Demasiada historia.
Sus padres se marcharon discretamente. A pesar de su casi legendaria tendencia a entrometerse, ambos poseían la rara cualidad de saber entrar a saco en la Isla de los Fisgones sin hacer explotar ninguna mina de esas que indican que has ido demasiado lejos.
Emily intentó sonreír, pero sencillamente, no pudo.
– Bueno, bueno -dijo, cuando se quedaron solos-. ¿No es éste el hombre de mi vida al que dejé escapar?
– Esta frase ya la usaste la última vez que nos vimos.
– Ah, ¿sí?
Se conocieron en la biblioteca el primer año en Duke. Entonces Emily era más grande, un poco más regordeta, pero en el sentido saludable, y con los años, claramente se había adelgazado y tonificado, también en el buen sentido. Pero el hachazo visual seguía allí. Emily no era guapa sino, para usar las palabras de Super Fly, [2] zorrona. Caliente. Ardiente, más bien. Cuando joven -era compañera suya de clase-, llevaba una melena larga y maliciosa y el despeinado de los que siempre acaban de hacer alguna fechoría, una sonrisa retorcida capaz de convertir cualquier película en no apta para menores, y un cuerpo inconscientemente voluptuoso que rezumaba la palabra sexo continuamente, como un viejo proyector de cine. No importaba que no fuera guapa. La belleza tenía poco que ver con ella, de hecho. Se trataba de algo innato. Emily no era capaz de desprenderse de ello ni poniéndose chilaba y un perro muerto encima de la cabeza.
Lo raro era que, cuando se conocieron en la universidad, ambos eran vírgenes, tal vez habiendo dejado escapar la sobrevalorada revolución sexual de los años setenta y principios de los ochenta. Myron siempre creyó que esa revolución había sido en buena parte de boquilla o, como mínimo, que no había llegado a cruzar las fachadas de ladrillo de los institutos suburbanos. Pero también es cierto que era bastante bueno racionalizando las cosas. Probablemente era culpa suya, si es que el hecho de no ser promiscuo puede considerarse una falta. Siempre se había sentido atraído por las «chicas buenas», incluso en el instituto. Los líos esporádicos no le interesaban. Evaluaba a todas las chicas que conocía como posible pareja para toda la vida, como alma gemela, como amor sin fin, como si su relación tuviera que ser una canción de los Carpenter.
Pero con Emily fue todo exploración y descubrimiento sexual. Aprendieron el uno del otro a pasos entrecortados, aunque dolorosamente placenteros. Incluso ahora, por mucho que odiara todo su ser, todavía podía recordar cómo cantaban y se le hinchaban las terminaciones nerviosas cuando compartían la cama. O el asiento trasero de un coche. O un cine, o una biblioteca, o incluso una vez, una conferencia de ciencias políticas sobre el Leviatán de Hobbes. Aunque tal vez hubiera anhelado ser el protagonista de una canción de los Carpenter, su primera relación larga acabó siendo más bien algo sacado del Bat Out of Hell de Meat Loaf: algo tórrido, duro, sudoroso, rápido, como toda la canción «Paradise by the Dashboard Life». [3] De todos modos, debió de haber algo más. Habían durado tres años, la había amado, y ella fue la primera mujer que le rompió el corazón.
– ¿Hay algún café por aquí cerca? -preguntó ella.
– Un Starbucks -dijo Myron.
– Conduciré yo.
– No quiero ir contigo, Emily.
Ella le dedicó su sonrisa especial:
– ¿He perdido mis encantos o qué?
– Dejaron de causarme efecto hace muchos años.
Una mentira a medias.
Ella movió las caderas. Myron la observó, pensando en lo que había dicho Esperanza. No era tan sólo su voz, o sus palabras…; hasta sus movimientos acababan teniendo un doble sentido.
– Es importante, Myron.
– Para mí no.
– Ni siquiera sabes…
– Me da igual, Emily. Formas parte del pasado, y tu marido también.
– Mi ex marido. Me divorcié de él, ¿recuerdas? Y nunca he sabido lo que te hizo.
– Claro -dijo Myron-. Tú sólo fuiste la causa.
Ella lo miró:
– No es tan sencillo. Ya lo sabes.
Myron asintió con la cabeza. Ella tenía razón, por supuesto.
– Yo siempre supe por qué lo había hecho -dijo Myron-. Estaba siendo un gilipollas competitivo que quería vengarme de Greg. Pero, ¿y tú?
Emily movió la cabeza. Su melena de antes hubiera volado de un lado a otro y habría acabado cubriéndole medio rostro. Su nuevo peinado era más corto y estilizado, pero mentalmente, él seguía viendo aquel movimiento perverso.
– Ahora ya no importa -dijo ella.
– Supongo que no -le dio la razón-, pero siempre he tenido curiosidad.
– Los dos habíamos bebido demasiado.
– ¿Así de sencillo?
– Sí.
Myron hizo una mueca:
– Poco convincente -dijo.
– Tal vez sólo fue sexo -añadió ella.
– ¿Un acto puramente físico?
– Quizá.
– ¿La noche antes de casarte con otro?
Ella lo miró:
– Fue una estupidez, ¿vale?
– Eso lo dices tú.
– Y quizá tenía miedo -dijo.
– ¿De casarte?
– De casarme con el hombre equivocado.
Myron sacudió la cabeza:
– Dios mío, no tienes vergüenza.
Emily estaba a punto de decir algo más, pero se detuvo como si sus últimas reservas acabaran de agotarse. Él deseaba que se marchara, pero con los antiguos amores hay también una tristeza que nos atrae. Ahí, delante de ti, está el verdadero camino que no elegiste, lo que tu vida hubiera podido ser, la personificación de una vida totalmente alternativa si las cosas hubieran sido distintas. Ya no tenía absolutamente ningún interés en ella y, sin embargo, sus palabras todavía le hacían aflorar su antiguo yo, con heridas y todo.
– Ocurrió hace catorce años -dijo ella con voz suave-, ¿no crees que ya es hora de que lo superemos?
Pensó en lo que le había costado aquella noche de relación «puramente física». Tal vez todo. Su sueño de toda una vida, desde luego.
– Tienes razón -le dijo, mientras daba media vuelta-. Vete, por favor.
– Necesito tu ayuda.
Él negó con la cabeza:
– Como tú misma has dicho, ya es hora de que lo superemos.
– Sólo te pido que te tomes un café conmigo. Con una vieja amiga.
Quería decirle que no, pero el pasado ejercía una presión demasiado intensa. Asintió, temiendo hablar. Condujeron en silencio hasta el Starbucks y pidieron sus complicados cafés a un camarero con pretensiones de artista, con más carácter que el tipo que trabaja en la tienda de discos local. Se pusieron los condimentos pertinentes en la pequeña barra, liándose un poco con los brazos al buscar la leche descremada y la sacarina. Se sentaron en unas sillas metálicas de respaldo demasiado bajo. De fondo sonaba música reggae, un CD titulado Jamaican Me Crazy.
Emily cruzó las piernas y dio un sorbo.
– ¿Has oído hablar alguna vez de la anemia de Fanconi?
Curiosa táctica para iniciar una conversación.
– No.
– Es un tipo de anemia hereditaria que provoca el colapso de la médula espinal. Te debilita los cromosomas.
Myron esperó.
– ¿Has oído hablar de los trasplantes de médula ósea?
Le parecía una extraña línea de interrogatorio, pero decidió seguir el juego.
– Un poco. Tengo un amigo que tuvo leucemia y necesitó un trasplante. En el templo organizaron una campaña para encontrar donantes. Fuimos todos a hacernos un análisis.
– Cuando dices «todos»…
– Mi madre, mi padre, toda mi familia. Creo que hasta vino Win.
Ella inclinó la cabeza:
– ¿Cómo está Win?
– Sigue igual.
– Lástima -dijo ella-. Cuando estábamos en Duke, acostumbraba a escucharnos mientras hacíamos el amor, ¿no?
– Sólo cuando bajábamos la cortina para que no pudiera mirar.
Ella se rió:
– Nunca le gusté.
– Eras su favorita.
– ¿De veras?
– Pero eso no es decir mucho -añadió Myron.
– Odia a las mujeres, ¿verdad?
Myron meditó su respuesta.
– Como objetos sexuales, le parecen bien. Pero si hablamos de relaciones…
– Siempre fue un tipo raro.
Debe ser la única persona que lo sabe.
Emily tomó un sorbo.
– Me estoy desviando del tema -dijo.
– Ya me lo había parecido.
– ¿Qué le ocurrió a tu amigo con leucemia?
– Murió.
Palideció.
– Lo siento. ¿Qué edad tenía?
– Treinta y cuatro.
Emily tomó otro sorbo, sujetando la taza entre las dos manos.
– Así que, ¿estás en el registro nacional de donantes de médula?
– Creo que sí. Doné sangre y me dieron una tarjeta de donante.
Ella cerró los ojos.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– La anemia de Fanconi es letal. Se puede tratar durante un tiempo con transfusiones de sangre y hormonas, pero la única cura es un trasplante de médula ósea.
– No te entiendo, Emily. ¿Tienes esa enfermedad?
– No, no afecta a los adultos. -Dejó la taza sobre la mesa y levantó los ojos. Él no era muy hábil leyendo miradas, pero la suya era más que obvia-. La padecen los niños.
Como si lo presintiera, la banda sonora del Starbucks cambió a algo instrumental y sombrío. Myron aguardó. Ella no tardó demasiado.
– Mi hijo está enfermo.
Myron recordaba haber visitado la casa de Franklin Lakes cuando Greg desapareció. El chico estaba jugando en el jardín trasero con su hermana. Debió de ser tal vez dos o tres años atrás. Tenía unos diez años y su hermana quizás ocho. Greg y Emily estaban en medio de una batalla sangrienta por la custodia, los niños en medio del fuego cruzado, el tipo de guerras de las que nadie sale sin una herida grave.
– Lo siento mucho -dijo.
– Necesitamos encontrar un donante de médula compatible.
– Creía que los hermanos eran compatibles casi de manera automática.
Los ojos de ella se pasearon rápidamente por el local.
– En un caso de cada cuatro -dijo, deteniéndose abruptamente.
– Oh.
– El registro nacional ha encontrado sólo tres donantes potenciales. Por potenciales quiero decir que el test HLA inicial los identifica como posibilidades. El A y el B coinciden, pero luego hay que hacer un estudio completo del tejido y de la sangre para ver… -Volvió a detenerse-. Me estoy poniendo muy técnica, no era mi intención. Pero cuando tu hijo está así de enfermo es como si vivieras dentro de una burbuja de jerga médica.
– Lo comprendo.
– En cualquier caso, superar estas primeras pruebas es como ganar un premio de lotería secundario. La posibilidad de encontrar uno que coincida sigue siendo remota. El centro de hematología convoca a los donantes potenciales y lleva a cabo una batería de pruebas, pero las posibilidades de que se ajusten lo suficiente para efectuar el trasplante son más bien bajas, en especial si sólo hay tres donantes potenciales.
Myron asintió con la cabeza, todavía sin tener ni idea de por qué le estaba contando todo aquello.
– Tuvimos suerte, y uno de los tres coincidía con Jeremy.
– Estupendo.
– Hay un problema -aclaró. Otra vez aquella sonrisa retorcida-. El donante ha desaparecido.
– ¿Qué quieres decir con «desaparecido»?
– No conozco los pormenores. El registro es confidencial. Nadie quiere decirme qué está pasando. Parecíamos estar bien encaminados y entonces, de pronto, el donante sencillamente se retiró. Mi médico no nos puede decir nada…; como ya te he dicho, es una información confidencial.
– Tal vez el donante haya cambiado de opinión.
– Pues entonces será mejor que se la volvamos a cambiar -dijo ella-, o Jeremy morirá.
La afirmación era lo bastante clara.
– ¿Y qué crees que ha ocurrido? -le preguntó Myron-. ¿Crees que está desaparecido, o algo así?
– O desaparecida -aclaró Emily-. Sí.
– ¿Es él o ella?
– No sé nada del donante: ni edad, ni sexo, ni localidad, nada. Pero Jeremy no está precisamente mejorando y la verdad es que las probabilidades de encontrar a otro donante a tiempo son casi inexistentes. -Mantenía la expresión impertérrita, pero Myron pudo ver cómo su ánimo empezaba a resquebrajarse un poco-. Tenemos que encontrar a ese donante.
– ¿Has venido a verme por eso? ¿Para que lo encuentre?
– Tú y Win encontrasteis a Greg cuando nadie más podía hacerlo. Cuando desapareció, Clip fue a verte a ti el primero; ¿por qué?
– Es una larga historia.
– No tan larga, Myron. Tú y Win tenéis formación en este tipo de asuntos. Sois buenos.
– No en un caso como éste -dijo Myron-. Greg es un deportista de élite. Puede ponerse ante los micros, ofrecer recompensas. Puede pagar a detectives privados.
– Eso ya lo estamos haciendo. Greg ha convocado una rueda de prensa para mañana.
– Pues que no servirá de nada. Le dije al médico de Jeremy que pagaríamos lo que hiciera falta al donante, aunque sea ilegal. Pero hay algún problema más. Me temo que toda esta publicidad podría acabar perjudicándonos, que podría provocar que el donante se esconda todavía más, o algo así, yo qué sé.
– ¿Qué dice Greg de todo esto?
– Él y yo no hablamos mucho, Myron. Y cuando lo hacemos, normalmente no es para decirnos cosas agradables.
– ¿Sabe Greg que has venido a verme?
Ella lo miró:
– Te odia tanto como tú a él. Tal vez más y todo.
Myron dedujo que eso significaba que no. Emily lo seguía mirando, escrutando su rostro como si en él pudiera encontrar una respuesta.
– No puedo ayudarte, Emily.
Ella puso una expresión como si acabaran de abofetearla.
– Me sabe muy mal -prosiguió-, pero justo estoy empezando a superar algunos problemas importantes.
– ¿Me estás diciendo que no tienes tiempo?
– No es eso. Creo que un detective privado tendría más posibilidades…
– Greg ya ha contratado a cuatro. Ni siquiera son capaces de descubrir el nombre del donante.
– Dudo que yo pueda hacer nada más.
– Te estoy hablando de la vida de mi hijo, Myron.
– Lo entiendo, Emily.
– ¿No puedes dejar de lado tu animosidad hacia mí y hacia Greg?
No estaba seguro de poder.
– Ése no es el problema: soy representante deportivo, no detective.
– Antes no parecía importarte.
– Y mira como acabó todo. Cada vez que me entrometo provoco un desastre.
– Mi hijo tiene trece años, Myron.
– Lo siento…
– No quiero tu compasión, maldita sea. -Ahora sus ojos parecían más pequeños, negros. La mujer se inclinó hacia él hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros-. Quiero que hagas cálculos.
Él puso cara de extrañeza:
– ¿De qué?
– Eres representante; sabes mucho de números, ¿no? Pues haz un pequeño cálculo.
Myron se inclinó hacia atrás, poniendo un poco de distancia.
– ¿De qué coño estás hablando?
– El cumpleaños de Jeremy es el dieciocho de julio -aclaró-. Haz cuentas.
– ¿Qué cuentas?
– Te lo diré otra vez: tiene trece años. Nació el dieciocho de julio. Yo me casé el diez de octubre.
Nada. Durante unos segundos Myron oyó a las madres que charlaban, a un bebé que lloraba, a un camarero que le pasaba un pedido a otro, y entonces ocurrió. Una ráfaga de aire gélido le punzó el corazón. Bandas de acero le oprimieron el pecho y casi le impedían respirar. Abrió la boca pero no fue capaz de articular palabra. Era como si alguien le acabara de golpear el plexo solar con un bate de béisbol. Emily lo observó y asintió:
– Correcto -dijo-. Es tu hijo.