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Eric Ford conducía con Kimberly Green de copiloto, y Myron y Stan iban detrás. Los seguían varios coches llenos de agentes. También la prensa. No pudieron evitarlo.

– Mi madre murió en 1977 -explicó Stan-. De cáncer. Mi padre ya no estaba bien. Lo único en la vida que le importaba, lo único bueno que tenía, era mi madre. La quería mucho.

El reloj del coche marcaba las 4.03 de la madrugada. Stan les indicó por dónde tenían que salir de la carretera 15. Había un cartel que señalaba Dingsman Bridge. Se dirigían a Pennsylvania.

– La poca cordura que le quedaba se la llevó la muerte de mi madre. Él la vio sufrir. Los médicos lo intentaron todo, utilizaron todos los avances tecnológicos, pero eso sólo la hizo sufrir más. Fue entonces cuando mi padre empezó a obsesionarse con la fuerza de la mente. Si mi madre no se hubiera apoyado tanto en la tecnología, pensaba. Si en vez de ello, hubiera usado su mente. Si hubiera visto su potencial ilimitado. La tecnología la había matado, decía, le había dado falsas esperanzas, y le había impedido usar lo único capaz de salvarla: el ilimitado poder del cerebro humano.

Nadie comentó nada.

– Teníamos una casa de veraneo aquí. Era muy bonita. Seis hectáreas de terreno, a un paseo de un lago. Mi padre me llevaba a menudo a pescar y a cazar. Pero hace muchos años que no voy. Ni siquiera había vuelto a pensar más en el lugar. Trajo a mi madre a morir aquí, luego la enterró en el bosque. ¿Ven? Aquí es donde su sufrimiento acabó para siempre.

La pregunta obvia flotaba en el aire, sin formular: ¿y el de quién más?

Más tarde Myron no recordaría nada de aquel trayecto. Ni edificios, ni monumentos, ni árboles. Al otro lado de su ventanilla estaba la noche oscura, negro sobre negro, los ojos cerrados con fuerza en la más oscura de las habitaciones. Se reclinó y esperó.

Stan les indicó que se detuvieran al pie de una zona boscosa. Sonaban más grillos. Los otros coches pararon junto a ellos. Los federales bajaron y empezaron a peinar la zona. Los focos de las potentes linternas mostraban un terreno irregular. Myron los ignoró. Tragó saliva y echó a correr. Stan corrió con él.

Antes del amanecer, los agentes federales encontrarían tumbas. Encontrarían al padre de los tres chicos, a la estudiante universitaria y a los jóvenes recién casados.

Pero, de momento, Myron y Stan seguían corriendo. Las ramas azotaban el rostro de Myron. Tropezó con una raíz y cayó al suelo hecho un ovillo, volvió a levantarse, siguió corriendo. Advirtieron la casita, apenas visible bajo la pálida luz de la luna. Dentro no había ninguna luz encendida, ningún signo de vida. Esta vez, Myron no se molestó en comprobar si estaba cerrado y se lanzó con todas sus fuerzas, derribando la puerta. Más oscuridad. Oyó un grito, se volvió, buscó a tientas el interruptor, lo encendió.

Jeremy estaba ahí.

Estaba encadenado a una pared, sucio, aterrorizado y todavía lleno de vida.

Myron sintió que le temblaban las rodillas, pero se sobrepuso y se quedó de pie. Corrió hacia el chico, que alargó los brazos hacia él. Myron lo abrazó y sintió que el corazón se le hundía y le estallaba. Jeremy lloraba. Myron levantó la mano y le acarició el pelo y lo apaciguó. Como su padre. Como su padre le había hecho a él tantas veces. Por sus venas sintió correr una calidez repentina y bella, un cosquilleo en los dedos de las manos y de los pies y, por unos instantes, Myron pensó que tal vez entendía lo que su padre sentía. Myron siempre había vivido como un privilegio estar en el lado filial del abrazo, pero ahora, durante el más fugaz de los instantes, sintió algo mucho más fuerte -la intensidad y la arrolladora profundidad de estar al otro lado- que agitó cada célula de su ser.

– Estás a salvo -le dijo Myron, acariciando la cabeza del chico-. Todo ha acabado.

Pero no.


Llegó una ambulancia y pusieron a Jeremy dentro. Myron llamó a la doctora Karen Singh. A ella no le importó que la despertaran a las cinco de la mañana. Myron se lo contó todo.

– ¡Caramba! -exclamó Karen Singh cuando hubo terminado.

– Sí.

– Enviaremos a alguien a extraer la médula de inmediato. Por la tarde empezaré a preparar a Jeremy.

– Quiere decir con quimio.

– Sí -respondió ella-. Lo ha hecho muy bien, Myron. Pase lo que pase, tiene que sentirse orgulloso.

– ¿Pase lo que pase?

– Venga a mi consulta mañana por la tarde.

Myron sintió que el corazón le daba un vuelco:

– ¿Qué ocurre?

– La prueba de paternidad -dijo-. Los resultados tienen que llegar mañana.


Jeremy iba de camino al hospital. Myron salió fuera. Los federales seguían excavando. Los furgones de prensa seguían allí. Stan Gibbs contemplaba crecer las pilas de tierra, con el rostro ahora ya más allá de toda emoción. Ningún sonido, ya ni siquiera los grillos, tan sólo las palas excavando la tierra. A Myron le volvía a doler la rodilla. Sentía la osamenta cansada. Quería encontrar a Emily, quería ir al hospital, quería saber los resultados de aquella prueba y luego quería saber qué haría con ellos.

Volvió a subir la cuesta en dirección al coche. Más prensa. Alguien lo llamó, pero los ignoró. Había más federales trabajando en silencio. Myron pasó de largo. No tenía fuerzas para oír lo que habían encontrado. Todavía no.

Cuando llegó al final de la cuesta, al ver a Kimberly Green y la expresión sin vida en su rostro, volvió a sentir un vuelco en el corazón.

Dio un paso más.

– ¿Greg? -preguntó.

Ella negó con la cabeza, con la mirada confusa y desenfocada.

– No deberían haberlo dejado solo -dijo-. Tendrían que haberle vigilado. Incluso después de un registro riguroso. Los registros no son nunca lo bastante rigurosos.

– ¿Registrar a quién?

– Edwin Gibbs.

Myron estaba seguro de haberlo entendido mal:

– ¿Qué pasa con él?

– Lo acaban de encontrar -dijo, con dificultad para encontrar las palabras-. Se ha suicidado en su celda.

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