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AgeComp. O programa informático para determinar la evolución con la edad, si se prefiere.

Myron había aprendido a utilizarlo mínimamente cuando buscaba a una mujer desaparecida llamada Lucy Mayor. La clave está en la imagen digital. Lo único que tenía que hacer Myron -o, en el caso de su despacho, lo único que tenía que hacer Esperanza- era coger la foto y escanearla. Luego, con algún programa corriente como el Photoshop o el Picture Publisher, sacas la cara del joven Dennis Lex. AgeComp, un programa de software que se está perfeccionando constantemente por parte de las organizaciones que buscan a niños desaparecidos, se encarga del resto. Mediante la aplicación de algoritmos matemáticos avanzados, AgeComp amplía, fusiona y mezcla fotos digitales de niños desaparecidos y produce una imagen en color de cómo podrían ser actualmente.

Naturalmente, muchos detalles están sujetos al azar. Cicatrices, fracturas faciales, vello facial, cirugía plástica, peinado o, en el caso de los más mayores, posible calvicie masculina. De todos modos, la foto de la clase podía ser una pista importante.

Ya de vuelta a Manhattan le sonó el móvil.

– He hablado con los federales -le dijo Win.

– ¿Y?

– Tu impresión era correcta.

– ¿Qué impresión?

– Están realmente asustados.

– ¿Has hablado con PT?

– Sí. Me puso con la persona adecuada. Me han pedido un cara a cara.

– ¿Cuándo?

Very pronto. De hecho, te estamos esperando en tu despacho.

– ¿Ahora mismo tengo a los federales en mi despacho?

– Afirmativo.

– Llego en cinco minutos.

Más bien diez. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Esperanza estaba sentada en el sitio de Big Cyndi.

– ¿Cuántos? -preguntó.

– Tres -dijo Esperanza-. Una mujer rubia, un gilipollas extrafuerte, otro con traje elegante.

– ¿Win está con ellos?

– Sí.

Le dio la foto y le señaló la cara de Dennis Lex:

– ¿Cuánto podríamos tardar en tener una progresión de edad de éste?

– Dios, ¿de cuándo es esto?

– De hace treinta años.

Esperanza frunció el ceño:

– ¿Sabes algo de progresiones de edad?

– Algo.

– Se utiliza básicamente para encontrar a niños desaparecidos -dijo-, y normalmente se utiliza para períodos de cinco, de hasta diez años.

– Pero algo podremos obtener, ¿no?

– Algo muy aproximado, sí, es posible. -Encendió el escáner y colocó encima la foto boca abajo-. Si están en el laboratorio, probablemente nos lo puedan dar a última hora de hoy. Lo copio y se lo envío por e-mail.

– Hazlo más tarde -le dijo, señalándole a la puerta-. No debemos hacer esperar a los federales. Los pagamos con nuestros impuestos, y todo ese rollo…

– ¿Quieres que entre?

– Tú formas parte de todo lo que sucede aquí, Esperanza. Claro que quiero que entres.

– Entiendo -respondió-. ¿Ahora es cuando me esfuerzo por no echarme a llorar porque me estás haciendo sentir, oh…, ¡tan especial!?

Listilla.

Myron abrió la puerta de su despacho. Esperanza entró detrás de él. Win estaba sentado tras su mesa, probablemente para evitar que lo hiciera alguno de los federales. Win tenía tendencia a marcar territorio; era una de las cosas que lo hacían parecido a un dóberman. Kimberly Green y Rick Peck se levantaron, ambos con sonrisas forzadas y con bolsas en los ojos por falta de sueño. El tercer federal permaneció en su silla, sin moverse, sin volverse siquiera a mirar quién entraba. Myron vio su cara y se sobresaltó.

Caramba.

Win lo miró con una sonrisa divertida que le curvaba las comisuras de los labios. Eric Ford, director delegado del FBI, era el hombre del traje. Su presencia quería decir una cosa: el asunto era rematadamente grave.

Kimberly Green señaló a Esperanza:

– ¿Qué hace ésa aquí?

– Es mi socia -dijo Myron-. Y señalar es de mala educación.

– ¿Tu socia? ¿Crees que estamos haciendo negocios?

– Se queda -dijo Myron.

– No -replicó Kimberly Green. Seguía llevando los pendientes de cadenita y bola, los vaqueros y el jersey negro de cuello de cisne, aunque la chaqueta era ahora verde hierbabuena-. No es que sea precisamente un placer hablar contigo y el chico de los pómulos aquí presente -dijo, señalando a Win-. Pero al menos vosotros tenéis permiso. A ella no la conocemos. Que se vaya.

La sonrisa de Win se ensanchó y sus cejas dibujaron un leve saltito. El chico de los pómulos: estaba encantado.

– Que se vaya -insistió Green.

Esperanza se encogió de hombros:

– No importa -dijo.

Myron estuvo a punto de decir algo, pero Win negó con la cabeza. Tenía razón, había que reservar fuerzas para las batallas importantes.

Esperanza salió. Win se levantó y cedió a Myron su butaca. Se quedó de pie a su derecha, con los brazos cruzados, totalmente confiado. Green y Peck se movían nerviosamente. Myron se volvió hacia Eric Ford.

– Creo que no hemos sido presentados.

– Pero usted ya sabe quién soy -dijo Ford. Tenía una de esas voces suaves de DJ de rock melódico.

– Sí.

– Y yo sé quién es usted -dijo-, de modo que, ¿de qué sirve que nos presenten?

De acuerdo. Myron miró otra vez a Win, que encogió los hombros.

Ford le hizo un gesto con la cabeza a Kimberly Green; ella se aclaró la garganta:

– Para que conste -dijo-, creemos que no deberíamos estar haciendo esto.

– ¿Haciendo qué?

– Contándote cosas de nuestra investigación. Informándote. Como buen ciudadano, deberías estar dispuesto a colaborar con nuestra investigación porque es lo correcto.

Myron observó a Win y exclamó:

– Ay, Dios.

– Hay aspectos de una investigación que han de mantenerse en secreto -prosiguió-. Tú y el señor Lockwood deberíais entenderlo mejor que la mayoría. Deberíais estar ansiosos por colaborar con cualquier investigación federal. Deberíais respetar lo que intentamos hacer.

– Bien, de acuerdo, lo respetamos. ¿Podemos avanzar un poco, por favor? Ya nos han investigado; sabéis que tendremos la boca cerrada. De lo contrario, ninguno de nosotros estaría aquí.

La mujer juntó las manos y las apoyó sobre el regazo. Peck mantenía la cabeza gacha y garabateaba notas, Dios sabe sobre qué. Tal vez sobre la decoración de Myron.

– Lo que se diga aquí no puede salir de este despacho. Es información absolutamente confidencial…

– Avancemos -insistió Myron, haciendo un gesto de impaciencia con la mano-. Avancemos.

Green desplazó la mirada hacia Ford. Él volvió a asentir con la cabeza. La mujer respiró profundamente y dijo:

– Tenemos vigilado a Stan Gibbs.

Hizo una pausa, se acomodó en la silla. Myron aguardó unos segundos y comentó:

– Etiquétame como sorprendido.

– Esta información es secreta -puntualizó ella.

– Entonces no la anotaré en mi diario.

– Se supone que él no debe saberlo.

– Bueno, digamos que eso suele ir implícito con palabras como «secreta» y «vigilancia».

– Pero Gibbs lo sabe. Nos da esquinazo cuando realmente le interesa. Porque cuando está en público no nos podemos acercar demasiado a él.

– ¿Y por qué?

– Porque nos vería.

– ¿Pero él ya sabe que lo siguen?

– Sí.

Myron miró a Win:

– ¿No había un gag de Abbot y Costello que era algo parecido?

– De los Hermanos Marx -lo corrigió Win.

– Si lo siguiéramos abiertamente -dijo Green-, podría llegar a ser de dominio público que es un objetivo.

– ¿Y tratáis de mantenerlo en secreto?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo vigiláis?

– Bueno, no es tan fácil. Ha estado fuera de alcance a menudo…

– ¿Cuánto tiempo?

Green volvió a mirar a Ford. Volvió a asentir. Ella apretó los puños.

– Desde que apareció el primer artículo sobre los secuestros.

Myron se apoyó en su butaca presa de algo parecido a un subidón. No debería sentirse sorprendido, pero, por Dios que lo estaba. El artículo le vino a la cabeza como una avalancha: las desapariciones repentinas, las terribles llamadas, la angustia constante y eterna, las vidas protegidas que de pronto estallan a causa de un inexplicable mal.

– Dios mío -exclamó Myron-. Stan Gibbs decía la verdad.

– Eso no lo hemos dicho nunca -dijo Kimberly Green.

– Entiendo. O sea que lo seguís porque no os gusta su sintaxis, ¿se trata de eso?

Silencio.

– Los artículos contaban la verdad -dijo Myron-. Y lo habéis sabido siempre.

– Lo que sabemos o no, no es tu problema.

Myron movió la cabeza:

– Increíble -dijo-. Entonces, déjenme ver si lo he entendido. Tienen a un psicópata por ahí suelto que se lleva a gente de la nada y se dedica a atormentar a sus familias. Quieren mantenerlo en secreto porque, si se supiera, se enfrentarían a una situación de pánico. Entonces el psicópata va directamente a Stan Gibbs y de pronto la historia sale a la luz… -La voz de Myron se apagó gradualmente, consciente de que su discurrir lógico había tropezado con un agujero importante. Frunció el ceño y siguió adelante-. No sé cómo esa vieja novela o las acusaciones de plagio cuadraban, pero, sea como fuere, decidieron apuntarse a ellas. Dejaron que Gibbs fuera despedido y cayera en desgracia, en parte probablemente porque estaban furiosos porque les había estropeado la investigación. Pero, principalmente -detectó lo que creyó ser una brecha-, lo hicieron para poder vigilarlo. Pensaron que si el psicópata se había puesto en contacto con él una vez, seguramente lo volvería a hacer. En especial si los artículos habían sido desacreditados.

Kimberly Green afirmó:

– Te equivocas.

– Pero me acerco.

– No.

– Los secuestros sobre los que Gibbs escribió tuvieron lugar, ¿verdad?

Ella vaciló, miró a Ford:

– No podemos verificar todos sus datos.

– Dios mío, no os estoy tomando declaración -exclamó Myron-. ¿Era verdad su columna, sí o no?

– Ya te hemos dicho suficiente -dijo ella-. Ahora te toca a ti.

– No me habéis dicho una mierda.

– Y tú nos has dicho todavía menos.

Negociar. La vida es ser agente de deportes: negociar constantemente. Había aprendido la importancia de compensar, de repartir, de ser justo. La gente se olvida de esto último y al final siempre acabas pagando un precio. El mejor negociador no es el que se lleva todo el pastel a cambio de cuatro migajas; el mejor negociador es el que se lleva lo que quiere y deja feliz a la otra parte. De modo que, normalmente, aquí Myron debería repartir un poco. El clásico quid pro quo. Pero no esta vez. Conocía los entresijos. Una vez les revelara el motivo de su visita a Stan Gibbs, su compensación sería cero.

El mejor negociador, como la más fuerte de las especies, también sabe cómo adaptarse.

– Primero responde a mi pregunta -dijo Myron-. Sí o no. ¿Era verídica la historia que Stan Gibbs escribió?

– La respuesta a esa pregunta no es un sí o un no -dijo ella-. Había partes ciertas, otras que no lo eran.

– ¿Por ejemplo?

– La pareja joven era de Iowa, no de Minnesota. El padre desaparecido tenía tres hijos, no dos. -Se detuvo, juntó las manos.

– ¿Pero tuvieron lugar los secuestros?

– Supimos de estos dos -dijo ella-. De la estudiante universitaria desaparecida no teníamos ninguna información.

– Probablemente porque el psicópata llegó hasta sus padres. Probablemente ellos no lo denunciaron nunca.

– Ésa es nuestra teoría -dijo Kimberly Green-. Pero no lo sabemos seguro. Siguen habiendo grandes discrepancias. Las familias juran que nunca hablaron con él, por ejemplo. Muchas de las llamadas y hechos no coinciden con lo que sabemos que es cierto.

Myron detectó otra brecha.

– ¿Y le preguntasteis a Gibbs sobre él? ¿Sobre sus fuentes?

– Sí.

– Y él se negó a deciros nada.

– Correcto.

– De modo que le destruisteis.

– No.

– La parte que no entiendo es la del plagio -dijo Myron-. Quiero decir, ¿fue un montaje? No llego a entender cómo. A menos que os inventarais un libro y… No, sería demasiado enrevesado. ¿Qué pasó en realidad?

Kimberly Green se inclinó hacia delante:

– Dinos por qué fuiste a su apartamento.

– No lo haré hasta que…

– Hemos tardado varios meses en localizar a Stan Gibbs -le interrumpió ella-. Creemos que tal vez ha estado fuera del país. Pero desde que se mudó a ese piso siempre ha estado solo. Como te he dicho antes, a veces nos da esquinazo. Pero no acepta nunca visitas. Hay gente que lo ha localizado, incluso viejos amigos. Llaman a su puerta o lo llaman por teléfono. ¿Y sabes lo que ocurre siempre, Myron?

A Myron no le gustaba su tono de voz.

– Que les dice que se larguen. Todas y cada una de las veces. Stan Gibbs no ve a nadie. Excepto a ti.

Myron levantó la vista hacia Win. Éste asintió con un gesto muy lento. Myron miró a Eric Ford antes de volver la vista hacia Kimberly Green.

– ¿Crees que soy el secuestrador?

Ella se reclinó, encogiendo un poco los hombros, con aire saciado. Cambiando las tornas y todo eso que se dice:

– Dínoslo tú.

Win se dirigió hacia la puerta. Myron se levantó y le siguió.

– ¿Adónde demonios os creéis que vais? -preguntó Green.

Win cogió el pomo. Myron rodeó la mesa del despacho y dijo:

– Soy sospechoso, o sea que no pienso hablar si no es en presencia de mi abogado. Si me disculpan.

– ¡Ey, que sólo estamos hablando! -dijo Kimberly Green-. No he dicho nunca que pensara que eras el secuestrador.

– A mí me ha dado esa sensación -dijo Myron-. ¿Win?

– Roba corazones -le dijo Win a la mujer-, no personas.

– ¿Tiene algo que ocultar? -preguntó Green.

– Sólo su afición a la ciberpornografía -dijo Win, y luego exclamó-: ¡Uy!

Kimberly Green se levantó y le cortó el paso a Myron.

– Creemos que sabemos lo de la universitaria desaparecida -le dijo, mirándolo a los ojos fijamente-. ¿Quieres saber cómo lo descubrimos?

Myron se quedó inmóvil.

– A través de su padre. Recibió una llamada del secuestrador. No sé lo que se dijeron. Desde entonces no ha vuelto a articular palabra.

Se quedó catatónico. Fuera lo que fuera lo que ese psicópata le dijo al padre de la chica, lo dejó sumido en un túnel de oscuridad.

Myron sintió como si el despacho se encogiera, como si las paredes se acercaran.

– Todavía no hemos encontrado ningún cuerpo, pero estamos bastante seguros de que mata a sus rehenes -prosiguió-. Los secuestra, les hace Dios sabe qué, y hace interminable el sufrimiento de las familias. Y tú sabes que no va a detenerse.

Myron aguantó la mirada de la mujer.

– ¿Qué pretendes?

– Eso no tiene ninguna gracia.

– No -dijo-, no la tiene, de modo que deja de jugar a estupideces.

Ella no respondió.

– Quiero oírlo de tu boca -dijo Myron-. ¿Crees que estoy implicado en esto o no?

Eric Ford asumió esta respuesta:

– No.

Kimberly Green se volvió a sentar en su silla, sin dejar nunca de mirar a Myron. Eric Ford hizo un gesto amplio con la mano:

– Siéntese, por favor.

Myron y Win volvieron a sus posiciones iniciales.

Eric Ford se explicó:

– La novela existe. También existen los fragmentos que Stan Gibbs plagió. Alguien mandó el libro de forma anónima a nuestra oficina; más concretamente, se lo mandó a la agente especial Green, aquí presente. Admitimos que, al principio, el asunto nos pareció confuso. Por un lado, Gibbs sabe lo de los secuestros; por otro, no lo sabe todo y está claro que copió algunos fragmentos de una novela de misterio vieja y descatalogada.

– Hay una explicación -dijo Myron-. Es posible que el secuestrador hubiera leído el libro. Pudo haberse sentido identificado con el personaje, haberse convertido en una especie de emulador.

– Es una posibilidad que ya hemos tenido en cuenta -dijo Eric Ford-, pero no creemos que sea el caso.

– ¿Por qué no?

– Es complicado.

– ¿Tanto como la trigonometría?

– ¿Sigue usted pensando que estamos de broma?

– ¿Sigue usted creyendo que es astuto andarse con rodeos?

Ford cerró los ojos. Green tenía aspecto irritado. Peck seguía garabateando notas. Cuando Ford volvió a abrir los ojos, dijo:

– No creemos que Stan Gibbs se inventara los crímenes. Creemos que los perpetró.

Myron sintió como si le golpearan. Miró a Win. Nada.

– Tiene usted ciertos conocimientos sobre la mente criminal, ¿no es cierto? -preguntó Ford.

Tal vez Myron asintió con la cabeza.

– Bueno, estamos ante un viejo patrón con un giro nuevo. A los pirómanos les encanta presenciar cómo los bomberos apagan el incendio. Muchas veces, incluso son ellos los que avisan de que hay fuego. Adoptan el papel de buen samaritano. A los asesinos, a su vez, les encanta asistir a los funerales de sus víctimas. Nosotros grabamos en vídeo los funerales, estoy seguro de que lo sabe.

Myron volvió a asentir.

– A veces, los homicidas se convierten en parte de la trama. -Ahora Eric Ford gesticulaba mucho, subiendo y bajando las manos huesudas como si estuviera dando una rueda de prensa en una sala demasiado grande-. Se erigen en testigos. Se convierten en el testigo inocente que pasaba por allí y descubrió casualmente el cuerpo entre los matorrales. Conoce usted ese fenómeno de la polilla que merodea por las llamas, ¿no?

– Sí.

– De modo que, ¿qué podría resultar más tentador que ser el único columnista capaz de informar de la noticia? ¿Se imagina la excitación? ¿Lo alucinantemente cerca de la investigación que se llega a estar? La genialidad de esta mentira, para un psicópata, resulta casi excesivamente deliciosa. Y si estás cometiendo esos crímenes para llamar la atención, entonces, en este caso, obtienes una dosis doble: una, como secuestrador en serie; dos, como el brillante periodista que ha obtenido la filtración y la posibilidad de un premio Pulitzer. Y hasta te llevas el mérito adicional de ser un valiente defensor de la Primera Enmienda.

Myron estaba aguantando la respiración.

– Es una teoría realmente fuerte -dijo.

– ¿Quiere más?

– Sí.

– ¿Por qué se niega Gibbs a responder a todas nuestras preguntas?

– Lo ha dicho usted mismo: la Primera Enmienda.

– No es ni abogado ni psiquiatra.

– Pero es periodista -puntualizó Myron.

– ¿Qué tipo de monstruo seguiría protegiendo a su fuente, en una situación así?

– Conozco a unos cuantos.

– Hablamos con las familias de las víctimas y nos juraron que jamás habían hablado con él.

– Podrían estar mintiendo. Tal vez el secuestrador se lo exigió.

– De acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué no ha hecho nada más Gibbs por defenderse de las acusaciones de plagio? Podía haber luchado contra ellas. Incluso podía haber dado algunos detalles que demostraran que decía la verdad. Pero no, en vez de eso, se quedó callado. ¿Por qué?

– ¿Cree que es porque él es el secuestrador? ¿Que la polilla ha merodeado demasiado cerca de las llamas y se está lamiendo las heridas a oscuras?

– ¿Tiene usted una explicación mejor?

Myron no dijo nada.

– Finalmente tenemos el asesinato de su amante, Melina Garston.

– ¿Qué hay de eso?

– Piénselo, Myron. Lo pusimos contra la pared. Tal vez se lo esperaba, o tal vez no. Sea como fuere, los tribunales no lo ven todo igual que él. Usted no sabe nada de las investigaciones judiciales, ¿no?

– De hecho, no.

– Es porque se instruyó el secreto de sumario. En parte, el juez exigió que Gibbs aportara alguna prueba de que había estado en contacto con el asesino. Finalmente, dijo que Melina Garson le haría de coartada.

– Y lo hizo, ¿no?

– Sí. Declaró haber conocido al sujeto de su historia.

– Sigo sin entenderlo. Si ella lo apoyó, ¿por qué iba a matarla?

– El día antes de morir, Melina Garston llamó a su padre y le confesó que había mentido.

Myron se apoyó en su butaca, tratando de asimilarlo todo.

Eric Ford dijo:

– Ha vuelto, Myron. Stan Gibbs ha vuelto finalmente a asomar la cabeza. Mientras estuvo desaparecido, el secuestrador de Sembrar las Semillas también estaba en fuga. Pero este tipo de psicópata no se detiene nunca por voluntad propia: volverá a actuar, y pronto. De modo que, antes de que eso ocurra, será mejor que nos cuente por qué fue a verlo a su piso.

Myron reflexionó unos instantes, pero no le llevó demasiado:

– Buscaba a alguien.

– ¿A quién?

– A un donante de médula ósea que ha desaparecido. Podría salvar la vida de un niño.

Ford lo miró directamente:

– Supongo que el niño en cuestión es Jeremy Downing.

¡Tanto esfuerzo por mostrarse impreciso!, pero eso no sorprendió a Myron. Probablemente lo supieran por el listado de llamadas, o tal vez lo hubieran seguido cuando fue a casa de Emily.

– Sí. Y antes de continuar, quiero que me den la palabra de queme mantendrán informado.

Kimberly Green puntualizó:

– Tú no formas parte de esta investigación.

– No tengo interés en tu secuestrador, sino en mi donante. Si me ayudáis a encontrarlo, os diré todo lo que sé.

– Estamos de acuerdo -dijo Ford, mientras le hacía un gesto a Kimberly con la mano para que guardara silencio-. Bueno, ¿y qué relación tiene Stan Gibbs con su donante?

Myron repasó el caso para ellos. Empezó por Davis Taylor y luego les habló de Dennis Lex y de la llamada misteriosa. Ellos lo escuchaban con expresión inmutable, Green y Peck garabateando en sus cuadernos, pero hubo un claro sobresalto cuando mencionó a la familia Lex.

Le hicieron unas cuantas preguntas sobre la marcha, como por qué se había involucrado de entrada en el caso. Les dijo que Emily era una vieja amiga; no tenía ningunas ganas de mencionar el tema de su paternidad. Myron percibía el nerviosismo creciente de Green. Él había cumplido su misión, y ahora ella estaba ansiosa por salir y ponerse a seguir rastros.

Al cabo de unos minutos, los federales cerraron sus carpetas y se levantaron.

– Estamos en ello -dijo Ford. Miró a Myron a los ojos-. Y encontraremos a su donante. Usted manténgase al margen.

Myron asintió con la cabeza y se preguntó si sería capaz de hacer lo que le pedían. Cuando se hubieron marchado, Win tomó asiento delante de la mesa de Myron.

– ¿Por qué tengo la sensación de que anoche ligué en un bar y ahora es la mañana siguiente y el tío me acaba de decir aquello de «ya te llamaré»? -preguntó Myron.

– Porque eso es precisamente lo que eres -dijo Win-. Putilla.

– ¿Crees que nos esconden algo?

– Sin duda alguna.

– ¿Algo fuerte?

– Enorme -dijo Win.

– Ya no hay mucho que podamos hacer.

– No -dijo Win-. Nada de nada.

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