11

Myron y Terese empezaron el día siguiente tomando una ducha juntos. Myron controlaba la temperatura y mantenía el agua caliente. Al parecer, eso previene las arrugas.

Cuando emergieron de la vaporosa cabina ayudó a Terese a secarse con la toalla.

– Sécame del todo -le pidió ella.

– Ofrecemos un servicio completo, señora -dijo él, secándola un poco más.

– Es algo que me ocurre siempre que me ducho con un hombre.

– ¿A qué te refieres?

– Que siempre acabo con los pechos inmaculados.

Win se había marchado hacía varias horas. Últimamente le gustaba llegar al despacho hacia las seis de la mañana. Algo que ver con los mercados de ultramar. Terese se hizo tostadas mientras Myron se preparaba un cuenco de cereales. Cereales Quisp. En Nueva York ya no se encontraban, pero a Win se los enviaban desde un lugar llamado Woodman's, en Wisconsin. Myron se zampó una cucharada de tamaño industrial y el subidón de azúcar le pilló tan rápido que casi se tuvo que agachar.

Terese dijo:

– Tengo que volver mañana por la mañana.

– Lo sé.

Tomó otra cucharada, sintiendo que ella lo miraba.

– Vuelve a escaparte conmigo -añadió Terese.

Myron levantó los ojos hacia ella. Le pareció más pequeña, más lejos.

– Puedo conseguir la misma casa en la isla. Podríamos coger un avión y…

– No puedo -la interrumpió.

– Vaya -dijo ella, y luego-: ¿Tienes que encontrar a ese Davis Taylor?

– Sí.

– Entiendo. ¿Y después de eso…?

Myron negó con la cabeza. Siguieron desayunando en silencio.

– Lo siento -dijo Myron.

Ella asintió.

– Huir no siempre es la respuesta, Terese.

– ¿Myron?

– ¿Qué?

– ¿Tengo cara de estar de humor para perogrulladas?

– Lo siento.

– Ya, eso ya lo has dicho.

– Sólo intento ayudar.

– A veces no puedes ayudar -dijo ella-. A veces, lo único que te queda es huir.

– No es mi caso -aclaró él.

– No -aceptó Terese-, no es tu caso.

No estaba enfadada ni molesta, simplemente decaída y resignada, y eso asustaba a Myron mucho más.


Al cabo de una hora Esperanza entró sin llamar en el despacho de Myron.

– Bueno -empezó, mientras tomaba asiento-, esto es lo que he encontrado sobre Davis Taylor.

Myron se recostó y se puso las manos detrás de la cabeza.

– Uno: no ha hecho nunca la declaración de Hacienda.

– ¿Nunca?

– Me alegro de que estés tan atento -dijo Esperanza.

– ¿Estás diciendo que nunca ha declarado ningún ingreso?

– ¿Piensas dejarme acabar?

– Perdón.

– Dos: prácticamente no tiene ningún documento; ni siquiera permiso de conducir. Una tarjeta de crédito, una Visa emitida hace poco por su banco, con muy pocos movimientos. Una sola cuenta bancaria con un saldo actual de menos de doscientos dólares.

– Qué sospechoso -dijo Myron.

– Sí.

– ¿Cuándo abrió la cuenta?

– Hace tres meses.

– ¿Y antes de eso?

Niente. Al menos, niente que yo haya podido rastrear hasta ahora.

Myron se acarició el mentón:

– Nadie vuela tan por debajo de las antenas del radar -dijo-. Tiene que ser un alias.

– Es lo mismo que pensé yo -dijo Esperanza.

– ¿Y?

– La respuesta es sí y no. -Myron esperó a que se explicara. Esperanza se recogió unos mechones de pelo detrás de las orejas-. Parece que ha habido un cambio de nombre.

Myron frunció el ceño:

– Pero tenemos su número de seguridad social, ¿no?

– Correcto.

– Y la mayoría de datos se guardan por el número de seguridad social, no por el nombre, ¿no es así?

– Otra vez, correcto.

– Pues no lo entiendo -dijo Myron-. El número de seguridad social no te lo puedes cambiar. Un cambio de nombre te puede hacer más difícil de localizar, pero no es capaz de borrar tu pasado. Sigues teniendo declaraciones de renta y cosas así.

Esperanza agitó las dos manos:

– ¡Eso es lo que quería decir con «sí y no»!

– ¿Tampoco hay documentos por su número de seguridad social?

– Correcto.

Myron intentó asimilarlo.

– Pues, ¿cuál es el nombre real de Davis Taylor?

– Todavía no lo sé.

– Habría dicho que era fácil de averiguar.

– Lo sería -dijo ella- si tuviera algún tipo de documento, pero no lo tiene. El número de seguridad no tiene ninguna incidencia. Es como si esta persona no hubiera hecho nada en toda su vida.

Myron reflexionó un momento:

– Sólo se me ocurre una explicación -dijo.

– ¿Yes…?

– Que sea un documento falso.

Esperanza negó con la cabeza:

– El número de seguridad social existe.

– Eso no lo dudo, pero creo que alguien ha hecho el típico truco del documento falsificado de cementerio.

– ¿Cuál es?

– Vas a un cementerio y localizas la tumba de algún niño -explicó Myron-. Un niño que, de no haber muerto, ahora tendría aproximadamente tu edad. Entonces escribes solicitando su certificado de nacimiento y sus documentos y, voilà, ya tienes una documentación falsa perfecta. El truco más viejo del mundo.

Esperanza lo miró con la expresión que reservaba para sus momentos de mayor idiotez:

– No -afirmó.

– ¿No?

– ¿Pero tú te crees que la policía no mira la tele, Myron? Eso ya no funciona. Lleva muchos años sin funcionar, excepto quizás en alguna serie de polis. Pero sólo por si las moscas, también lo he comprobado.

– ¿Cómo?

– Bases de datos de muertos -dijo-. Hay una página web que tiene los números de seguridad social de todos los muertos.

– Y el número no figura.

Ding, ding, ding -hizo Esperanza, burleta.

Myron se inclinó hacia delante.

– Esto no tiene ningún sentido -dijo-. Nuestro falso Davis Taylor se ha tomado muchas molestias para crearse una identificación falsa… o, al menos, para volar tan por debajo de la antena del radar, ¿no crees?

– Sí, lo creo.

– No quiere dejar datos, ni documentación, ni nada.

– Correcto.

– Y hasta se cambia el nombre.

– Así es, chico.

Myron levantó los brazos:

– Pues, entonces, ¿por qué iba a registrarse en un banco de donantes de médula ósea?

– ¿Myron?

– ¿Qué?

– No sé de qué me hablas -dijo Esperanza.

Tenía toda la razón. Anoche la había llamado para pedirle que sacara toda la información posible sobre Davis Taylor, pero todavía no le había explicado por qué.

– Creo que te debo una explicación -dijo.

Ella se encogió de hombros.

– Te prometí, más o menos, que no lo volvería a hacer.

– Investigar -dijo ella.

– Exacto. Y lo pensaba realmente. Quería que a partir de ahora esto fuera una agencia normal.

Ella no dijo nada. Myron dirigió la mirada a la pared que había detrás de Esperanza. Aquella despoblada pared de clientes le volvió a recordar un trasplante de pelo que no había cuajado. Tal vez debería darle un par de capas de crecepelo.

– ¿Te acuerdas de la llamada de Emily? -le preguntó.

– Eso fue ayer, Myron. Mi memoria, a veces, puede alcanzar hasta una semana entera.

Se lo contó todo. Hay hombres, hombres a los que Myron admiraba sin admitirlo, que se lo guardan todo dentro, entierran sus secretos, ocultan el dolor… El tópico entero, vaya. Myron raramente lo hacía. Él no era de esos tipos que circulan por el lado salvaje de la vida a solas; le gustaba ir protegido por Win. No era de los que cogen una botella de whisky y ahogan sus penas; las comentaba con Esperanza. No era muy macho, pero ahí estaba.

Esperanza le escuchó en silencio. Cuando llegó a la parte sobre la paternidad de Jeremy, soltó un leve gruñido y cerró los ojos, y los tuvo cerrados durante mucho rato. Cuando finalmente los volvió a abrir, preguntó:

– ¿Y qué piensas hacer?

– Pienso encontrar al donante.

– No me refería a eso.

Él lo sabía:

– No lo sé -admitió.

Ella pensó en el asunto y movió la cabeza, incrédula.

– Tienes un hijo.

– Eso parece.

– ¿Y no sabes lo que vas a hacer?

– Correcto.

– Pero estás a punto de tomar la decisión -le dijo.

– Win defendió encarnizadamente la postura de no hacer nada.

Ella soltó un bufido.

– Win lo haría.

– De hecho, alega que me lo dice de corazón.

– Eso podría ser si tuviera corazón.

– ¿No estás de acuerdo?

– No -dijo ella-. No estoy de acuerdo.

– ¿Crees que debería decírselo a Jeremy?

– Creo que, antes que nada, deberías dejar de lado tu complejo de Batman -le dijo.

– ¿Y qué demonios significa eso?

– Significa que siempre te esfuerzas un poco demasiado por ser un héroe.

– ¿Y eso es malo?

– A veces te nubla el pensamiento -afirmó-. Lo heroico no siempre es lo correcto.

– Jeremy ya tiene una familia. Tiene un padre y una madre.

– Tiene -lo interrumpió Esperanza- una mentira.

Se quedaron mirándose el uno al otro. El teléfono, que normalmente estaba muy activo, estaba ahora en silencio, y llevaba así demasiado tiempo. Myron se preguntaba cómo se lo podía explicar para que lo entendiera. Ella permanecía inmóvil, esperando.

– Tú y yo hemos tenido suerte por lo que respecta a los padres -dijo Myron.

– Los míos están muertos, Myron.

– No me refiero a eso -dijo. Tomó aire-. ¿Cuántos días pasan sin que los eches de menos?

– Ninguno -respondió ella, sin vacilar.

Él asintió con la cabeza:

– Los dos hemos sido amados incondicionalmente por nuestros padres, y ambos los hemos querido a ellos de la misma manera.

A Esperanza se le empezaban a humedecer los ojos:

– ¿Y…?

– Pues que -y eso era lo que Win había dicho-, ¿no es eso lo que convierte a alguien en madre o padre? ¿No es la persona que nos ha criado y nos ha querido, y no, sencillamente, un accidente de la biología?

Esperanza se apoyó en su butaca:

– ¿Win dijo eso?

Myron sonrió:

– Tiene sus momentos.

– Eso parece.

– Piensa en tu padre, el que te crió y te quiso siempre. ¿Qué pasa con él?

Esperanza seguía con los ojos humedecidos:

– Mi amor por él es lo bastante fuerte como para sobrevivir a la verdad. ¿El tuyo no?

Levantó la cabeza como si las palabras fueran flechas en su mandíbula:

– Pues claro -dijo-. Pero le haría daño igualmente.

– ¿A tu padre le haría daño?

– Pues claro.

– Entiendo -dijo Esperanza-. ¿De modo que ahora te preocupas por el pobre Greg Downing?

– No exactamente. ¿Quieres oír algo horrible?

– Me encantaría.

– Cuando Greg se refiere constantemente a Jeremy como «mi hijo», me entran unas ganas locas de gritarle la verdad. De escupírsela a su cara de suficiencia. Sólo para ver cómo reacciona. Sólo para ver cómo su mundo estalla en pedazos.

– Vaya, ¿y dónde está tu complejo de Batman? -exclamó Esperanza.

Myron levantó las manos:

– Yo también tengo mis momentos.

Esperanza se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Dónde vas?

– No quiero hablar más de esto contigo -le confesó.

Myron se reclinó en la butaca.

– Te estás bloqueando -añadió ella-, ¿lo sabes?

Él asintió, lentamente, con la cabeza.

– Cuando lo superes, y lo harás, volveremos a hablar del tema. Ahora estaríamos perdiendo el tiempo, ¿vale? -Vale.

– Sencillamente, no hagas el tonto. -«No hacer el tonto» -repitió él-. Entendido. La sonrisa de Esperanza al salir fue breve.

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