Cross River era uno de esos complejos urbanísticos que parecen un decorado de película, como si los edificios enteros pudieran caer al suelo al apoyarte en cualquiera de sus paredes. La urbanización era una extensión apretujada de edificaciones exactamente iguales. Caminar entre ellas era una experiencia sacada de Alicia en el país de las maravillas, con un sinfín de avenidas simétricas hasta el mareo. Con unas copas de más, seguro que metías la llave en el cerrojo equivocado.
Myron aparcó cerca de la piscina del complejo. Era un lugar agradable, pero demasiado cerca de la Route 80, la arteria principal que va de…, bueno, desde el mismo Nueva Jersey hasta California. El zumbido del tráfico se oía por encima de la verja. Myron localizó la puerta del 24 de Acre Drive y luego intentó deducir qué ventanas pertenecían al apartamento. Si estaba en lo cierto, las luces estaban encendidas. Y también el televisor. Llamó a la puerta. Vio una cara que se asomaba por la ventana que había junto a la puerta, pero la cara no dijo nada.
– ¿Señor Gibbs?
A través del cristal, la cara preguntó:
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Myron Bolitar.
Pausa breve.
– ¿El jugador de baloncesto?
– Lo había sido, sí.
La cara volvió a mirar por la ventana unos cuantos segundos más y luego abrió la puerta. El tufo de demasiados cigarrillos se coló por la obertura y acabó alojándose felizmente en las narices de Myron. Lógicamente, Stan Gibbs llevaba un cigarrillo en la boca. Tenía una barba gris de varios días, demasiado descuidada hasta para Corrupción en Miami. Llevaba una sudadera amarilla con un Bart Simpson estampado, pantalones de chándal verde oscuro, calcetines, zapatillas de deporte y una gorra de béisbol de los Colorado Rockies: el atuendo típico tanto de los aficionados al atletismo como de los que siguen los deportes por la tele echados en el sofá. Myron sospechó que más bien se trataba de lo segundo.
– ¿Cómo me ha encontrado? -le preguntó Stan Gibbs.
– No ha sido difícil.
– Eso no es una respuesta.
Myron se encogió de hombros.
– No importa -dijo Stan-. No tengo nada que comentar.
– No soy periodista.
– Pues, ¿qué es?
– Representante deportivo.
Stan dio una calada al cigarrillo, sin sacárselo de la boca.
– Siento decepcionarle, pero desde el instituto no he vuelto a jugar nunca más al fútbol de competición.
– ¿Puedo pasar?
– No lo creo. ¿Qué quiere?
– Necesito encontrar al secuestrador sobre el que usted escribió en su artículo -le explicó Myron.
Stan sonrió con unos dientes sorprendentemente blancos, teniendo en cuenta cómo fumaba. Tenía la tez manchada y pálida por el invierno, el pelo lacio y escaso, pero sus ojos eran brillantes, muy brillantes, de esos que parecen un par de faros que brillan desde dentro.
– ¿No lee usted la prensa? Me lo inventé todo.
– ¿Se lo inventó o lo copió de un libro?
– Corrección admitida.
– O tal vez contaba la verdad. De hecho, puede ser que anoche me llamara por teléfono el protagonista de sus artículos.
Stan movió la cabeza, mientras la ceniza creciente de su cigarrillo se aferraba a él como un niño a una atracción de feria.
– No es algo que me apetezca rememorar.
– ¿Plagió usted la historia?
– Ya le he dicho que no tengo nada que comentar…
– Esto no es para consumo público. Si lo hizo, si la historia fue una farsa, dígamelo ahora y me marcharé. No tengo tiempo para perder en pistas falsas.
– No es nada personal -dijo Stan-, pero lo que dice no tiene demasiada lógica.
– ¿Le dice algo el nombre de Davis Taylor?
– Sin comentarios.
– ¿Y Dennis Lex?
Eso lo dejó fuera de juego. El cigarrillo colgante empezó a caérsele de los labios, pero él lo atrapó con la mano derecha. Lo dejó caer en el descansillo y lo observó quemar unos instantes.
– Quizá será mejor que entre.
El apartamento era un dúplex centrado en ese detalle de la construcción americana moderna, el techo de catedral. Por los grandes ventanales entraba mucha luz, que se derramaba por un decorado salido directamente de un suplemento de interiorismo de revista dominical. Una de las paredes estaba ocupada por un mueble de madera clara con el sistema de sonido y televisión, con una mesita a juego no muy lejos. Había también un sofá a rayas azules y blancas -Myron apostaba su dinero del almuerzo a que se trataba del modelo Serta Sleeper- con su butaca a juego. La moqueta era del mismo tono neutro que la del exterior, una especie de crudo inofensivo, y el lugar estaba limpio, aunque con cierto desorden, tipo piso de divorciado, con pilas de revistas y periódicos aquí y allá, nada realmente colocado en un lugar específico.
Le pidió a Myron que se sentara en el sofá.
– ¿Le apetece beber algo?
– Claro, cualquier cosa -dijo él. En la mesita había una foto enmarcada, de un hombre que tenía los brazos alrededor de dos niños. Los tres tenían una sonrisa exagerada, como si hubieran quedado en segundo lugar y no quisieran parecer decepcionados. Estaban en algún tipo de jardín. Detrás de ellos había una estatua de mármol de una mujer con un arco y unas flechas. Myron cogió el marco y estudió la foto:
– ¿Es usted?
Gibbs levantó la cabeza mientras metía un puñado de cubitos de hielo en un vaso.
– El de la derecha -dijo-. Con mi padre y mi hermano.
– ¿De quién es la estatua?
– Diana, la cazadora. ¿La conoce?
– ¿No fue la que luego se convirtió en Wonder Woman?
Stan se rió.
– ¿Le va bien un Sprite?
Myron dejó la foto sobre la mesa.
– Perfecto.
Stan Gibbs sirvió el refresco y se lo acercó a Myron.
– ¿Qué sabe de Dennis Lex?
– Sólo que existe -dijo Myron.
– ¿Y por qué me lo ha mencionado?
Myron se encogió de hombros:
– ¿Y por qué ha reaccionado tanto al oírlo?
Gibbs cogió otro cigarrillo y lo encendió:
– Es usted quien ha venido a verme.
– Es cierto.
– ¿Por qué?
No tenía secretos.
– Busco a un hombre llamado Davis Taylor. Es donante de médula ósea y ha resultado ser compatible con una criatura enferma, pero luego ha desaparecido. Le seguí el rastro hasta una dirección de Connecticut, pero no está allí. De modo que investigué un poco más y descubrí que Davis Taylor es alguien que se cambió el nombre: su nombre real es Dennis Lex.
– Sigo sin entender qué tiene que ver todo esto conmigo.
– Puede que le parezca un poco surrealista -dijo Myron-, pero dejé un mensaje de voz en el contestador de Davis Taylor, antes Dennis Lex. Cuando me devolvió la llamada, lo que dijo casi no tenía ningún sentido, pero todo el rato me decía «siembra las semillas».
Stan Gibbs sufrió una breve agitación, pero se le pasó rápido.
– ¿Qué más le dijo?
– Básicamente eso. Que debía sembrar las semillas. Que debía despedirme del chico, cosas así.
– Probablemente no sea nada importante -dijo Gibbs-. Es probable que, sencillamente, hubiera leído mi artículo y decidiera divertirse un rato a costa de usted.
– Es probable -repitió Myron-. Excepto que eso no explica la manera en que usted ha reaccionado al oír el nombre de Dennis Lex.
Stan se encogió de hombros, pero sin revelar demasiado.
– Es de una familia famosa.
– Pero ¿si hubiera dicho Ivana Trump, habría usted reaccionado de la misma manera?
Gibbs se levantó:
– Necesito un poco de tiempo para pensar en todo esto.
– Piense en voz alta -le pidió Myron.
Stan se limitó a mover la cabeza.
– ¿Se inventó usted la historia, Stan?
– En otro momento.
– No me sirve -dijo Myron-. Me debe algo; ¿plagió usted la historia?
– ¿Cómo espera que le responda?
– ¿Stan?
– ¿Qué?
– No me importa su situación. No he venido a juzgarle ni a delatarle. Me importa una mierda si se inventó usted la historia o no. Lo único que me preocupa es encontrar a ese donante de médula ósea, punto. Se acabó. Nada más.
A Stan se le empezaron a humedecer los ojos. Dio otra calada al cigarrillo.
– No -dijo-. No plagié nada. No había visto ese libro jamás.
Era como si el espacio hubiera estado conteniendo la respiración y, ahora, por fin, soltara el aire.
– ¿Cómo explica entonces las semejanzas entre su artículo y esa novela?
Abrió la boca, se detuvo, movió la cabeza.
– El silencio le hace parecer culpable.
– A usted no tengo por qué explicarle nada.
– Sí tiene que hacerlo. Estoy intentando salvar la vida de un menor. No es usted tan egocéntrico, Stan, ¿no?
Stan volvió a meterse en la cocina. Myron se levantó y lo siguió.
– Hable conmigo -insistió Myron-. Tal vez yo pueda ayudarle.
– No -dijo-, no puede.
– ¿Cómo explica las semejanzas, Stan? Sólo le pregunto esto, ¿vale? Lo debe de haber pensado.
– No necesito pensarlo.
– ¿Qué quiere decir?
Abrió la nevera y cogió otra lata de Sprite.
– ¿Cree que todos los psicópatas son originales?
– No le sigo.
– Usted recibió la llamada de un tío que le dijo que sembrara las semillas.
– Cierto.
– Hay dos posibilidades que explicarían por qué lo hizo -dijo Stan-. Una, que fuera el mismo asesino sobre el que escribí. ¿Y dos? -Stan miró a Myron.
– Que estuviera repitiendo lo que leyó en el artículo -dijo Myron.
Stan chascó los dedos y señaló a Myron.
– O sea, que lo que usted dice es que el secuestrador al que entrevistó había leído esa novela y que eso, ¿qué? ¿Le influyó de alguna manera? ¿Lo copió?
Stan tomó un sorbo directamente de la lata.
– Es una teoría -dijo.
Y rematadamente buena, pensó Myron.
– Entonces, ¿por qué no se lo dijo a la prensa? ¿Por qué no se defendió?
– ¡Y a usted qué le importa!
– Hay gente que dice que es porque le da miedo que entonces analicen con detalle todos sus trabajos, que puedan encontrar otras invenciones.
– Y hay gente que es idiota -concluyó.
– Entonces, ¿por qué no luchó?
– Me he pasado toda la vida trabajando de periodista -dijo Stan-. ¿Sabe lo que significa para un periodista que lo tachen de haber plagiado? Es como llamar pederasta a alguien que trabaja en una guardería. Estoy acabado. No hay palabras que puedan cambiar lo que ha ocurrido. Con este escándalo he perdido todo lo que tenía: la mujer, los hijos, el trabajo, el prestigio…
– ¿Y la amante?
De pronto cerró los ojos con fuerza, como un niño que trata de alejar al coco.
– La policía cree que mató a Melina -dijo Myron.
– Lo sé perfectamente.
– Dígame qué está pasando, Stan.
Abrió los ojos y movió la cabeza:
– Tengo que hacer unas cuantas llamadas, comprobar algunas pistas.
– No puede dejarme colgado.
– Tengo que hacerlo -dijo.
– Déjeme ayudarle.
– No necesito su ayuda.
– Pero yo sí la suya.
– No es un buen momento -dijo Stan-. Tiene que creerme.
– La confianza no se me da muy bien -dijo Myron.
Stan sonrió:
– A mí tampoco -dijo-. A mí tampoco.