10

Davis Taylor

221 North End Ave

Waterbury, Conneticut


El número de la seguridad social y los teléfonos también aparecían. Myron sacó el móvil y marcó. Al cabo de dos pitidos se conectó con una máquina y una voz robótica, el saludo por defecto, le pidió que dejara un mensaje después de la señal. Dejó su nombre y número de móvil y le pidió al señor Taylor que le devolviera la llamada.

– ¿Y ahora qué piensas hacer? -preguntó Terese.

– Creo que cogeré el coche e iré a ver si puedo hablar con el señor Davis Taylor.

– ¿No ha intentado ya hacerlo la clínica?

– Probablemente.

– Pero tú eres más convincente, ¿no?

– Eso es cuestionable.

– Esta noche tengo que cubrir lo del Waldorf -dijo ella.

– Lo sé. Iré solo. O tal vez con Win.

Ella seguía sin mirarle.

– Este chico que necesita el trasplante -dijo-, no es un desconocido, ¿verdad?

Myron no estaba seguro de cómo responder a esa pregunta.

– Creo que no.

Terese asintió con un gesto de la cabeza que le decía que no le tenía que contar nada más. Y no lo hizo. Cogió el teléfono y llamó a Emily. Ella respondió antes de terminar el primer pitido.

– ¿Sí?

– ¿Cuándo va a dar Greg la rueda de prensa? -le preguntó.

– Dentro de dos horas -dijo Emily.

– Necesito hablar con él.

Oyó un suspiro esperanzado:

– ¿Has encontrado al donante de Jeremy?

– Todavía no.

– Pero tienes algo.

– Ya veremos.

– No me trates con condescendencia, Myron.

– No te trato con condescendencia.

– Estamos hablando de la vida de mi hijo.

¿Y mío?, pensó.

– Tengo una pista, Emily, eso es todo.

Ella le dio el número y añadió:

– Myron, por favor, llámame si…

– En cuanto sepa algo.

Colgó y llamó a Greg.

– Necesito que aplaces la rueda de prensa -dijo Myron.

– ¿Por qué? -preguntó Greg.

– Dame tiempo hasta mañana.

– ¿Has encontrado algo?

– Puede ser.

– Puede ser -dijo Greg- no quiere decir nada. ¿Tienes algo o no?

– Tengo un nombre y una dirección. Podría ser nuestro hombre, pero quiero comprobarlo antes de que hagas una petición pública.

– ¿Dónde vive? -preguntó Greg.

– En Connecticut.

– ¿Vas a ir a verlo?

– Sí.

– ¿Ahora?

– Prácticamente.

– Quiero ir contigo -dijo Greg.

– No es buena idea.

– Es mi hijo, maldita sea.

Myron cerró los ojos:

– Lo entiendo.

– Pues entonces también entenderás esto: no te estoy pidiendo permiso, te estoy diciendo que iré contigo, de modo que deja de hacer el capullo y dime dónde quieres que te recoja.


Greg condujo. Tenía uno de esos todoterrenos deportivos tan de moda entre los suburbanitas de Nueva Jersey, cuya idea del off-road son los baches para reducir la velocidad que ponen cerca de los centros comerciales. Muy de camionero pijo. Los dos hombres estuvieron mucho rato en silencio. La tensión en el aire era peor incluso que esas que se pueden cortar con un cuchillo. Se pegaba a las ventanillas, aplastaba a Myron, lo fatigaba y lo deprimía.

– ¿Cómo has conseguido su nombre? -le preguntó Greg.

– Eso no tiene importancia.

Greg desistió. Siguieron avanzando. Por la radio, Jewel insistía en que sus manos eran pequeñas, lo sabía, pero que eran de ella y de nadie más. Myron frunció el ceño. No exactamente. Era La respuesta está en el viento, ¿no?

– Me rompiste la nariz -dijo Greg.

Myron siguió en silencio.

– Y no he vuelto a tener la visión de antes. Me cuesta enfocar la canasta.

Myron no podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿No me estarás echando la culpa por tu temporada de mierda, verdad Greg?

– Sólo digo que…

– Te estás haciendo mayor. Has jugado catorce temporadas, y participar en la huelga no te ayudó.

Greg hizo un gesto con la mano:

– Tú no lo puedes entender.

– Tienes razón -Myron pasó de la rabia a la furia-, yo nunca llegué a jugar al baloncesto profesional.

– Pues, mira, yo nunca llegué a follarme a la esposa de mi amigo.

– No era tu esposa -replicó Myron-, y no éramos amigos.

Ambos se detuvieron ahí. Greg mantuvo la vista en la carretera. Myron se volvió a mirar por la ventanilla.

Waterbury es una de esas ciudades que cruzas para ir a otro lugar. Myron quizás había recorrido cien veces ese tramo de la 84 pensando siempre que, de lejos, Waterbury era una ciudad brutalmente fea. Pero ahora que tenía la oportunidad de verla de cerca se dio cuenta de que había subestimado lo ofensiva que resultaba la vista, que, efectivamente, la ciudad poseía una fealdad tan brutal que de lejos no era posible apreciar. Movió la cabeza, atónito. ¿Y la gente se reía de Nueva Jersey?

Myron había buscado las instrucciones sobre cómo llegar en la página web MapQuest. Se las leyó a Greg con una voz que apenas reconocía como propia y Greg las siguió en silencio. Al cabo de cinco minutos aparcaban frente a una casa vetusta de listones de madera, en medio de una calle llena de listones de madera vetustos. Las casas estaban distribuidas de manera irregular y muy apiladas, el conjunto formaba algo parecido a una dentadura muy necesitada de una ortodoncia masiva.

Salieron del coche. Myron quería decirle a Greg que se quedara, pero no habría servido de nada. Llamó a la puerta y, casi de inmediato, una voz áspera dijo:

– ¿Daniel? ¿Eres tú, Daniel?

Myron dijo:

– Busco a Davis Taylor.

– ¿Daniel?

– No -dijo Myron, gritando a través de la puerta-. Davis Taylor. Pero tal vez se hace llamar Daniel.

– ¿De qué está hablando?

Abrió la puerta un hombre mayor, con la mirada llena de desconfianza. Las gafas que llevaba eran demasiado pequeñas para su cara, de modo que las patillas de metal le quedaban embutidas entre los pliegues de piel bajo de las sienes, y un peluquín cutre y amarillo, parecido a lo que Carol Channing llevaba demasiado a menudo, le adornaba la coronilla. Calzaba una zapatilla y un zapato, y su batín tenía aspecto de haber sido pisoteado durante la guerra de los Boers.

– Pensé que eras Daniel -dijo el viejo. Intentó ponerse bien las gafas, pero se le quedaron como estaban y entornó los ojos-. Te pareces a Daniel.

– Deben de ser las nubes de sus ojos -dijo Myron, parafraseando la canción de Elton John.

– ¿Cómo?

– Nada, no importa. ¿Es usted Davis Taylor?

– ¿Qué quieres?

– Buscamos a Davis Taylor.

– No conozco a ningún Davis Taylor.

– ¿Esto es el 221 de North End Drive?

– Correcto.

– ¿Y aquí no vive ningún Davis Taylor?

– Sólo yo y mi hijo Daniel. Pero ha estado fuera. En ultramar.

– ¿En España? -preguntó, imitando la manera como Elton John dice «Spaiiiin» en la canción. Elton habría estado orgulloso de él.

– ¿Cómo?

– Nada, nada.

El viejo se volvió a mirar a Greg, volvió a intentar colocarse bien las gafas y entornó de nuevo los ojos:

– A ti te conozco. Juegas a baloncesto, ¿verdad?

Greg sonrió al hombre con delicadeza, por no decir con aires de superioridad, cual Moisés sonriendo al escéptico cuando las aguas del mar Rojo se separaron:

– Correcto.

– Tú eres Dolph Schayes.

– No.

– Te pareces a Dolph. Un tirador endemoniado. El año pasado le vi jugar en San Luis. Tiene un toque mágico.

Myron y Greg se miraron fugazmente. Dolph Schayes se había jubilado en 1964.

– Disculpe -dijo Myron-, no he entendido su nombre.

– No llevas el uniforme -dijo el viejo.

– No, señor, sólo lo llevo en la pista.

– No hablo de ese uniforme.

– Oh -exclamó Myron, aunque no tenía idea de por qué.

– De modo que no podéis estar buscando a Daniel, eso es lo que quería decir. Temí que estuvierais en el ejército y… -Aquí su voz se apagó.

Myron se dio cuenta de por dónde iba la cosa.

– ¿Su hijo está destinado en ultramar?

El viejo asintió con la cabeza:

– Vietnam.

Myron asintió a su vez, ahora incómodo por la bromita de la canción de Elton John.

– Perdone, no he entendido su nombre.

– Nathan. Nathan Mostoni.

– Señor Mostoni, buscamos a alguien llamado Davis Taylor. Es muy importante que le localicemos.

– No conozco a ningún Davis Taylor. ¿Es amigo de Daniel?

– Podría ser.

El hombre lo meditó.

– No, no lo conozco.

– ¿Quién más vive aquí?

– Sólo mi hijo y yo.

– ¿Sólo ustedes dos?

– Sí, pero mi hijo está en ultramar.

– ¿Así que, ahora mismo, está usted solo?

– ¿De cuántas maneras distintas me lo piensas preguntar, chico?

– Bueno, es que es una casa bastante grande -dijo Myron.

– ¿Y?

– ¿Alguna vez ha alquilado habitaciones?

– Claro. Tenía a una estudiante que se marchó hace poco.

– ¿Cómo se llamaba?

– Stacy no sé qué. No me acuerdo.

– ¿Cuánto tiempo ha estado?

– Unos seis meses.

– ¿Y antes?

Ésa la tuvo que meditar un poco más. Nathan Mostoni se rascó la cara como lo hacen los perros con la barriga.

– Un chico que se llamaba Ken.

– ¿No ha tenido nunca a un inquilino llamado Davis Taylor? -preguntó Myron-. ¿O algo parecido?

– No, nunca.

– ¿Y tenía novio, esa Stacy?

– No creo.

– ¿Sabe usted su apellido?

– Me falla mucho la memoria, pero está en el college.

– ¿Qué college?

– Waterbury State.

Myron se volvió hacia Greg y entonces tuvo otra idea.

– Señor Mostoni, ¿había oído alguna vez el nombre Davis Taylor antes de hoy?

El hombre volvió a entornar los ojos:

– ¿Qué quiere decir?

– ¿No le ha visitado nadie, ni le ha llamado preguntándole por Davis Taylor?

– No, señor. Jamás había oído ese nombre.

Myron volvió a mirar a Greg, y luego se dirigió al viejo.

– ¿De modo que nadie del centro de médula ósea se ha puesto en contacto con usted?

El señor Mostoni bajó la cabeza y se llevó una mano al oído:

– ¿El centro de qué?

Myron le hizo unas cuantas preguntas más, pero Nathan Mostoni se puso a viajar por el tiempo otra vez. Allí no había nada más que buscar. Myron y Greg le dieron las gracias y volvieron por el sendero resquebrajado.

Una vez dentro del coche, Greg preguntó:

– ¿Por qué no se ha puesto en contacto con él el centro de médula ósea?

– Quizá lo hayan hecho -dijo Myron-. A lo mejor se le ha olvidado.

A Greg aquello no le gustó, ni tampoco a Myron.

– Entonces, ¿qué hacemos ahora?

– Hacer una comprobación del historial de Davis Taylor, averiguar todo lo que podamos sobre él.

– ¿Cómo?

– En la actualidad es fácil. Tecleando un poco, mi colega sabrá cómo hacerlo.

– ¿Tu colega? ¿Te refieres a aquel friki violento con el que compartías piso en la universidad?

– (a) Es poco sano llamar a Win friki violento, aunque parezca no estar cerca, y (b), no, me refería a mi socia en MB SportsReps, Esperanza Diaz.

Greg volvió a mirar la casa.

– ¿Qué hago yo?

– Vete a casa -dijo Myron.

– ¿Y?

– Hazle compañía a tu hijo.

Greg negó con la cabeza.

– No puedo verlo hasta el fin de semana.

– Estoy seguro de que a Emily no le importará.

– Sí, claro. -Greg esbozó una sonrisa de suficiencia y movió la cabeza-. Ya no la conoces muy bien, ¿no, Myron?

– Supongo que no.

– Si fuera por ella, yo no volvería a ver a Jeremy nunca más.

– Eso es un poco bestia, Greg.

– No, Myron. Y eso siendo generoso.

– Emily me dijo que eres un buen padre.

– ¿Te dijo también de qué me acusó en nuestra batalla por la custodia?

Myron asintió:

– De maltratar a los niños.

– No sólo de maltratarlos, Myron. De abusar sexualmente de ellos.

– Quería ganar.

– ¿Y eso es una excusa?

– No -accedió Myron-. Es deplorable.

– Peor que eso, es perverso. No tienes ni idea de lo que Emily es capaz de hacer para salirse con la suya.

– ¿Por ejemplo?

Pero Greg negó con la cabeza y puso el motor en marcha.

– Te lo volveré a preguntar: ¿qué puedo hacer para ayudar?

– Nada, Greg.

– Eso no me vale. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras mi hijo se muere, ¿lo entiendes?

– Lo entiendo.

– ¿Tienes algo más, aparte de este nombre y esta dirección?

– Nada.

– Está bien -dijo Greg-. Te dejaré en la estación de tren y me quedaré aquí a vigilar la casa.

– ¿Crees que el viejo miente?

Greg se encogió de hombros.

– Tal vez está confundido y se le ha olvidado. O a lo mejor estoy perdiendo el tiempo, pero tengo que hacer algo.

Myron no dijo nada. Greg siguió conduciendo.

– ¿Me llamarás si descubres algo? -le pidió Greg.

– Claro.

Durante el trayecto de regreso a Manhattan, Myron estuvo pensando en las palabras de Greg. Sobre Emily. Y sobre lo que había hecho, y de lo que era capaz de hacer para salvar a su hijo.

Загрузка...