Sonó el teléfono del coche.
– El viejo es un mentiroso de mierda. -Era Greg Downing.
– ¿Cómo?
– Que el viejete miente.
– ¿Hablas de Nathan Mostoni?
– Por Dios, ¿a qué otro viejo hemos estado vigilando tú y yo?
Myron se cambió el teléfono de lado:
– ¿Qué te hace pensar que miente, Greg?
– Muchas cosas.
– ¿Como qué?
– Como que dijo que no había oído hablar nunca del centro de médula ósea. ¿Te suena lógico?
Pensó en Karen Singh y en su dedicación y en las posibilidades:
– No -dijo Myron-, pero es lo que dijimos antes…, puede que esté confundido.
– No lo creo.
– ¿Por qué no?
– Por un lado, Nathan Mostoni sale solo muy a menudo. A veces se hace el loco pero, otras veces, parece estar perfectamente. Hace su propia compra, habla con la gente, se viste como una persona normal.
– Eso no significa nada -dijo Myron.
– ¿No? Hace una hora salió de casa, ¿vale? Así que me acerqué a la vivienda, me puse junto a la ventana de la parte trasera y marqué ese número, el que tú tenías del donante.
– ¿Y?
– Y oí que sonaba el teléfono del interior de la casa.
Eso hizo que Myron se quedara en silencio.
– Y entonces, ¿cómo crees que debemos actuar? -le preguntó Greg.
– No lo sé. ¿Has visto a alguien más en la casa?
– A nadie. Mostoni sale, pero aquí no ha venido nadie. Y te diré otra cosa: ahora parece más joven. No sé cómo explicarlo, es extraño. ¿Has descubierto algo?
– No estoy seguro.
– Menuda respuesta, Myron.
– Es la única que tengo.
– ¿Qué crees que tenemos que hacer con Mostoni?
– Le pediré a Esperanza que haga indagaciones sobre su historial. Mientras tanto, sigue controlándolo.
– El tiempo se nos acaba, Myron.
– Soy consciente. Me mantendré en contacto.
Desconectó la llamada y puso la radio. Chaka Khan cantaba «Aint Nobody Love You Better». Si podéis escucharla sin mover los pies es que tenéis un serio problema de ritmo. Se metió por la autovía de Long Island en dirección este, hoy sorprendentemente despejada: normalmente era como un aparcamiento enorme que avanzaba al unísono cada par de minutos.
La gente siempre dice que los Hamptons, una zona pija de Long Island a la que van los manhattanitas a perderse para rodearse de otros manhattanitas, son mucho mejores fuera de temporada. Siempre te dicen eso de los lugares de vacaciones. La gente, casi toda formada por veraneantes, se pasa los meses de temporada alta quejándose, a la espera de alcanzar ese hito en forma de nirvana aparentemente despojado de aglomeraciones. Pero, y ésa era la parte que Myron no llegó a entender nunca, en temporada baja no hay nadie que vaya a los Hamptons. Nadie. El centro está tan muerto que desearía que de vez en cuando pasara alguna bola de polvo; los propietarios de comercios suspiran y no ponen nada de oferta; los restaurantes están menos llenos, claro, pero es que, además, están cerrados. Y, ya puestos a ser sinceros, sucede que el buen tiempo, las playas y la profusión de gente son las grandes atracciones del lugar. ¿Quién va a las playas de Long Island en invierno?
La escuela estaba en un barrio residencial con casas más viejas y modestas, un lugar en el que residen los habitantes de verdad de Long Island, ninguno de los cuales comparte mesa con Alec Baldwin y Kim Bassinger en Nick and Toni's. Myron dejó el coche en el recinto de una iglesia y siguió las indicaciones hasta el sótano de la rectoría. Una mujer joven, una especie de monitora de patio, recibió a Myron en el descansillo. Él le dio el nombre y le dijo que venía a ver a la señorita Joyce. La mujer asintió con la cabeza y le pidió que la siguiera.
El pasillo estaba en silencio, algo raro si se tiene en cuenta que se trataba de un centro de preescolar. Preescolar, otro término nuevo. En los tiempos de Myron, todo eran parvularios. Myron se preguntó cuándo había empezado a usarse el nuevo término y quién había decidido considerar que el término «parvulario» estaba anticuado. ¿Las enfermeras profesionales? ¿Las madres que dan el pecho? ¿Tal vez los bebés alimentados a base de biberón?
El silencio continuaba. Tal vez estaban de vacaciones, o era la hora de la siesta. Myron estaba a punto de preguntárselo a la monitora cuando la joven abrió una puerta. Miró dentro. Se había equivocado: la sala estaba a rebosar de niños, probablemente había unos veinte, y todos ellos trabajaban a solas y en silencio absoluto. La maestra mayor le miró y sonrió. Le susurró algo al niño con el que estaba trabajando -estaban haciendo algo con cubos y letras- y se levantó.
– Hola -le dijo en voz baja.
– Hola -le susurró también Myron.
La maestra se inclinó hacia la monitora joven:
– Señorita Simmons, ¿quiere ayudar a la señora McLaughlin?
– Claro.
Peggy Joyce llevaba un jersey amarillo desabrochado encima de una blusa con botones hasta arriba, con volantes en el cuello. Sobre el pecho le colgaban unas gafas de media luna con una cadenita.
– Podemos hablar en mi despacho.
– De acuerdo. -La siguió. El lugar era tan silencioso como, bueno, como un lugar sin niños. Myron le preguntó:
– ¿Les da usted Valium a los niños?
La mujer sonrió:
– Sólo un poco de Montessori.
– ¿Un poco de qué?
– No tiene usted hijos, ¿no?
La pregunta le provocó una punzada, pero respondió negativamente.
– Es una filosofía educativa creada por la doctora Maria Montessori, la primera mujer médico de Italia.
– Parece funcionar.
– Supongo.
– ¿Se portan igual en casa que en el colegio?
– ¡No, por Dios! Si quiere que le diga la verdad, el sistema no se traduce al mundo real. Pero hay pocas cosas que lo hagan.
Entraron en el despacho, que consistía en una mesa de madera, tres sillas y un archivador.
– ¿Cuánto tiempo hace que enseña aquí? -le preguntó Myron.
– Este año hará cuarenta y tres.
– ¡Caramba!
– Sí.
– Supongo que ha visto muchísimos cambios.
– ¿En los niños? Casi ninguno. Los niños no cambian, señor Bolitar. Un niño de cinco años sigue siendo un niño de cinco años.
– Todavía inocente.
Ella bajó la cabeza:
– «Inocente» no es la palabra que yo usaría; los niños son puro «ello», los instintos primitivos freudianos. Son quizá las criaturas más naturalmente despiadadas de este mundo que Dios ha creado.
– Curiosa apreciación para una maestra de preescolar.
– Simplemente sincera.
– Entonces, ¿qué palabra utilizaría?
Ella lo pensó.
– Si me presionaran, tal vez diría «no formados» o, tal vez, «no desarrollados». Como una foto que ya has hecho pero todavía no has revelado.
Myron asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Peggy Joyce tenía algo que daba un poco de miedo.
– ¿Se acuerda de aquel libro, All I Really Need to Know I Learned in Kindergarten? -le preguntó.
– Sí.
– Pues es cierto, pero no el sentido que usted piensa. La escuela saca a los niños de su acogedor nido familiar. La escuela les enseña a que si no son ellos los matones, otros lo serán. Les enseña a ser crueles los unos con los otros. Les enseña que mamá y papá les mintieron cuando les dijeron que eran seres tan especiales y únicos.
Myron se quedó en silencio.
– ¿No está de acuerdo?
– No enseño en preescolar.
– Eso es salirse por la tangente, señor Bolitar.
Myron se encogió de hombros:
– Aprenden a actuar en sociedad, y eso es una lección dura. Y como todas las lecciones duras, antes de acertar tienes que equivocarte.
– ¿Aprenden a identificar los límites, dicho de otro modo?
– Sí.
– Interesante. Y tal vez cierto. Pero ¿recuerda cuando le he puesto el ejemplo de la foto por revelar?
– Sí.
– La escuela sólo revela la foto, no la toma.
– De acuerdo -dijo Myron, sin ganas de seguir su hilo argumental.
– Lo que quiero decir es que, cuando esos niños llegan y se marchan de preescolar, todo está ya bastante decidido. Puedo saber quién tendrá éxito y quién fracasará, quién será feliz y quién terminará en la cárcel, y acierto en un noventa por ciento de las veces. Tal vez Hollywood y los videojuegos influyan en algo, lo ignoro. Pero, normalmente, puedo decirle qué niño acabará viendo demasiadas películas violentas o jugando a demasiados juegos violentos.
– ¿Lo puede saber cuando sólo tienen cinco años?
– Con bastante precisión, sí.
– ¿Y cree que eso es todo? ¿Que no tienen la capacidad de cambiar?
– ¿Capacidad? Oh, probablemente la tengan; pero ya están situados en un camino, y aunque tal vez estén todavía a tiempo de cambiarlo, la mayoría no lo hacen. Es más fácil permanecer en el camino.
– Déjeme hacerle la pregunta de siempre: ¿el hombre nace o se hace?
– Me lo preguntan continuamente.
– ¿Y?
– Yo respondo que se hace. ¿Sabe por qué?
Myron asintió con la cabeza.
– Creer que se hace es como creer en Dios. Puede que estés equivocado, pero al menos puedes proteger tus bases. -Juntó las manos y se inclinó hacia delante-. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor Bolitar?
– ¿Recuerda a un alumno llamado Dennis Lex?
– Recuerdo a todos mis estudiantes, ¿le sorprende?
Myron temió que la mujer saliera disparada por otra tangente.
– ¿Fue maestra de los otros hermanos Lex?
– Fui maestra de todos. Su padre hizo muchos cambios después de que su libro se convirtiera en un éxito, pero los siguió trayendo a este centro.
– Entonces, ¿qué puede decirme de Dennis Lex?
Ella se inclinó hacia atrás y lo miró como si lo viera por primera vez.
– No quiero ser maleducada, pero me pregunto cuándo piensa decirme a qué ha venido. Estoy hablando con usted, señor Bolitar, y desvelando confidencias, me temo, porque creo que ha venido usted por un motivo muy concreto.
– ¿Cuál es ese motivo, señorita Joyce?
Los ojos de ella tenían ahora un brillo acerado:
– No juegue conmigo, señor Bolitar.
Tenía razón.
– Estoy buscando a Dennis Lex.
Peggy Joyce siguió inmóvil.
– Sé que suena raro -prosiguió Myron-, pero, por lo que he podido averiguar, desapareció de la faz de la tierra después de preescolar.
Ella miró hacia el frente, aunque Myron no tenía ni idea de qué miraba. En las paredes no había ni fotos, ni diplomas, ni dibujos hechos por los pequeños. Sólo la fría pared.
– Después, no -dijo ella, finalmente-. Durante.
Llamaron a la puerta y Peggy Joyce dijo «adelante». La joven monitora del patio, la señorita Simmons, entró acompañada de un niño. Iba cabizbajo y había estado llorando.
– James necesita un poco de tiempo -dijo la señorita Simmons.
Peggy Joyce asintió:
– Déjalo que se tumbe en la colchoneta.
James miró a Myron y se marchó con la señorita Simmons.
Myron se volvió hacia Peggy Joyce.
– ¿Qué le pasó a Dennis Lex?
– Llevo treinta años esperando que alguien me haga esa pregunta -dijo ella.
– ¿Cuál es la respuesta?
– Antes dígame por qué lo busca.
– Busco a un donante de médula ósea y creo que puede ser Dennis Lex. -Le dio los menos detalles posibles. Cuando acabó, la mujer se llevó una de sus manos huesudas a la cara.
– No creo que pueda ayudarle -dijo-. Hace tanto tiempo.
– Por favor, señora Joyce. Si no le encuentro, un menor morirá. Usted es la única pista que tengo.
– ¿Ha hablado con su familia?
– Sólo con su hermana Susan.
– ¿Qué le ha dicho?
– Nada.
– No estoy segura de qué puedo añadir yo.
– Podría empezar diciéndome cómo era Dennis.
La mujer suspiró y se colocó las manos pulcramente sobre el regazo.
– Era como los demás niños Lex, muy brillante, educado, reflexivo, tal vez un poco demasiado para ser tan pequeño. A la mayoría de alumnos intento ayudarles a crecer un poco. Con los Lex, eso no me hacía ninguna falta.
Myron asintió con la cabeza, tratando de animarla.
– Dennis era el pequeño, probablemente ya lo sabe. Estuvo aquí al mismo tiempo que su hermano Bronwyn. Susan era mayor. -Se detuvo, con la expresión perdida.
– ¿Qué le ocurrió?
– Un día, Bronwyn y él no vinieron al colegio. Su padre me llamó y dijo que se los llevaba en unas vacaciones imprevistas.
– ¿Dónde?
– No me lo dijo. No fue muy concreto.
– De acuerdo, continúe.
– Eso es básicamente lo que sé, señor Bolitar. Al cabo de dos semanas Bronwyn volvió al colegio, pero a Dennis no lo volví a ver nunca más.
– ¿No llamó usted a su padre?
– Claro que lo hice.
– ¿Qué le dijo?
– Que Dennis no volvería.
– ¿Le preguntó por qué?
– Por supuesto. Pero… ¿ha visto usted alguna vez a Raymond Lex?
– No.
– Es una de esas personas a las que no puedes interrogar. Mencionó algo sobre educar a Dennis en casa. Cuando insistí, me dejó muy claro que no era de mi incumbencia. Con los años he intentado seguir el rastro de la familia, incluso cuando se marcharon de esta zona. Pero, como usted, nunca supe nada más de Dennis.
– ¿Qué cree usted que pasó?
Ella lo miró:
– Supuse que había muerto.
Sus palabras, aunque no eran del todo sorprendentes, actuaron como un aspirador, dejando la habitación seca y sin aire.
– ¿Por qué?
– Imaginé que se había puesto enfermo y que por eso lo habían sacado del colegio.
– ¿Por qué querría el señor Lex esconder algo así?
– No lo sé. Cuando su novela se convirtió en un éxito de ventas, se volvió celoso de su intimidad hasta el punto de la paranoia. ¿Está seguro de que ese donante al que busca es Dennis Lex?
– No estoy seguro, no.
Peggy Joy chascó los dedos:
– Ah, espere, tengo una cosa que puede interesarle. -Se levantó y abrió un cajón del archivador. Buscó por dentro, sacó un dossier, lo estudió un momento. Cerró el cajón de un codazo-. Esta foto fue tomada dos meses antes de que Dennis nos dejara.
Le dio una vieja foto de clase, no tanto descolorida sino más bien verdosa por el paso del tiempo. Había quince niños flanqueados por dos maestras, una de ellas Peggy Joyce mucho más joven. Los años no habían sido muy duros con ella, pero, de todos modos, habían pasado. Había unas letras blancas con fondo negro que decían Shady Wells Montessori School y el año de la foto.
– ¿Cuál de ellos es Dennis?
Señaló uno de los chicos sentados en primera fila. Llevaba un corte de pelo estilo Príncipe Valiente y una sonrisa que le dividía la cara en dos partes y que no le alcanzaba los ojos.
– ¿Me la puedo quedar?
– Si cree que puede ayudarle.
– Podría.
Ella asintió.
– Será mejor que vuelva con mis alumnos.
– Gracias.
– ¿Se acuerda usted de su centro de preescolar, señor Bolitar?
Myron asintió:
– Parkview Nursery School, de Livingston, Nueva Jersey.
– ¿Y de sus maestras? ¿Se acuerda?
Myron lo pensó:
– No.
Ella asintió con la cabeza, como si la respuesta hubiera sido la correcta.
– Que tenga mucha suerte -le dijo.