Llamó a Emily desde el coche.
– Pensaba que me habías dado plantón -le dijo ella.
Myron miró por el retrovisor y advirtió lo que podía ser otro coche de los federales siguiéndolo. Daba igual.
– Disculpa -dijo-, me ha surgido algo.
– ¿Relacionado con el donante?
– No lo creo.
– ¿Sigues en Jersey?
– Sí.
– Pues ven a casa. Calentaré la cena.
Él quiso decir que no.
– Está bien.
Franklin Lakes respondía a la perfección a la definición de espacioso. Todo era muy amplio. Las casas eran principalmente de construcción nueva, grandes mansiones de ladrillo en eternas calles sin salida, puertecitas a la entrada de los senderos de acceso que se abrían con mandos a distancia o con un portero automático, como si eso fuera a proteger realmente a los propietarios de lo que había más allá de los frondosos jardines y los setos perfectamente recortados. Los interiores también eran extensos, comedores inmensos en los que hasta podía aterrizar un helicóptero, persianas que se activaban con mando a distancia, cocinas equipadas con la última tecnología y con centros de elaboración de mármol que daban a estancias familiares grandes como una sala de cine, siempre con complicados módulos de ocio familiar.
Myron llamó al timbre, se abrió la puerta y, por primera vez en su vida, se encontró cara a cara con su hijo.
Jeremy le sonrió:
– Hola.
Varias olas de emoción totalmente incontroladas salpicaron de manera caprichosa a Myron, que sintió cómo su sistema nervioso central se derretía y al mismo tiempo se aceleraba. Se le contrajo el diafragma y se le detuvieron los pulmones. Y también, estaba seguro, se le paró el corazón. Abría y cerraba la boca débilmente, como un pez moribundo en la cubierta de una barca. Sintió que le subían las lágrimas y le presionaban los ojos.
– Usted es Myron Bolitar, ¿no? -dijo Jeremy.
Los oídos de Myron se llenaron del rumor de una caracola de mar. Consiguió asentir con la cabeza.
– Jugaba a baloncesto contra mi padre -dijo el chico, todavía con aquella sonrisa que le partía el corazón por los costados-. En la universidad, ¿verdad?
Myron encontró su voz:
– Sí.
El chico asintió con la cabeza:
– Qué guay.
– Sí.
Sonó un claxon. Jeremy se inclinó un poco a la derecha y miró detrás de Myron:
– Me vienen a buscar. Hasta luego.
Jeremy salió, dejando atrás a Myron, mientras éste se volvía, entumecido, a mirar cómo el chico correteaba por el sendero hasta la calle. Tal vez fuera su imaginación, pero aquel balanceo le parecía…, Dios mío…, tan familiar. De las viejas filmaciones de los partidos de Myron. Más olas de emoción. Oh, Dios…
Myron sintió una mano en el hombro, pero la ignoró y siguió contemplando al chico. La puerta del coche se abrió y absorbió a Jeremy hacia la oscuridad. La ventanilla del conductor bajó lentamente y una mujer guapa gritó:
– ¡Siento llegar tarde, Em!
Desde detrás de él, Emily respondió:
– ¡No pasa nada!
– Los llevaré al cole mañana.
– Perfecto.
Un saludo con la mano y la ventanilla de la mujer guapa volvió a cerrarse. El coche se puso en marcha. Myron lo observó desaparecer calle abajo. Sintió la mirada de Emily y se volvió lentamente hacia ella.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Pensaba que ya se habría ido cuando llegaras -dijo Emily.
– ¿Parezco realmente tan tonto?
Ella dio media vuelta hacia el interior de la casa:
– Quiero enseñarte una cosa.
Mientras trataba de recuperar el control de las piernas, con la cabeza todavía temblorosa y el árbitro interno haciendo la cuenta de protección, Myron la siguió en silencio escaleras arriba. Lo llevó por un pasillo a oscuras en el que había litografías modernas colgadas. Se detuvo, abrió una puerta y encendió las luces. La habitación estaba desordenada al estilo adolescente, como si alguien hubiera amontonado todas las pertenencias en el centro de la estancia y hubiera hecho explotar una granada de mano. Los pósters de las paredes -de jugadores de baloncesto como Michael Jordan, Keith Van Horn, Greg Downing; de Austin Powers con las palabras Yeah Baby por en medio escritas en letras rosas- estaban colocados torcidos, tenían las puntas arrugadas y les faltaban chinchetas. En la puerta del armario había colgada una canasta de baloncesto; en el escritorio, un ordenador y una gorra de béisbol colgada de la luz. En el corcho tenía una mezcla de fotos de familia y de lápices de colores firmados por la hermana de Jeremy, todos colgados con unas chinchetas enormes.
Había balones de fútbol y pelotas de béisbol firmadas y trofeos cutres y un par de cintas azules y tres pelotas de baloncesto, una de ellas deshinchada. Sobre la cama sin hacer había pilas de CD con juegos de ordenador y una Game Boy, además de una sorprendente cantidad de libros, varios de ellos abiertos y boca abajo. Había prendas de ropa tiradas por el suelo como heridos de guerra; cajones medio abiertos con camisetas y ropa interior asomando como si quisiera escapar. La habitación desprendía un leve olor, extrañamente reconfortante, a calcetines de chico.
– Es un marrano -dijo Emily, dejándose el evidente «como tú».
Myron se quedó quieto.
– Tiene Clearasil escondido en el cajón de su escritorio -le explicó Emily-. Se cree que yo no lo sé. Está en esa edad en que se pasa noches sin dormir pensando en sus enamoradas, pero todavía no ha besado nunca a una chica. -Se acercó al corcho y cogió una foto de Jeremy-. Es guapo, ¿no crees?
– Esto no sirve de nada, Emily.
– Quiero que lo entiendas.
– ¿Entender qué?
– Nunca le han besado. Se va a morir y ni siquiera habrá besado jamás a una chica.
Myron levantó las manos:
– No sé qué quieres que diga.
– Intenta entenderlo, ¿vale?
– No necesito melodramas. Ya lo entiendo.
– No, Myron, no lo entiendes. Recuerdas aquella noche y la ves como una especie de equivocación gótica. Hicimos algo pecaminoso y todos hemos pagado un precio muy alto. Si pudiéramos volver atrás y borrar aquel error trágico, bueno… Es todo tan Hamlet y Macbeth, ¿no? Tu carrera de baloncesto arruinada, el futuro de Greg, nuestro matrimonio… todo echado a perder en un momento de lujuria.
– No fue lujuria.
– No volvamos a discutirlo ahora; qué más da lo que fue. Lujuria, estupidez, miedo, el destino, llámalo como demonios quieras llamarlo… Pero yo nunca querría volver atrás. Ese «error» es lo mejor que me ha pasado en la vida, porque Jeremy, nuestro hijo, surgió de ese caos. ¿Me oyes? Por él estaría dispuesta a destruir un millón de carreras y un millón de matrimonios.
Se quedó mirándolo, desafiante. Él no dijo nada.
– No soy religiosa y no creo en el destino ni en nada de eso -prosiguió-, pero es posible, sólo posible, que tuviera que haber un equilibrio. Tal vez la única manera de crear algo tan hermoso fuera rodear el acontecimiento de tanta destrucción.
Myron empezó a salir de la habitación.
– Esto no sirve de nada -volvió a decir.
– Sí, sí sirve.
– Quieres que encuentre el donante, y lo estoy intentando, pero este tipo de distracción no me ayuda. Necesito conservar la distancia.
– No, Myron, necesitas vínculos. Necesitas sentir. Tienes que entender lo que hay en juego: tu hijo, ese hermoso muchacho que te ha abierto la puerta, va a morirse antes de ni siquiera haber podido besar a una chica. -Se acercó un poco más a él y lo miró a los ojos, y Myron pensó que sus ojos no le habían parecido nunca tan claros.
»En Duke te vi jugar todos los partidos -dijo Emily-. En aquella pista me enamoré de ti, y no porque fueras la estrella del equipo, ni porque fueras elegante o atlético. Eras tan abierto, tan honesto y emotivo. Y cuanta más emoción ponías, cuanta más presión había, mejor jugabas. Si el partido era un trámite, dejaba de interesarte. Necesitabas que fuera importante, necesitabas sentirte presionado y con sólo unos segundos tenías bastante para resolver el partido. Necesitabas perder un poco el control.
– Esto no es ningún partido, Emily.
– Ya -dijo ella-. Aquí nos jugamos mucho más. La emoción debe ser mayor. Quiero verte desesperado, Myron. Es cuando das lo mejor de ti.
Miró la foto de Jeremy y supo que sentía algo que jamás había sentido. Parpadeó, vio el reflejo de su propia expresión en el espejo de la puerta del armario y, por un momento, vio a su propio padre devolviéndole la mirada.
Emily le abrazó. Ocultó el rostro en su hombro y se echó a llorar. Myron la abrazó fuerte. Permanecieron así varios minutos antes de volver a bajar. Durante la cena, ella le habló de Jeremy y él absorbió todo lo que le contaba. Se trasladaron al sofá y sacaron los álbums de fotos. Con las piernas recogidas, el codo sobre el sofá y la cabeza apoyada en la palma de la mano, Emily le contaba más cosas. Cuando lo acompañó a la puerta eran casi las dos de la madrugada. Iban cogidos de la mano.
– Sé que fuiste a hablar con la doctora Singh -le dijo ella, con la puerta abierta.
– Sí.
Emily soltó un suspiro profundo y añadió:
– Sólo voy a decirte esto una vez, ¿vale?
– Vale.
– He estado controlándolo. Me he comprado uno de esos tests caseros. El día ideal, bueno…, para concebir es el jueves.
Él abrió la boca para decir algo pero ella lo detuvo con la mano.
– Ya sé todos los argumentos en contra, pero podría ser la única posibilidad para salvar a Jeremy. No digas nada. Sólo te pido que lo pienses.
Cerró la puerta. Myron la miró unos momentos, intentando revivir el momento en que Jeremy la había abierto, la sonrisa retorcida en la cara del chico, pero la imagen ya le resultaba borrosa y se le empezaba a diluir rápidamente.