40

Myron llamó a Kimberly Green a su oficina. Respondió ella y dijo:

– Green.

– Necesito un favor -dijo Myron.

– Mierda, pensaba que habías desaparecido de mi vida.

– Pero nunca de tus fantasías. ¿Quieres ayudarme o no?

– No.

– Necesito dos cosas.

– No, he dicho que no.

– Eric Ford dijo que la novela supuestamente plagiada te la enviaron directamente.

– ¿Y?

– ¿Quién te la envió?

– Ya lo oíste, Myron. Fue enviada anónimamente.

– No tienen ni idea.

– Ninguna.

– ¿Dónde está, ahora?

– ¿El libro?

– Sí.

– En un armario de pruebas.

– ¿Alguna vez hacéis algo con él?

– ¿Tipo qué?

Myron esperó.

– ¿Myron?

– Sabía que me ocultabais algo -dijo.

– Escúchame un momento…

– El autor de esa novela era Edwin Gibbs. La escribió con un seudónimo cuando murió su esposa. Ahora cuadra todo perfectamente. Lo estáis buscando desde el primer momento. Lo sabíais, maldita sea. Lo habéis sabido desde el principio.

– Lo sospechábamos -matizó ella-, no lo sabíamos.

– Y todo ese rollo de pensar que Stan había sido su primera víctima…

– No era un rollo. Sabíamos que era uno de ellos; sencillamente, no sabíamos quién. No pudimos encontrar a Edwin Gibbs hasta que tú nos dijiste lo de la dirección de Waterbury. Pero cuando llegamos allí, él ya estaba de camino al secuestro de Jeremy Downings. Tal vez si tú hubieras sido más claro…

– Me mentisteis.

– No mentimos. Simplemente, no te lo contamos todo.

– Dios mío, ¿alguna vez te paras a escuchar lo que dices?

– No teníamos ninguna obligación contigo, Myron. No eres un agente federal. No eres más que un grano en el culo.

– Un grano en el culo que os ha ayudado a resolver el caso.

– Y te lo agradezco, tío.

Los pensamientos de Myron se metieron en el laberinto, giraron a la izquierda, luego a la derecha, volvieron en círculo.

– ¿Por qué no sabe la prensa que Gibbs es el autor? -preguntó Myron.

– Lo sabrán. Pero antes Ford quiere poner a todos sus soldados en fila. Luego convocará otra rueda de prensa y lo presentará como un dato nuevo.

– Lo podría hacer hoy -dijo Myron.

– Podría.

– Pero entonces la noticia se desvanecerá. Ahora mismo, los rumores la mantienen viva. Ford gana tiempo siendo el centro de atención.

– Lleva la política en el corazón -dijo-. ¿Y qué?

Myron hizo unos cuantos giros más, se dio de bruces contra unas cuantas paredes, siguió buscando la salida.

– Olvídalo -dijo.

– Perfecto. ¿Puedo irme?

– Antes tengo que llamar al registro nacional de médula ósea.

– ¿Por qué?

– Necesito información sobre un donante.

– El caso está cerrado, Myron.

– Lo sé -dijo-. Pero creo que se puede estar abriendo uno nuevo.


Stan Gibbs presentaba su programa cuando llegaron Myron y Win. Su nuevo programa por cable, A secas con Gibbs, se gravaba en Fort Lee, Nueva Jersey, y el estudio, como todos los estudios de televisión que Myron había visto en su vida, parecía una habitación a la que le habían arrancado el techo. Había cables y focos colgando sin un orden determinado. Los estudios, en especial los de noticias, eran siempre mucho más pequeños cuando los ves en persona que por la tele; las mesas, las sillas, el mapamundi del fondo…, todo es más pequeño. El poder de la televisión: una habitación en una pantalla de diecinueve pulgadas, de alguna manera se ve menor en la realidad.

Stan vestía chaqueta azul, camisa blanca, corbata roja, vaqueros y zapatillas deportivas. Un atuendo típico de presentador. Cuando entraron, los saludó con la mano. Myron respondió al saludo, Win no lo hizo.

– Tenemos que hablar -le dijo Myron.

Stan asintió con la cabeza. Hizo salir a los productores y les indicó que se sentaran en las sillas de invitados.

Stan ocupó la silla del presentador, Win y Myron las de los entrevistados, lo cual daba una extraña sensación, como si hubiera gente que los estuviera mirando desde casa. Win miró su reflejo en la lente de una cámara y sonrió: le gustaba lo que veía.

– ¿Ha habido noticias de algún donante?

– Nada.

– Ya saldrá alguno.

– Sí -dijo Myron-. Oye, Stan, necesito que me ayudes.

Stan entrecruzó los dedos y apoyó las dos manos en la mesa del presentador:

– Lo que haga falta.

– En el secuestro de Jeremy hay muchas cosas que no cuadran.

– ¿Por ejemplo?

– ¿Por qué crees que esta vez tu padre secuestró a un niño? Antes no lo había hecho nunca, ¿no? Siempre eran adultos. ¿Por qué un niño esta vez?

Stan lo meditó, escogió las palabras una a una.

– No lo sé. No estoy seguro de que secuestrar a adultos fuera una norma, ni nada parecido. Su manera de elegir a las víctimas parecía ser bastante arbitraria.

– Pero este caso no tenía nada de arbitrario -dijo Myron-. Elegir a Jeremy Downings no pudo haber sido una mera coincidencia.

Stan reflexionó también sobre la afirmación:

– En eso estoy de acuerdo.

– O sea que lo eligió porque, de alguna manera, estaba relacionado con mi investigación.

– Parece lógico.

– Pero ¿cómo pudo tu padre saber de Jeremy?

– No lo sé -dijo Stan-. Tal vez te siguió.

– No lo creo. Verás, Greg Downing se quedó en Waterbury después de nuestra visita. Estuvo vigilando a Nathan Mostoni. Por lo tanto, sabemos que no salió de la ciudad hasta el día antes del secuestro.

Win volvió a mirar a la cámara. Sonrió y saludó con la mano. Por si acaso estuviera encendida.

– Es raro -dijo Stan.

– Y hay más cosas -añadió Myron-. Como la llamada en la que se oía gritar a Jeremy. Con las otras víctimas, tu padre les decía a los familiares que no se pusieran en contacto con la policía, pero esta vez no lo hizo. ¿Por qué? ¿Sabes que iba disfrazado cuando secuestró a Jeremy?

– Lo he oído, sí.

– ¿Por qué? Si pensaba matarle, ¿por qué tomarse la molestia de ponerse un disfraz?

– Secuestró a Jeremy por la calle -dijo Stan-. Tal vez lo hizo para evitar que lo identificara alguien.

– Sí, vale, eso tiene su lógica; pero, entonces, ¿por qué le tapó los ojos a Jeremy una vez en el furgón? Mató a todas las demás víctimas, habría matado a Jeremy… ¿por qué se preocupó, entonces, de que no le viera la cara?

– No estoy seguro -dijo Stan-. A lo mejor siempre lo hizo así; no lo sabemos.

– Es posible -aceptó Myron-, pero hay algo en todo esto que, sencillamente, huele mal, ¿no te parece?

Stan meditó unos segundos:

– Huele raro -dijo, lentamente-, pero no estoy seguro de que huela mal.

– Por eso he venido a verte; todas esas preguntas me están rondando por la cabeza. Y luego recordé el credo de Win.

Stan Gibbs miró a Win, que parpadeó y bajó los ojos con actitud modesta.

– ¿Qué credo?

– El hombre trata siempre de autoprotegerse -respondió Myron-. Es, por encima de todo, egoísta. -Hizo una pausa-. ¿Estás de acuerdo, Stan?

– Hasta cierto punto, por supuesto. Todos somos egoístas.

Myron asintió:

– Incluso tú.

– Sí, claro. Y tú también, seguro.

– La prensa te ha convertido en ese tipo noble -dijo Myron-, dividido entre la familia y el deber y que, finalmente, hizo lo que debía. Pero tal vez no lo eres.

– No soy ¿qué?

– Noble.

– No lo soy -dijo Stan-. Hice mal. Nunca he pretendido ser un santo.

Myron se giró hacia Win:

– ¡Es bueno!

– Buenísimo -concedió Win.

Stan Gibbs frunció el ceño:

– ¿De qué hablas, Myron?

– Sigue mi explicación, Stan. Y ten presente el credo de Win. Empecemos por el principio, la primera vez que tu padre se puso en contacto contigo. Hablaste con él y decidiste escribir el artículo «Sembrar las Semillas». ¿Cuál fue tu motivo inicial? ¿Intentabas dar salida a tu miedo y a tu culpabilidad? ¿Fue sencillamente para ser un buen periodista? ¿O, y aquí es donde aplicamos el credo de Win, lo escribiste porque sabías que te convertiría en una gran estrella?

Myron lo miró y esperó.

– ¿Se supone que debo responder a eso?

– Por favor.

Stan miró al aire y se frotó las puntas de los dedos con el pulgar.

– Todo a la vez, supongo. Sí, estaba excitado por el artículo; pensé que podía ser un bombazo. Fue por egoísmo, de acuerdo: soy culpable.

Myron volvió a mirar a Win:

– ¡Bueno!

– Buenísimo.

– Sigamos por este camino, ¿vale, Stan? El artículo, de hecho, se convirtió en una bomba, y tú también. Te hiciste famoso…

– De eso ya hemos hablado, Myron.

– Cierto. Tienes toda la razón. Pasemos a la parte en la que los federales te denuncian. Exigen saber tu fuente, y tú te niegas a dársela. Ahora, de nuevo, puede haber varias razones. La Primera Enmienda, claro. Ésa podría ser una. Proteger a tu padre podría ser otra. O la combinación de las dos. Pero, y ahora vuelve a aparecer el credo de Win, ¿cuál sería la opción egoísta?

– ¿Qué quieres decir?

– Si piensas egoístamente, en realidad, sólo tienes una opción.

– ¿Yes…?

– Su hubieras cedido ante los federales, si hubieras dicho, vale, ahora que tengo un conflicto legal, mi fuente es mi padre, ¿qué pinta hubiera tenido?

– Mala -respondió Win.

– Malísima. Dudo que hubieras aparecido como un héroe si hubieras delatado a tu padre así, por no hablar de la Primera Enmienda, para simplemente salvarte de unas cuantas amenazas legales inconcretas. -Myron sonrió-. ¿Ves lo que quería decir sobre el credo de Win?

– O sea que piensas que al no delatarlo a los federales actué por egoísmo -dijo Stan.

– Es posible.

– También es posible que la opción egoísta fuera la correcta.

– También -aceptó Myron.

– Nunca he pretendido ser un héroe en toda esta historia.

– Ni tampoco te has negado a serlo.

Ahora Stan sonrió:

– Tal vez no me he negado porque aplico el credo de Win.

– ¿En qué sentido?

– Negarme me perjudicaría -aclaró Stan-. Y también fanfarronear de ello.

Myron no tuvo tiempo de mirarle antes de oír a Win exclamar:

– ¡Buenísimo!

– Sigo sin ver la relevancia de todo esto -apuntó Stan.

– Si me sigues escuchando, tal vez la veas.

Stan se encogió de hombros.

– ¿Por dónde íbamos? -preguntó Myron.

– Los federales lo llevan a juicio -intervino Win.

– Correcto, gracias, los federales te llevan a juicio. Tú presentas batalla. Entonces ocurre algo que no habías previsto en absoluto: la acusación de plagio. Para seguir con la discusión, supondremos que fue la familia Lex quien mandó el libro a los federales. Querían sacarte de su camino y, ¿qué mejor manera que arruinando tu reputación? ¿Y qué fue lo que hiciste? ¿Cómo reaccionaste a las acusaciones de plagio?

Stan se quedó en silencio, Win respondió:

– Desapareció.

– Respuesta correcta -dijo Myron.

Win sonrió y saludó a la cámara.

– Te largaste -le dijo Myron a Stan-. Ahora la pregunta vuelve a ser por qué. Y se me ocurren varias respuestas. Podría ser porque intentabas proteger a tu padre. O también porque tenías miedo de la familia Lex.

– Lo cual, desde luego, se ajusta al credo de Win -dijo Stan-. Autoprotección.

– Correcto. Temías que te hicieran daño.

– Sí.

Myron prosiguió delicadamente:

– Pero ¿no te das cuenta, Stan? Nosotros también debemos pensar con egoísmo. Presentan esa grave acusación de plagio contra ti y, ¿qué opciones tienes? En realidad, dos: puedes salir corriendo o puedes contar la verdad.

Stan dijo:

– Sigo sin ver adónde quieres llegar.

– Continuemos. Si cuentas la verdad, vuelves a quedar como un perdedor. Ahí estabas, defendiendo la Primera Enmienda y defendiendo a tu padre y, ¡vaya! Te encuentras con un problema y los vendes a los dos. No vale. Seguirías en la ruina.

– Malo si lo haces -dijo Win-, malo si no lo haces.

– Eso. O sea que lo más astuto, la opción egoísta, es esfumarse una temporada.

– Pero al largarme lo perdí todo.

– No, Stan, eso no es cierto.

– ¿Cómo puedes decirlo?

Myron levantó las manos al aire y exclamó, sonriendo:

– ¡Mira a tu alrededor!

Por primera vez, algo oscuro cruzó por el rostro de Stan. Myron lo percibió, y también Win.

– Prosigamos, ¿quieres?

Stan no dijo nada.

– Te escondes y empiezas a contar los problemas que tienes. Uno, tu padre es un asesino. Eres egoísta, Stan, pero no inhumano. Quieres sacarlo de circulación pero al mismo tiempo no puedes denunciarlo. Tal vez porque le quieres. O tal vez por lo del credo de Win.

– Esta vez no -dijo Stan.

– ¿Cómo?

– El credo de Win no es de aplicación. Me callé porque quería a mi padre y porque creo en la protección de las fuentes. Y puedo aportar pruebas.

– Te escucho.

– Si hubiera querido denunciar a mi padre, si eso hubiera sido en mi interés, lo podría haber hecho de forma anónima. -Stan se reclinó y cruzó los brazos.

– ¿Eso es una prueba?

– Claro. No opté por la vía egoísta.

Myron movió la cabeza:

– Tienes que escarbar un poco más.

– ¿Hasta dónde?

– Denunciar a tu padre anónimamente no te habría hecho ningún bien, Stan. En realidad, ninguno. Sí, necesitabas poner a tu padre entre rejas pero, más que eso, necesitabas redimirte.

Silencio.

– Así que, ¿qué respondía a las dos necesidades a la vez? ¿Qué podía sacar de circulación a tu padre y volverte a poner a ti arriba, tal vez todavía más arriba que antes? De entrada, tenías que tener paciencia, y eso significaba seguir escondido. Segundo, no podías ser tú quien lo denunciara: tenías que tenderle una trampa.

– ¿A mi padre?

– Sí. Tenías que dejar una pista para que los federales la siguieran. Algo sutil, algo que llevara hasta tu padre y algo que tú pudieras manipular en cualquier momento. Así que cogiste una documentación falsa, del mismo modo que lo había hecho tu padre. Hasta cogiste un trabajo en el que la gente pudiera ver el disfraz que tu padre usó y, mira, así quizá también podías llevarte por delante al antiguo enemigo de tu padre, la familia Lex.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– ¿Sabes lo que me escamó? Que en el pasado, tu padre había sido muy cuidadoso, y en cambio, ahora, de pronto, dejó pruebas incriminadoras en una taquilla. Alquiló el furgón del secuestro con una tarjeta de crédito y dejó una zapatilla deportiva roja dentro. Todo esto no tenía ningún sentido. A menos que alguien le estuviera tendiendo una trampa.

La mirada de incredulidad de Stan casi parecía sincera:

– ¿Crees que yo maté a esa gente?

– No -dijo Myron-, lo hizo tu padre.

– Pues, entonces…

– Fuiste tú quien usó la identidad de Dennis Lex -dijo Myron-, no tu padre.

Stan intentaba poner cara de atónito, pero no le salía.

– Tú secuestraste a Jeremy Downing. Y tú me llamaste e hiciste ver que eras el secuestrador de Sembrar las Semillas.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Para tener este final heroico. Para que detuvieran a tu padre. Para redimirte.

– ¿Y por qué demonios llamarte…?

– Para interesarme en el asunto. Probablemente conocías mi historial. Sabías que yo investigaría. Necesitabas engañar a alguien que a la vez te sirviera de testigo. Alguien que no fuera policía. Y yo fui esa presa.

– Myron el primo -ironizó Win.

Myron lo fulminó con la mirada, Win se encogió de hombros.

– Eso es ridículo.

– No, Stan, todo cuadra. Responde a todas mis preguntas de antes. ¿Cómo se explica que el secuestrador eligiera a Jeremy? Porque me seguiste cuando me marché de tu casa. Viste que los federales me seguían. Por eso supiste que había hablado con ellos. Me seguiste hasta la casa de Emily. Desde allí, cualquier viejo reportero medianamente listo era capaz de deducir que su hijo era el chico enfermo del que te había hablado. Su enfermedad no era un secreto. De modo que la elección de Jeremy ya no es casual, ¿lo ves?

Stan cruzó los brazos:

– No, no veo nada.

– Y de esa manera hay otras preguntas que también quedan respondidas. Como por qué el secuestrador iba disfrazado y por qué le tapó los ojos a Jeremy: porque no podías dejar que Jeremy te identificara. ¿Y por qué no mató a Jeremy de inmediato, como lo hizo con las demás víctimas? Por el mismo motivo por el que ibas disfrazado. No tenías ninguna intención de matarlo. Jeremy tenía que sobrevivir al drama sin lesiones, de lo contrario, dejabas de ser un héroe. ¿Por qué el secuestrador no hizo su petición habitual de que no se llamara a la policía? Porque a ti te interesaba tener a los federales sobre la pista. Los necesitabas como testigos de tu heroicidad. Sin su implicación, tu trama no funcionaba. Yo me preguntaba cómo era posible que la prensa estuviera siempre en el lugar oportuno: en Bernardsville, en la cabaña. Pero eso también lo habías organizado tú. Probablemente a base de filtraciones anónimas. Para que las cámaras pudieran captar y reproducir tus heroicidades: cómo saltabas a proteger a tu padre, el espectacular rescate de Jeremy Downing. La magnífica televisión. Conocías bien el poder de captar esos momentos para que los viera el mundo entero.

Stan esperó:

– ¿Has acabado?

– Todavía no. Verás, creo que en algunos puntos fuiste demasiado lejos. Dejar aquella zapatilla en el furgón, por ejemplo, fue una exageración. Demasiado obvio. Me hizo maravillarme de lo bien que te salió todo al final. Y luego me empecé a dar cuenta de que yo era tu principal primo, Stan. Jugaste conmigo como con una pelota. Pero si no hubiera aparecido yo, habrías secuestrado a otro. Tus principales comparsas eran los federales. ¡Por el amor de Dios, si esa foto de tu padre frente a la estatua era la única foto que tenías en el piso! Hasta la tenías puesta hacia la ventana. Sabías que los federales te espiaban y les serviste la verdad sobre Dennis Lex en bandeja; era seguro que irían al sanatorio y atarían cabos. Y si no, ya encontrarías alguna manera de sacarlo al final, cuando te tenían detenido. Lo tenías todo preparado para derrumbarte y acusar a tu padre cuando caí en tus garras. Yo, el primo de Myron, vi la luz en el sanatorio. ¡Debías de estar tan encantado!

– Esto es una locura.

– Resuelve todas las incógnitas.

– Eso no significa que sea la verdad.

– La dirección de Davis Taylor que usaste en el trabajo era la misma dirección de tu padre en Waterbury, para que siguiéramos la pista hasta él, hasta Nathan Mostoni. ¿Quién más lo habría podido hacer?

– ¡Mi padre!

– ¿Por qué? ¿Por qué iba tu padre a cambiar de identidad? Y si tu padre hubiera necesitado una identidad falsa, ¿no se habría deshecho de la anterior? O, ¡demonios, al menos habría cambiado la dirección! Sólo tú lo podías haber hecho, Stan. Podías haber conectado la línea de teléfono adicional sin problema. Tu padre estaba bastante ido. Padecía demencia, como mínimo. Tú secuestraste a Jeremy. Luego, probablemente le propusiste a tu padre reuniros en la casa de Bernardsville. Él hizo lo que le dijiste, por amor, o por demencia, no podría asegurártelo. ¿Sabías que vendría tan armado? Lo dudo. Si Greg hubiera muerto, probablemente tú quedarías peor. Pero no estoy del todo seguro. Tal vez el hecho de que hiciera unos cuantos disparos, al final te hizo quedar más como un héroe. Piensa egoístamente, Stan. Es la clave.

Stan movió la cabeza de un lado al otro.

– «Despídase del chico por última vez» -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Eso es lo que me dijo por teléfono el secuestrador de Sembrar las Semillas. Del chico. Yo cometí un error cuando me llamó. Le dije que había un niño que necesitaba ayuda. Después de eso, sólo utilicé las palabras «criatura» o «menor», cuando hablé con Susan Lex, cuando hablé contigo. Dije que había una criatura de trece años que necesitaba un trasplante.

– ¿Y?

– Pues que, aquella noche, cuando hablamos en el coche, preguntaste qué era lo que quería exactamente, cuál era mi interés real en este asunto, ¿te acuerdas?

– Sí.

– Y yo dije que ya te lo había dicho.

– Cierto.

– Y tú dijiste «ese chico». ¿Cómo sabías que era un niño, Stan?

Win se volvió hacia Stan. Él lo miró a la cara.

– ¿Ésta es tu prueba? -replicó Stan-. Quiero decir que… ¿se supone que es tu momento Perry Mason, o algo así? A lo mejor se te escapó, Myron. O tal vez, sencillamente, yo supuse que era un niño. O lo entendí mal. Eso no es ninguna prueba.

– Tienes razón, no lo es. Pero, sencillamente, me dio que pensar.

– Los pensamientos no son pruebas.

– ¡Caramba! -exclamó Win-. Los pensamientos no son pruebas. De ésta me tendré que acordar.

– Pero sí que hay una prueba -dijo Myron-. Una prueba clara.

– Imposible -dijo Stan, pero ahora su voz salió como un gorjeo-. ¿Cuál?

– Te lo diré en un momento. Primero déjame volver a hacer un poco de marcha atrás con mi indignación.

– No lo entiendo.

– Al final, lo que hiciste fue asqueroso, de eso no hay duda. Pero, a su manera, casi fue ético. Win y yo debatimos a menudo sobre si los fines justifican los medios. Podrías alegar que eso es lo que ocurrió en este caso. Trataste de detener a tu padre antes de que pudiera volver a actuar. Hiciste todo lo posible para asegurarte que no se perjudicaba a nadie más. Jeremy no corrió nunca ningún riesgo real, y tú no podías saber que Greg recibiría un tiro. Así que, al final, lo único que hiciste fue asustar a un chico, pero ¿qué más da? Comparado con los asesinatos y la destrucción que tu padre habría seguido perpetrando, lo tuyo no fue nada. De modo que hiciste algún bien. El fin tal vez justificaba los medios, excepto por un detalle.

Stan no picó.

– El trasplante de médula de Jeremy. Lo necesita para sobrevivir, Stan, y tú lo sabes. Y también sabes que el donante compatible eres tú, no tu padre. Por eso le diste esa pastilla de cianuro. Porque si lo hubiéramos llevado al hospital y nos hubiéramos dado cuenta de que no era el donante compatible, bueno…, habríamos investigado. Nos habríamos dado cuenta de que Edwin Gibbs no era el Davis Taylor, nacido Dennis Lex. De modo que te aseguraste de que se mataba y luego organizaste una rápida cremación del cadáver. Y no quiero que suene tan bestia o frío como lo cuento. Tú no mataste a tu padre, él se tomó la pastilla por decisión propia. Era un hombre enfermo, quería morirse. Es, de nuevo, un caso del fin que justifica los medios.

Myron se tomó un momento y, simplemente, miró a Stan a los ojos. Él no desvió la mirada. En cierto sentido, estaba haciendo más trabajo de agente. Myron estaba negociando, la negociación más importante de su vida. Tenía a su oponente acorralado y ahora necesitaba llegar a él, sin ofrecerle ayuda todavía. Tenía que mantenerlo acorralado, pero tenía que empezar a tenderle la mano. Sólo un poco.

– No eres ningún monstruo -dijo Myron-. Sencillamente, no tuviste en cuenta la complicación de ser donante compatible de médula. Quieres ayudar a Jeremy, por eso te has esforzado tanto para intentar colaborar con la campaña de donantes: si encuentran a otro donante compatible, tú te salvas. Porque estás demasiado hundido en esa mentira, y no podías admitir la verdad: que el donante compatible eres tú. Eso te arruinaría. Lo comprendo.

Stan tenía ahora los ojos abiertos de par en par y húmedos, pero escuchaba.

– Antes de que te dijera que tengo pruebas -prosiguió Myron-, consultamos el registro de donantes de médula. ¿Sabes que hemos encontrado, Stan?

Stan no dijo nada.

– Que tú no estás registrado -explicó Myron-. Resulta que le estás diciendo a todos que se apunten, y tú mismo no figuras en su ordenador. Los tres sabemos por qué, y es porque serías compatible. Y si lo fueras, habría todas esas preguntas otra vez.

Stan volvió a hacer un último intento de retarlo:

– Esto no es ninguna prueba.

– Pues, entonces, ¿cómo explicas el hecho de no haberte registrado?

– No tengo que dar ninguna explicación de nada.

– Un análisis de sangre lo demostrará claramente. El registro conserva la sangre que Davis Taylor donó durante la campaña por la médula ósea. Podemos hacer un test de ADN con la tuya, comprobar si coincide.

– ¿Y si me niego a hacerme la prueba?

Win se encargó de ésta.

– Oh, tranquilo que obtendremos sangre -dijo, con la más sutil de las sonrisas-, de una manera u otra.

En ese momento se rompió algo en la expresión de Stan. Bajó la cabeza. El desafío había terminado, y ahora estaba acorralado. No tenía salida. Empezaría a buscarse un aliado. En las negociaciones siempre ocurría. Cuando estás perdido, buscas quien te saque. Myron le había tendido la mano antes. Había llegado el momento de volverlo a hacer.

– Tú no lo entiendes -dijo Stan.

– Por raro que parezca, sí lo entiendo. -Myron se acercó un poco más a Stan. Puso una voz cálida, pero al mismo tiempo, inflexible. Un tono de total dominio-. He aquí lo que vamos a hacer, Stan. Tú y yo haremos un pacto.

Stan levantó la vista, confundido pero a la vez esperanzado.

– ¿Cuál?

– Accederás a donar médula ósea para salvarle la vida a Jeremy, y lo harás de manera anónima. Win y yo lo podemos organizar. Nadie sabrá nunca quién ha sido el donante. Si haces esto, si salvas a Jeremy, yo me olvido de todo lo demás.

– ¿Cómo sé que es cierto?

– Te daré dos motivos -dijo Myron-. El primero, que lo que yo busco es salvar la vida de Jeremy, no arruinar la tuya. El segundo -añadió, levantando las dos palmas al cielo-, es que yo no soy mejor que tú. También dejo que el fin justifique los medios. Agredí a un hombre, secuestré a una mujer…

Win movió la cabeza:

– Pero hay una diferencia. Sus motivos eran egoístas, los tuyos, en cambio, eran salvarle la vida a un niño.

Myron se volvió hacia su amigo:

– ¿No eras tú el que decía que los motivos son irrelevantes? ¿Que un acto es un acto?

– Claro -dijo Win-, pero lo dije por él, no por ti.

Myron sonrió y volvió a mirar a Stan.

– No soy moralmente superior a ti. Ambos hemos hecho mal. Tal vez los dos podamos vivir con lo que hemos hecho, pero si dejas morir a un niño, Stan, estarás cruzando la línea. Entonces ya no podrás volver a casa.

Stan cerró los ojos.

– Habría encontrado la manera de hacerlo -dijo-. Habría obtenido otra documentación falsa, habría donado sangre bajo un alias. Sólo esperaba…

– Lo sé -dijo Myron-, lo sé todo.


Myron llamó a la doctora Karen Singh.

– He encontrado un donante compatible.

– ¿Cómo?

– No puedo explicarlo, pero debe mantenerse anónimo.

– Ya le expliqué que todos los donantes de médula ósea son anónimos.

– No. El caso es que el registro de médula ósea tampoco puede saberlo. Tenemos que encontrar un lugar en el que se pueda extraer la médula sin conocer la identidad del paciente.

– No puede hacerse.

– Sí, se puede.

– Ningún médico accedería a…

– Ahora no podemos jugar a eso, Karen. Tengo al donante, pero nadie puede saber quién es. Hágalo posible.

Podía oír a la doctora respirando por el auricular.

– Habrá que volver a hacerle las pruebas -explicó.

– No hay problema.

– Y superar un examen físico.

– Hecho.

– Entonces, de acuerdo. Pongámonos en marcha.

Cuando Emily supo lo del donante, miró a Myron con curiosidad y esperó. Él no se lo explicó, ella tampoco preguntó.

Myron visitó el hospital el día antes de la fecha prevista para el trasplante de médula. Asomó la cabeza por el marco de la puerta y vio al niño durmiendo. Jeremy se había quedado calvo por la quimioterapia. Su piel tenía un halo fantasmal, como algo que palidecía por la falta de sol. Myron contempló dormir a su hijo. Luego, dio media vuelta y se marchó a casa. No volvió.

Regresó al trabajo en la agencia MB SportsReps y siguió adelante con su vida. Visitaba a sus padres de vez en cuando. Salía con Win y Esperanza. Consiguió unos cuantos clientes más y empezó a rehacer su negocio. Big Cyndi le entregó su renuncia a la lucha libre y pasó a ocuparse de la recepción. Su ritmo era sedado, pero volvía a estar centrado.

Al cabo de ochenta y cuatro días -Myron llevaba la cuenta-, recibió una llamada de Karen Singh. Le pidió que la fuera a ver a la consulta. Cuando llegó, ella no perdió el tiempo:

– Ha funcionado -le comunicó-. Jeremy ha vuelto hoy a su casa.

Myron se echó a llorar. Karen Singh se levantó, se sentó en el brazo de su butaca y le acarició la espalda.


Myron llamó con unos golpecitos a la puerta entreabierta.

– Adelante -dijo Greg.

Entró en la habitación. Greg Downing estaba sentado en una butaca. Durante su estancia en el hospital se había dejado crecer la barba. Le dedicó una sonrisa a Myron.

– Me alegro de verte.

– Yo también. Me gusta la barba.

– Sí, me da un toque de leñador gigante del bosque, ¿no crees?

– Yo pensaba más bien en un Raymond Burr como el Perry Mason de la última época -dijo Myron.

Greg se rió.

– El viernes vuelvo a casa.

– Fantástico.

Silencio.

– No me has venido a ver mucho -dijo Greg.

– Quería darte tiempo para recuperarte. Y para que te creciera del todo la barba.

Greg intentó reírse otra vez, pero la risa medio se le atragantó.

– Mi carrera en el baloncesto ha terminado, ¿lo sabes?

– Lo superarás.

– ¿Así de fácil?

Myron sonrió:

– ¿Quién ha dicho la palabra fácil?

– Ya.

– Pero en la vida hay cosas más importantes que el baloncesto -dijo Myron-. Aunque a veces se me olvidan.

Greg volvió a asentir con la cabeza. Luego bajó la vista y dijo:

– He oído que has encontrado al donante. No sé cómo lo has hecho…

– No tiene importancia.

Levantó la vista:

– Gracias.

Myron no supo qué responder, de modo que guardó silencio. Y fue entonces cuando Greg lo pilló por sorpresa:

– Ya lo sabes, ¿no?

A Myron se le paró el corazón.

– Fue por eso que decidiste ayudar -dijo Greg. Su voz estaba totalmente desprovista de emoción-. Emily te dijo la verdad.

A Myron se le tensaron los músculos alrededor de la garganta y un rumor ensordecedor le inundó la cabeza.

– ¿Te hiciste el análisis de sangre? -preguntó Greg.

Myron logró hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Greg cerró los ojos. Myron tragó saliva y dijo:

– ¿Cuánto hace…?

– Ya no estoy seguro -dijo Greg-. Supongo que de inmediato.

Lo sabe. Estas palabras cayeron sobre Myron como gotas de lluvia que rodaban y desaparecían, impenetrables. Siempre lo había sabido.

– Por un tiempo me engañé a mí mismo, creyendo que no era así -dijo Greg-. Es increíble lo que la mente puede llegar a hacer. Pero cuando Jeremy cumplió seis años le extirparon el apéndice. Vi su grupo sanguíneo en un informe, y eso me confirmó lo que siempre había sospechado.

Myron no supo qué decir. La verdad se le impuso, se llevó los meses de bloqueo como una patada se lleva tantos juguetes infantiles por delante. Desde luego, la mente es capaz de cosas asombrosas. Miró a Greg y fue como ver algo con la luz adecuada por primera vez, y eso lo cambió todo. Volvió a pensar en los padres, pensó en los sacrificios verdaderos, pensó en los héroes.

– Jeremy es un buen chico -dijo Greg.

– Lo sé -respondió Myron.

– ¿Te acuerdas de mi padre? ¿Gritando como un loco en las líneas laterales?

– Sí.

– He acabado siendo como él. El vivo retrato de mi viejo. Era de mi sangre, y era el cabronazo más cruel que he conocido en mi vida -dijo Greg. Luego añadió-. Para mí la sangre nunca ha significado demasiado.

Un eco extraño inundó la habitación. Los sonidos de fondo se fueron apagando y quedaron tan sólo ellos dos, mirándose a través del más raro de los abismos.

Greg volvió a la cama.

– Estoy cansado, Myron.

– ¿No crees que deberíamos hablar de esto?

– Sí -dijo Greg. Se tumbó y cerró los ojos un poco demasiado fuerte-. Tal vez más adelante. Ahora mismo estoy muy cansado.

A última hora del día Esperanza entró en el despacho de Myron, se sentó y dijo:

– No sé mucho de valores familiares ni de las cosas que hacen feliz a una familia. No sé cuál es la mejor manera de educar a un niño, ni qué hay que hacer para hacerle feliz y que se adapte bien, sea lo que sea eso de «adaptarse». No sé si es mejor ser hijo único, tener muchos hermanos, que te eduquen los dos padres o uno solo, que tus padres sean una pareja gay o lesbiana, o que sea un albino con sobrepeso. Pero hay una cosa que sí sé.

Myron levantó la vista hacia ella y aguardó:

– Ningún niño saldría perjudicado por tenerte en su vida.

Esperanza se levantó y se marchó a casa.


Stan Gibbs estaba jugando en el jardín con sus hijos cuando Myron y Win aparcaron en el camino de acceso a su garaje. Su esposa -al menos eso supuso Myron- estaba sentada en una tumbona y los miraba. Stan llevaba a uno de los pequeños a caballito, el otro estaba tumbado en el suelo, riéndose.

Win frunció el ceño:

– Parece una escena sacada de Norman Rockwell.

Myron y Win bajaron del coche. Stan el caballito levantó la vista. Al verlos, su sonrisa permaneció, pero empezó a perder convicción por las comisuras de los labios. Stan bajó a su hijo de la espalda y le dijo algo que Myron no pudo oír. El chico exclamó un «ooooh, papá». Stan volvió a ponerse de pie y acarició el pelo del niño. Win volvió a fruncir el ceño. Cuando Stan corrió hacia ellos, la sonrisa se había apagado como el final de una canción.

– ¿Qué hacéis aquí?

Win respondió:

– ¿De vuelta con la esposa?

– Lo estamos intentando.

– Qué conmovedor -comentó Win.

Stan se volvió hacia Myron:

– ¿Qué ocurre?

– Diles a los chicos que entren en casa, Stan.

– ¿Qué?

Otro coche se metió por el acceso al garaje. Kimberly Green iba en el asiento del copiloto. Stan palideció y miró a Myron.

– Hicimos un trato -dijo.

– ¿Recuerdas que te dije que cuando se descubrió la novela tenías dos opciones?

– No estoy de humor para…

– Te dije que podías salir corriendo o podías contar la verdad, ¿te acuerdas?

La expresión de Stan se tambaleó y, por vez primera, Myron vio la rabia en su rostro.

– Me dejé una tercera opción. Una opción que tú mismo apuntaste la primera vez que hablamos. Podías haber dicho que el secuestrador de Sembrar las Semillas era un copión, que había leído el libro. Eso te habría podido ayudar. Habría quitado un poco de peso.

– Pero eso no podía hacerlo.

– ¿Porque habría llevado hasta tu padre?

– Sí.

– Pero tú no sabías que tu padre era el autor del libro. ¿No es cierto, Stan? Dijiste que no sabías nada del libro, lo recuerdo de esa primera vez que hablamos. Te he visto decir lo mismo por televisión. Alegas que ni siquiera sabías que tu padre fuera el autor del libro.

– Todo cierto -dijo Stan, y su expresión volvió a recuperar la normalidad-. Pero, no sé, tal vez de manera subconsciente sospechaba algo, de alguna manera. No puedo explicarlo.

– Bueno -dijo Myron.

– ¡Buenísimo! -exclamó Win.

– El problema era -prosiguió Myron- que tenías que decir que no lo habías leído. Porque si lo hubieras hecho, bueno, Stan, entonces serías un plagiador. Todo este trabajo, todos estos grandes planes de recuperar tu reputación… no habrían servido de nada. Habrías quedado arruinado.

– De eso ya hemos hablado.

– No, Stan, no lo hemos hecho. Al menos, no de esta parte. -Myron levantó una bolsa de pruebas con la hoja de papel dentro.

Stan apretó la mandíbula.

– ¿Sabes lo que es esto, Stan?

Silencio.

– Lo encontré en el piso de Melina Garston. Dice: «Con cariño, Papi».

Stan tragó saliva:

– ¿Y?…

– Algo en esta nota me llamó la atención desde el principio. Lo primero, la palabra «Papi».

– No entiendo…

– Claro que lo entiendes, Stan. La cuñada de Melina llamaba a George Garston «papá». Cuando hablé con él, se refirió a sí mismo como «papá». Así que, ¿por qué iba a firmar una nota así como «Papi»?

– Eso no significa nada.

– Puede ser, tal vez no. Lo segundo que me picó fue: ¿quién escribe una nota así, en la parte de arriba del interior de una tarjeta doblada? Normalmente, la gente usa la mitad de abajo, ¿no? Pero, ¿ves, Stan? Esto no era una tarjeta, sino una hoja de papel doblada por la mitad. Ésa es la clave. Y luego están esas lágrimas por el borde, ¿las ves, Stan? Como si alguien la hubiera arrancado de algo.

Win le dio a Myron la novela que le habían mandado a Kimberly Green. Myron la abrió y colocó dentro la hoja de papel.

– Algo como un libro.

Encajaba perfectamente.

– Tu padre escribió esta nota -dijo Myron-. Para ti. Hace años. Tú conoces este libro desde el principio.

– No puedes demostrarlo.

– Vamos, Stan. Un grafólogo no tendría ningún problema en comprobarlo. No eran los Lex los que descubrieron el libro, fue Melina Garston. Le pediste que mintiera por ti ante el juez, y lo hizo. Pero luego empezó a sospechar y se puso a indagar por tu casa y encontró el libro. Ella fue quien se lo mandó a Kimberly Green.

– No tienes pruebas…

– Lo mandó de manera anónima porque todavía te quería. Incluso arrancó esa página para que nadie, y en especial tú, pudiera saber de dónde procedía el libro. Tenías un montón de enemigos; Susan Lex, los federales… Probablemente esperaba que pensaras que lo habían hecho ellos. Al menos durante un tiempo. Pero tú supiste de inmediato que lo había mandado Melina. Ella no había contado con eso, ni con tu reacción.

Stan apretó los puños, que empezaron a temblar.

– Las familias de las víctimas no quisieron hablar contigo, Stan, pero tú lo necesitabas para tu artículo, de modo que acabaste siguiendo más el libro que la realidad. Los federales pensaron que lo hacías para engañarlos, pero no se trataba de eso. Tal vez tu padre te dijo que era el asesino, pero nada más. Quizá la historia real no era tan interesante, de modo que precisabas adornarla. Tal vez no eras tan buen escritor y realmente necesitabas todas esas declaraciones de los familiares, no lo sé. Pero lo plagiaste, y la única que te podía asociar con ese libro era Melina Garston. Así que la mataste.

– Jamás podrás demostrarlo -afirmó Stan.

– Ahora los federales lo investigarán con rigor. Los Lex ayudarán. Win y yo colaboraremos. Encontraremos algo que bastará. Cuando menos, el jurado, y el mundo, escuchará lo que hiciste. Y te odiarán lo bastante para condenarte.

– Maldito hijo de puta. -Stan apretó el puño y apuntó a Myron. Con un movimiento casi espontáneo, Win hizo un movimiento amplio con la pierna. Stan cayó al suelo. Win lo señaló y se rió. Los hijos de Stan lo vieron todo.

Kimberly Green y Rick Peck salieron del coche. Myron les hizo un gesto para que esperaran, pero Kimberly Green negó con la cabeza. Esposaron a Stan y se lo llevaron a rastras. Sus hijos seguían mirando. Myron pensó en Melina Garston y en su promesa silenciosa. Luego él y Win volvieron al coche.

– Siempre has querido que lo detuvieran -comentó Win.

– Sí, pero antes tenía que asegurarme de que accedía a la donación de médula ósea.

– Y una vez supiste que Jeremy estaba bien…

– Se lo conté a Green, sí.

Win puso el motor en marcha.

– Las pruebas siguen siendo marginales. Un buen abogado sería capaz de señalar sus puntos flacos.

– No es problema mío -dijo Myron.

– ¿Estarías dispuesto a verlo exculpado?

– Sí -dijo Myron-, pero el padre de Melina tiene mucho poder, y él no lo permitirá.

– Creí que le habías advertido contra el hecho de tomarse la justicia por su mano.

Myron se encogió de hombros:

– A mí no me escucha nunca nadie.

– Eso es cierto -dijo Win.

Win se puso a conducir.

– Sólo me pregunto… -musitó Myron.

– ¿Qué?

– ¿Quién fue el asesino en serie? ¿Fue realmente su padre el responsable, o fue todo cosa de Stan?

– Dudo que jamás lo lleguemos a saber -dijo Win.

– Ya, probablemente no.

– Ya no importará -aclaró Win-. Lo encarcelarán por el asesinato de Melina Garston.

– Supongo -dijo Myron. Luego frunció el ceño y repitió-. ¿No importará?

Win se encogió de hombros.

– Bueno, pues, ¿tema cerrado, amigo?

Myron volvió a sentir aquel movimiento nervioso en la pierna. Lo detuvo y dijo: -Jeremy.

– Ya -dijo Win-. ¿Piensas decírselo? Myron miró por la ventanilla y no vio nada. -El credo de Win sobre el egoísmo respondería que sí. -¿Y el credo de Myron? -No sé si es muy distinto -dijo Myron.


Jeremy estaba jugando a baloncesto en el YMCA. Myron entró por las gradas, de esas que tiemblan a cada paso que das, y se sentó. Jeremy todavía estaba pálido. Estaba más delgado que la última vez que Myron lo había visto, pero en los últimos meses había pegado un estirón. Myron se dio cuenta de lo rápido que ocurren los cambios en los jóvenes y sintió una sensación sorda en el lo más profundo del pecho.

Por un rato se limitó a mirar la evolución de las escaramuzas e intentó juzgar el juego de su hijo de manera objetiva. Jeremy tenía las herramientas, Myron lo podía ver de inmediato, pero estaban muy oxidadas. Pero eso no sería un problema. Cuando se trata de jóvenes, el óxido no tarda mucho en esfumarse.

Mientras Myron miraba el entreno, sus ojos se fueron abriendo de par en par. Sintió cómo se marchitaba por dentro. Volvió a pensar en lo que estaba a punto de hacer y sintió crecer una marea en su interior que se apoderaba de él, ahogándolo.

Al ver a Myron, Jeremy sonrió, y la sonrisa del muchacho partió su corazón en dos partes iguales. Se sintió perdido, a la deriva. Pensó en lo que había dicho Win, sobre lo que era un padre de verdad, y recordó también las palabras de Esperanza. Pensó en Greg y Emily. Se preguntó si debía haber hablado de esto con su propio padre, si debería haberle dicho que esto no era ninguna hipótesis, que la bomba había caído de verdad, que necesitaba su ayuda.

Jeremy siguió jugando, pero Myron se dio cuenta de que su presencia lo había distraído. De vez en cuando Jeremy se volvía a mirar a las gradas. Jugó con un poco más de ganas, recuperó un poco el ritmo. Myron había estado en su piel, había hecho lo mismo. Las ganas de impresionar. Eso había guiado a Myron, tal vez casi tanto como las ganas de vencer. Tal vez sea algo superficial, pero está ahí.

El entrenador les hizo hacer unos cuantos ejercicios más y luego los hizo poner en fila en la base. Acabaron el entreno con los justamente llamados «suicidios», que eran básicamente una serie de sprints destrozatripas entremezclados con flexiones para tocar distintas líneas del suelo. Myron echaba de menos muchas cosas relacionadas con el baloncesto, pero los suicidios no eran precisamente una de ellas.

Al cabo de diez minutos, mientras la mayoría de los chicos seguían tratando de recobrar el aliento, el entrenador reunió a sus tropas, les repartió el horario para el resto de la semana y los dispersó con una fuerte palmada. La mayoría desfilaron hacia la salida con las mochilas sobre el hombro. Algunos entraron en el vestuario. Jeremy se acercó lentamente a Myron.

– Hola -dijo el chico.

– Hola.

Le caían gotas de sudor del pelo y tenía la cara empapada y ruborizada por el esfuerzo.

– Voy a darme una ducha -dijo-, ¿quiere esperarme?

– Claro -dijo Myron.

– Guay, tardo un minuto.

El gimnasio se fue vaciando. Myron se levantó y cogió una pelota errante. Sus dedos encontraron los surcos de inmediato. Lanzó unos cuantos tiros y miró cómo el fondo de la red danzaba al colarse la pelota. Sonrió y volvió a sentarse, todavía con la pelota entre las manos. Entró un operario y barrió la pista al estilo máquina quitanieves. Las llaves que llevaba colgando de la cintura tintineaban. Alguien apagó las luces generales. Al cabo de poco apareció Jeremy, con el pelo mojado. Él también llevaba una mochila colgada al hombro.

Como diría Win, «empieza el espectáculo».

Myron se aferró a la pelota un poco más fuerte:

– Siéntate, Jeremy. Tenemos que hablar.

La cara del niño era serena y casi demasiado bella. Dejó resbalar la mochila por el brazo y se sentó. Myron llevaba el discurso ensayado, lo había analizado desde todos los ángulos, había sopesado sus más y sus menos. Había tomado decisiones y las había cambiado y las había vuelto a tomar. Como diría Win, se había torturado adecuadamente.

Pero, al final, sabía que había una verdad universal: las mentiras envenenan. Intentamos apartarlas. Las metemos en una caja y las enterramos, pero al final, siempre encuentran la manera de salir de su ataúd, escarban la tierra y salen a la superficie. Pueden llevar años durmiendo, pero siempre despiertan. Y cuando lo hacen, han descansado, han cogido fuerzas y resultan más insidiosas. Las mentiras matan.

– Eso te resultará difícil de entender… -Se detuvo. De pronto su discurso ensayado le sonaba asquerosamente enlatado, lleno de frases como «no es culpa de nadie» y «los adultos también se equivocan» y «no significa que tus padres te quieran menos». Era paternalista, tonto y…

– Señor Bolitar.

Myron miró al chico.

– Mi madre y mi padre ya me lo han contado -dijo Jeremy-. Hace dos días.

A Myron se le encogió el pecho:

– ¿Cómo?

Myron estaba y no estaba sorprendido. Se podía decir que Emily y Greg habían hecho un ataque preventivo, casi como un abogado que revela algo malo de su cliente porque sabe que el contrincante está a punto de hacerlo. Para amortiguar el golpe. Pero quizás Emily y Greg habían aprendido la misma lección que él sobre las mentiras y cómo envenenan. Y tal vez, de nuevo, intentaban hacer lo que creían mejor para su hijo.

– ¿Y cómo te sientes? -le preguntó Myron.

– Raro, supongo -dijo Jeremy-. Quiero decir que, mi madre y mi padre esperaban que me hundiera, o algo así, pero yo no veo por qué tiene que ser nada tan importante.

– ¿No?

– Claro, sí, lo veo, pero -hizo una pausa, se encogió de hombros-, no es como si el mundo hubiera quedado boca abajo ni nada parecido, ¿me entiende?

Myron asintió con la cabeza.

– A lo mejor es porque tu mundo ya había quedado una vez boca abajo.

– ¿Lo dice por la enfermedad y todo eso?

– Sí.

– Sí, puede ser -dijo, meditándolo-. Para usted también debe de ser raro.

– Lo es, sí -dijo Myron.

– He estado pensando en ello -dijo Jeremy-. ¿Quiere saber lo que pienso?

Myron tragó saliva. Miró a los ojos del chico: reflejaban serenidad, sí, pero no a través de la inocencia.

– Me gustaría mucho.

– Usted no es mi padre -dijo, sencillamente-. Quiero decir que, sí, puede que sea mi padre, pero no es papá. ¿Entiende?

Myron consiguió hacer un gesto de afirmación.

– Pero -Jeremy se detuvo, levantó la vista, se encogió de hombros como lo hace un chico de trece años-, pero tal vez pueda estar cerca de mí.

– ¿Cerca? -repitió Myron.

– Sí -dijo Jeremy. Volvió a sonreír y, ¡pum!, Myron sintió otro vuelco en el pecho-. Cerca, ya me entiende.

– Sí, te entiendo.

– Creo que me gustaría.

– A mí también -dijo Myron.

Jeremy asintió:

– Guay.

– Sí.

El reloj del gimnasio emitió un gruñido y avanzó. Jeremy lo miró.

– Mi madre debe de estar fuera esperándome. Normalmente paramos en el súper de camino a casa. ¿Quieres venir?

Myron negó con la cabeza.

– Hoy no, pero gracias.

– Guay. -Jeremy se levantó, mirando a Myron a la cara-. ¿Estás bien?

– Sí.

El muchacho sonrió.

– No te preocupes, todo irá bien.

Myron trató de responderle con otra sonrisa.

– ¿Cómo has salido tan listo?

– Con unos buenos progenitores -dijo-. Combinado con una buena genética.

Myron se rió:

– Tal vez debas plantearte un futuro en la política.

– ¿Por qué no? -dijo Jeremy-. Cuídate, Myron.

– Tú también, Jeremy.

Miró cómo el chico salía del polideportivo, de nuevo con aquella manera de andar conocida. Jeremy no se volvió para mirarlo. Se oyó la puerta que se cerraba, los ecos, y luego Myron se quedó solo. Se volvió hacia la canasta y miró el aro hasta que se nubló la imagen. Vio los primeros pasos del niño, oyó sus primeras palabras, sintió el olor dulce y limpio de un pijama de niño. Sintió el golpe de una pelota contra un guante de béisbol, el acto de inclinarse a ayudar con los deberes, de quedarse despierto toda la noche cuando tenía un virus, todo eso, como lo había hecho su padre, un torbellino de imágenes burlonas y dolorosas, tan irrecuperables como el pasado. Se vio a sí mismo vigilando el umbral a oscuras del chico, cual centinela silencioso de su adolescencia, y sintió que lo que quedaba en su corazón ardía en llamas.

Todas las imágenes se dispersaron con un parpadeo. El corazón le volvió a latir. Volvió a mirar la canasta y esperó. Esta vez, nada se le nubló. Nada ocurrió.

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