Bruce Taylor llevaba la típica ropa de periodista de rotativo, como si hubiera ido a buscar ropa del cesto de las prendas recién lavadas y hubiera sacado lo del fondo de todo. Se sentó a la barra, cogió un puñado de pretzels y se los embutió en la boca como si quisiera tragarse la palma de la mano.
– Odio estas cosas -le dijo a Myron.
– Sí, ya lo veo.
– Estoy en un bar, por Dios. Tengo que comer algo, pero ya no hay nadie que sirva cacahuetes, porque engordan demasiado, o por cualquier tontería. Ahora ponen pretzels. Y ni siquiera pretzels de verdad, sino estas mierdas diminutas. -Levantó uno para enseñárselo a Myron-. De verdad, ¿qué pasa con esto?
– Y con los políticos -dijo Myron-, que se pasan la vida hablando del control de armas.
– Bueno, ¿qué quieres beber? Y aquí no pidas ese batido Yoo-Hoo, que hacemos el ridículo.
– ¿Qué tomarás tú?
– Lo que tomo siempre cuando pagas tú: whisky escocés de doce años.
– Yo sólo quiero una soda con lima.
– Eres un moñas. -Pidió las bebidas-. ¿Qué quieres saber?
– ¿Conoces a Stan Gibbs?
Bruce exclamó:
– ¡Caramba!
– ¿Qué? ¿Caramba, qué?
– Quiero decir que, vaya, normalmente te metes en unos lodazales del copón, Myron, pero… ¿Stan Gibbs? ¿Qué demonios puedes tener que ver con él?
– Probablemente nada.
– Ya.
– Sólo dime lo que sabes de él, ¿vale?
Bruce se encogió de hombros, tomó un sorbo de whisky.
– El muy hijo de puta ambicioso se pasó de la raya. ¿Qué más quieres saber?
– Toda la historia.
– ¿Desde qué momento?
– ¿Qué hizo exactamente?
– Plagió un artículo, el muy cretino. Pero eso no es infrecuente. Aunque, hacerlo con tanta estupidez…
– ¿Fue demasiado estúpido? -preguntó Myron.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que, estamos de acuerdo en que copiar de una novela publicada no sólo es poco ético, sino una idiotez.
– ¿Y?
– Pregunto si es una idiotez demasiado grande.
– ¿Crees que es inocente, Myron?
– ¿Lo crees tú?
Se metió unos cuantos pretzels más en la boca.
– Por Dios, no. Stan Gibbs es tan culpable como el demonio. Y con todo lo estúpido que fue, conozco a muchos que todavía lo son más. ¿Qué hay de Mike Barnicle? El tío roba bromas de un libro de George Carlin. ¡De George Carlin, por el amor de Dios!
– Eso sí que parece bastante estúpido -accedió Myron.
– Y no es el único. Mira, toda profesión tiene sus trapos sucios, ¿no? Cosas que se quieren ocultar debajo de la alfombra. Los polis se cubren el uno al otro cuando alguno se sobrepasa con un sospechoso; los médicos hacen lo mismo cuando uno extirpa la vesícula que no toca, o lo que sea. Los abogados…, bueno, no me hagas hablar de los trapos sucios de los abogados.
– ¿Y el plagio es vuestro trapo sucio?
– No sólo el plagio -dijo Bruce-. La invención al por mayor. Conozco a periodistas que se inventan las fuentes. Sé de tíos que se inventan conversaciones, tíos que se inventan entrevistas enteras. Cuelan noticias sobre madres adictas al crack y cabecillas de bandas de los bajos fondos que jamás han existido. ¿Lees alguna vez esas columnas? ¿No te preguntas nunca cómo es que hay tantos drogadictos, por ejemplo, que suenan tan conmovedores, cuando en realidad ni siquiera serían capaces de mirar los Teletubbies sin que alguien se los explique?
– ¿Y dices que eso ocurre muy a menudo?
– ¿La verdad?
– Preferiblemente.
– Es una epidemia -dijo Bruce-. Hay tíos que son vagos; otros que son demasiado ambiciosos. También hay los que son mentirosos patológicos, ya sabes de qué hablo. Te mienten hasta sobre lo que han desayunado; mentir les resulta algo tan natural…
Les sirvieron más bebidas. Bruce señaló el cuenco vacío de los pretzels. El camarero le llevó uno nuevo.
– Pues, si es tan epidémico -dijo Myron-, ¿por qué pillan a tan pocos?
– De entrada, porque cuesta de detectar. La gente se esconde detrás de fuentes anónimas y luego alegan que el tipo se ha mudado, o cosas así. Y luego, es lo que he dicho antes: es nuestro trapo sucio, y lo mantenemos oculto.
– Pensaba que había algún interés por limpiar la casa.
– Oh, claro, igual que los polis, o los médicos.
– No es lo mismo, Bruce.
– Déjame describirte una situación a modo de ejemplo, Myron, ¿vale? -Bruce se terminó la copa y ahora la señaló para que le pusieran otra-. Pongamos que eres editor del New York Times. Te redactan una noticia. La publicas. Ahora te enteras de que la historia era inventada o plagiada, o, quizás, del todo inexacta, lo que sea. ¿Qué haces?
– Rectificarla -dijo Myron.
– Pero eres el editor. Eres el cretino responsable de su publicación. Eres probablemente el mismo cretino que, de entrada, contrató al redactor. ¿A quién crees que van a echar las culpas los de arriba? ¿Y crees que los de arriba estarán contentos de saber que su periódico ha publicado una noticia falsa? ¿Crees que el Times tiene algún interés en perder negocio frente al Herald o el Post? Y, qué demonios, los otros periódicos ni siquiera quieren enterarse. El público ya no confía en nosotros como institución, ¿no? Si la verdad sale a la luz, ¿quién sale perjudicado? La respuesta es: todos.
– De modo que se despide discretamente al culpable -dijo Myron.
– Puede ser. Pero, de nuevo, piensa que eres el editor del New York Times. Y despides a un columnista, por ejemplo. ¿No crees que alguien de arriba querrá saber por qué?
– Pues entonces, ¿qué? ¿Lo pasas por alto?
– Hacemos lo mismo que hacía la Iglesia con los pedófilos, o sea, intentar controlar el problema sin salir perjudicados. Trasladamos al tío a otro departamento; le pasamos el problema a otro; o, a lo mejor, lo ponemos a trabajar con otro redactor: inventarse tonterías siempre es más difícil si tienes a alguien vigilándote el pescuezo.
Myron tomó un sorbo de su soda con lima. Sosa.
– Bueno, entonces déjame hacerte una pregunta obvia. ¿Cómo descubrieron a Stan Gibbs?
– Fue el más tonto de los tontos. Era una noticia demasiado vistosa como para hacer un plagio tan bestia. Y no sólo eso, sino que Stan metió la cara de los federales en el cagadero público y tiró de la cadena, por así decirlo. Y eso no se hace si no tienes los datos, en especial con los federales. Lo que supongo es que se creyó que estaba a salvo porque la novela de la que copió había sido publicada por una editorial absurda de Oregón con un tiraje ridículo. No creo que sacaran más de quinientos ejemplares, y eso fue hace más de veinte años. Y, además, el autor hacía tiempo que había muerto.
– Pero se descubrió el pastel.
– Exacto.
Myron lo meditó:
– Es raro, ¿no te parece?
– La mayor parte de veces diría que sí, pero no cuando es algo tan notorio. Y una vez se descubrió la verdad, ¡pam!, Stan estuvo acabado. Todos los medios recibieron un comunicado de prensa anónimo sobre el asunto. Los federales convocaron una rueda de prensa. Quiero decir que hubo casi una campaña contra él. Había alguien, probablemente los federales, que clamaba venganza, y la tuvo.
– Así que podría ser que los federales estuvieran tan furiosos que le tendieron una trampa.
– ¿Qué trampa? -replicó Bruce-. La novela existe; los fragmentos que Stan copió existen. Eso no hay quien lo cambie.
Myron meditó esta explicación, buscando la manera de que lo hubieran manipulado, pero no se le ocurrió nada.
– ¿Se defendió alguna vez?
– Nunca comentó nada.
– ¿Por qué no?
– Bueno, es periodista. Sabía lo que tenía que hacer. Mira, las historias como ésa se convierten en la peor forma de incendio, y la mejor manera de apagar el fuego es dejar de alimentar la llama. Por muy grave que sea, si no hay nada nuevo de lo que informar, nada nuevo para alimentar las llamas, el tema se apaga. La gente cae siempre en el error de pensar que puede extinguir el fuego con sus palabras, que es tan lista que sus explicaciones actuarán como el agua, o algo así. Hablar con la prensa es siempre un error. Cualquier cosa, incluso un desmentido magistralmente formulado, alimenta las llamas y las mantiene vivas.
– Pero ¿el silencio no te hace parecer culpable?
– Es culpable, Myron. Hablando no iba a conseguir más que problemas. Y si se quedaba y trataba de defenderse, alguien habría escarbado en su pasado. Básicamente, en sus antiguas columnas. Todas ellas. Dato a dato, cita a cita, todo. Si has plagiado una noticia, has plagiado otras. A su edad, no es algo que se hace por primera vez.
– O sea que crees que intentó minimizar el daño.
Bruce sonrió, tomó otro sorbo.
– Esos estudios en Duke -dijo-, resulta que no han sido una mala inversión. -Cogió unos cuantos pretzels más-. ¿Te importa que pida un bocadillo?
– Por favor.
– Valdrá la pena -dijo Bruce, con una ancha sonrisa repentina-, porque todavía no te he hablado del detalle último que lo convenció de que no hablara.
– ¿De qué se trata?
– Es fuerte, Myron -la sonrisa se borró de su cara-; muy fuerte.
– Vale, pues pide también unas patatas fritas.
– No quiero que esto salga a la luz, ¿lo entiendes?
– Vamos, Bruce, ¿qué es?
Bruce volvió a girarse hacia la barra, cogió una servilleta de papel y la partió por la mitad:
– Ya sabes que los federales llevaron a Stan a juicio para averiguar sus fuentes.
– Sí.
– Los documentos judiciales estaban bajo secreto de sumario, pero hubo un poco de juego sucio. Verás, querían que Stan les proporcionara algún tipo de corroboración. Algo que probara que no se había inventado la historia del todo. Pero él no ofrecía nada. Por un tiempo, alegó que sólo las familias eran capaces de confirmar su argumentación y que no quería desvelar su identidad. Pero el juez lo presionó. Finalmente confesó que había otra persona que podía confirmar su historia.
– ¿Confirmar una historia inventada?
– Eso mismo.
– ¿Quién?
– Su amante -dijo Bruce.
– ¿Estaba casado?
– Supongo que la palabra «amante» lo ha delatado -dijo Bruce-. El caso es que sí, lo estaba. Técnicamente lo sigue estando, aunque ahora están separados. Naturalmente, Stan vacilaba en dar su nombre; amaba a su mujer, tenían dos hijos, la casita con jardín, cosas así, pero, al final, le dio al juez su nombre con la condición de que lo mantuviera en secreto.
– ¿Y la amante confirmó su versión?
– Sí. Esa amante, una tal Melina Garston, dijo que estaba con él cuando se encontró con el psicópata de Sembrar las Semillas.
Myron frunció el ceño:
– ¿De qué me suena ese nombre?
– Porque Melina Garston está muerta. Apareció atada, torturada y no quieras saber cuántas cosas más.
– ¿Cuándo?
– Hace tres meses. Justo antes de que a Stan le estallara toda la mierda en la cara. Y todavía peor, la policía sospecha de Stan.
– ¿Para impedir que contara la verdad?
– ¡Cómo se nota que estudiaste en Duke!
– Pero no tiene lógica. La mataron después de que descubrieran el plagio, ¿no?
– Justo después, sí.
– Así que entonces ya era demasiado tarde. Todos lo consideraban ya culpable; ha perdido su trabajo, ha caído en desgracia. Si ahora sale su amante diciendo «es verdad, mentí», en realidad no cambia nada. ¿Qué habría ganado Stan con matarla?
Bruce se encogió de hombros:
– Tal vez que ella se retractara habría disipado cualquier duda.
– Pero de todos modos, ahí no queda mucha duda.
En aquel instante se les acercó el camarero. Bruce pidió un bocadillo; Myron, nada más.
– ¿Puedes averiguar dónde se esconde Stan Gibbs?
Bruce le hizo un gesto al camarero para que se marchara.
– Ya lo sé.
– ¿Cómo?
– Éramos amigos.
– ¿Erais o sois?
– Somos, creo.
– ¿Le aprecias?
– Sí -dijo Bruce-, le aprecio.
– Pero sigues pensando que es culpable.
– Del asesinato, probablemente no. Del plagio… -Se encogió de hombros-. Soy un tío cínico, y el mero hecho de que alguien sea amigo mío no significa que no pueda hacer tonterías.
– ¿Me darás su dirección?
– ¿Me dirás por qué la quieres?
Myron sorbió un poco de soda.
– Vale, ahora viene la parte en la que me dices que quieres saber lo que sé. Y entonces yo te digo que no sé nada y que cuando lo sepa, serás el primero en enterarte. Entonces tú te pones un poco protestón y me dices que te lo debo y que eso no te basta, pero al final acabas aceptando el trato. De modo que, ¿por qué no nos saltamos este paso y me das la dirección directamente?
– ¿Y a cambio me sigues invitando al bocata?
– Claro.
– Pues entonces, vale -dijo el periodista-. Qué más da. Bruce no ha hablado con nadie desde que lo dejó, ni siquiera con sus mejores amigos. ¿Qué te hace suponer que hablará contigo?
– ¿Que soy un compañero de cena muy ingenioso y visto con mucha elegancia?
– Ya, eso mismo. -Se volvió hacia Myron y lo miró con dureza-. Bueno, pues ahora viene la parte en la que te digo que si descubres algo, cualquier cosa, que sugiera que a Stan Gibbs le han tendido una trampa, me lo digas porque soy su amigo y porque soy un periodista hambriento de noticias importantes.
– Por no hablar del bocata.
No sonrió.
– ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Hay algo más que quieras decirme ahora?
– Bruce, lo que tengo es menos que nada. Es tan sólo un hilo que necesito descartar.
– ¿Conoces la zona de Cross River, en Englewood?
– Sí, una urbanización de apartamentos de mediados de los años ochenta que parece sacada de Poltergeist.
– Pues está en el 22 de Acre Drive. Acaba de volver al barrio. Vive de alquiler.