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No encontraron a Jeremy Downing.

Myron registró todas las habitaciones, todos los armarios, el sótano, el garaje. Nada. Los federales entraron con él. Se pusieron a derribar paredes. Usaron un detector de calor para buscar posibles cuevas subterráneas o escondrijos. Nada. En el garaje encontraron un furgón blanco. Dentro, una de las zapatillas deportivas rojas de Jeremy.

Pero eso fue todo.

Los furgones de prensa se apiñaban al final del sendero de acceso. Entre el niño secuestrado, su padre famoso herido de bala y en estado crítico, un presunto asesino en serie detenido, y la relación con Stan Gibbs y el famoso caso de la acusación de plagio, la noticia se iba alimentando, hora tras hora, con sus propios titulares y sintonía y tratamiento dignos de la muerte de Lady Di. Corresponsales cuidadosamente peinados afilaban sus mejores dientes de mala noticia y se anunciaban con frases tipo «la vigilia continúa», «la investigación ha alcanzado su hora x», «detrás de mí está la guarida», «no nos moveremos de aquí hasta que».

Una imagen reciente de Jeremy, la misma que Emily había colgado en Internet, aparecía continuamente por todas las cadenas. Estrellas de las noticias como Peter Jennings y Dan Rather interrumpieron su programación. Los telespectadores llamaban para hacer sus aportaciones, pero hasta ahora ninguna interesante.

Y las horas iban pasando.

Emily llegó a la escena. Apareció por todos los canales habituales, con la cabeza agachada, corriendo hacia un coche que la esperaba como si fuera un delincuente detenido, los flashes creando un grotesco efecto estroboscopio. Los cámaras se apiñaban codo a codo mientras se dirigían a capturar una imagen de la madre compungida que se desmoronaba en el asiento de atrás del coche. Hasta obtuvieron una imagen de ella llorando a través del cristal. Gran TV.

Al caer la noche se encendieron las linternas. Voluntarios y agentes de la ley peinaron los alrededores en busca de señales de tumbas o excavaciones recientes. Nada. Llevaron a perros. Nada. Hablaron con los vecinos, algunos de los cuales afirmaban «no haberse fiado nunca de aquella familia», aunque la mayoría hacían el típico comentario «parecían buena gente, eran unos vecinos muy tranquilos».

Edwin Gibbs había sido arrestado. Intentaron interrogarlo en la misma comisaría de Bernardsville pero se negó a hablar. Clara Steinberg se encargó de su defensa. Permaneció con él, y también Stan. Le imploraron a Edwin, supuso Myron, pero, de momento, no había hablado.

Mientras, en la granja se había levantado el viento. A Myron le dolía la rodilla mala y cada paso le provocaba una punzada de dolor. Era un dolor impredecible, que llegaba cuando le daba la real gana y decidía quedarse como el menos bienvenido de los invitados. El dolor en la rodilla no venía con ningún beneficio asociado, tipo la predicción de lluvia ni nada parecido. Había días en los que, sencillamente, le dolía. No había nada que pudiera hacer. Se acercó a Emily y la rodeó con un brazo.

– Sigue por ahí fuera -dijo Emily, mirando a la oscuridad.

Myron no dijo nada.

– Está totalmente solo y es de noche. Probablemente esté asustado.

– Lo encontraremos, Em.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– ¿Es un castigo más por lo de aquella noche?

Otro grupo de búsqueda acababa de volver, con los hombros caídos por la resignación, si no la derrota. Eran muy extraños esos grupos de búsqueda. Querían encontrar algo pero, al mismo tiempo, no querían hallarlo.

– No -dijo Myron-. Creo que tenías razón. Creo que nuestro error fue lo mejor que podía haber pasado. Y tal vez haya un precio que pagar por tener algo tan bueno.

Ella cerró los ojos, pero no lloró. Myron se quedó a su lado. El viento ululaba y esparcía las voces de alrededor como hojas secas, azotando las ramas y susurrándote al oído como el más terrible de tus amantes.

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