A la mañana siguiente, una llamada de Greg Downing despertó a Myron temprano.
– Nathan Mostoni se ha marchado de la ciudad -le dijo-. Así que he vuelto a Nueva York. Esta tarde me toca recoger a mi hijo.
Mira qué bien te portas, pensó Myron, pero optó por callar la boca.
– Voy al YMCA de la calle 92 a lanzar unas canastas -añadió Greg-. ¿Quieres venir?
– No -dijo Myron.
– Da igual, ven de todos modos. Quedamos a las diez.
– Llegaré tarde. -Myron colgó y salió de la cama. Miró su e-mail y encontró un documento en formato JPEG del contacto de Esperanza en AgeComp. Abrió el archivo y una imagen se abrió lentamente en la pantalla: la posible cara de Dennis Lex como un hombre en sus cabales de treinta y muchos años. Extraño. Myron observó la imagen. No le resultaba familiar en absoluto. Era un trabajo notable, ese tipo de imágenes con edad añadida, muy real. Excepto por los ojos: los ojos siempre parecían ojos de muerto.
Clicó en el icono de imprimir y oyó la Hewlett-Packard ponerse en marcha. Miró la hora que aparecía en el extremo inferior derecho de la pantalla. Todavía era temprano, pero no quería esperar más.
Llamó al padre de Melina Garston.
George Garston accedió a encontrarse con Myron en su ático de la Quinta Avenida con la calle 78, con vistas a Central Park. Una mujer de pelo oscuro le abrió la puerta. Se presentó como Sandra y lo guió en silencio pasillo abajo. Myron miró por una ventana, desde donde pudo ver la silueta gótica del Dakota al otro lado del parque. Recordó haber leído en alguna parte que Woody y Mia se saludaban haciendo ondear toallas desde sus respectivos apartamentos a ambos lados de Central Park. Eran tiempos mejores, sin duda.
– No entiendo lo que tiene usted que ver con mi hija -le dijo George Garston. Llevaba una camisa azul que contrastaba bellamente con una mata de pelo blanco que le salía del pecho hasta el cuello, asomando como la peluca de un muñeco trol. Su cabeza calva era una esfera casi perfecta embutida entre dos rocas con forma de hombros. Tenía la complexión orgullosa y fornida del inmigrante que ha triunfado, pero se le notaba que había sufrido un revés. Ahora presentaba un decaimiento, el encorvamiento de los que sufren eternamente. Myron lo había visto antes. El dolor como el de ese hombre te quiebra la espalda. Sigues viviendo, pero siempre encorvado. Sonríes, pero la alegría nunca te alcanza los ojos.
– Probablemente nada -dijo Myron-. Estoy buscando a alguien, y podría tener algo que ver con el asesinato de su hija. No lo sé.
El estudio era de madera de cerezo, demasiado oscuro, con las cortinas cerradas y una lámpara que despedía una luz amarillenta apagada. George Garston se volvió a un lado, de cara al denso papel con estampado de cachemira de la pared, mostrándole el perfil a Myron.
– Una vez trabajamos juntos -dijo-. Nosotros personalmente no, nuestras empresas. ¿Lo sabía?
– Sí -dijo Myron.
George Garston se había hecho rico con una cadena de restaurantes griegos, de esos que funcionan mejor como chiringuitos de comida en las zonas de restauración de los grandes centros comerciales. La cadena se llamaba Achilles Meals. De veras. Myron tenía a un jugador de hockey griego que había promocionado la cadena en la zona, en la parte norte del Midwest.
– De modo que un agente de deportes se interesa por el asesinato de mi hija -dijo Garston.
– Es una larga historia.
– La policía no dice nada, pero creen que fue su novio, ese periodista. ¿Está usted de acuerdo?
– No lo sé. ¿Qué piensa usted?
Hizo un ruido burleta. Myron ya casi no le veía la cara.
– ¿Qué pienso yo? -repitió-. Suena usted como uno de esos terapeutas postraumáticos.
– No era mi intención.
– Te echan toda esta mierda sensiblera y lo único que quieren es distraerte de la realidad. Dicen que quieres que te enfrentes a ella pero, en verdad, es todo lo contrario. Quieren que escarbes mucho en tu interior para que al final no seas capaz de ver lo horrible que es ahora tu vida. -Gruñió y corrigió la postura sobre la butaca-. No tengo una opinión sobre Stan Gibbs. No le he visto nunca.
– ¿Sabía que él y su hija salían juntos?
A oscuras, Myron vio la gran cabeza moviéndose hacia delante y hacia atrás.
– Me dijo que tenía un novio -dijo-. Pero no me dijo su nombre, ni que estuviera casado.
– ¿Lo habría aprobado?
– Por supuesto que no -dijo, tratando de sonar cortante, pero su actitud estaba más allá de la indignación banal-. ¿Lo aprobaría usted, si fuera su hija?
– Supongo que no. ¿De modo que no sabía nada de su relación con Stan Gibbs?
– No.
– Entiendo que habló usted con ella poco antes de su muerte.
– Cuatro días antes.
– ¿Puede contarme de qué hablaron?
– Melina había estado bebiendo -dijo, con ese sonido monótono puro que alcanzas cuando las palabras llevan demasiado tiempo retumbando por tu cabeza-. Bebiendo mucho. Mi hija bebía demasiado. Lo heredó de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Es el legado de la familia Garston. -Soltó un sonido que sonó mucho más próximo a un sollozo que a nada parecido a una carcajada.
– ¿Le habló Melina de su testimonio?
– Sí.
– ¿Podría decirme lo que dijo exactamente?
– «He cometido un error, papá.» Eso es lo que me dijo. Me dijo que había mentido.
– ¿Qué le dijo usted?
– Ni siquiera sabía de lo que me estaba hablando. Es lo que le he dicho antes: yo no sabía nada de ese novio.
– ¿Le pidió que se lo explicara?
– Sí.
– ¿Y?
– No lo hizo. Me dijo que me olvidara del asunto. Dijo que ya lo arreglaría. Luego me dijo que me quería y colgó.
Silencio.
– Yo tenía dos hijos, señor Bolitar, ¿lo sabía?
Myron negó con la cabeza.
– Hace tres años, un accidente de avión se llevó a mi hijo Michael. Ahora, un animal ha torturado y matado a mi niña. Mi esposa, que también se llamaba Melina, murió hace quince años. No tengo a nadie más. Hace cuarenta y ocho años pensé que llegaba a este país sin nada. Y he ganado mucho dinero. Pero ahora, en realidad, no tengo nada. ¿Lo entiende?
– Sí -dijo Myron.
– ¿Eso es todo, entonces?
– Su hija tenía un piso en Broadway.
– Sí.
– ¿Siguen ahí, sus pertenencias?
– Sandra, mi nuera, ha estado recogiendo sus cosas. Pero todavía está todo allí. ¿Por qué?
– Me gustaría echarles un vistazo, si está de acuerdo, claro.
– La policía ya lo ha hecho.
– Lo sé.
– ¿Cree que puede encontrar algo que se les puede haber escapado?
– Estoy casi seguro de que no.
– ¿Y entonces?
– Estoy enfocando el caso desde un punto de vista distinto. Eso me da una perspectiva más fresca.
George Garston encendió la lámpara de sobremesa. El amarillo de la bombilla le tiñó la cara de una ictericia oscura. Myron pudo ver sus ojos demasiado secos, quebradizos como una fruta secada al sol.
– Si descubre quién mató a mi Melina, me lo dirá a mí primero.
– No -dijo Myron.
– ¿Sabe lo que le hizo?
– Sí. Y sé lo que usted quiere hacer. Pero eso no le hará sentirse mejor.
– Lo dice como si estuviera seguro.
Myron guardó silencio.
George Garston apagó la luz y se volvió de espaldas.
– Sandra le puede acompañar al piso.
– Se pasa el día sentado en ese estudio -le dijo Sandra Garston mientras llamaban el ascensor-. Ya no quiere salir nunca.
– Todavía es reciente -dijo Myron.
Ella negó con la cabeza. El pelo negro azulado le caía formando ondas amplias y sueltas, como el papel térmico del fax cuando sale de la máquina. Pero, a pesar del color del pelo, el aspecto global de la chica era casi islandés, con el rostro y la complexión de una campeona de patinaje sobre hielo. Tenía las facciones afiladas y acabadas casi abruptamente, la tez rojiza como de frío intenso.
– Cree que no tiene a nadie -dijo.
– Le tiene a usted.
– Yo sólo soy su nuera. Me ve y soy como una atadura con Michael. No tengo valor para decirle que finalmente he vuelto a salir con alguien.
Cuando llegaron a la calle, Myron le preguntó:
– ¿Tenían una relación estrecha, Melina y usted?
– Eso creo, sí.
– ¿Sabía lo de su relación con Stan Gibbs?
– Sí.
– Pero a su padre no se lo contó nunca.
– No lo pensaba hacer. Papá no encontraba adecuado a casi ningún hombre. Uno casado lo habría hecho enfurecer.
Cruzaron la calle y se adentraron en aquella maravilla urbana conocida como Central Park. El día era espectacular y el parque estaba abarrotado. Los caricaturistas asiáticos hacían negocio; había hombres corriendo con esos shorts que recuerdan sospechosamente a unos pañales; gente que tomaba el sol perezosamente sobre el césped, apilados los unos junto a los otros y, sin embargo, totalmente solos. Nueva York es así. E. B. White dijo una vez que Nueva York otorga el don de la soledad y el don de la privacidad. Era como si todo el mundo estuviera enchufado a su walkman interno, cada uno con una música distinta, moviéndose con indiferencia a su propio ritmo.
Un tipo enrollado con un pañuelo en el pelo lanzó un frisbee y gritó «¡atrápalo!», pero no llevaba ningún perro. Había mujeres fornidas que patinaban enfundadas en tops negros. Había muchos hombres de distintas complexiones que se habían quitado la camiseta. Ejemplos: un tipo grasiento que parecía el muñeco de los neumáticos Michelin pasó por su lado sacudiéndose. Detrás de él, un tipo bien formado se detuvo y flexionó un bíceps con arrogancia. Lo flexionó de verdad. En público. Myron frunció el ceño. No sabía qué era peor, si los tipos que no deberían quitarse la camiseta y lo hacen, o los que han de hacerlo y lo hacen.
Cuando llegaron a Central Park West, Myron preguntó:
– ¿Para usted era un problema que saliera con un hombre casado?
Sandra se encogió de hombros:
– Me preocupaba, por supuesto. Pero le dijo a Melina que pensaba dejar a su esposa.
– ¿No es lo que dicen todos?
– Melina le creía. Parecía feliz.
– ¿Conoció a Stan Gibbs?
– No. Se suponía que su relación era secreta.
– ¿Le comentó alguna vez que había mentido en el juicio?
– No -dijo-, nunca.
Sandra usó la llave y abrió la puerta. Myron entró. Colores. Muchos colores. Colores felices. El apartamento parecía un cruce entre el Magical Mystery Tour y los Teletubbies, tonos brillantes por todas partes, en especial verdes, con salpicaduras psicodélicas difusas. Las paredes estaban cubiertas de acuarelas vividas de tierras lejanas y viajes por el océano. También algunos motivos surrealistas. El efecto era como de un vídeo de Enya.
– He empezado a meter las cosas en cajas -dijo Sandra-, pero empaquetar toda una vida es difícil.
Myron asintió con la cabeza. Se puso a andar por la pequeña vivienda con la esperanza de experimentar una revelación psíquica o algo así. No le vino ninguna. Paseó la mirada por las obras de arte.
– Tenía que hacer su primera exposición en el Village dentro de un mes -dijo Sandra.
Myron estudió una pintura con cúpulas blancas y agua azul cristalina. Reconoció el paisaje de Mykonos. Estaba espléndidamente pintado. Myron casi podía oler la sal del Mediterráneo, saborear el pescado a la brasa junto a la playa, sentir la arena nocturna pegada a la piel de los amantes. Ninguna pista salía de allí, pero miró la escena un par de minutos más antes de volverse.
Se puso a inspeccionar las cajas. Encontró un álbum de recuerdos escolar del curso 1986 y lo hojeó hasta encontrar la foto de Melina. Le gustaría pintar, decía. Volvió a mirar las paredes. Era tan luminosa y optimista, su obra. La muerte, como Myron sabía, tiene siempre algo de irónico, pero la muerte de una persona joven es la más irónica de todas.
Volvió a centrar su atención en su foto. Melina miraba a un lado con la típica sonrisa insegura y dubitativa del bachiller. Myron la conocía bien, ¿no hemos pasado todos por ahí? Cerró el álbum y se dirigió a los armarios. La ropa estaba perfectamente ordenada, con muchos jerseys doblados en el estante de arriba y los zapatos alineados como pequeños soldados. Volvió a las cajas y encontró sus fotos en una de zapatos. Una caja de zapatos, entre todas las cosas. Myron movió la cabeza y empezó a mirarlas. Sandra se sentó en el suelo junto a él.
– Ésta es su madre -dijo.
Myron observó la foto de dos mujeres, claramente madre e hija, abrazadas. Esta vez no había rastro de inseguridad en la sonrisa. Esa sonrisa, la sonrisa en brazos de la madre, se elevaba como el canto de un ángel. Myron contempló la sonrisa angelical e imaginó la boca celestial gritando en una agonía desesperada. Pensó en George Garston, solo, en aquel estudio con luz de ictericia. Y le comprendió.
Miró la hora. Era el momento de acelerar el ritmo. Repasó las fotos de su padre, su hermano, Sandra, salidas en familia, lo normal. Ninguna foto de Stan Gibbs. Nada útil.
En otra caja encontró perfume y cosméticos. En otra, un diario, pero Melina no había escrito nada en él en los últimos dos años. Lo hojeó, pero sintió que era una violación demasiado innecesaria. Encontró una carta de amor de un antiguo novio. Y unos cuantos recibos.
Encontró copias de las columnas de Stan.
Hum.
En su libreta de direcciones. Todas las columnas. En ellas no había nada escrito, tan sólo los recortes, recogidos con un clip. ¿Pero qué significaba aquello? Los volvió a mirar. Tan sólo recortes. Los dejó a un lado y hojeó un poco más. Cerca del final cayó algo. Myron recogió un trozo de papel de color crema, o envejecido, roto por el lado izquierdo, más bien una tarjeta doblada por la mitad. En el exterior no había absolutamente nada. La abrió. En la mitad superior habían escrito a mano «Con amor, papá». Myron volvió a pensar en George Garston sentado a solas en aquella estancia y sintió un intenso calor que le quemaba la piel.
Ahora se sentó en el sofá e intentó evocar algo. Puede que suene extraño -sentarse en esa habitación demasiado vacía, todavía con el olor dulce de una mujer muerta impregnado, sintiéndose no muy distinto de aquella viejecita de las películas de Poltergeist-, pero nunca se sabe. No era que las víctimas hablaran con él ni nada parecido, pero, a veces, podía imaginarse lo que habían estado pensando y sintiendo y le saltaba una chispa que iniciaba el fuego. De modo que lo volvió a intentar.
Nada.
Paseó los ojos por las telas y volvió a sentir que la piel le quemaba. Observó los colores brillantes, se dejó asaltar por ellos. El brillo debió de protegerla. Bobadas, pero hay algo de eso. Ella había tenido una vida. Melina trabajaba y pintaba y le gustaban los colores luminosos y tenía demasiados jerseys y guardaba sus recuerdos favoritos en una caja de zapatos y alguien había destrozado aquella vida porque nada de aquello significaba nada para él. Nada de aquello era importante. Myron se enfureció.
Cerró los ojos y trató de apaciguar un poco su rabia. La rabia no era buena; nublaba la lógica. Ya había soltado alguna vez esa parte de él -su complejo de Batman, como Esperanza lo llamaba-, pero hacer de héroe en busca de justicia o venganza (si es que no son lo mismo) no era ni inteligente ni saludable. Al final acabas viendo cosas que no querías ver. Te enteras de verdades que nunca debías haber sabido. Te duele y luego se atenúa. Es mejor mantenerse al margen.
Pero la quemazón en la piel no lo abandonaba, así que dejó de luchar contra ella, permitiendo que lo apaciguara, le relajara la musculatura, se posara delicadamente sobre él. Tal vez el calor no fuera tan malo. Tal vez los horrores que había visto y las verdades que había aprendido no le habían cambiado, no le habían aliviado, al fin y al cabo.
Myron cerró las cajas, echó un último y prolongado vistazo a la soleada isla de Mykonos e hizo una reverencia silenciosa.