El señor Granito esperaba a la puerta del Dakota.
Myron lo vio desde el coche. Cogió el móvil y llamó a Win:
– Tengo visita.
– Un caballero más bien corpulento, sí -dijo Win-. Al otro lado de la calle hay dos cohortes apostadas en un vehículo corporativo propiedad de la familia Lex.
– Dejaré el teléfono abierto.
– La última vez te lo confiscaron -le recordó Win.
– Sí.
– Es probable que hagan lo mismo.
– Improvisaremos.
– Sí, tu funeral -dijo Win, antes de colgar.
Myron aparcó en la plaza y se acercó al señor Granito.
– La señora Lex quisiera verle -le dijo Granito.
– ¿Sabe lo que quiere? -le preguntó Myron.
Granito ignoró la pregunta.
– A lo mejor me vio haciendo flexiones en la cinta que grabaron los de seguridad -dijo Myron-. Me querrá conocer mejor.
Granito no se rió:
– ¿No ha pensado nunca en dedicarse profesionalmente a eso del humor?
– He recibido alguna oferta.
– Estoy seguro. Entre en el coche.
– Está bien, pero tengo una hora límite. Y nunca beso en la boca en la primera cita. Lo digo por dejar las cosas claras.
Granito movió la cabeza:
– Tío, cómo me gustaría darte una paliza.
Se metieron en el coche. Delante había dos tipos con chaqueta azul. Hicieron todo el trayecto en silencio excepto por Granito y sus Crujidos Mágicos de Nudillos. El edificio Lex apareció a regañadientes en medio de la oscuridad. Myron volvió a pasar por las penalidades de seguridad. Como Win había predicho, le confiscaron el teléfono. Esta vez, Granito y los dos de la chaqueta azul giraron a la izquierda en vez de a la derecha. Lo escoltaron hasta un ascensor. Cuando se abrió otra vez, apareció lo que parecía ser una planta residencial.
El despacho de Susan Lex estaba decorado con una especie de estilo Renacimiento palaciego, pero el apartamento de ahí arriba -al menos, parecía un apartamento- daba un giro de ciento ochenta grados: moderno y minimalista eran los dos adjetivos que le pegaban. Paredes de color blanco escueto y totalmente desnudas y el suelo de madera gris paloma. Había estanterías blancas y negras de fibra de vidrio, casi todas vacías, algunas con figurillas poco definidas. También había un sofá rojo con forma de labios, y un mueble bar bien provisto y hecho de lucha por el que se veía a través, flanqueado por dos taburetes metálicos rotatorios de pie de color rojo, igual de tentadores que un termómetro rectal. En una chimenea danzaba perezosamente un fuego, compuesto por troncos falsos que proyectaban un brillo poco natural sobre la encimera negra. Todo aquel espacio despedía una sensación y un aura tan cálidos como una calentura.
Myron paseó, fingiendo interés. Se detuvo ante una estatua de cristal con el pie de mármol. Algo moderno, o cubista, o como quieras llamarlo. Movimiento Intestinal Simétrico, quizá. Myron puso la mano encima. Sólido. Miró por el cristal de una sola dirección. Era demasiado para poder ver nada, más allá de los setos que protegían la puerta principal. Hum.
Los de la chaqueta azul hacían de guardias del Palacio de Buckingham a ambos lados de la puerta. Granito siguió a Myron con las manos pegadas detrás de la espalda. Al otro lado del salón se abrió una puerta. Myron no se sorprendió al ver entrar a Susan Lex, que de nuevo mantenía la distancia de seguridad. Esta vez la acompañaba un hombre. Myron no se molestó en acercarse a ellos.
– ¿Y usted es…?
Susan Lex respondió a la pregunta:
– Es mi hermano, Bronwyn.
– No es el hermano que a mí me interesa -dijo Myron.
– Sí, ya lo sé. Siéntese, por favor.
El señor Granito le señaló el sofá-labios. Myron se sentó en el labio inferior, a la espera de ser devorado. Granito se sentó justo al lado. Qué coqueto.
– A Bronwyn y a mí nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas, señor Bolitar -dijo Susan Lex.
– ¿Podrían acercarse un poco más?
Ella sonrió:
– No lo creo.
– Me he duchado.
Ella ignoró el comentario.
– Entiendo que hace usted ocasionalmente trabajos de investigación -dijo.
Myron no respondió.
– ¿Es eso correcto?
– Depende de lo que quiera decir por «trabajos de investigación».
– Lo interpretaré como un sí -dijo Susan Lex.
Myron se encogió de hombros, como diciendo «es tu problema».
– ¿Por eso busca a mi hermano? -preguntó ella.
– Ya le expliqué por qué lo busco.
– ¿Ese cuento de que era donante de médula ósea?
– No es ningún cuento.
– Por favor, señor Bolitar -dijo Susan Lex, con ese aire de persona rica-, ambos sabemos que es mentira.
Myron hizo ademán de levantarse, pero Granito le puso una mano sobre la rodilla. Le dio la sensación de que, más que la mano, le ponía un bloque de cemento. Granito movió la cabeza y Myron permaneció donde estaba.
– No es mentira -dijo.
– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Susan Lex. Luego miró al señor Granito-. Enséñale las fotos, Grover.
Myron se volvió a mirarlo:
– Grover es el nombre de mi personaje favorito de Barrio Sésamo. Quería que lo supiera.
– Le hemos estado siguiendo, Myron. -Granito le dio un puñado de fotos. Myron las miró. Eran fotos de 20X25 en las que él aparecía en casa de Stan Gibbs. En la primera salía llamando a la puerta. En la segunda, Stan asomaba la cabeza. La tercera los mostraba a los dos entrando en la vivienda.
– ¿Y bien?
Myron frunció el ceño.
– Qué más podría añadir.
– Sabemos que trabaja para Stan Gibbs -dijo Susan Lex.
– ¿Haciendo qué, exactamente? -preguntó Myron.
– Investigando. Como le he dicho antes. Así que, ahora que entendemos su motivo real, dígame cuánto nos costará que se vaya.
– No sé de lo que me está hablando.
– Para decirlo claramente, ¿cuánto costará que abandone y desista? -preguntó Susan Lex-. ¿O nos piensa obligar a destruirle también?
¿También?
Eso le provocó un clic en el cerebro.
Myron dirigió su atención al hermano silencioso:
– Déjeme hacerle una pregunta, Bronwyn -dijo-. Usted y Dennis iban juntos a preescolar. Ambos desaparecieron, pero al cabo de dos semanas, usted volvió solo al colegio. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a su hermano?
Bronwyn abrió y cerró la boca, como un títere. Luego miró a su hermana en busca de ayuda.
– Es como si después de eso hubiera desaparecido de la faz de la tierra -prosiguió Myron-. Durante treinta años ha estado totalmente fuera de las antenas del radar. Pero ahora, bueno, es como si, por algún motivo, hubiera vuelto. Se ha cambiado el nombre, ha abierto una pequeña cuenta corriente, ha donado sangre en un centro de médula ósea. Así que, ¿qué me dice, Bron? ¿Tiene alguna pista?
Bronwyn dijo:
– ¡Sencillamente, eso no puede ser cierto!
Su hermana lo hizo callar con la mirada. Pero Myron sintió algo en el ambiente. Reflexionó la sensación y le vino a la cabeza otra idea: tal vez los propios hermanos Lex no conocían la respuesta. Tal vez ellos también buscaban a Dennis.
Fue precisamente mientras estaba perdido en ese pensamiento que recibió un fuerte puñetazo en el estómago del señor Granito. El puño le impactó tan adentro que pareció como si los nudillos hubieran llegado a la tela del sofá. Myron se dobló por la cintura. Cayó al suelo, se esforzó por recuperar la respiración, ahogándose por dentro. Agachó la cabeza hasta las rodillas, consumido por una idea: aire. Necesitaba aire.
La voz de Susan Lex le retumbó en los oídos:
– Stan Gibbs sabe la verdad. Su padre es un mentiroso repugnante. Sus acusaciones no tienen absolutamente ninguna credibilidad. Pero defenderé a mi familia, señor Bolitar. Dígale al señor Gibbs que todavía no ha empezado a sufrir. Lo que le ha ocurrido hasta ahora no es nada comparado con lo que le pienso hacer, y a usted también, si no se detiene. ¿Ha quedado claro?
Aire. Tragos de aire. Myron se las arregló para no vomitar. Se tomó su tiempo, levantó la vista, la miró a los ojos.
– No entiendo nada de nada -dijo.
Susan Lex se dirigió a Grover:
– Pues, entonces, házselo entender tú.
Con estas palabras abandonó la sala. Su hermano le dedicó un último vistazo y luego la siguió.
Poco a poco, Myron recobró el aliento.
– Buen gancho, Grover -dijo.
Grover se encogió de hombros:
– Contigo he sido delicado.
– La próxima vez, vigila cuando miro, tipo duro.
– El resultado será el mismo.
– Eso ya lo veremos. -Myron se incorporó-. Bueno, ¿de qué cojones me hablaba?
– Pensaba que la señora Lex se había explicado con claridad suficiente -dijo-. Pero como pareces tener muy poca cosa entre las dos orejas, reformularé su postura: no le gusta que nadie meta las narices en sus asuntos. Stan Gibbs, por ejemplo, las metió, y ya has visto lo que le ha pasado. Tú las has metido, y ahora vas a ver lo que te pasa.
Myron se puso de pie con dificultad. Los dos de la chaqueta azul permanecieron junto a la puerta. Granito volvía a hacer crujir los nudillos.
– Ahora presta atención, por favor -dijo-. Voy a romperte una pierna. Luego sacarás a rastras tu puto culo de aquí y le dirás a Gibbs que si vuelve a meter las narices, os exterminaré a los dos. ¿Alguna pregunta?
– Sólo una -dijo Myron-. ¿No crees que eso de romper una pierna está un poco visto?
Grover sonrió:
– Tal y como lo hago yo, no.
Myron miró a su alrededor.
– No tienes escapatoria, amigo.
– ¿Quién quiere escaparse? -contraatacó Myron.
Sin aviso previo, agarró la pesada estatua dedicada al movimiento intestinal. Los de azul empuñaron sus revólveres. Granito se agachó. Pero Myron no apuntaba contra ellos. Tiró de la estatua, estiró los brazos, giró sobre sí mismo como un lanzador de disco y apuntó, con la base de mármol por delante, a la luna de cristal de la ventana. La ventana estalló en mil pedazos.
Ahí empezó el tiroteo.
– ¡Al suelo! -gritó Myron.
Los de azul obedecieron. Myron se agachó. Las balas siguieron. Fuego de francotirador. Una bala impactó contra la luz cenital. Otra contra la lámpara.
Te hubiera encantado, Win.
– Si queréis seguir con vida -gritó Myron-, ¡no os mováis!
El fuego cesó. Uno de los de azul hizo ademán de levantarse. Saltó otra bala que estuvo a punto de arreglarle el peinado. Volvió a tumbarse inmediatamente, tan plano que parecía una alfombra de piel de oso.
– Ahora voy a levantarme -dijo Myron-. Y me marcharé. Os aconsejo que os quedéis bien agachaditos. Y, ¿Grover?
– ¿Qué?
– Avisa por radio a los de abajo que no intenten detenerme. No estoy del todo seguro, pero es bastante probable que, si me retraso más de la cuenta, mi amigo lance una granada desde fuera.
Granito hizo la llamada. Nadie movió un dedo. Myron se levantó y luego abandonó la sala casi silbando.