El helicóptero de Susan Lex iniciaba su descenso hacia la pista de aterrizaje del complejo hospitalario cuando Kimberly Green lo llamó al móvil.
– Tenemos a Stan Gibbs -le dijo-. Pero el chico no estaba con él.
– Eso es porque el secuestrador no es él.
– ¿Sabes algo que yo no sé?
Myron ignoró la pregunta.
– ¿Ha dicho algo Stan?
– Nada. Ya se ha escudado en un abogado. Dice que no piensa decir nada sin tu presencia. La tuya, Myron. ¿No te parece especialmente sorprendente?
Aunque hubiese respondido, el propulsor del helicóptero habría sofocado el sonido. Retrocedió unos pasos. El helicóptero tocó tierra. El piloto asomó la cabeza y lo saludó con la mano.
– Voy para allá -gritó Myron al teléfono. Lo apagó y se dirigió a Susan Lex-. ¡Gracias!
Ella asintió con un gesto de la cabeza.
Se agachó y corrió hacia el helicóptero. Mientras se elevaban, Myron volvió la vista a tierra. Susan Lex tenía el mentón levantado y lo seguía mirando. La saludó con la mano. Ella respondió a su saludo.
Stan no estaba en una celda de detención porque no tenían ningún motivo para detenerle. Estaba sentado en una sala de espera con la mirada clavada en la mesa, mientras dejaba que su abogada, Clara Steinberg, hablara. Myron conocía a Clara -él la llamaba tía Clara, aunque no estuvieran emparentados- desde antes de tener uso de razón. La tía Clara y el tío Sidney eran los mejores amigos de sus padres. Su padre había ido al colegio con Clara. Su madre había compartido habitación con ella en la residencia de estudiantes, cuando estaba en la facultad de Derecho. De hecho, fue Clara la que organizó la primera cita entre sus padres, y a ella le gustaba recordarle a Myron con un guiño que «tú no estarías aquí de no ser por tu tía Clara». Y luego volvía a guiñarle el ojo. Muy sutil. En vacaciones solía pellizcar las mejillas de Myron como gesto de admiración de su carita.
– Déjame fijar las normas básicas, cariño -le dijo a Myron. Clara tenía el pelo gris y unas gafas demasiado grandes que le ampliaban los ojos y le daban un aspecto de Hormiga Atómica. Levantó la vista hacia él y los enormes ojos parecieron absorberlo todo de golpe. Llevaba una blusa blanca con chaleco gris y falda a conjunto, un pañuelo en el cuello y pendientes de perlas en forma de lágrima. Como una Barbara Bush en versión judía.
– Uno -afirmó-, soy la abogada designada para defender al señor Gibbs. He solicitado que esta conversación no sea escuchada. He cambiado de sala cuatro veces para asegurarme de que las autoridades no nos escuchan, pero no me fío de ellos. Se creen que tu tía Clara es una vieja chocha. Se creen que vamos a hablar aquí mismo.
– ¿Y no lo haremos? -preguntó Myron.
– No lo haremos -repitió ella. Ahora tenía poco de la mujer que le pellizcaba las mejillas de pequeño; si fuera una atleta, se diría que se había puesto la máscara de los partidos-. Lo primero que haremos es levantarnos. ¿Me entendéis?
– Levantarnos -repitió Myron.
– Eso. Luego os llevaré a ti y a Stan fuera, al otro lado de la calle. Yo me quedaré a ese lado con todos estos simpáticos agentes. Lo hacemos ahora mismo, rápido, para no darles la oportunidad de organizar la vigilancia, ¿Entendido?
Myron asintió. Stan mantenía la mirada fija en la fórmica.
– Bien, sólo quería asegurarme de que vamos todos al mismo paso.
Se levantó y llamó a la puerta. Kimberly Green abrió. Clara salió por delante de ella sin mediar palabra; Myron y Stan la siguieron. Kimberly se apresuró detrás de ellos.
– ¿Adónde se creen que van?
– Cambio de planes, muñeca.
– No pueden hacerlo.
– Claro que puedo. Soy una viejecita encantadora.
– Ni que fuera la Reina Madre -dijo Kimberly-. No irá a ninguna parte.
– ¿Estás casada, cariño?
– ¿Cómo?
– No importa -dijo Clara-. Ahora pruébate esto, a ver cómo te sienta. Mi cliente exige privacidad.
– Ya les prometimos que…
– Chissst. Hablas cuando deberías estar escuchando. Mi cliente exige privacidad, de modo que él y el señor Bolitar saldrán a dar un paseo por ahí. Tú y yo los vigilaremos desde una distancia prudente, pero sin escuchar lo que dicen.
– Ya le he dicho…
– Chissst. Me estás dando dolor de cabeza. -La tía Clara puso los ojos en blanco y siguió andando. Myron y Stan la siguieron. Llegaron a la entrada. Clara señaló una parada de autobús que había al otro lado de la calle.
– Sentaos allí -les dijo-. En el banco.
Myron dijo que de acuerdo. Clara le puso una mano en el codo:
– Cruzad por la esquina -dijo-. Y esperad a que se ponga verde.
Los dos hombres caminaron hasta la esquina y esperaron a que el semáforo estuviera verde antes de cruzar la calle. Kimberly Green y sus agentes echaban humo. Clara los cogió de las manos y los guió otra vez hacia la entrada del edificio. Stan y Myron se sentaron en el banco. Stan miró pasar un autobús de la línea de Nueva Jersey como si ocultara el secreto de la vida.
– No hay tiempo para disfrutar del paisaje, Stan.
Stan se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas.
– Esto me resulta muy difícil.
– Si eso facilita algo -dijo Myron-, sé que el secuestrador de Sembrar las Semillas es tu padre.
Stan dejó caer la cabeza entre las manos.
– ¿Stan?
– ¿Cómo lo has sabido?
– Por Dennis Lex. Lo encontré en una clínica privada de Connecticut. Lleva allí treinta años. Pero eso ya lo sabías, ¿no?
Gibbs no respondió.
– La clínica tiene un gran jardín detrás. Con su estatua de Diana la Cazadora. En tu apartamento hay una foto de tu padre y tú delante de esa misma estatua. Él fue paciente de allí, no tienes ni que negarlo ni que confirmarlo; he estado allí. Susan Lex tiene influencias. Un administrador nos ha dicho que Edwin Gibbs había estado ingresado allí con intermitencias durante quince años. Lo demás es relativamente evidente. Tu padre estuvo allí mucho tiempo. Habría sido fácil saber quién más estaba, por muy estricta que sea la supuesta seguridad del centro. De modo que estaba al tanto del caso de Dennis Lex y le robó la identidad. Es una gran maniobra, eso se lo reconozco. Las identificaciones falsas solían ser relativamente fáciles de fabricar: te ibas a un cementerio, identificabas a alguien que hubiera muerto de niño, solicitabas su número de la seguridad social y, ¡bingo! Pero eso ahora ya no funciona. Los ordenadores han acabado con esa triquiñuela legal. Hoy en día, cuando te mueres, tu número de seguridad social se muere contigo. De modo que tu padre robó la identidad de un vivo, pero que ya no hace ningún uso de ella. Alguien permanentemente encerrado. Dicho de otro modo, utilizaba la identidad de alguien que vive sin vida. Y para ser todavía menos identificable, cambió el nombre de la persona. Así, Dennis Lex se convirtió en Davis Taylor. Imposible de seguirle el rastro.
– Sí, pero tú lo has seguido.
– He tenido suerte.
– Continúa -dijo Stan-, dime qué más sabes.
– No tenemos tiempo para esto, Stan.
– No lo entiendes -dijo.
– ¿Qué?
– Si tú eres el único que lo dice, si lo has descubierto tú solo, no supone más que una traición, ¿lo entiendes?
No quedaba tiempo para discusiones. Y tal vez Myron lo entendía.
– Empecemos por la pregunta que cualquier periodista querría saber: ¿por qué tú? ¿Por qué te eligió a ti el secuestrador de Sembrar las Semillas? La respuesta: porque era tu propio padre. Sabía que tú no le denunciarías. Tal vez una parte de ti esperaba que alguien lo descubriera, no lo sé. Ni tampoco sé si fuiste tú quien lo encontró a él, o él quien te encontró a ti.
– Él me encontró a mí -dijo Stan-. Acudió a mí como periodista, no como hijo. Lo dejó muy claro.
– Por supuesto -dijo Myron-. Doble protección. Te tiene atrapado con el hecho de que estarías denunciando a tu propio padre, y además te da una base ética para que guardes silencio. Esa amada Primera Enmienda. No podías revelar tu fuente. Eso te daba una salida muy digna: podías ser a la vez un moralista y un buen hijo.
Stan levantó la vista:
– Entonces ves que no tenía alternativa.
– Oh, yo no lo veo tan sencillo -dijo Myron-. No estabas siendo totalmente altruista. Todos dicen que eras muy ambicioso, y eso tenía su importancia. Este caso te aportó fama. Te cayó encima una información monstruosa, de esas que proyectan las carreras periodísticas a la estratosfera. Saliste por la tele y tuviste tu programa en una cadena por cable. Te dieron un gran aumento y te empezaron a invitar a fiestas elegantes. ¿No querrás decirme que eso no tenía su importancia?
– Eso era un derivado, no un factor.
– Si tú lo dices.
– Es como tú has dicho: no podía denunciarle, aunque quisiera. Había un principio constitucional: incluso si no hubiera sido mi padre, tenía una obligación…
– Eso guárdalo para tu confesor -dijo Myron-. ¿Dónde está?
Stan no respondió. Myron miró al otro lado de la calle. Había mucho tráfico. Los coches empezaban a desdibujarse y, a través de ellos, de pie al otro lado de la calle junto a Kimberly Green, vio a Greg Downing.
– Aquel hombre de allá -dijo Myron, haciendo un gesto con el mentón- es el padre del menor.
Stan miró, pero su cara no cambió de expresión.
– Hay un niño en peligro -dijo Myron-. Eso pasa por delante de tu principio constitucional.
– Sigue siendo mi padre.
– Y tiene secuestrado a una criatura de trece años.
Stan levantó la vista:
– ¿Qué harías tú?
– ¿Qué?
– ¿Entregarías a tu padre, tal cual?
– ¿Si fuera un secuestrador de niños? Sí, lo haría.
– ¿Realmente crees que es tan fácil?
– ¿Quién ha dicho que sea fácil? -replicó Myron.
Stan volvió a apoyar la cabeza entre las manos:
– Está enfermo y necesita ayuda.
– Y también hay una criatura inocente.
– ¿Y?
Myron clavó la mirada en él.
– No quiero parecer insensible, pero a ese menor no lo conozco de nada. No tiene nada que ver conmigo. Mi padre, sí. Eso es lo que importa. Te enteras de que ha caído un avión, ¿vale? Te enteras de que han muerto doscientas personas y suspiras y sigues haciendo tu vida y le das las gracias a Dios de que no viajara ningún ser amado en ese avión. ¿A ti no te pasa?
– ¿Y qué quieres decir?
– Pues que eso pasa porque la gente que viajaba en ese avión son desconocidos. Como ese chico. Los desconocidos no nos importan. No cuentan.
– Habla por ti -dijo Myron.
– ¿Tienes una buena relación con tu padre, Myron?
– Sí.
– Y en el fondo de tu corazón, en tus momentos más profundos y sinceros, si pudieras sacrificar su vida para salvar a esos doscientos desconocidos del avión, ¿lo harías? Piénsalo bien. Si Dios bajara a verte y te dijera: «Vale, ese avión no ha caído nunca. Esa gente ha llegado sana y salva a su destino. A cambio, tu padre morirá», ¿accederías al trueque?
– No me gusta jugar a ser Dios.
– Pero me estás pidiendo que yo lo haga -dijo Stan-. Si entrego a mi padre, le matarán. Le caerá la inyección letal. Si eso no es jugar a ser Dios, no sé qué puede serlo. De modo que, te lo pregunto: ¿cambiarías esas doscientas vidas por la de tu padre?
– No tenemos tiempo…
– ¿Lo harías?
– Mira, si fuera mi padre el que estuviera derribando el avión -dijo Myron-, ¡sí, Stan, las cambiaría!
– ¿Y suponiendo que tu padre no fuera culpable? ¿Si estuviera enfermo, o loco?
– Stan, no tenemos tiempo para eso.
Algo en la expresión de Stan se hundió. Cerró los ojos.
– Ahí afuera hay un menor -insistió Myron-. No podemos dejarle morir.
– ¿Y si ya está muerto?
– No lo sé.
– Desearás la muerte de mi padre.
– No ejecutada por mí -dijo Myron.
Stan respiró hondo y miró hacia Greg Downing. Éste le devolvió la mirada, lo miró fijamente.
– De acuerdo -dijo finalmente-. Pero vamos solos.
– ¿Solos?
– Tú y yo solos.
Kimberly Green cogió un berrinche descomunal:
– ¿Pero tú estás loco?
Volvían a estar dentro, sentados alrededor de la mesa de fórmica. Kimberly Green, Rick Peck y dos federales más de rostro anodino estaban juntos formando una piña. Clara Steinberg permanecía junto a su cliente, Greg junto a Myron. El secuestro de Jeremy había drenado del todo el color del rostro de Greg. Tenía las manos secas, la piel casi quebradiza, los ojos demasiado sólidos y carentes de movimiento. Myron le puso una mano en el hombro, aunque Greg ni siquiera pareció darse cuenta.
– ¿Quieres la colaboración de mi cliente o no? -preguntó Clara.
– ¿Se supone que debo dejar marchar a mi sospechoso número uno?
– No voy a escaparme -dijo Stan.
– ¿Y eso cómo lo sé? -replicó Kimberly.
– Es la única manera -dijo Stan, con tono de súplica-. Ustedes entrarían abriendo fuego, acabarían hiriendo a alguien.
– Somos profesionales -protestó Green-. No entramos a disparos.
– Mi padre es un hombre inestable. Si ve a muchos policías, puedo garantizar que correrá la sangre.
– No tiene por qué ser así -dijo ella-. Está en sus manos.
– Exacto -dijo Stan-. No voy a correr ese riesgo con la vida de mi padre. Nos dejan marchar. No nos sigan. Yo conseguiré que se entregue. Myron estará conmigo en todo momento. Va armado y tiene un teléfono móvil.
– Vamos -dijo Myron-. Estamos perdiendo el tiempo.
Kimberly Green se mordió el labio inferior:
– No tengo autorización para…
– Olvídalo -intervino Clara Steinberg.
– ¿Cómo?
Clara señaló a Kimberly Green con uno de sus dedos regordetes:
– Escúchame bien, señorita. El señor Gibbs no está detenido, ¿correcto?
Green vaciló:
– Así es.
Clara se volvió hacia Stan y Myron y les hizo un gesto con las dos manos, animándolos a marchar:
– Pues, entonces, venga, iros, adiós. Estamos hablando por hablar. ¡Vamos, deprisa!
Stan y Myron se levantaron lentamente.
– ¡Venga!
Stan bajó la vista hacia Kimberly.
– Si sospecho que nos siguen, lo dejo todo, ¿está claro?
Ella se debatió en silencio.
– Llevan tres semanas detrás de mí. Soy perfectamente capaz de saber si me siguen.
– No os seguirán.
Ahora era Greg Downing. Él y Stan volvieron a cruzar la mirada. Greg se levantó:
– Quiero ir con vosotros -dijo Greg-. Probablemente yo sea el más interesado en mantener a tu padre con vida.
– ¿Y eso por qué?
– La médula ósea de tu padre podría salvar la vida de mi hijo. Si él muere, mi hijo también morirá. Y si Jeremy está herido…, bueno, me gustaría estar allí para ayudarle.
Stan no perdió tiempo meditándolo.
– Vamos, deprisa.