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Cuando se abrieron las puertas del ascensor a la planta de recepción de MB SportsReps, Big Cyndi se acercó a Myron abriendo los enormes brazos, de aproximadamente el mismo diámetro que las columnas de mármol de la Acrópolis. Myron estuvo a punto de apartarse de un salto -por el instinto de supervivencia y todo eso-, pero permaneció inmóvil y cerró los ojos. Big Cyndi lo abrazó, lo cual provocaba la misma sensación que ser envuelto por una capa de material aislante para desvanes, y lo levantó en el aire.

– ¡Oh, señor Bolitar! -exclamó.

Él hizo una mueca y aguantó. Finalmente, la mujer lo volvió a dejar en el suelo como si fuera una muñeca de porcelana que volvía a colocar en los estantes. Big Cyndi medía más de dos metros y pesaba unos ciento cuarenta kilos, y era la antigua campeona de lucha libre por parejas con Esperanza, también conocida como Gran Mamá Jefe, madre de la Pequeña Pocahontas, es decir, Esperanza. Tenía la cabeza en forma de cubo, coronada por un pelo en forma de púas, como una Estatua de la Libertad de tripi de mal rollo. Llevaba más maquillaje que todos los miembros del reparto de Cats juntos, una ropa apretujada que le daba aspecto de salchicha, y tenía el ceño fruncido como los luchadores de sumo.

– Eeeh… ¿todo bien? -osó preguntar Myron.

– ¡Oh, señor Bolitar!

Pareció como si Big Cyndi tuviera la intención de volver a abrazarlo, pero hubo algo que la detuvo, tal vez el terror puro que reflejaban los ojos de Myron. Entonces cogió una maleta que en su manaza tipo pata parecía un comediscos de los años setenta. Ella era así de grande, la especie de gigante que hace que el mundo que lo rodea parezca un plató de película de monstruos de serie B, como si anduviera por un Tokio en miniatura, derribando postes de alta tensión y aplastando los cazabombarderos que pasan zumbando.

Esperanza asomó por la puerta de su despacho. Cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta. Incluso después de la experiencia traumática que acababa de vivir, seguía siendo bellísima, con los tirabuzones negros y brillantes que le caían lo justo por la frente, el cutis de tono oliváceo oscuro todavía radiante, toda su imagen como una fantasía gitana con blusa campesina. Pero detectó algunas líneas de expresión nuevas alrededor de los ojos y un leve encogimiento en su postura siempre perfecta. Quiso que se tomara un tiempo de descanso después de su liberación, pero supo que ella no querría. Esperanza adoraba MB SportsReps y deseaba salvar la agencia.

– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Myron.

– Está todo en la carta, señor Bolitar -respondió Cyndi.

– ¿Qué carta?

– ¡Oh, señor Bolitar!

– ¿Qué?

Pero no le respondió, se tapó la cara con las manos y se metió en el ascensor como si entrara en un tipi indio. Las puertas del ascensor se cerraron y Cyndi desapareció.

Myron esperó un instante y luego se volvió hacia Esperanza.

– ¿Me puedes explicar lo que ocurre?

– Ha pedido la baja -dijo Esperanza.

– ¿Por qué?

– Big Cyndi no es tonta, Myron.

– Yo no he dicho nunca que lo fuera.

– Se da cuenta de lo que ocurre.

– Es sólo temporal -dijo Myron-. Nos recuperaremos en nada.

– Y cuando lo hagamos, volverá. Mientras, tiene una buena oferta de trabajo.

– ¿En Leather-N-Lust? -Por las noches Big Cyndi trabajaba de guardia de seguridad en un local de sadomasoquismo llamado Leather-N-Lust. Lema: haz daño a los que amas. A veces, o eso había oído, participaba en algún número en el escenario. Myron no tenía ni idea de su papel, pero tampoco había reunido el coraje necesario para preguntárselo…, otro tabú abismal que su mente hacía todo lo posible por sortear.

– No -aclaró Esperanza-. Vuelve a FLOW.

Para los no iniciados en la lucha, FLOW es el acrónimo de las Fabulous Ladies of Wrestling.

– ¿Vuelve al cuadrilátero?

Esperanza asintió con la cabeza:

– En el circuito sénior.

– ¿Cómo dices?

– El FLOW quería ampliar su oferta. Estuvieron investigando un poco, se dieron cuenta de lo bien que funcionan los torneos sénior en la Asociación de Golfistas Profesionales y… -Se encogió de hombros.

– ¿Un torneo femenino de lucha sénior?

– Más que sénior, jubiladas -dijo Esperanza-. Quiero decir que Big Cyndi sólo tiene treinta y ocho años, pero están haciendo volver a muchas de las favoritas de los viejos tiempos: la Reina Qaddafi, Connie Guerra Fría, Baby Brezhnev, Celia la Penitenciaria, la Viuda Negra…

– A la Viuda Negra no la recuerdo.

– Es de antes de nuestra época. ¡Qué demonios, de antes de la época de nuestros padres! Debe de tener setenta años…

Myron trató de no hacer ninguna mueca.

– ¿Y la gente pagará por ver luchar a una mujer de setenta años?

– No hay que discriminar por motivo de edad.

– Cierto, lo siento. -Myron se frotó los ojos.

– Y ahora mismo, la lucha femenina profesional está haciendo un esfuerzo por recuperar notoriedad, como en la competición entre Jerry Springer y Ricky Lake. Tienen la necesidad de hacer algo especial.

– ¿Y la respuesta es forcejear con viejas?

– Creo que su objetivo es más bien la nostalgia.

– ¿Una oportunidad de animar a la luchadora de tu juventud?

– ¿Tú no fuiste a un concierto de Steely Dan hace un par de años?

– Eso no tiene nada que ver, ¿no crees?

Ella se encogió de hombros:

– A los dos se les ha quedado atrás la época dorada. Ambos casos se aprovechan más de los recuerdos que de lo que ves u oyes.

Tenía su lógica. Tal vez era un poco aterradora, pero lógica al fin y al cabo.

– ¿Y qué pasa contigo?

– ¿Conmigo? ¿De qué?

– ¿No querían también un regreso de la Pequeña Pocahontas?

– Pues, sí.

– ¿Has tenido la tentación?

– ¿De qué? ¿De volver al cuadrilátero?

– Sí.

– Por supuesto -afirmó Esperanza-. He estado moviendo mi espléndido culo trabajando a jornada completa mientras me sacaba la licenciatura de Derecho sólo para poder volver a enfundarme un bikini de piel y agarrar a ninfas maduritas delante de una pandilla de camioneros babosos. -Hizo una pausa-. De todos modos, eso sigue estando por encima del trabajo de representante deportivo.

– Ja, ja. -Myron se acercó a la mesa de Big Cyndi, donde había un sobre con su nombre garabateado en un color naranja fluorescente.

– ¿Lo ha puesto con ceras de colores? -preguntó Myron.

– No, con sombra de ojos.

– Ya.

– Bueno, ¿piensas decirme lo que te pasa?

– Nada -dijo Myron.

– Tonterías -exclamó ella-. Tienes la misma cara que cuando te enteraste de que los Wham se habían separado.

– No me lo recuerdes -bromeó Myron-. A veces, de noche, todavía sufro pesadillas.

Esperanza escrutó su rostro unos segundos más:

– ¿Tiene algo que ver con tu ligue de la universidad?

– Algo, sí.

– Dios mío.

– ¿Qué?

– No sé cómo decírtelo sin ser brusca, Myron. Con las mujeres eres mucho más que tonto. Las pruebas A y B son Jessica y Emily.

– A Emily ni siquiera la conoces.

– Pero me has contado lo suficiente -dijo-. Pensaba que no querías hablar con ella.

– Y no quería, pero me encontró en casa de mis padres.

– ¿Se presentó allí, por la cara?

– Sí.

– ¿Y qué quería?

Myron movió la cabeza. Todavía no se sentía preparado para hablar de ello.

– ¿Hay algún mensaje?

– No tantos como nos gustaría.

– ¿Está arriba Win?

– Creo que ya se ha ido a casa -dijo, recogiendo su abrigo-. Y creo que voy a hacer lo mismo.

– Buenas noches.

– Si sabes algo de Lamar…

– Te llamo.

Esperanza se puso el abrigo y se dobló el cuello negro brillante hacia fuera. Myron se metió en su despacho e hizo unas cuantas llamadas, casi todas con la intención de reclutar a gente. Las cosas no marchaban bien.

Hacía unos cuantos meses, la muerte de un amigo sumió a Myron en una especie de espiral depresiva que le provocó -empleando un término psiquiátrico avanzado- una ida de olla. Nada drástico, sin ataque de nervios ni necesidad de ingresarlo en una institución, pero se marchó a una isla desierta del Caribe con Terese Collins, una bella presentadora de televisión a la que prácticamente no conocía. No le dijo a nadie -ni a Win, ni a Esperanza, ni siquiera a su madre ni a su padre- adónde iba ni cuándo pensaba volver.

Como dijo Win, cuando se le iba la olla, se le iba con elegancia.

Cuando Myron se vio obligado a regresar, sus clientes se habían dispersado con nocturnidad, como si fueran trabajadores extranjeros ilegales durante una inspección de la policía de inmigración. Ahora Myron y Esperanza habían vuelto e intentaban resucitar la comatosa, tal vez moribunda, agencia MB SportsReps. No era tarea fácil. La competición en este negocio estaba formada por doce leones hambrientos, y Myron era un cristiano aquejado de una grave cojera.

La oficina de MB SportsRep estaba muy bien situada, en la esquina de Park Avenue y la calle 46, en el edificio Lock-Horne, propiedad de la familia de Win, compañero de piso de Myron durante la universidad y en la actualidad. El edificio tenía una situación estupenda en pleno centro y ofrecía unas vistas magníficas del skyline de Manhattan. Myron se deleitó con la imagen unos momentos y luego miró hacia abajo, a los trajes con corbata que se apresuraban por la calle. Aquella visión como de hormigas obreras siempre lo deprimía y le hacía venir a la cabeza el estribillo de «Is That All There Is?». [4] Ahora se volvió hacia su «Pared de los clientes», en la que colgaba las fotos en acción de todos los atletas representados por la agencia, que ahora tenía un aspecto tan pobre y escaso como un trasplante de pelo mal hecho. Quería preocuparse, pero por muy injusta que resultara su actitud de cara a Esperanza, no tenía el corazón realmente puesto en la tarea. Quería volver, amar MB y recuperar aquellas ganas de antes, pero por mucho que intentara avivar la antigua llama, no lograba recuperarla.

Al cabo de más o menos una hora llamó Emily.

– Mañana el médico de Jeremy, Singh, no tiene horario de consulta -le dijo Emily-, pero hace sus rondas por la mañana.

– ¿Dónde?

– El hospital maternoinfantil. En el Columbia Presbyterian de la calle 167. Está en la décima planta, ala sur.

– ¿A qué hora?

– Empieza la ronda a las ocho.

– De acuerdo.

Un breve silencio.

– ¿Estás bien, Myron?

– Quiero verle.

Ella tardó unos segundos en reaccionar:

– Como ya te he dicho, no puedo impedírtelo, pero piénsatelo, ¿vale?

– Sólo quiero verle -aclaró Myron-. No le diré nada. De momento, al menos.

– ¿Podemos hablarlo mañana? -le pidió Emily.

– Sí, claro.

Ella vaciló de nuevo.

– ¿Tienes Internet, Myron?

– Sí.

– Tenemos una URL privada.

– ¿Cómo?

– Una página web. Hago fotos con la cámara digital y las cuelgo en ella. Para mis padres. El año pasado se marcharon a vivir a Miami y cada semana la consultan, así ven fotos nuevas de sus nietos. Lo digo por si quieres ver qué aspecto tiene Jeremy…

– ¿Qué dirección es?

Ella se la dijo y Myron la tecleó. Se detuvo un momento antes de apretar la tecla de Intro. Las imágenes fueron apareciendo lentamente. Mientras, golpeaba rítmicamente la mesa con los dedos. Arriba de la pantalla había un banner que decía «Hola, Nana y Papito». Myron pensó en sus padres y alejó la idea de su cabeza.

Había cuatro fotos de Jeremy y Sara. Myron tragó saliva. Puso el cursor encima de la imagen de Jeremy y clicó para acercar la imagen, ampliando la cara del chico. Trató de respirar con normalidad. Miró la cara del chico un buen rato, sin experimentar, en realidad, ninguna sensación. Al final se le emborronó la visión, su cara reflejada en la pantalla encima de la del chico, mezclando las dos imágenes, creando un eco visual de algo que no sabía qué era.

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