gacha. Hasta la expresión de Win, normalmente modelo de neutralidad, estaba ahora crispada. Win tenía ganas de hacerle daño a alguien. Tenía muchísimas ganas de hacerle daño a alguien.

– No podemos acceder a lo que nos piden -dijo Ford.

– Pues, entonces, no hay trato -replicó Clara.

– Tiene que ser razonable y…

– ¿Hay trato o no hay trato?

Eric negó con la cabeza:

– No.

– Nos vemos en el juicio, entonces.

Myron se acercó a cortarle el paso.

– Apártate, Myron -dijo Clara.

Él se limitó a mirarla. Ella levantó la vista.

– ¿No crees que tu madre haría lo mismo? -dijo Clara.

– Deja a mi madre tranquila.

– Apártate -insistió ella. La tía Clara tenía sesenta y seis años, pero ahora, por primera vez desde que la conocía, parecía mayor para su edad.

Myron se volvió hacia Eric Ford:

– Acceda -le dijo.

Él negó con la cabeza:

– Probablemente el chico esté muerto.

– Probablemente -repitió Myron-, pero no tenemos la certeza.

Ahora intervino Win:

– Acceda -repitió.

Ford lo miró.

– No saldrá tan fácilmente -afirmó Win.

Stan levantó finalmente la cabeza al oírlo:

– ¿Qué demonios se supone que quiere decir con eso?

Win lo miró con ojos inexpresivos:

– Absolutamente nada.

– Quiero que mantengan a este hombre lejos de mi padre.

Win le sonrió.

– No lo entiende, ¿no? -insistió Stan-. Ninguno de ustedes lo entiende: mi padre está enfermo. No es responsable de sus actos. No nos lo estamos inventando; cualquier psiquiatra competente estaría de acuerdo. Necesita ayuda.

– Debería morir -dijo Win.

– Es un hombre enfermo.

– Cada día mueren muchos hombres enfermos -añadió Win.

– No me refiero a eso. Es como una persona que tiene una enfermedad de corazón. O cáncer. Necesita ayuda.

– Secuestra y probablemente mata a gente -dijo Win.

– ¿Y no importa por qué lo hace?

– Pues claro que no importa -respondió Win-. Lo hace y punto. No tiene que ser ingresado cómodamente en un hospital mental. No debe tener derecho a mirar películas maravillosas ni a leer un libro estupendo ni a volver a reírse. No tiene que poder ver a una mujer bella ni que poder escuchar música de Beethoven, no tiene que poder gozar nunca más de la amabilidad y del amor. Y no tiene derecho porque sus víctimas nunca más podrán hacerlo. ¿Qué es lo que no entiende de esto, señor Gibbs?

Stan temblaba.

– Acceda -le dijo a Ford- o no cooperaremos.

– Si el niño muere por culpa de esta negociación -le dijo Win a Stan-, usted morirá.

Clara se puso delante de Win:

– ¿Está amenazando a mi cliente? -le gritó.

Win le sonrió.

– Yo nunca amenazo.

– Hay testigos.

– ¿Está preocupada por poder cobrar sus emolumentos, letrada? -le preguntó Win.

– Ya basta -intervino Eric Ford. Miró a Myron, que asintió con un gesto-. Está bien -dijo Ford lentamente-. Accedemos. Y, ahora, díganos dónde está.

– Tendré que llevarles -dijo Stan.

– ¿Otra vez?

– Soy incapaz de darles indicaciones. Ni siquiera estoy seguro de poder encontrarlo, después de tantos años.

– Pero nosotros también vamos -dijo Kimberly Green.

– Sí.

Hubo un momento de vacío, una quietud repentina que a Myron no le gustó.

– ¿Está vivo o muerto? -preguntó Myron.

– ¿La verdad? -respondió Stan-. No lo sé.

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