Myron pasó el resto del día trabajando al teléfono. Se puso los auriculares Ultra Slim y andaba por el despacho arriba y abajo mientras hablaba. Se puso en contacto con entrenadores universitarios, en busca de agentes potencialmente libres. Habló con sus clientes y escuchó los problemas que tenían, tanto los reales como los imaginarios, tipo psicólogo, lo cual era una parte importante de su trabajo. Buscó entre las empresas que tenía en su archivador Rolodex con la intención de concretar unos cuantos tratos de publicidad.
Una oportunidad seria se presentó ella solita en forma de llamada.
– ¿Señor Bolitar? Soy Ronny Angle, de Rack Enterprises. ¿Nos conoce?
– Tienen unos cuantos bares de topless, ¿no?
– Preferimos que se nos conozca como clubs exóticos de lujo.
– Y yo prefiero que se me conozca como semental bien dotado -respondió Myron-. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Angle?
– Ronny, por favor. ¿Le importa que lo tutee?
– Pues llámame Myron.
– Estupendo, Myron. Rack Enterprises está iniciando una nueva aventura empresarial.
– Ahá.
– Probablemente habrás leído algo sobre el tema. Una cadena de cafeterías llamada La, La, Latte.
– ¿Lo dice en serio?
– ¿Perdón?
– Bueno, creo que sí he leído algo sobre el tema, pero pensé que se trataba de una broma.
– No es ninguna broma, señor Bolitar.
– ¿De modo que pensáis abrir una cadena de cafeterías topless? -Preferimos ser conocidos como experiencias de café erótico.
– Entiendo. Pero vuestras, esto…, baristas, irán en topless, ¿conecto?
– Así es.
Myron reflexionó sobre el asunto.
– Eso hace que cuando les pides leche haya cierta confusión, ¿no crees?
– Eres muy gracioso, Myron.
– Gracias, Ronny.
– Pensamos abrir salpicando todo lo lejos que podamos.
– ¿Es eso otra broma de tipo láctico?
– No, Myron, pero eres un tío muy gracioso.
– Gracias, Ronny.
– Déjame ir al grano, ¿vale? Nos gusta Suzze T. -Se refería a Suzze Tamirion, una tenista del circuito profesional de tenis-. Hemos visto su foto en el número de los trajes de baño del Sports Illustrated y,bueno, nos dejó impresionados. Nos gustaría que hiciera un carneo en nuestra gran inauguración.
Myron se frotó el tabique nasal con el índice y el pulgar:
– Cuando dices carneo…
– Una breve intervención.
– ¿Cómo de breve?
– No más de cinco minutos.
– No me refiero a la duración, me refiero al vestuario.
– Precisaríamos un desnudo frontal completo.
– Vale, gracias por pensar en nosotros, Ronny, pero no creo que Suzze esté interesada.
– Ofrecemos doscientos mil dólares.
Myron se incorporó. Le habría resultado fácil colgar el teléfono, pero por esa pasta tenía la responsabilidad de perseguir el tema:
– ¿Y si lleva un pequeño top?
– No.
– ¿Y un bikini?
– No.
– Un bikini pequeñito, itsy-bitsy, teeny-weeny…
– ¿Y amarillo, como en la canción?
– Exacto -dijo Myron-, como en la canción.
– Voy a decírtelo todo lo claro de lo que soy capaz -dijo Ronny-. Queremos que los pezones sean visibles.
– ¿Pezones visibles?
– Eso es innegociable.
– Por así decirlo.
Myron prometió que le llamaría en unos días y colgaron. Negociar la visibilidad de los pezones, menudo negocio.
Esperanza entró sin llamar, con los ojos brillantes y muy abiertos.
– Tienes a Lamar Richardson por la línea uno -dijo.
– ¿Al mismísimo Lamar?
Asintió con la cabeza.
– ¿No es ni un pariente, ni un mánager personal, ni su astrólogo favorito?
– El mismísimo Lamar -repitió Esperanza.
Ambos asintieron con la cabeza: la cosa pintaba bien.
Myron cogió el teléfono:
– Hola.
– ¿Podemos reunimos? -dijo Lamar.
– Por supuesto -respondió Myron.
– ¿Cuándo?
– Cuando tú quieras.
– ¿Cuándo estás libre?
– Cuando tú quieras -insistió Myron.
– Ahora mismo estoy en Detroit.
– Cogeré el próximo avión que salga para allá.
– ¿Así de fácil? -dijo Lamar.
– Sí.
– ¿No deberías fingir que estás muy atareado?
– ¿Estás intentando ligar conmigo, Lamar?
Lamar se rió:
– No, creo que no.
– Pues entonces me ahorraré toda esa fase de hacerme el duro. Esperanza y yo queremos ficharte para la agencia MB SportsReps. Haremos un buen trabajo, serás una prioridad y no tenemos intención de jugar contigo.
Myron miró sonriente a Esperanza: ¿no era el mejor?
Lamar dijo que pensaba ir a Manhattan a finales de semana y que le gustaría reunirse con ellos entonces. Acordaron una hora. Myron colgó. Él y Esperanza se quedaron allí sentados y se miraron, sonriendo.
– Tenemos una oportunidad -dijo ella.
– Sí.
– Bueno, ¿y qué estrategia seguimos?
– He pensado que lo impresionaré con mi mente astuta -bromeó Myron.
– Ya -dijo Esperanza-, y tal vez yo debería llevar un escote bien pronunciado.
– Con eso ya contaba.
– Impresionarle con nuestro cerebro y nuestra belleza.
– Sí -dijo Myron-, pero ¿quién se encarga de qué?
Cuando Myron volvió al Dakota, Win salía con su bolsa de deporte de piel y Terese ya no estaba.
– Ha dejado una nota -explicó Win mientras se la entregaba.
He tenido que volver antes de lo previsto. Te llamaré.
Terese
Myron volvió a leer la nota, pero eso no la cambió. La dobló y la guardó.
– ¿Vas a clase con Master Kwon? -le preguntó Myron. Master Kwon era su profesor de artes marciales.
Win asintió:
– Últimamente me pregunta a menudo por ti.
– ¿Y qué le has dicho?
– Que has tenido un bajón.
Gracias.
Win hizo una leve reverencia y recogió su bolsa de deporte:
– ¿Te puedo hacer una sugerencia?
– Dispara.
– Llevas mucho tiempo sin pisar el tatami.
– Ya lo sé.
– Estás sufriendo mucho estrés -añadió Win-. Necesitas una escapada. Necesitas un poco de concentración, equilibrio, un poco de estructura.
– Supongo que ahora no pensarás llamarme Pequeño Saltamontes.
– No, hoy todavía no. Pero ven conmigo.
Myron se encogió de hombros.
– Está bien, voy a recoger mis cosas.
Cuando estaban cruzando por la puerta llamó Esperanza. Le dijo que estaban a punto de marcharse.
– ¿Dónde?
– A la clase de Master Kwon.
– Os veo allí.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Tengo información sobre Davis Taylor.
– ¿Y?
– Y es más que un poco extraña. ¿Va Win contigo?
– Sí.
– Pregúntale si sabe algo de la familia de Raymond Lex.
Silencio.
– Raymond Lex está muerto, Esperanza.
– Vamos, Myron, he dicho de su familia.
– ¿Tiene eso algo que ver con Davis Taylor?
– Será más fácil que te lo explique en persona. Os veo allí dentro de una hora -concretó, antes de colgar.
Uno de los conserjes ya había ido a buscar el Jaguar de Win, que los esperaba en Central Park West. La zona rica. Myron se acomodó en la lujosa butaca de piel, Win pisó el acelerador. Era muy diestro con el pedal del gas; el freno le daba muchos más problemas.
– ¿Conoces a la familia de Raymond Lex?
– Habían sido clientes -dijo Win.
– ¿Bromeas?
– Oh, sí, ya sabes lo payaso que soy.
– ¿Estuviste implicado directamente en su disputa por la herencia?
– Llamar a aquello una disputa sería como llamar hoguera campestre a un Apocalipsis nuclear.
– Cuesta, repartir varios miles de millones, ¿eh?
– Desde luego. Pero ¿por qué hablamos del clan Lex?
– Esperanza viene a vernos al dojang. Tiene información sobre Davis Taylor. La familia Lex tiene algo que ver con el tema.
Win enarcó las cejas:
– La cosa se complica.
– Cuéntame cosas de ellos.
– Casi todo salió en la prensa. Raymond Lex escribió un controvertido best setter titulado Confesiones a medianoche. El libro se convierte en una peli ganadora de varios Oscar. De pronto, el hombre pasa de oscuro profesor de instituto a millonario. A diferencia de la mayoría de sus colegas artistas, resulta ser un tipo hábil con los negocios. Invierte y amasa holdings privados de un valor neto considerable, a la vez que confidencial.
– Los periódicos hablaban de miles de millones.
– No lo discutiré.
– Eso es mucho dinero.
– ¿No escribió ningún otro libro?
– No.
– Qué raro.
– No tan raro -dijo Win-. Ni Harper Lee ni Margaret Mitchell escribieron más libros. Y, al menos, Lex se mantuvo ocupado. Es difícil construir una de las mayores corporaciones privadas y compaginarlo con la firma de libros.
– Así que, ahora que está muerto, su familia está, por decirlo de alguna manera, en pleno Apocalipsis nuclear.
– Bastante cierto.
Master Kwon había trasladado su sede y su principal dojan a la segunda planta de un edificio de la calle 23, cerca de Broadway. Cinco habitaciones -estudios, en realidad- con suelo de parquet, espejos en las paredes, un sistema de audio sofisticado, maquinaria Nautilus lustrosa y elegante…, ah, y unos cuantos pósters de esos orientales de papel de arroz, para dar al lugar un toque del auténtico Oriente ancestral.
Myron y Win se pusieron el kimono y se ataron sendos cinturones negros. Myron llevaba estudiando taekwondo y hapkido desde que Win le había introducido en ambas disciplinas en la universidad, pero en los últimos tres años no había pisado el tatami más de cinco veces. Win, en cambio, seguía siendo letalmente devoto. No hay que tirar nunca de la capa de Superman, ni escupir al viento, ni sacarle la máscara al Llanero Solitario, ni meterse con Win.
Master Kwon tenía setenta y pico años pero aparentaba fácilmente veinte menos. Win lo había conocido en uno de sus viajes por Asia cuando tenía quince años. Por lo que Myron sabía, Master Kwon había sido un alto sacerdote, o algo así, en un pequeño monasterio budista sacado directamente de una de esas pelis violentas de Hong Kong. Cuando emigró a Estados Unidos hablaba muy poco inglés. Ahora, al cabo de veinte años, hablaba casi menos. Tan pronto como el maestro llegó al país abrió una cadena de modernísimas academias de taekwondo, con el apoyo económico de Win, por supuesto. Cuando vio las películas de Karate Kid, Master Kwon se empleó a fondo en hacer el papel del viejo sabio. Su inglés desapareció, empezó a vestirse como el Dalai Lama y ahora introducía cada frase con «Confiado dice», dejando a un lado el pequeño detalle que él era coreano y Confucio chino.
Win y Myron se dirigieron al despacho de Master Kwon. A la entrada, ambos hicieron una profunda reverencia.
– Por favor, dentro -dijo Master Kwon.
La mesa era de roble de calidad; la butaca, de buena piel y aspecto ortopédico. Master Kwon estaba de pie cerca de un rincón. Tenía un palo de golf en la mano y llevaba un traje impecable a medida. Al ver a Myron se le iluminó la cara y los dos hombres se abrazaron.
Cuando se separaron, Master Kwon le dijo:
– ¿Tú, mejor?
– Mejor -concedió Myron.
El viejo sonrió y se tocó la solapa:
– Armani -dijo.
– Eso me ha parecido -dijo Myron.
– ¿Gusta, tú?
– Muy elegante.
Satisfecho, Master Kwon dijo:
– Ir.
Win y Myron hicieron otra reverencia. Una vez en el dojang adoptaron sus papeles habituales: Win dirigía y Myron seguía. Empezaron por un poco de meditación. A Win le encantaba meditar, como ya sabemos. Se sentaba en la posición del loto, las palmas hacia arriba, las manos apoyadas en las rodillas, la espalda bien recta y la lengua apoyada en los dientes de arriba. Respiraba por la nariz, forzando el aire hacia dentro, dejando que el abdomen hiciera el esfuerzo. Myron intentaba imitarlo, pero nunca había llegado a dominar realmente aquel ejercicio. La mente, incluso en épocas menos caóticas, se le escapaba; la rodilla mala le tiraba; todo él se sentía inquieto.
Redujeron los estiramientos a sólo diez minutos. De nuevo, Win los hacía sin esfuerzo, ejecutaba los spagats, llegaba a tocarse las puntas de los pies y se agachaba con suma facilidad, con unos huesos y articulaciones tan flexibles como el historial de votaciones de un político. Myron no había sido nunca tan flexible de natural. Cuando se entrenaba en serio se podía tocar las puntas de los pies y completar un estiramiento de cadera sin demasiados problemas. Pero, ahora mismo, eso le parecía que había sido hace mucho tiempo.
– Ya empiezo a estar dolorido -dijo Myron, con un gruñido.
Win ladeó la cabeza:
– Curioso.
– ¿Qué?
– Eso es lo mismo que me dijo mi cita de anoche.
– Antes no bromeabas -dijo Myron-. En realidad sí que eres un payaso.
Hicieron un poco de sparring y Myron se dio cuenta de inmediato de lo poco en forma que estaba. El sparring es la actividad más agotadora del mundo. ¿No os lo creéis? Pues buscad un punching y haced una ronda de tres minutos golpeándolo. Es tan sólo una bolsa rellena y no puede devolverte los golpes. Intentadlo; sólo una ronda. Ya veréis.
Cuando entró Esperanza, por suerte se acabó el sparring y Myron se abrazó las rodillas, respirando penosamente. Le hizo una reverencia a Win, se echó una toalla sobre el hombro y cogió una botella de Evian. Esperanza cruzó los brazos y esperó. Frente a la puerta pasó un grupo de estudiantes, vieron a Esperanza y se volvieron un par de veces a mirarla.
Esperanza le mostró a Myron una hoja:
– Es el certificado de nacimiento de Davis Taylor, nacido Dennis Lex.
– Lex -repitió Myron-, ¿de la familia…?
– Así es.
Myron observó la fotocopia. Según el documento, Dennis Lex tendría treinta y siete años. Su padre figuraba como Raymond Lex, su madre como Maureen Lehman Lex. Nacido en East Hampton, Nueva York.
Myron se lo pasó a Win.
– ¿Tuvieron otro hijo?
– Eso parece -dijo Esperanza.
Myron observó a Win, que se encogió de hombros.
– Debió de morir joven -dijo a modo de respuesta.
– Si está muerto -dijo Esperanza-, no lo he encontrado por ninguna parte; no hay certificado de defunción.
– ¿Nadie en la familia mencionó nunca otro hijo? -le preguntó Myron a Win.
– Nadie -dijo Myron.
Ahora se volvió hacia Esperanza:
– ¿Qué más tenemos?
– No mucho más. Dennis Lex se cambió el nombre a Davis Taylor hace ocho meses. También he encontrado esto.
Le dio una fotocopia de un recorte de prensa. Un pequeño anuncio del nacimiento en la Hampton Gazette de hacía treinta y siete años:
Raymond y Maureen Lex, de Wister Drive en East Hampton, están encantados de comunicar la llegada de su hijo Dennis, que nació con tres kilos de peso el día 18 de julio. Dennis se suma a su hermana Susan y a su hermano Bronwyn.
Myron movió la cabeza, incrédulo:
– ¿Cómo puede ser que nadie lo supiera?
– No es tan sorprendente -aclaró Win.
– ¿Cómo lo explicas?
– Ninguna de las empresas de la familia Lex tiene participación pública. Son muy celosos de su intimidad. La seguridad alrededor del clan funciona las veinticuatro horas del día y es la mejor que puedes encontrar. Cualquier persona que trabaja para ellos se compromete a mantener la confidencialidad.
– ¿Incluso tú?
– Yo nunca firmo contratos de confidencialidad -dijo Win-, por mucho dinero que haya de por medio.
– ¿No te pidieron nunca que firmaras uno?
– Me lo pidieron, me negué y ahí nos despedimos.
– ¿Los dejaste escapar como clientes?
– Sí.
– ¿Por qué? Quiero decir que… ¿cuál hubiera sido el problema? De todos modos, igualmente lo llevas todo de manera confidencial.
– Exactamente. Los clientes me contratan no sólo por lo brillante que soy en el campo de las finanzas, sino porque soy el modelo mismo de la discreción.
– Sin mencionar tu asombrosa modestia -añadió Myron.
– No tengo ninguna necesidad de firmar un contrato diciendo que no revelaré nada. Eso se sobreentiende. Sería como firmar un contrato en el que me comprometo a no quemarles la casa.
Myron asintió:
– Bonita analogía.
– Sí, gracias, pero trato de ilustrar lo lejos que está dispuesta a llegar esta familia para salvaguardar su intimidad. Hasta que surgió esa disputa por la herencia, la prensa no tenía ni idea de la amplitud de las posesiones de Raymond Lex.
– Pero, vamos, Win, estamos hablando del hijo de Raymond Lex. Habrías sabido que tenía ese hijo.
Win señaló la parte de arriba del recorte:
– Mira la fecha de nacimiento del niño: antes de que saliera el libro de Raymond Lex, cuando Lex era todavía un típico profesor de ciudad pequeña. No representaba ninguna noticia.
– ¿Realmente te lo crees?
– ¿Se te ocurre una explicación mejor?
– Pues, ¿dónde está el chico ahora? ¿Cómo es posible que el hijo de una de las familias más ricas de Estados Unidos no tenga documentación? Ni tarjetas de crédito, ni permiso de conducir, ningún tipo de rastro… ¿Por qué se cambió el nombre?
– La última es fácil -dijo Win.
– ¿Sí?
– Se esconde.
– ¿De quién?
– Puede que de sus hermanos -apuntó Win-. Como he dicho antes, esta batalla por la herencia es bastante descarnada.
– Eso podría tener lógica, e insisto en el «podría», si antes hubiera estado por ahí, pero ¿cómo puede no haber ningún documento de él? ¿De qué se esconde? ¿Y por qué demonios iba a inscribir su nombre en el registro de donantes de médula?
– Buenas preguntas -afirmó Win.
– Muy buenas -añadió Esperanza.
Myron releyó el artículo y miró a sus dos amigos.
– Me alegro de que coincidamos -ironizó.