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Myron oyó gritos de éxtasis a través de la puerta.

Win -nombre real: Windsor Home Lockwood III- dejaba que Myron se alojara temporalmente en su piso en el Dakota, en la esquina de la calle 72 y Central Park West. El Dakota era un viejo edificio histórico de Nueva York cuya rica y lujosa historia había quedado totalmente eclipsada al convertirse en escenario de la muerte de John Lennon veinte y pico de años atrás. Entrar en él significaba cruzar el lugar en el que Lennon había muerto desangrado, una sensación no muy distinta a pisotear una tumba. Myron empezaba a acostumbrarse.

Desde fuera, el Dakota era bello y oscuro y parecía una casa encantada hinchada de anabolizantes. La mayoría de los pisos, incluido el de Win, tenían más metros cuadrados que un principado europeo. El año pasado, después de toda una vida viviendo en la casita de papá y mamá en los suburbios, Myron se había finalmente marchado del sótano para mudarse a un loft del SoHo con su amada, Jessica. Fue un gran paso, la primera señal de que, después de más de una década, Jessica estaba lista para -¡horror!- el compromiso. De modo que los dos amantes se cogieron de las manos y se lanzaron a vivir juntos. Y como tantos otros lanzamientos en la vida, ése acabó salpicándolos desagradablemente.

Más gritos de éxtasis.

Myron acercó el oído a la puerta. Gritos, sí, y una banda sonora. No era una escena en directo, decidió. Usó la llave y abrió la puerta. Los gritos procedían del salón del televisor. Win no utilizaba nunca aquella estancia para, eso, para filmar. Myron se armó de valor y cruzó el umbral.

Win llevaba su atuendo de WASP informal: pantalones de algodón, camisa de un color tan estridente que era mejor no mirarla directamente, y mocasines sin calcetines. Llevaba los tirabuzones rubios divididos con la misma precisión con la que dos viejas se parten la cuenta de la comida. Tenía la piel del color de la porcelana blanca, con toques rojos en las mejillas después de haber jugado al golf. Estaba sentado en la posición del loto de yoga, con las piernas dobladas hasta un punto que se supone que los hombres son incapaces de alcanzar. Con los dedos índice y pulgar formaba dos círculos y tenía las manos apoyadas sobre las rodillas. Estilo Zen Yuppie. Un europeo del viejo mundo adentrándose en el Antiguo Oriente. El olor dulce de los barrios bienestantes de Filadelfia mezclado con el fuerte incienso asiático.

Win inspiraba durante veinte segundos, expiraba durante otros veinte. Meditaba, por supuesto, pero a la manera de Win. No escuchaba, por ejemplo, los ruidos relajantes de la naturaleza o de unas campanitas; no, él prefería meditar con la banda sonora de, pongamos, las pelis guarras de los años setenta, que básicamente sonaban como un mal imitador de Jimmy Hendrix haciendo ruidos tipo ua-ua-ua con un mirlitón eléctrico. El simple hecho de escucharlo era capaz de hacerte salir corriendo a suplicar un chute de antibióticos.

Win tampoco cerraba los ojos. No visualizaba un ciervo bebiendo agua de un arroyo, ni una suave cascada sobre un fondo boscoso, ni nada de eso. Tenía la mirada fija en la pantalla del televisor. Concretamente, miraba vídeos caseros en los que salían él mismo y una selección de hembras variadas en plena actividad pasional.

Myron entró en el salón. Win transformó uno de los círculos de sus dedos en una señal de stop con la mano plana, luego levantó el dedo índice para indicar que quería todavía un momento más. Myron se arriesgó a mirar la pantalla, vio la carne trémula y desvió la vista.

Al cabo de unos segundos Win dijo:

– Hola.

– Me gustaría hacer constar mi asco -dijo Myron.

– Queda constancia.

Win se puso de pie desde la posición del loto con gran agilidad. Sacó la cinta y la guardó en una caja. En la caja ponía «Anon 11». Anon, Myron lo sabía, quería decir «anónimo». Significaba que Win había olvidado el nombre de la chica o que nunca lo había sabido.

– No puedo creer que sigas haciendo esto -comentó Myron.

– ¿Otra vez con el rollo moralista? -preguntó Win con una sonrisa-. Qué agradable.

– Déjame preguntarte una cosa.

– Oh, por favor, adelante.

– Algo que siempre he querido saber.

– Mis oídos arden de impaciencia.

– Dejando de lado por un momento mi repugnancia…

– Por mí no lo hagas -dijo Win-, me gusta tanto cuando te muestras superior.

– Tú dices que esto -Myron hizo un gesto vago hacia la cinta de vídeo y luego hacia el televisor- te relaja.

– Sí.

– Pero, además…, quiero decir, con todo lo asqueroso que resulta…, ¿no te excita?

– No, en absoluto -respondió Win.

– Eso es lo que no entiendo.

– Contemplar el acto no me excita -explicó Win-. Pensar en el acto tampoco me excita. Ni los vídeos, ni las revistas guarras, ni el Penthouse Forum, ni el ciberporno… Nada de eso me excita. Para mí no hay nada que sustituya la cosa de verdad. Tiene que haber alguien. Todo lo otro me produce el mismo efecto que hacerme cosquillas a mí mismo. Por eso nunca me masturbo.

Myron no dijo nada.

– ¿Tienes algún problema?

– Sólo me estoy preguntando qué me ha empujado a intentar averiguarlo -dijo Myron.

Win abrió un armario de la dinastía Ming que había sido convertido en una pequeña nevera y le tiró un batido Yoo-Hoo a Myron. Él se sirvió una copa de coñac. La estancia estaba llena de antigüedades lujosas y ricos tapices y alfombras orientales, y bustos de hombres con el pelo largo y rizado. Si no llega a ser por el sistema audiovisual de tecnología punta, aquel salón podría ser de los que te encuentras cuando visitas un palacio de los Medici.

Ocuparon sus butacas habituales.

Win advirtió:

– Pareces preocupado.

– Tengo un caso para nosotros.

– Ah.

– Sé que dije que no volveríamos a hacerlo, pero esto tiene algo de circunstancia especial.

– Entiendo -dijo Win.

– ¿Te acuerdas de Emily?

Win dibujó una especie de bucle con la copa, un gesto habitual en él:

– Novia de la universidad. Cuando practicaba el sexo emitía ruidos de mono. Te dejó a principios de nuestro último curso. Se casó con tu archienemigo Greg Downing. También le dejó. Probablemente siga gimiendo como un mono.

– Tiene un hijo -dijo Myron-. Enfermo.

Le explicó rápidamente la situación, dejando de lado el hecho de que probablemente él era el padre del niño. Si no había sido capaz de hablar del tema con Esperanza, de ninguna manera podía sacar el tema con Win.

Cuando acabó, Win le dijo:

– No debería ser muy complicado. ¿Hablarás con el médico mañana?

– Sí.

– Averigua todo lo que puedas sobre quién controla los archivos.

Win cogió el mando y puso la tele. Cambió de canal varias veces porque hacían anuncios y porque era un hombre. Se quedó en la CNN. Terese Collins presentaba las noticias.

– ¿Vendrá a visitarnos mañana la encantadora señorita Collins? -preguntó Win.

Myron asintió.

– Su vuelo llega a las diez.

– Te ha estado visitando bastante a menudo.

– Sí.

– ¿Os estáis… -Win hizo una mueca como si alguien le acabara de mostrar un caso especialmente grave de tiña- liando en serio?

Myron miró a Terese en la pantalla.

– Es demasiado pronto -dijo.

Por la televisión por cable daban un maratón de la serie All in the Family, de modo que Win lo puso. Pidieron comida china y miraron un par de capítulos. Myron trató de evadirse con la felicidad de sus personajes Archie y Edith, pero no lo lograba. En su cabeza, naturalmente, aparecía Jeremy una y otra vez. Se las arregló para alejar el tema de la paternidad y concentrarse, como Emily le había pedido, en la enfermedad y la misión que tenía encargada. Anemia de Fanconi, eso es lo que le dijo que el chico padecía. Se preguntó si en Internet habría algo sobre la enfermedad.

– Vuelvo en un rato -dijo Myron.

Win lo miró:

– Ahora viene el episodio del funeral de Stretch Cunningham.

– Quiero buscar una cosa en Internet.

– Es el episodio en el que Archie hace el elogio.

– Ya lo sé.

– Donde comenta que nunca creyó que Stretch fuera judío porque su apellido acaba en «ham», de jamón.

– Ya he visto el capítulo, Win.

– ¿Y te lo piensas perder para buscar algo en Internet?

– Lo tienes grabado.

– Eso da igual.

Los dos hombres se miraron, cómodos con el silencio. Al cabo de unos instantes, Win le apremió:

– Cuéntamelo.

Apenas vaciló:

– Emily me ha dicho que soy el padre del chico.

Win asintió con la cabeza y exclamó:

– Ah.

– No pareces sorprendido.

Win usó los palillos para sacar otra gamba:

– ¿Te la crees?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Por un lado, sería horroroso mentir en algo así.

– Pero Emily es buena mintiendo, Myron. Siempre te ha mentido. Te mentía en la universidad; te mintió cuando Greg desapareció; mintió en el juicio sobre la conducta de Greg con los niños. Engañó a Greg la noche antes de casarse, acostándose contigo. Y, si quieres verlo de otra manera, si ahora dice la verdad, te ha estado mintiendo durante estos trece años.

Myron lo meditó.

– Creo que ahora dice la verdad.

– Crees, Myron.

– Me haré una prueba.

Win se encogió de hombros:

– Si te apetece.

– ¿Qué quieres decir?

– Dejaré que la afirmación hable por sí sola.

Myron hizo una mueca:

– ¿No has dicho que debería comprobarlo?

– Para nada -dijo Win-. Simplemente, estaba señalando lo obvio. No he dicho que eso cambiara nada.

Myron reflexionó:

– Me estás confundiendo.

– Simple y llanamente -dijo Win-, ¿y qué, si eres el padre del niño? ¿Qué diferencia hay?

– Vamos, Win. Ni siquiera tú puedes ser tan frío.

– Todo lo contrario. Por muy raro que te parezca, ahora estoy hablando de corazón.

– ¿Me lo puedes explicar?

Win volvió a dibujar un bucle con la copa, estudió su color ámbar, tomó un sorbo. Eso le hizo subir un poco el color de las mejillas.

– De nuevo, te lo diré claramente: por mucho que un análisis de sangre indique, tú no eres el padre de Jeremy Downing. Greg sí. Puede que seas el donante de esperma. Puedes ser un accidente de la lujuria y la biología. Puedes haber aportado una sencilla estructura celular microscópica que se combinó con otra un poco más compleja, pero no eres el padre de ese chico.

– No es tan sencillo, Win.

– Es así de sencillo, amigo. El hecho de que tú, anodinamente, elijas confundir el tema, no cambia la realidad. Te lo demuestro, si quieres.

– Te escucho.

– Tú quieres a tu padre, ¿no es cierto?

– Ya sabes la respuesta.

– La sé -dijo Win-. Pero ¿qué le hace ser tu padre? ¿El hecho de que una vez gimiera encima de tu madre después de tomarse unas copas… o la manera en que te ha cuidado y te ha querido durante los últimos treinta y cinco años?

Myron bajó la vista hacia su lata de Yoo-Hoo.

– No le debes nada a ese chico -prosiguió Win- y, lo que es igual de importante, él no te debe nada a ti. Intentaremos salvarle la vida, si eso es lo que quieres, pero la cosa debería acabar ahí.

Myron lo meditó. Si había algo que le daba más miedo que el Win irracional, era el Win lleno de lógica:

– Tal vez tengas razón. -Pero sigues sin pensar que es así de sencillo. -No lo sé.

Por la televisión, Archie se acercaba al púlpito con una kipá en la cabeza.

– Es un comienzo -dijo Win.

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