La madre de Myron lo recibió en la puerta de entrada.
– Voy a recoger la comida preparada -le dijo.
– ¿Tú?
Ella puso los brazos en jarras y le lanzó su mejor mirada fulminante:
– ¿Tienes algún problema al respecto?
– No, sólo que… -Decidió dejarlo estar-. Nada.
La madre le besó la mejilla y buscó las llaves del coche en el bolso:
– Estaré de vuelta en media hora. Tu padre está atrás. -Lo miró con su expresión implorante-. Solo.
– De acuerdo -dijo él.
– No hay nadie más.
– Ya.
– No sé si me entiendes.
– Entendido.
– Estaréis a solas.
– Lo he pillado, mamá.
– Sería una buena oportunidad…
– ¡Mamá!
Ella levantó las manos:
– Está bien, está bien, ya me marcho.
Myron pasó por el lado de la casa, más allá de los cubos de basura y de reciclaje, y se encontró a su padre en la terraza de tarima de madera roja, con bancos de obra y mobiliario de resina, y una barbacoa Weber 500, todo ello incorporado en la gran ampliación de la cocina de 1994. Su padre estaba inclinado sobre una barandilla con un destornillador en la mano. Por un momento, Myron se sintió transportado a uno de aquellos «proyectos de fin de semana» con papá, algunos de los cuales duraban casi una hora entera. Salían con la caja de herramientas a cuestas y su padre se inclinaba como estaba ahora, mascullando obscenidades entre dientes. La única misión de Myron consistía en pasarle las herramientas, como la enfermera instrumentista de una sala de operaciones, un ejercicio totalmente aburrido que le obligaba a ir cambiando la posición de los pies, suspirar con fuerza y buscar ángulos nuevos en los que colocarse.
– Ey -exclamó Myron.
Su padre levantó la vista, sonrió, dejó la herramienta.
– Un tornillo flojo -dijo-. Pero no hablemos ahora de tu madre.
Myron se rió. Encontraron las sillas de resina junto a la mesa atravesada por una sombrilla azul. Delante de ellos estaba el Bolitar Stadium, una pequeña zona de césped verde amarillento que había sido sede de innumerables, a menudo solitarios, partidos de fútbol, béisbol, wiffleball [7] (tal vez el deporte más popular en el Bolitar Stadium), melés de rugby, bádminton, kickball, y ese pasatiempo de todo futuro sádico, el bombardeo. Myron se fijó en el antiguo huerto de su madre, aunque «huerto» parecía un poco excesivo para un terreno que tan sólo había sido capaz de producir tres tomates blanduzcos y un par de calabacines fláccidos al año, y que ahora tenía más hierbajos que un arrozal camboyano. A la derecha tenían los restos oxidados de su viejo palo de tetherball. El tetherball, ése sí que era un juego bien absurdo.
Myron se aclaró la garganta y puso las manos sobre la mesa.
– ¿Cómo te encuentras?
Papá asintió con la cabeza, con gesto convencido:
– Bien. ¿Y tú?
– Bien.
Entre ellos flotó un silencio hinchado y relajado. Los silencios con un padre pueden ser así. Vuelves atrás y eres joven y estás a salvo, a salvo de esa manera protegida que sólo un niño puede estar con su padre. Sigues viéndolo rondar por tu puerta a oscuras, el eterno centinela de tu adolescencia, mientras tú duermes el sueño de los ingenuos, los inocentes, los inmaduros. Cuando creces te das cuenta de que esa seguridad era tan sólo una ilusión, otra percepción infantil, como el tamaño de tu jardín.
O tal vez, si tienes suerte, no te das cuenta.
Hoy su padre le parecía más viejo, con la tez más arrugada, los bíceps antes tersos y ahora esponjosos bajo la camiseta empezando a deteriorarse. Myron se preguntó cómo empezar. Su padre cerró los ojos y contó hasta tres, los abrió y dijo:
– No lo hagas.
– ¿El qué?
– Tu madre es igual de sutil que un comunicado de prensa de la Casa Blanca -dijo su padre-. Quiero decir, ¿cuál fue la última vez que fue a recoger la cena en mi lugar?
– Ah, ¿lo había hecho alguna vez?
– Una -dijo el padre-. Un día que yo estaba a cuarenta de fiebre. Y hasta salió de casa quejándose.
– ¿Dónde ha ido?
– Me hace seguir una dieta especial, ya sabes, por lo de los dolores en el pecho. -«Dolores en el pecho» era un eufemismo de «infarto».
– Ya, eso ya me lo había imaginado.
– Incluso ha intentado cocinar un poco, ¿te lo ha dicho?
Myron asintió:
– Ayer me hizo una cosa al horno.
El padre se puso rígido:
– ¡Dios mío! -dijo-, ¿a su propio hijo?
– Me dio un poco de miedo.
– Es una mujer con muchos, muchos talentos, pero si lanzaran lo que ella cocina en un país africano con hambruna, nadie se lo comería.
– ¿Y dónde ha ido?
– Se ha aficionado a un lugar de comida sana de Oriente Medio. Lo abrieron hace poco en West Orange. Y no te lo pierdas: se llama Ayatolá Granola.
Myron lo miró con mucha seriedad.
– Lo juro por Dios, se llama así. Y la comida que venden está casi tan seca como ese pavo de Acción de Gracias que preparó tu madre cuando tenías ocho años, ¿te acuerdas?
– De noche todavía me provoca pesadillas -ironizó Myron.
Su padre desvió la vista un momento.
– Nos ha dejado solos para que pudiéramos hablar, ¿no?
– Sí.
Hizo una mueca.
– Odio cuando hace estas cosas. Tiene buena intención, tu madre, los dos lo sabemos. Pero, no lo hagamos, ¿vale?
Myron se encogió de hombros:
– Si tú lo dices.
– Ella cree que no me gusta hacerme mayor. ¡Gran noticia! A nadie le gusta. Mi amigo Herschel Diamond… ¿Te acuerdas de Hershy?
– Claro.
– Un gran tipo, ¿eh? Cuando éramos jóvenes jugaba a fútbol semiprofesional. Bueno, pues Hershy me llama y me dice si, ahora que estoy jubilado, puedo ir a tai chi con él. Y yo pienso, ¿tai chi? ¿Qué demonios es eso? Si me quiero mover lentamente, ¿tengo que ir en coche hasta un gimnasio para hacerlo con un puñado de viejos? Quiero decir que, ¿de qué va todo eso? Le dije que no. Y entonces Hershy, ese gran deportista, Myron, que podía lanzar una bola a un kilómetro, ese fantástico portento, me dice que podemos pasear juntos. Hasta el centro comercial. Caminar a ritmo de marcha. Hasta el centro comercial, ¡por Dios! Si Hershy siempre lo ha odiado, y ahora quiere que salgamos a trotar como un par de burros enfundados en un chándal y con unas zapatillas de caminar caras. Y que hagamos pesas con esas pequeñas mancuernas. Zapatillas de caminar, dice… ¿Qué demonios quiere decir? Yo no he tenido nunca unas zapatillas con las que no pudiera caminar, ¿no tengo razón?
Esperó la respuesta. Myron dijo:
– Más razón que un santo.
El padre se levantó. Cogió un destornillador y fingió ponerse a trabajar.
– Total, que ahora, porque no quiero moverme como un viejo hecho polvo ni caminar por un maldito centro comercial con unas zapatillas caras, tu madre cree que tengo problemas de adaptación. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí.
El padre seguía agachado, manipulando un poco más la verja. A lo lejos, Myron oía unos niños que jugaban. Un timbre de bicicleta. Alguien que se reía. Un cortador de césped rugiendo. La voz de su padre, cuando finalmente volvió a hablar, sonó sorprendentemente suave:
– ¿Sabes lo que tu madre quiere realmente que hagamos? -dijo.
– ¿Qué?
– Quiere que tú y yo intercambiemos los papeles. -Su padre lo miró finalmente con sus ojos de pesados párpados-. Y yo no quiero que cambiemos los papeles, Myron. Yo soy el padre; me gusta ser el padre. Dejadme que lo siga siendo, ¿vale?
A Myron le costó un poco responder.
– Claro, papá.
Su padre volvió a agachar la cabeza, con los mechones grises tiesos por la humedad, la respiración pesada propia del trabajo con herramientas, y Myron sintió como si algo le abriera el pecho y le agarrara el corazón. Miraba a ese hombre al que había querido durante tanto tiempo, que había ido treinta años, sin protestar nunca, a aquel maldito y bochornoso almacén de Newark, y Myron se dio cuenta de que no lo conocía. No sabía cuáles habían sido los sueños de su padre, lo que quería ser de mayor cuando era niño, lo que pensaba de su propia vida.
El padre seguía trabajando con el destornillador; Myron lo observaba.
Prométeme que no te morirás, ¿vale? Sólo quiero que me prometas eso.
Estuvo a punto de decirlo en voz alta. El padre se levantó y observó su manualidad. Satisfecho, volvió a sentarse. Se pusieron a hablar de los Knicks, de la última película de Kevin Costner y del nuevo libro de Nelson DeMille. Guardaron la caja de herramientas. Tomaron un poco de té con hielo. Descansaron el uno junto al otro en dos hamacas iguales de resina. Myron repasaba con el dedo la humedad condensada de su vaso. Oía la respiración de su padre, vagamente ronca. Había empezado a anochecer y el cielo se había teñido de color violeta, los árboles de naranja vivo.
Myron cerró los ojos y dijo:
– Te voy a plantear una hipótesis.
– Vale.
– ¿Qué harías si te enteraras de que no eres mi auténtico padre?
Su padre miró al cielo.
– ¿Estás intentando decirme algo?
– Es sólo una hipótesis. Supón que ahora mismo te enteraras de que yo no soy tu hijo biológico. ¿Cómo reaccionarías?
– Depende.
– ¿De qué?
– De cómo reaccionaras tú.
– A mí me daría igual -dijo Myron.
Su padre sonrió.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
– Para nosotros es fácil decir que nos daría igual, pero una noticia así cae como una bomba. Es imposible predecir qué hará cada persona cuando explota una bomba. Cuando estaba en Corea… -El padre se detuvo; Myron se incorporó-. Bueno, nunca sabías cómo las personas iban a reaccionar. -Su voz se apagó. Tosió un poco, tapándose con el puño, y prosiguió-. Había tipos a los que considerabas héroes que perdían los papeles totalmente, y viceversa. Por eso no puedes hacer ese tipo de preguntas hipotéticas.
Miró a su padre, que seguía mirando al césped, tomando otro trago largo de té.
– No hablas nunca de Corea -le dijo Myron.
– Sí lo hago -dijo su padre.
– Conmigo no.
– No, contigo no.
– ¿Por qué no?
– Porque por eso luché, para que no tuviéramos que hablar de eso.
No tenía lógica pero Myron lo entendió.
– ¿Hay algún motivo por el que me has planteado esa hipótesis?
– No.
El padre asintió con la cabeza. Sabía que era mentira, pero no iba a presionarlo. Se acomodaron y contemplaron el conocido entorno.
– El tai chi no está mal -dijo Myron-. Es un arte marcial, es como el taekwondo. Yo mismo he pensado en apuntarme a clases.
Su padre tomó otro sorbo; Myron lo miró de reojo. Había algo en el rostro de su padre que estaba empezando a temblar. ¿Se estaba haciendo el padre realmente más pequeño, más frágil, o era, como el jardín y la sensación de seguridad, de nuevo esa percepción cambiante del niño que se ha hecho adulto?
– ¿Papá?
– Entremos dentro -dijo el padre, mientras se ponía de pie-. Si nos quedamos mucho más rato, uno de los dos se pondrá lloroso y acabará diciéndole al otro «¿nos pasamos la pelota?».
Myron reprimió la sonrisa y lo siguió adentro. Su madre no tardó en llegar, acarreando dos bolsas de comida como si fueran dos losas.
– ¿Tenéis hambre? -exclamó.
– Estoy hambriento -dijo el padre-. Tengo tanta hambre que me podría comer a un vegetariano.
– Muy gracioso, Al.
– O incluso algo cocinado por ti…
– Ja, ja -dijo la madre.
– … aunque creo que preferiría al vegetariano.
– Basta ya, Al, que creo que me dará una hernia si sigues haciéndome reír así. -La madre dejó las bolsas sobre la encimera de la cocina-. ¿Lo ves, Myron? Está bien que tu madre sea tan superficial.
– ¿Superficial? -preguntó Myron.
– Sí, porque si juzgara a los hombres por su cerebro o por su sentido del humor -explicó su madre-, tú nunca habrías nacido.
– Exacto -dijo el padre, con una sonrisa franca-. Pero te basta con ver a tu hombre en bañador y, ¡zas!, caes como una mosca.
– Venga, por favor… -dijo la madre.
– Sí -insistió Myron-, por favor.
Los dos lo miraron. La madre se aclaró la garganta:
– Bueno, ¿habéis tenido una conversación agradable?
– Sí, hemos hablado -dijo el padre-. Ha sido algo muy reconfortante. Ahora veo muy claros los errores de mi vida.
– Lo digo en serio.
– Y yo también. Ahora veo las cosas muy distintas.
Ella lo abrazó por la cintura y le hizo unos arrumacos:
– ¿Así que llamarás a Hershy?
– Le llamaré -dijo él.
– Prométemelo.
– Sí, Ellen, te lo prometo.
– ¿Irás al gimnasio y harás jai alai con él?
– Tai chi -la corrigió.
– ¿Qué?
– Se llama tai chi, no jai alai.
– Ah, creí que era jai alai.
– Tai chi. Jai alai es el juego ese de las raquetas curvas que juegan en Florida.
– No, eso es el shuffleboard. La otra cosa con los palos. Y las apuestas.
– ¿Tai chi? -repitió la madre, como probando el sonido-. ¿Estás seguro?
– Creo que sí.
– ¿Pero no estás del todo seguro?
– No, no del todo -dijo el padre-. A lo mejor tienes razón, a lo mejor se llama jai alai.
El debate prosiguió un rato más. Myron no se molestó en corregirles. No te metas nunca en esa extraña danza llamada discusión matrimonial. Se tomaron la cena a base de comida sana. Era ciertamente horrible. Se rieron mucho. Sus padres debieron de decirse el uno al otro «no sabes de lo que hablas» unas cincuenta veces; tal vez fuera un eufemismo de «te quiero».
Al final Myron les dio las buenas noches. Su madre se despidió de él con un beso en la mejilla y desapareció; su padre lo acompañó hasta el coche. Era una noche silenciosa, excepto por una pelota de baloncesto solitaria que se oía por Darby Road o tal vez por Coddington Terrace. Un sonido agradable. Cuando abrazó a su padre al despedirse, Myron lo sintió más pequeño, menos sólido. Myron prolongó el abrazo un poco más de lo habitual. Por primera vez se sintió como el mayor, el más fuerte de los dos, y de pronto recordó lo que su padre le había dicho sobre cambiar los papeles. Así que lo siguió abrazando a oscuras. Pasó el tiempo. Papá le dio unos golpecitos en la espalda. Myron mantenía los ojos cerrados y lo abrazaba con fuerza. Papá le acarició el pelo y lo acalló cariñosamente. Sólo unos segundos. Sólo hasta que los papeles volvieron a cambiar, volviendo cada uno a su lugar.