Greg y Myron se encontraron en la pista. Myron se abrochó la prótesis de la rodilla. Greg evitó mirarlo. Los dos hombres lanzaron la pelota durante media hora, sin apenas mediar palabra, perdidos en el acto de lanzar. La gente asomaba la cabeza y señalaba a Greg. Varios niños se le acercaron para pedirle un autógrafo. Greg accedía, mirando a Myron mientras cogía el bolígrafo, claramente incómodo por recibir toda aquella atención delante del hombre al que había destrozado la carrera.
Myron también lo miraba, sin ofrecer consuelo.
Al cabo de un rato, Myron dijo:
– ¿Me has citado aquí por algún motivo, Greg?
Greg siguió lanzando.
– Porque tengo que volver al despacho -añadió Myron.
Greg cogió la pelota, dribló un par de veces, dio un giro en el aire:
– Aquella noche os vi, a ti y a Emily, ¿lo sabes?
– Lo sé -dijo Myron.
Greg agarró el rebote, lanzó un gancho perezosamente, dejó que el balón cayera al suelo y rebotara lentamente hacia Myron.
– Nos casábamos al día siguiente, ¿lo sabes?
– Eso también lo sé.
– Y ahí estabas -dijo Greg-, su ex novio, tirándotela sin ningún escrúpulo.
Myron cogió la pelota.
– Intento explicarlo -dijo Greg.
– Me acosté con Emily -dijo Myron-. Nos viste. Quisiste vengarte. Le pediste a Big Burt Wesson que me lesionara durante un partido de pretemporada. Lo hizo. Fin de la historia.
– Quería que te lesionara, sí, pero no quería que acabara con tu carrera.
– Bueno, tú lo ves blanco, yo lo veo gris.
– No fue intencionado.
– No te lo tomes a mal -dijo Myron, con una voz que sonaba terriblemente serena a sus propios oídos-, pero tus intenciones me la traen floja. Me disparaste con un arma. Tal vez sólo querías hacerme una herida superficial, pero no fue eso lo que pasó. ¿Crees que eso te libra de la culpa?
– Te follaste a mi novia.
– Y ella se me folló a mí. Yo no te debía nada. Ella sí.
– ¿Me estás diciendo que no lo entiendes?
– Lo entiendo. Sencillamente, no te absuelvo.
– No busco la absolución.
– Pues, entonces, ¿qué es lo que buscas, Greg? ¿Quieres que nos demos las manos y cantemos el «Kumbayá»? ¿Sabes lo que me hiciste? ¿Sabes lo que me costó ese momento?
– Creo que quizá lo sé -dijo Greg. Tragó saliva, extendió una mano suplicante como si quisiera dar más explicaciones y luego dejó caer la mano a un lado-. Me sabe muy mal.
Myron fue a lanzar pero sintió cómo se le hinchaba la garganta.
– No sabes cuánto lo lamento.
Myron continuó en silencio. Greg intentó que se diera por vencido. No funcionó.
– ¿Qué más quieres que diga, Myron?
Myron lanzó la pelota.
– ¿Cómo quieres que te diga que lo siento?
– Ya lo has hecho -dijo Myron.
– Pero tú no aceptas mis disculpas.
– No, Greg, no las aceptaré. Yo he vivido sin jugar al baloncesto profesional, a ti te toca vivir sin que yo acepte tus disculpas. En mi opinión, te ha tocado la mejor parte.
Sonó el móvil de Myron. Corrió, lo cogió, respondió.
Un susurro le preguntó:
– ¿Hiciste lo que te mandé?
Se le heló la sangre. Tragó algo espeso y dijo:
– ¿Lo que me mandaste?
– El chico -susurró la voz.
El aire seco se le pegó al cuerpo, le bajó hasta los pulmones.
– ¿Qué hay de él?
– ¿Te despediste por última vez?
Algo dentro de Myron se marchitó y explotó. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo se le doblaron las rodillas. Y la voz volvió a susurrar:
– ¿Te despediste del chico por última vez?