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– ¿Sembrar las semillas? -dijo Esperanza.

Estaban en el despacho de Myron. El sol de la mañana proyectaba franjas de luz a través de las persianas venecianas, dos de ellas en el rostro de Esperanza, pero a ella no parecía importarle.

– Eso -dijo Myron-. Y hay algo de esta frase que me suena muchísimo.

– Era una canción de Tears for Fears -dijo Esperanza.

– Sí, «Sowing the Seeds of Love», ya me acuerdo.

– ¿No fue también el nombre de la gira que hicieron? Los vimos en el Meadowlands en… ¿qué año?, ¿el ochenta y ocho?

– Ochenta y nueve.

– ¿Qué fue de ellos?

– Se separaron -apuntó Myron.

– ¿Por qué diablos lo hacen?

– Ni idea.

– Supertramp, Steely Dan, los Doobie Brothers…

– Por no hablar de Wham.

– Se separan y luego, en solitario, no vuelven a hacer nada digno nunca más. Merodean por ahí hasta que acaban dedicándoles un capítulo de ¿Qué fue de ellos? en VH1.

– Nos estamos desviando del tema.

Esperanza le dio una hoja de papel:

– Aquí tienes el teléfono del despacho de Susan Lex, la hermana mayor de Dennis.

Myron leyó el teléfono como si fuera un código y pudiera ocultar algún significado.

– He pensado otra cosa.

– ¿De qué se trata?

– Si Dennis Lex existe, entonces tiene que haber estudiado en alguna parte, ¿no?

– Supongo.

– Pues entonces, a ver si podemos averiguar dónde estudiaron los hijos de Lex, centros privados, públicos, lo que sea.

Esperanza frunció el ceño:

– ¿Te refieres a la universidad?

– Empieza por ahí, sí. No es que los hermanos hayan tenido que ir a la misma universidad, pero tal vez sí. O quizá fueron todos a universidades de la Ivy League. Cosas así. A lo mejor puedes empezar por el bachillerato: es más probable que lo cursaran todos en el mismo sitio.

– ¿Y si no encuentro ningún historial de él de bachillerato?

– Ve todavía más atrás.

Esperanza cruzó las piernas, cruzó los brazos…

– ¿Hasta dónde?

– Todo lo que puedas.

– ¿Y qué nos aportará este ejercicio de inutilidad?

– Quiero saber en qué momento desapareció Dennis Lex de la órbita del radar. ¿Había gente que lo conocía del instituto? ¿De la universidad? ¿Tal vez de algún posgrado?

Ella no pareció impresionarse.

– Y, suponiendo que, de alguna manera, consigo saber cuál fue su escuela primaria…, ¿qué nos aportaría eso, exactamente?

– No tengo ni idea, estoy jugando a los chinos.

– No, me estás pidiendo a mí que juegue a los chinos.

– Vale, pues no lo hagas, Esperanza. Era sólo una idea.

– Va -dijo ella, haciendo un gesto con la mano-, tal vez tengas razón.

Myron puso las dos palmas sobre la mesa, arqueó la espalda, miró a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo.

– ¿Qué? -dijo ella.

– ¡Has dicho que tal vez tenga razón! Eso me hace pensar que el mundo, tal y como lo conocemos, está a punto de acabarse.

– Muy buena -dijo Esperanza mientras se ponía de pie-. En fin, veré lo que puedo desenterrar.

Salió del despacho. Myron cogió el teléfono y marcó el número de Susan Lex. La recepcionista pasó la llamada y una mujer que se identificó como secretaria de la señora Lex respondió al teléfono. Su voz tenía un tono parecido a una rueda de metal pasando por encima de gravilla.

– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– Es un asunto de suma importancia -dijo Myron.

– Tal vez no me ha oído la primera vez. -La típica hacha de guerra-. La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– Dígale que es para hablar de Dennis.

– ¿Perdone?

– Sólo dígale eso.

Hacha de guerra puso a Myron en espera. Myron escuchó una versión de hilo musical de la canción de Al Stewart «Time Passages». Myron pensaba que la versión original ya era lo bastante de hilo musical, gracias.

Hacha de guerra regresó con su mensaje habitual:

– La señora Lex no recibe a gente a la que no conoce.

– He estado meditando sobre eso, pero realmente no tiene ninguna lógica.

– ¿Perdón?

– Quiero decir que, en algún momento, tiene que ver a alguien que no conoce…, de lo contrario no conocería nunca a nadie nuevo. Y, siguiendo con mi lógica, ¿cómo llegó usted a verla por primera vez? Estuvo dispuesta a verla antes de conocerla, ¿no?

– Voy a colgar, señor Bolitar.

– Dígale que sé lo de Dennis.

– Sólo…

– Dígale que si no accede a verme, hablaré con la prensa.

Silencio.

– Un momento.

Un clic y luego otra vez el hilo musical. El tiempo pasó. Y también lo hizo, gracias a Dios, «Time Passages», que fue sustituido por el «Time» de Alan Parsons Project. Myron estuvo a punto de entrar en coma.

Hacha de guerra volvió.

– ¿Señor Bolitar?

– ¿Sí?

– La señora Lex le dará cinco minutos de su tiempo. Puedo hacerle un hueco el día quince del mes que viene.

– Eso no me vale -dijo Myron-. Tiene que ser hoy.

– La señora Lex está muy ocupada.

– Hoy -insistió Myron.

– Eso es imposible.

– A las once. Si no me dejan pasar, acudiré a la prensa de inmediato.

– Es usted terriblemente maleducado, señor Bolitar.

– A la prensa -repitió Myron-, ¿lo ha entendido?

– Sí.

– ¿Estará usted ahí?

– ¿Qué diferencia hay en que esté o no esté?

– Toda esta tensión sexual me está poniendo tierno. Tal vez luego podríamos ir juntos a tomar un latte fresquito.

Oyó cómo colgaba y sonrió. El encanto, pensó…, ¡ha vuelto!

Esperanza entró zumbando.

– ¿A quién le apetece un partido de tenis en topless?

– ¿Qué?

– Tengo a Suzze T por la línea 1.

Myron pulsó un botón:

– Ey, Suzze.

– Ey, Myron, ¿qué hay?

– Tengo una oferta para que la rechaces.

– ¿Te refieres a que intentarás ligar conmigo?

El encanto acababa de sufrir un revés.

– ¿Dónde estarás esta tarde?

– En el mismo lugar que ahora -respondió ella-. El Morning Mosh, ¿lo conoces?

– No.

Le dio la dirección y Myron le dijo que la vería allí en unas horas. Colgó el teléfono y se reclinó en su butaca.

– Siembra las semillas -dijo en voz alta.

Miró a la pared. Tenía una hora para matar antes de dirigirse al edificio Lex de la Quinta Avenida. Podía quedarse ahí sentado y meditar sobre la vida y, tal vez, mirarse el ombligo. No, eso ya lo había hecho muchas veces. Giró la butaca hacia el ordenador, hizo un doble clic en el icono adecuado y se conectó a Internet. Primero probó con Yahoo y puso sembrar las semillas en el cuadro de búsqueda. Sólo un resultado: la página web de la Liga de Jardineros Urbanos de San Francisco, que se autoapodaban «gusanos». Supuso que se trataba de un grupo de tipos duros, tal vez una tribu urbana. Probablemente llevaran bandanas y estuvieran involucrados en manguerazos agresivos.

Luego probó con el buscador de Alta Vista, pero daba un resultado de 2.501 páginas web. Era algo así como el cuento de Ricitos de Oro y los Tres Osos: el buscador de Yahoo era demasiado pequeño, el de Alta Vista, demasiado grande. En el despacho no tenían Lexis-Nexis, pero Myron probó con un buscador menos potente. Tecleó las mismas tres palabras y tocó la tecla Enter, y ¡pam!:


hhttp://www.nyherald.com/archives/900322


Seleccionó el enlace y le apareció el artículo:


New York Herald

LA MENTE DEL TERROR: TU PEOR PESADILLA

Por Stan Gibbs


Yeah, que espere el teléfono. Myron conocía aquel nombre. Stan Gibbs había sido un columnista de periódicos muy famoso, el típico tío que siempre pontificaba -es decir, chuleaba- en las tertulias de las noticias por cable, pero era menos molesto que la mayoría, aunque eso sea como decir que la sífilis es menos molesta que la gonorrea. Pero eso fue antes de que el escándalo lo destripara como lo haría un hombre de las cavernas abalanzado sobre un bisonte. Myron leyó:


La llamada llega de la nada.

¿Cuál es tu peor pesadilla? -susurra la voz-. Cierra los ojos y visualízala. ¿Puedes verla? ¿La tienes ya? ¿El peor de los miedos que puedas imaginar?

Después de una larga pausa, respondo:

Sí -Bien. Ahora imagina algo peor, algo mucho, mucho peor…


Myron respiró hondo. Recordó la serie de artículos. Stan Gibbs había sacado una historia sobre un extraño secuestrador. Había contado el cuento estremecedor de tres secuestros que, supuestamente, la policía había querido mantener en secreto, según Stan Gibbs, por vergüenza. No se mencionaba ningún nombre. Había hablado con las familias de las víctimas con la condición del anonimato. Y el toque de gracia consistía en que el secuestrador le había concedido una entrevista.


Le pregunto al secuestrador por qué lo hace. ¿Es por el rescate?

Nunca recojo el dinero del rescate -dice-. Normalmente dejo explosivos en el sitio y lo quemo. Pero a veces el dinero me ayuda a sembrar las semillas. Eso es lo que intento hacer: sembrar las semillas.


Myron sintió que se le helaba la sangre.


Os creéis todos que estáis a salvo -prosigue- en vuestras madrigueras tecnológicas, pero no lo estáis. La tecnología nos ha hecho esperar respuestas fáciles y finales felices. Pero, conmigo, no hay ni respuesta ni final.

Ha secuestrado al menos a cuatro personas: el padre de dos niños, de 41 años; una estudiante universitaria de 21 años; una pareja joven, recién casada, de 28 y 2/ años. Todos fueron secuestrados en la zona de Nueva York.

La idea -dice- es conseguir que el terror siga circulando. Dejar que crezca, no mediante el gore o un baño de sangre evidente, sino a través de la imaginación. La tecnología intenta destruir tu capacidad de imaginar, pero cuando algún ser querido desaparece, tu mente es capaz de conjurar horrores más oscuros que cualquier máquina…, que cualquier cosa que ni siquiera yo sería capaz de hacer. Hay mentes que no son capaces de ir tan lejos; mi trabajo es empujarlas a cruzar esa barrera.

Le pregunto por qué lo hace.

Sembrar las semillas -repite-. Siembras las semillas con el tiempo.

Explica que sembrar las semillas significa dar esperanza y arrebatarla durante un período de tiempo prolongado. Su primera llamada a la familia resulta, naturalmente, devastadora, pero no es más que el inicio de un largo y tortuoso calvario.

Inicia la llamada, según él, con un «hola» informal y luego le pide al familiar que espere, por favor. Después de una pausa, el familiar oye a su ser amado soltar un gemido estremecedor.

Sólo uno -dice-, y muy breve. Imagine cómo resuena ese grito.

Pero, para la familia de la víctima, la cosa no acaba ahí. Les exige un rescate que luego no tiene intención de reclamar. Llama a medianoche y le pide a la familia que imagine su peor pesadilla. Los convence de que estavez soltará de veras a su ser querido, pero tan sólo está dando esperanza a aquellos que ya la han perdido, renovando su agonía.

El tiempo y la esperanza -añade- siembran las semillas de la desesperación.

El padre de dos niños lleva tres años desaparecido. La joven estudiante de medicina lleva ausente veintisiete meses. Los recién casados, este fin de semana hará casi dos años. Hasta la fecha no se ha encontrado ni rastro de ninguno de ellos. Raramente pasa una semana sin que sus familias reciban una llamada de su torturador.

Cuando le pregunto si sus víctimas están vivas o muertas, se muestra evasivo.

La muerte es cierre -explica-, y el cierre detiene la siembra.

Quiere hablar de la sociedad, de cómo los ordenadores y la tecnología piensan por nosotros, de cómo lo que él hace nos permite darnos cuenta del poder del cerebro humano.

– £5 ahí donde existe Dios -dice-. Ahí es donde se encuentra todo lo de valor. El auténtico placer sólo puede encontrarse dentro de ti. El significado de la vida no se encuentra en tu nuevo sistema tecnológico de ocio casero, ni en tu coche deportivo. La gente ha de darse cuenta de su potencial ilimitado. ¿Cómo se lo haces ver? Imagínese por lo que están pasando esas familias ahora mismo.

Con su voz suave, me invita a probarlo.

La tecnología no sería nunca capaz de conjurar los horrores que usted se está imaginando ahora mismo. Sembrar las semillas. Sembrar las semillas nos muestra el potencial.


El corazón de Myron latía con fuerza. Se inclinó hacia atrás, movió la cabeza, prosiguió la lectura. El secuestrador enloquecido seguía despotricando con sus teorías febriles y demenciales, algo así como lo que diría el Ejército Simbiótico de Liberación por boca del Unabomber. La columna de Stan Gibbs continuaba en el periódico del día siguiente. Myron seleccionó el enlace y siguió leyendo. El segundo día Gibbs empezaba citando unas declaraciones desgarradoras de los familiares de las víctimas. Luego interrogaba un poco más al secuestrador:


Le pregunto cómo se las ha arreglado para mantener estos secuestros al margen de la prensa.

Sembrando las semillas -vuelve a repetir.

Le pido un ejemplo.

Le digo a la esposa que vaya al garaje y abra la caja de herramientas roja de la marca Stanley que tiene en el tercer estante. Le digo que saque las tenazas negras con el mango azul. Luego la mando al sótano. Le digo que se ponga de pie delante de la butaca Mission que se compraron el verano pasado en aquella feria del Cabo. Imagínese, le digo, a su marido desnudo y atado a esa butaca. Imagínese esas tenazas en mis manos. Y, finalmente, imagínese lo que haré si veo algo sobre él publicado en los periódicos.

Pero la cosa no acaba aquí.

Le pregunto por los niños. Le digo sus nombres. Le digo el nombre de su colegio y de sus profesores y de sus cereales preferidos para el desayuno.

Le pregunto cómo sabe estas cosas.

Su respuesta es sencilla:

Me las ha dicho papi.


Myron se dejó caer en su butaca:

– Dios mío -musitó.

Respira hondo, se dijo de nuevo. Inspira, expira, así. Reflexiona. Poco a poco. Con cuidado. Bueno, primero de todo: con todo lo horrible que es, ¿qué tiene que ver todo eso con Davis Taylor, nacido Dennis Lex? Probablemente nada. Sería demasiada casualidad. Y, de nuevo, pese a lo horrible que es, Myron sabía que la historia tenía más miga. Más y, en cierto sentido, menos.

Las columnas de Gibbs atrajeron la atención y las críticas de todo el país durante semanas… hasta que, Myron se acordaba, todo estalló de la manera más pública posible. ¿Qué había ocurrido exactamente? Myron tecleó, clicó e inició una búsqueda de artículos que tuvieran a Stan Gibbs como protagonista. Le aparecieron por orden de fechas:


LOS FEDERALES EXIGEN LAS FUENTES DE GIBBS

El FBI, que en las últimas semanas ha estado negando las alegaciones que aparecían en las columnas de Stan Gibbs, ha cambiado de estrategia: le ha pedido sus notas e información.

Dan Conway, portavoz del FBI, empezó diciendo: «No sabemos nada de estos crímenes», para luego añadir: «Pero si el señor Gibbs dice la verdad, significa que tiene información importante sobre un posible secuestrador y asesino en serie, a quien tal vez está dando protección o ayuda. Por tanto, tenemos derecho a esa información».

Stan Gibbs, popular columnista y periodista de televisión, se ha negado a revelar sus fuentes. «No estoy protegiendo a ningún asesino», declaró el señor Gibbs. «Tanto las familias de las víctimas como el secuestrador accedieron a hablar conmigo bajo la condición estricta de la confidencialidad. Es un hecho tan antiguo como nuestro país: no revelaré mis fuentes.»El New York Herald y la American Civil Liberties Union ya han denunciado al FBI y planean dar apoyo al señor Gibbs. El juez ha decretado el secreto de sumario.


Myron siguió leyendo. Los argumentos de ambas partes eran bastante corrientes. Como es natural, los abogados de Gibbs se escudaban en la Primera Enmienda, mientras que los federales replicaban, como también es natural, que la Primera Enmienda no es un absoluto, que uno no puede gritar «¡Fuego!» en un teatro abarrotado y que la libertad de expresión no incluye la protección de posibles criminales. En el país también se debatió sobre el tema. Salió mucho por la CNBC, la MSNBC y la CNN, y en un montón de otras cadenas de cable, animando las líneas telefónicas como si hubiera un sorteo radiofónico. Cuando el juez estaba a punto de dictar sentencia, la noticia explotó de una manera que nadie esperaba. Myron abrió el enlace:


¿ MIENTE GIBBS?

Un periodista acusado de plagio


Myron leyó el final sorprendente de la partida: alguien encontró una novela de misterio, publicada en 1978 por una pequeña editorial, con un tiraje minúsculo. La novela, Susurra hasta gritar, de un tal F. K. Armstrong, era casi igual a la historia de Gibbs. Demasiado igual. Había ciertos fragmentos de diálogo que estaban prácticamente copiados al pie de la letra. Los crímenes de la novela -secuestros sin resolver- eran demasiado parecidos a lo que Gibbs había escrito como para ser descartados como casualidad.

Espectros del plagio como Mike Barnicle y Patricia Smith y casos similares salieron de sus tumbas y se negaron a dispersarse. Rodaron cabezas. Hubo dimisiones y personajes que se frotaron las manos. Por su parte, Stan Gibbs se negó a comentar el asunto, lo cual no fue precisamente una gran ayuda. Gibbs acabó «cogiendo la baja», un eufemismo moderno de ser despedido. La ACLU emitió un comunicado ambiguo y se retiró del caso. El New York Herald retiró discretamente la historia, alegando que el asunto estaba en proceso de «revisión interna».

Al cabo de un rato, Myron cogió el teléfono y marcó un número:

– Sección de Sucesos. Bruce Taylor al habla.

– ¿Me acompañas a tomar una copa?

– Ya sé que hoy día no queda moderno, Myron, pero soy estrictamente hetero.

– Yo soy capaz de hacerte cambiar.

– No lo creo, tío.

– Hay varias mujeres con las que he salido que empezaron siendo hetero -dijo Myron-, pero… después de la primera cita conmigo, ¡pam!, cambiaron de acera.

– Me encanta cuando te denigras, Myron. ¡Suena tan real!

– Bueno, ¿qué me dices?

– Estoy de cierre.

– Tú siempre estás de cierre.

– ¿Invitas tú?

– Para citar a mis hermanos en los seders de la Pascua, ¿por qué ha de ser esta noche distinta a cualquier otra noche?

– A veces invito yo. -Ah, pero ¿tienes cartera?

– Eh, que no soy yo el que pide favores -dijo Bruce-. A las cuatro en punto en el Rusty Umbrella.

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