VIII

El Monasterio estaba del otro lado del lago de Genezaret, enclavado en medio de rocas rojas y cenicientas, construido con piedras rojas y cenicientas y encaramado en el desierto, como un nido de águilas. Era medianoche. Las aguas caían del cielo no en gotas sino en ríos. Las hienas, los lobos, los chacales y, más lejos, una pareja de leones, rugían, aterrorizados por los truenos ininterrumpidos. El Monasterio, sepultado en una oscuridad impenetrable, parecía parcialmente iluminado de vez en cuando por los relámpagos. Hubiérase dicho que el Dios del monte Sinaí lo azotaba. Los monjes, prosternados con el rostro en tierra en sus celdas, rogaban a Adonay que no inundara la tierra por segunda vez. ¿No había acaso empeñado su palabra al patriarca Noé? ¿No había acaso tendido el arco iris desde la tierra hasta el cielo en signo de reconciliación? En la celda del higúmeno [1] brillaba el candelabro de siete brazos. Joaquín, el higúmeno, estaba sentado en la alta silla de ciprés del coro, delgado, jadeante, con los brazos en cruz y los ojos cerrados; su barba blanca caía majestuosamente y el anciano escuchaba. Escuchaba a Juan, joven novicio que, en pie frente a él y ante un facistol, le leía al profeta Daniel.

«Contemplaba yo en mi visión durante la noche lo siguiente: los cuatro vientos del cielo agitaron el mar grande, y cuatro bestias enormes, diferentes todas entre sí, salieron del mar. La primera era como un león con alas de águila. Mientras yo la miraba, le fueron arrancadas las alas, fue levantada de la tierra, se incorporó sobre sus patas como un hombre, y se le dio un corazón de hombre. A continuación, otra segunda bestia, semejante a un oso, levantada de un costado, con tres costillas en las fauces, entre los dientes. Y se le decía: "Levántate, devora mucha carne." Después, yo seguía mirando y vi otra bestia como un leopardo con cuatro alas de ave en su dorso; la bestia tenía cuatro cabezas, y se le dio el dominio…

El novicio se detuvo, se volvió inquieto y miró al higúmeno. Ya no lo oía suspirar ni clavar las uñas con angustia en la madera de la silla; ni siquiera oía su respiración. ¿Estaba muerto? Hacía muchos días que se negaba a probar todo alimento: estaba encolerizado contra Dios y ansiaba morir; ansiaba morir, según declaró a los monjes, para que su alma, descargada del peso del cuerpo, pudiera ascender al cielo en busca de Dios. El higúmeno Joaquín tenía motivos de queja contra Dios. Era preciso que le viera, que le hablara. Pero el cuerpo es de plomo y le impedía ascender; por eso había decidido deshacerse de él, abandonarlo aquí abajo, en la tierra, para que él, el verdadero Joaquín, pudiera subir al cielo y presentar sus quejas a Dios. Dios tenía una deuda con él. ¿No era él uno de los Padres de Israel? El pueblo poseía, es verdad, una boca, pero no poseía voz, y por ello no podía alzarse ante Dios para contarle su pena. Pero él, Joaquín, podía y debía hacerlo.

El novicio lo miró. A la luz del candelabro, la cabeza del higúmeno, estragada como una madera vieja roída por los gusanos, curtida por el sol y los ayunos, se asemejaba a los cráneos de las fieras, lavados por las lluvias, que las caravanas suelen encontrar en el desierto. ¡Cuántas visiones había tenido aquel cerebro, cuántas veces los cielos se habían abierto ante él y cuántas se habían abierto los abismos del Infierno! Su cerebro era una escala de Jacob por la que ascendían y descendían todas las angustias y esperanzas de Israel.

El higúmeno abrió los ojos. Vio al novicio frente a él, lívido. A la luz de la lámpara, el rubio terciopelo de sus mejillas cobraba un reflejo pálido, virginal; sus grandes ojos se desbordaban de turbación, de angustia.

El rostro austero del higúmeno se suavizó. Amaba mucho a aquel joven espigado. Se lo había arrancado a su padre, el viejo Zebedeo, para llevarlo al Monasterio y entregarlo a Dios. Amaba la sumisión de aquel rebelde, sus labios que callaban y sus ojos insaciables, su dulzura y su ardor. «Un día será él -pensaba- quien hable con Dios. Él logrará lo que yo no pude y transformará en alas las dos llagas que llevo en los hombros. Yo no he podido subir vivo a los cielos, pero él lo logrará.»

Un día Juan había ido con sus padres al Monasterio para festejar la fiesta de Pascua. El higúmeno era un pariente lejano de Zebedeo y recibió a los visitantes alegremente, sentándolos a su mesa. Mientras comían, Juan, que apenas tenia dieciséis años, sintió, cuando estaba inclinado, que la mirada del higúmeno caía sobre su coronilla, separaba los huesos y penetraba en su cerebro por las coyunturas del cráneo. Se aterrorizó y alzó los ojos; las dos miradas se encontraron por encima de la mesa pascual… Desde aquel día su barca de pesca y hasta el lago de Genezaret le habían resultado demasiado pequeños y suspiraba y se consumía. Un día el viejo Zebedeo se impacientó y acabó por decirle: «No tienes la cabeza puesta en la pesca. Piensas en Dios. Ve, pues, al Monasterio. Tenía dos hijos y Dios quiso repartírselos conmigo. Pues bien, ¡repartámoslos!… ¡Perdonémosle sus caprichos!»

El higúmeno veía ahora al joven, enmudecido ante él; quería regañarle pero, al mirar su rostro, se suavizó.

– ¿Por qué te detuviste, hijo mío? -le preguntó-. Abandonaste la visión por la mitad. No hay que hacer eso, pues es un profeta y le debemos respeto.

El joven se ruborizó, desplegó el manuscrito de cuero sobre el facistol y reanudó la lectura con voz monótona y salmodiando:

«Después seguí mirando, en mis visiones nocturnas, y vi una cuarta bestia, terrible, espantosa, extraordinariamente fuerte; tenía enormes dientes de hierro; comía, trituraba, y lo sobrante lo pisoteaba con sus patas. Era diferente de las bestias anteriores y tenía diez cuernos…»

– ¡Detente, es suficiente! -gritó el higúmeno.

El joven se espantó al oír aquella voz. El texto sagrado rodó por las baldosas del piso. Lo recogió, posó en él los labios y fue a colocarse en un rincón, con los ojos fijos en el anciano. Este, con las uñas clavadas en la madera de la silla, gritaba:

– Todo lo que profetizó Daniel ha ocurrido. Las cuatro bestias pasaron por encima de nosotros. El león con alas de águila pasó sobre nosotros y nos desgarró. El oso que se alimenta con la carne de los hebreos pasó sobre nosotros y nos devoró. El leopardo de cuatro cabezas pasó sobre nosotros y nos mordió en el este y en el oeste, en el norte y en el sur de nuestras tierras. La bestia infame de dientes de hierro y diez cuernos está al acecho sobre nosotros; aún no pasó y ni siquiera se puso en movimiento. Nos enviaste, Señor, todas las ignominias y todos los espantos que nos habías prometido en tus profecías… ¡y es justo que así sea! Pero también nos profetizaste el bien, ¿por qué no lo envías? ¿Por qué eres tan avaro? Nos has dado las desgracias con munificencia. ¡Danos también tus gracias! ¿Dónde está, Señor de las Naciones, el Hijo del hombre que nos prometiste? ¡Lee, Juan!

El joven abandonó el rincón en que estaba con el manuscrito sobre el pecho, se acercó al facistol y reanudó la lectura. Pero ahora su voz se había vuelto salvaje, como la del anciano:

«Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.»

El higúmeno no podía contenerse. Abandonó la silla, avanzó un paso y luego otro hasta llegar al facistol; tropezó y estaba a punto de caer cuando pudo apoyar pesadamente la mano en el manuscrito sagrado, manteniendo así el equilibrio.

– ¿Dónde está el Hijo del hombre que nos prometiste? Lo dijiste ¿sí o no? No puedes negarlo. ¡Está escrito aquí!

– Golpeaba con cólera y júbilo las profecías-: ¡Está escrito aquí! ¡Relee el pasaje, Juan!

Pero el novicio no tuvo tiempo de hacerlo. El higúmeno tenía prisa; le arrancó el texto de las manos, lo alzó para ponerlo bajo la luz y comenzó, sin mirarlo, a gritar con voz triunfal:

«A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.»

Dejó el manuscrito abierto sobre el facistol. Se acercó a la ventana para contemplar la noche.

– ¿Dónde está el Hijo del hombre? -miraba la noche y gritaba-. ¡Ya no te pertenece, es nuestro, puesto que nos lo prometiste! ¿Dónde está para que le otorgues el poder, la realeza y la gloria, para que tu pueblo, el pueblo de Israel, gobierne el universo? Nuestras nucas se hallan entumecidas a fuerza de mirar el cielo y de esperar que se abra. ¿Cuándo? ¿Cuándo? Sí, ¿por qué nos dices siempre lo mismo? Ya lo sabemos: un instante para ti equivale a mil años del hombre. Sí, pero si eres justo, Señor, mide el tiempo con la medida humana y no con tu propia medida. ¡Eso sería lo justo!

Acercóse aún más a la ventana, pero las rodillas se le doblaban. Se detuvo y extendió los brazos hacia adelante, como si quisiera apoyarse en el aire. El joven corrió a sostenerlo, pero el higúmeno se encolerizó y le indicó con una señal que no lo tocara. Reunió todas sus fuerzas, llegó hasta la ventana y se apoyó en ella. Alargó el cuello y miró. Las tinieblas y los relámpagos iban desapareciendo poco a poco, pero la lluvia continuaba cayendo en los peñascos que flanqueaban el Monasterio produciendo un estrépito ensordecedor. Cada vez que el resplandor de un relámpago las iluminaba, las higueras parecían retorcerse y metamorfosearse en un ejército de lisiados que alzaban hacia el cielo sus muñones leprosos.

El higúmeno se concentró y escuchó. Volvió a oír a lo lejos los rugidos de las fieras del desierto. No tenían hambre sino miedo. Por encima de ellas había un animal que lanzaba aullidos y se acercaba en la oscuridad envuelto en un torbellino de fuego y de viento… Y mientras el higúmeno escuchaba los ruidos del desierto, se sobresaltó. Se volvió y miró: ¡algún ser invisible acababa de entrar en su celda! Las siete llamas del candelabro vacilaron y estuvieron a punto de apagarse, y las nueve cuerdas del arpa, que reposaba en un rincón, vibraron como si una mano invisible, frenética, las hubiera asido para romperlas. El higúmeno se puso a temblar.

– ¡Juan! -dijo en voz baja al tiempo que miraba a su alrededor-. Juan, ven a mi lado.

El joven salió precipitadamente de su rincón y se acercó al higúmeno.

– Ordena, padre -dijo, y puso una rodilla en tierra para prosternarse.

– Ve a llamar a los monjes, Juan. Debo hablarles antes de partir.

– ¿Antes de partir, padre? -dijo el joven estremeciéndose; tras el anciano percibió dos grandes alas negras que batían.

– Parto -dijo el higúmeno y súbitamente su voz pareció proceder del más allá-, ¡parto! ¿Has visto cómo vacilaban las siete llamas, prontas a evadirse de las mechas? ¿Has oído cómo vibraban las nueve cuerdas del arpa, prontas a romperse? Parto, Juan. Ve a llamar a los monjes, pues quiero hablarles.

El joven bajó la cabeza y desapareció. El higúmeno permaneció de pie en el centro de la celda, bajo el candelabro de siete brazos. Ahora se hallaba solo con Dios. Podía hablarle libremente pues ningún ser humano le oiría. Alzó tranquilamente la cabeza: sabía que Dios estaba frente a él.

– Voy -le dijo-, voy. ¿Por qué entras en mi celda e intentas apagar la luz, romper el arpa y llevarme contigo? Voy, y no sólo por tu voluntad sino también por la mía. Voy y llevo en las manos las tablas donde están escritos los reproches del pueblo. Quiero verte y hablar contigo. Ya lo sé, tú no oyes, simulas no oír; pero yo golpearé a tu puerta hasta que me abras. Y si tú no me abres, y ahora te hablaré con libertad puesto que aquí no hay nadie que pueda oírme, si tú no me abres, ¡echaré abajo tu puerta! Eres feroz y amas a los seres feroces. Sólo a los seres feroces llamas hijos tuyos. Hasta ahora nos prosternábamos, llorábamos, decíamos: ¡hágase tu voluntad! Pero ya no resistimos más, Señor. ¿Hasta cuándo hemos de esperar? Eres feroz, amas a los seres feroces y nos convertiremos en seres feroces. ¡Que se haga por una vez nuestra voluntad!

El higúmeno hablaba y aguzaba el oído; alargaba el cuello en el vacío, para oír. Pero la lluvia se había calmado y los truenos se alejaban; estallaban ensordecidos a los lejos, por el lado del desierto. Encima de la cabeza blanca del anciano ardían las siete llamas, inmóviles.

El "higúmeno calló y esperó. Esperó durante largo rato que las llamas volvieran a moverse y el arpa a estremecerse. Pero nada ocurría. El anciano sacudió la cabeza:

– Maldito sea el cuerpo del hombre -murmuró-. Se interpone y no deja que el alma vea y oiga al Invisible. ¡Hazme morir, Señor, para que pueda presentarme ante ti desembarazado del tabique de la carne, para que te oiga cuando tú me hables!

Durante aquel tiempo la puerta de la celda se había abierto sin ruido. Los monjes entraban en fila. Iban vestidos de blanco, como fantasmas, y el sueño aún pesaba sobre sus párpados. Se colocaron de espaldas al muro y esperaron. Habían oído las últimas palabras del higúmeno y se les había helado la sangre en las venas: «¡Habla con Dios, le hace reproches a Dios! ¡Ahora caerá el rayo sobre nosotros!», Pensaban. Esperaban, temblorosos.

El higúmeno miraba, pero sus ojos no veían; estaban fijos en otra parte. El novicio se acercó a él y se prosternó.

– Padre -le dijo en voz baja para no irritarle-, padre, aquí están.

El higúmeno oyó la voz de su discípulo, se volvió y los vio. Dejó el centro de la celda, marchando lentamente y manteniendo tan derecho como podía su cuerpo moribundo. Llegó a la silla, subió al peldaño bajo y se detuvo. De su brazo se soltó el amuleto que llevaba inscriptas las palabras sagradas. El novicio corrió para impedir que se mancillara tocando el suelo. Con un lento ademán, el higúmeno tomó el cayado sacerdotal de empuñadura de marfil, que estaba junto a la silla. Parecía haber recobrado las fuerzas; alzó nerviosamente la cabeza y paseó la mirada por los monjes alineados contra la pared.

– Monjes -dijo-, debo hablaros. Esta será la última vez que os dirijo la palabra. ¡Abrid vuestros oídos y que se vaya el que tenga sueño! Lo que diré es difícil de comprender, y es preciso que todas vuestras esperanzas y todos vuestros temores se despierten, agucen el oído y respondan.

– Escuchamos, santo higúmeno -dijo el más viejo del grupo, el padre Habacuc, llevándose la mano al corazón.

– He aquí mis últimas palabras, monjes. Tenéis la cabeza dura y os hablaré valiéndome de parábolas.

– Escuchamos, santo higúmeno -repitió el padre Habacuc.

El higúmeno inclinó la cabeza y comenzó a hablar más bajo:

– ¡Primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel! -dijo. Hizo una pausa, miró entre los párpados, uno a uno, a los monjes y sacudió la cabeza.

– ¿Por qué me miráis con la boca abierta, monjes? Has alzado la cabeza, tus labios se movieron. ¿Tienes que hacer alguna objeción, padre Habacuc?

El monje se llevó la mano al corazón y dijo:

– Dijiste: «Primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel.» Jamás hemos visto esta frase en las Escrituras, santo higúmeno.

– ¿Cómo habría de verla, padre Habacuc? ¡Ay, vuestro cerebro es torpe! Abrís los libros de los profetas y vuestros ojos no pueden leer más que letras. Pero, ¿qué pueden decir las letras? Son las negras rejas de la prisión donde el espíritu se asfixia y clama. Entre las letras y las líneas y alrededor de los blancos márgenes, circula libremente el espíritu. Yo vuelo con él y os traigo la gran nueva: ¡monjes, primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel!

El padre Habacuc dijo entonces:

– Nuestro espíritu es una lámpara apagada, santo higúmeno.

¡Enciéndela, haznos comprender la parábola, ábrenos los ojos!

– En el comienzo, padre Habacuc, fue la pasión de la libertad; la libertad no existía pero de pronto, desde el fondo de la servidumbre, un hombre agitó los brazos cargados de cadenas, nerviosa, violentamente, como si fueran alas. Luego otro hizo lo propio, y luego otro hasta que todo el pueblo lo imitó.

Oyéronse voces alegres que preguntaban:

– ¿El pueblo de Israel?

– ¡El pueblo de Israel, monjes! Y he aquí el grande, el terrible momento que vivimos: ¡la pasión de la libertad se desencadenó y las alas se echaron a batir frenéticamente! ¡El liberador llega! ¡El liberador llega, monjes! Pues, ¿de qué creéis que esté hecho ese ángel de la libertad? ¿De la condescendencia y de la misericordia de Dios? ¿De su amor? ¿De su justicia? ¡No! ¡Está hecho de la paciencia, de la obstinación y de la lucha del hombre!

– Confías al hombre, santo higúmeno -intentó replicar el padre Habacuc-, una abrumadora responsabilidad, un peso insoportable. ¿Tienes tanta confianza en él?

Pero el higúmeno ignoró la observación de Habacuc; su espíritu continuaba concentrado en el Mesías.

– Es uno de nuestros hijos -gritó-. ¡Por eso las Escrituras le llaman Hijo del hombre! ¿Por qué, según vosotros, durante generaciones y generaciones se unieron millares de hombres y mujeres de Israel? ¿Para dar satisfacción a sus muslos, para regocijar su vientre? No. ¡Esos millares y millares de hombres copulan para que nazca el Mesías!

El higúmeno golpeó viva y violentamente el suelo con el cayado.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! Puede llegar a mediodía, puede llegar en medio de la noche. Estad siempre prontos, lavados, en ayunas, despiertos. ¡Desgraciado de aquél a quien encuentre sucio, dormido o saciado!

Los monjes se apretaron unos contra otros; no se atrevían a mirar a la cara del higúmeno, pues sentían que su cabeza despedía llamas salvajes.

El moribundo descendió de la silla y, avanzando con paso firme, se acercó al rebaño de padres aterrorizados y los tocó uno por uno con el cayado sacerdotal.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! -gritó-. ¡Si la pasión cede, aunque sea por un instante, las alas se transforman en cadenas! ¡Velad, luchad, mantened día y noche la antorcha de vuestra alma encendida! ¡Batid el aire con vuestras alas, martilladlo! Yo llevo prisa y me voy, voy a hablar con Dios. Me voy, y estas son mis últimas palabras: ¡batid el aire con vuestras alas, martilladlo!

Súbitamente se le cortó el aliento. El cayado resbaló de sus manos y suave, delicadamente, el anciano cayó de rodillas y rodó sin hacer ruido por las baldosas. El novicio lanzó un grito y corrió en auxilio del higúmeno. Los monjes se agitaron, se inclinaron y lo tendieron sobre las baldosas; bajaron el candelabro de siete brazos y lo colocaron junto al rostro lívido e inmóvil. Su barba resplandecía y la túnica blanca se abrió y dejó ver la sotana áspera provista de ganchos de hierro puntiagudos, que envolvía el pecho y los lomos ensangrentados del anciano.

El padre Habacuc colocó la mano sobre el corazón del higúmeno y dijo:

– Está muerto.

– Se ha liberado -dijo otro.

– Las dos amigas se separaron para volver cada cual a su dominio: la carne a la tierra, el alma a Dios -dijo otro.

Y mientras hablaban y se disponían a calentar agua para lavarle, abrió los ojos. Los monjes retrocedieron despavoridos y lo miraron. Su rostro refulgía, sus manos alargadas y finas se movieron y sus ojos se clavaron extasiados en el vacío.

El padre Habacuc se arrodilló y volvió a colocar la mano sobre el corazón del higúmeno.

– Late -murmuró-. No está muerto.

Se volvió hacia el novicio, que había caído a los pies del anciano y los besaba.

– Levántate, Juan -dijo-. Monta el camello más rápido y corre a Nazaret en busca del anciano Simeón, el rabino. El le curará. ¡Corre, que ya nace el día!

El día nacía, en efecto. Las nubes se habían dispersado, la tierra brillaba, recién lavada, saciada y miraba al cielo con gratitud. Dos gavilanes remontaron el vuelo y comenzaron a formar círculos sobre el Monasterio para secarse las alas.

El novicio se enjugó los ojos, eligió en la cuadra el camello más rápido, un camello joven y delgado que lucía una estrella blanca en la frente, lo hizo arrodillar, lo montó y lanzó un grito modulado: el camello se levantó y se echó a correr velozmente hacia Nazaret.

La mañana brillaba sobre el lago de Genezaret, cuyas aguas centelleaban bajo el sol matinal, fangosas en las orillas a causa de las tierras arrastradas por la lluvia de la noche; más allá verdeazuladas y más lejos aún blancas como la leche. Las barcas habían desplegado las velas mojadas para que se secaran. Otras ya se habían alejado de la costa. Algunas aves marinas blancas y rosadas se mecían voluptuosamente sobre las aguas estremecidas y algunos cormoranes negros posados en los peñascos clavaban la mirada, serena en el agua a la espera de que un pez saltara de alegría para jugar con la espuma. En la orilla, Cafarnaum se despertaba, húmeda. Los gallos batían las alas, oíase rebuznar a los asnos y los terneritos mugían tiernamente. Entre aquellas voces dispares, las palabras uniformes de los hombres daban a la atmósfera una nota de seguridad y dulzura.

En una ensenada aislada, una decena de pescadores, con los pies firmemente asentados en los guijarros, canturreaban al tiempo que recogían lenta, concienzudamente, las redes. Vigilaba aquel trabajo el viejo Zebedeo, el patrón, hombre hablador y astuto. Simulaba amarlos a todos como a hijos y compadecerlos, pero en realidad no les permitía siquiera tomar aliento. Trabajaban para él por días y el codicioso anciano no permitía que sus brazos descansaran un solo instante.

Oyóse el tintineo de una esquila y pronto el rebaño de cabras y de carneros descendió hacia la orilla del lago. Los perros ladraron y alguien silbó. Los pescadores se volvieron, pero el viejo Zebedeo intervino:

– ¡Es Felipe, muchachos! ¡Vendrá con sus cuentos de siempre! -dijo irritado-. ¡Nosotros, ocupémonos de nuestros asuntos!

El mismo tomó la soga para simular que ayudaba.

Los pescadores salían ininterrumpidamente de la aldea con las redes a la espalda. Tras ellos, las mujeres llevaban en equilibrio sobre las cabezas las provisiones del día. Los muchachos, quemados por el sol, ya habían cogido los remos y mordisqueaban, cada dos o tres golpes de remo, el pan seco. Felipe apareció sobre una roca y silbó. Tenía deseos de hablar, pero el viejo Zebedeo se enfadó y poniéndose las manos en la boca a modo de corneta, gritó:

– ¡Estamos trabajando, Felipe! ¡Sé amable y vete! -y le volvió la espalda-. Allá, algo más lejos, está Jonás, que echa sus redes. Que vaya a charlar con él. ¡Nosotros, muchachos, dediquémonos a nuestro trabajo! -Tomó un nudo de la soga para tirar de ella.

Los pescadores volvieron a entonar el canto triste y monótono de su oficio. Todos tenían los ojos clavados en las calabazas rojas que servían de boyas y que iban acercándose gradualmente. Pero en el momento en que iban a sacar a la orilla la bolsa de la red, llena de peces, oyóse a lo lejos un prolongado rumor que ascendía desde todas partes de la llanura. Eran voces penetrantes que parecían entonar un canto fúnebre. El viejo Zebedeo aguzó, raudo, el oído. Los pescadores aprovecharon la ocasión y se detuvieron.

– ¿Qué ocurre, muchachos? Es una lamentación. Las mujeres entonan un canto fúnebre -dijo Zebedeo.

– Algún poderoso habrá muerto. Que Dios te conserve la vida, patrón -le respondió un viejo pescador.

Pero el viejo Zebedeo ya había trepado a una roca y sus ojos de ave de rapiña recorrieron la llanura. Vio a hombres y mujeres que corrían por los campos, que caían, se levantaban y se lamentaban. La aldea comenzó a alborotarse; pasaban mujeres que se arrancaban los cabellos y, tras ellas, desfilaban hombres silenciosos y con la cabeza gacha.

– ¿Qué ocurre, muchachos? -gritó el viejo Zebedeo-. ¿Adónde vais? ¿Por qué lloran las mujeres?

Pero los otros continuaban su camino y ganaban presurosamente las eras, sin responderle.

– ¿Adónde vais? ¿Quién murió? -gritó Zebedeo, agitando los brazos-. ¿Quién murió?

Un hombrecillo rechoncho se detuvo, sofocado, y respondió:

– ¡El trigo!

– ¡No digas necedades! Soy el viejo Zebedeo y no me gustan las bromas. ¿Quién murió?

– ¡El trigo, el centeno, el pan! -le respondieron gritos desde todas partes.

El viejo Zebedeo se quedó con la boca abierta. De pronto descargó un golpe sobre el muslo: había comprendido.

– ¡El diluvio arrastró la cosecha que estaba en las eras! -murmuró-. ¡A los pobres sólo les quedan los ojos para llorar!

Los gritos cubrían ahora toda la llanura. Los habitantes de la aldea salían de las casas, las mujeres se arrojaban al suelo en las eras, rodaban por el fango y se afanaban por recoger en los charcos y en los arroyuelos el poco trigo y centeno que se había depositado en ellos. Los pescadores sentían calambres en los brazos y les faltaban energías para recoger las redes. El viejo Zebedeo se enfureció al ver que también ellos miraban hacia la llanura con los brazos caídos.

– ¡Ocupémonos de nuestro trabajo, muchachos! -gritó al tiempo que bajaba del peñasco-. ¡Arriba! -Volvió a coger la soga y aparentó tirar de ella-. Nosotros somos pescadores, gracias a Dios, y no labradores. ¡Aunque venga otro diluvio, los peces saben nadar y no se ahogarán! ¡Dos y dos son cuatro!

Felipe abandonó su rebaño y avanzó saltando de roca en roca. Tenía deseos de charlar.

– ¡Es un nuevo diluvio, muchachos! -gritó-. Deteneos, en nombre del cielo, para que podamos hablar. ¡Esto es el fin del mundo! Contad las catástrofes: anteayer crucificaron al zelote, que era nuestra gran esperanza; ayer Dios abrió las esclusas del cielo, justamente en el momento en que las eras estaban llenas, y nos hemos quedado sin pan; y no hace mucho tiempo una de mis ovejas parió un cordero con dos cabezas… Esto es el fin del mundo, os lo digo. ¡Dejad vuestro trabajo, por amor de Dios, para que podamos charlar un momento!

El viejo Zebedeo se puso frenético y la sangre afluyó a su rostro:

– ¿Nos dejarás tranquilo, Felipe? -gritó-. ¿No ves que estamos trabajando? Nosotros somos pescadores y tú eres pastor. Que lloren los labradores. ¡Al trabajo, muchachos!

– ¿Y no te apiadas, viejo Zebedeo, de los campesinos que van a morir de hambre? -respondió el pastor-. También ellos son israelitas, ¿no es cierto? Son nuestros hermanos y todos no formamos más que un solo árbol, del cual, créeme, los labradores son las raíces. Si éstas se secan, todos nos secaremos… Mira, además hay un problema, viejo Zebedeo: si el Mesías llega y nos encuentra a todos muertos, ¿a quien ha de salvar?, dímelo.

El viejo Zebedeo resoplaba de rabia. Si le hubieran apretado las narices, habría estallado.

– Vaya, si tú crees en Dios sigue con tus cuentos, pero yo ya estoy harto de oír hablar de mesías. Llega uno y lo crucifican, llega otro y también lo crucifican. ¿Sabes lo que Andrés le ha dicho a su padre Jonás? Que dondequiera que uno vaya, dondequiera que uno se detenga, hay una cruz, y que los calabozos están llenos de mesías… Eh, ya estamos hartos de esas historias, y no necesitamos para nada tantos mesías; nos fastidian. Ve a traerme un queso y yo te daré algunos peces. Toma y daca… ¡eso es para mí el Mesías!

Se echo a reír y se volvió hacia sus hombres:

– ¡Apresurémonos, muchachos! ¡Encended el fuego para poner a cocer la sopa de pescado! El sol ha subido un metro y ya es hora de comer.

Pero cuando Felipe se disponía a ir a reunirse con su rebaño, vio aparecer en el sendero estrecho que abrazaba el lago, bordeando la orilla, un asno muy cargado y, tras él, un hombre de talla gigantesca; iba con los pies descalzos y el pecho descubierto y era pelirrojo. Empuñaba un cayado ahorquillado y aguijaba a la bestia. Tenía prisa.

– ¡Creo que es Judas Iscariote, el mismísimo diablo! -dijo el pastor-. Vuelve a realizar sus giras habituales por las aldeas para fabricar azadas y herrar mulos. Veamos qué noticias trae.

– ¡Maldito sea! -murmuró el viejo Zebedeo-. No me gusta. Al parecer, su ancestro Caín tenía una barba parecida a la suya.

– El pobre nació en el desierto de Idumea, donde aún rondan los leones. No hay que tenerle ojeriza -dijo Felipe. Se llevó dos dedos a la boca y comenzó a silbar al herrero.

– ¡Bienvenido, Judas! -gritó-. ¡Ven aquí que podamos echarte el ojo encima!

El pelirrojo escupió y soltó una blasfemia. No le resultaba más simpático Felipe, el pastor, que Zebedeo, el holgazán y explotador. Pero como eirá herrero y necesitaba trabajar para vivir, se acercó.

– ¿Qué nuevas nos traes de las aldeas por donde has pasado? ¿Que ocurre en la llanura?

El pelirrojo cogió al asno por la cola y lo obligó a detenerse.

– ¡Todo marcha a las mil maravillas! El Señor desborda de misericordia, ama a su pueblo… ¡alabado sea! -respondió con una risa seca-. En Nazaret, crucifica a los profetas, y envía el diluvio a la llanura arrebatando el pan a su pueblo. ¿No oís el lamento fúnebre que se eleva? Las mujeres lloran la pérdida del trigo como si fuera la de un hijo.

– Lo que Dios hace está bien hecho -replicó el viejo Zebedeo, furioso al ver que aquella charla interrumpía el trabajo de sus hombres-. Haga Dios lo que hiciere, yo tengo confianza en él. Dios me protege cuando todo el mundo se ahoga y yo soy el único que se salva. Dios también me protege cuando todo el mundo se salva y yo soy el único que se ahoga. Os digo que tengo confianza en él. Dos y dos son cuatro.

Al oír aquellas palabras, el pelirrojo olvidó que debía trabajar para vivir, que no todos los días comía y que necesitaba a aquellos hombres. Poseído por el furor, no midió sus palabras:

– Tú tienes confianza, viejo Zebedeo, porque el Todopoderoso soluciona tus problemitas. Claro que posees cinco barcas, tienes cincuenta pescadores que te sirven como esclavos, les das de comer sólo lo necesario para que no mueran de hambre y tengan energías para trabajar para ti, al tiempo que vas llenando día a día tus cofres, tu vientre y tu despensa. Entonces alzas tus brazos al cielo y dices: «¡Dios es justo y yo tengo confianza en él! ¡El mundo está bien hecho, espero que nunca cambie!» ¡Pero pregunta al zelote crucificado anteayer por qué luchaba para liberarnos, pregunta a los campesinos a quienes Dios ha arrebatado en una sola noche el trigo de todo el año, que se revuelcan por el fango, que lo recogen grano a grano y que lloran, pregúntame a mí, que recorro las aldeas, que veo y oigo el sufrimiento de Israel! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Jamás te preguntaste esto en tu vida, viejo Zebedeo?

– Para serte franco, en quien no tengo confianza es en los pelirrojos. Tú eres de la raza de Caín, que mató a su hermano. ¡Y ahora vete! ¡No tengo deseos de discutir contigo! -le respondió el viejo Zebedeo y le volvió la espalda.

El pelirrojo descargó un bastonazo en el anca del asno, que se encabritó y partió al galope.

– No te preocupes -murmuró-, viejo parásito. Vendrá el Mesías y te arreglará las cuentas.

Una vez que hubo bordeado los peñascos, se volvió para gritar:

– Ya volveremos a hablar, viejo Zebedeo. El Mesías vendrá un día, ¿no es cierto? Vendrá. Y entonces pondrá a todos los pillos en su lugar. Tú no eres el único que tiene confianza. ¡Hasta la vista, patrón, hasta el día del juicio!

– ¡Que el diablo te acompañe, pelirrojo! -le respondió Zebedeo. Acababa al fin de aparecer la bolsa de la red, repleta de doradas y de pajeles.

Felipe estaba aún entre ambos, indeciso. Las palabras de Judas eran justas, valerosas. Con frecuencia él también sentía deseos de lanzárselas a la cara, de cantarle cuatro verdades a aquel viejo codicioso, pero siempre le faltaba valor. Aquel incrédulo era un gran propietario, poderoso tanto en la tierra como en el agua, y todas las praderas adonde Felipe llevaba a pacer sus carneros y cabras le pertenecían. ¿Cómo enemistarse con él?

Hubiera sido preciso ser un loco o un héroe, y Felipe no era una cosa ni otra; era hablador y fanfarrón pero prudente.

Había callado, pues, mientras los otros dos disputaban, estaba aún avergonzado e indeciso. Los pescadores ya habían recogido las redes y se inclinó con ellos para ayudarles a llenar los cestos. El viejo Zebedeo se metía también en el agua hasta la cintura; reinaba sobre los peces y sobre los hombres.

Pero mientras todos se extasiaban ante los cestos desbordantes, la poderosa voz ronca del pelirrojo resonó repentinamente desde el peñasco de enfrente:

– ¡Eh, viejo Zebedeo!…

Zebedeo aparentó no oír. La voz rugió de nuevo:

– ¡Eh, viejo Zebedeo! ¡Un buen consejo: ve a buscar a tu hijo Santiago!

:-¡Santiago! -gritó el viejo, turbado; lo de Juan, su hijo menor no tenía remedio, y lo había perdido. Ahora no quería perder al otro. No tenía más hijos y los necesitaba para su trabajo-. ¡Santiago! -repitió, inquieto-. ¿Qué sabes de Santiago, maldito pelirrojo?

– ¡Lo vi en el camino charlando y conspirando con el crucificador!

– ¿Qué crucificador, maldito? Habla claramente.

– El hijo del carpintero, el que fabrica cruces en Nazaret para crucificar a los profetas… Pobre Zebedeo, la cosa está clara, has perdido también a tu otro hijo. ¡Tenías dos hijos: uno te lo quitó Dios y el otro el diablo!

El viejo Zebedeo se quedó con la boca abierta. Un pez volador saltó fuera del agua y revoloteó sobre su cabeza para volver a sumergirse en el lago.

– ¡Mal presagio! ¡Mal presagio! -murmuró el viejo poseído del terror-. ¿También desaparecerá mi hijo como ese pez volador que se perdió en las aguas profundas?

Se volvió hacia Felipe:

– ¿Viste el pez volador? -preguntó-. Nada de lo que ocurre en el mundo deja de tener su significado. ¿Qué sentido crees que tiene esta señal? Vosotros los pastores…

– Si se hubiera tratado de un lomo de cordero, te diría el sentido de la señal, viejo Zebedeo, pero los peces no son mi especialidad -respondió Felipe con aspereza. Estaba furioso porque no tenía el valor de hablarle como un hombre, como había hecho Judas-. Voy a buscar mis animales -dijo. Colgó el cayado del hombro y corrió, saltando de roca en roca, para alcanzar a Judas.

– ¡Espera, hermano! -gritó-. Quiero hablar contigo.

– Vete, cobarde -le respondió el pelirrojo, sin volverse-, vete con tus cabras y tus carneros y no vengas a mezclarte con los hombres. ¡Y no me llames hermano porque no soy tu hermano!

– ¡Te digo que esperes! Debo hablarte; no te enfades.

Judas se detuvo y le miró con desprecio:

– ¿Por qué no abriste la boca cuando le canté las cuatro verdades a Zebedeo? ¿Por qué le temes? ¿Siempre tendrás miedo? ¿Aún no te has dado cuenta de lo que está ocurriendo, no comprendes quién llega, no entiendes adonde vamos? ¡Se acerca el. momento, desgraciado, en que el rey de los hebreos ha de venir con toda su gloria! ¡Desgraciados los cobardes!

– Judas -dijo Felipe en tono de súplica-, continúa injuriándome, alza tu bastón y descárgalo sobre mi cuerpo. Quizás así me devuelvas el amor propio, yo también estoy harto de sentir miedo.

Judas se acercó a él lentamente y lo tomó del brazo:

– ¿Tus palabras brotan del fondo de tu corazón, Felipe, o no son más que palabras vanas que se esfuman en el aire?

– Estoy harto, te lo repito. Hoy mi corazón me ha asqueado. Marcha delante y muéstrame el camino, Judas. Estoy dispuesto a seguirte.

El pelirrojo miró a su alrededor y bajó la voz:

– ¿Eres capaz de matar, Felipe?

– ¿A un hombre?

– A un hombre, desde luego. ¿Qué creías, que se trataba de matar carneros?

– No maté a ningún hombre, pero me parece que debo ser capaz de hacerlo. En la ultima luna derribé a un toro y lo maté sin ayuda de nadie.

– Matar a un hombre es más fácil. Únete a nosotros. Felipe se estremeció, comprendía.

– ¿Tú eres de ésos, de los zelotes? -preguntó. El pánico invadió su rostro.

Había oído hablar con frecuencia de aquella cofradía terrible de los «Santos Asesinos», según se hacían llamar, que sembraba el terror desde el monte Hermón hasta el Mar Muerto, y aun más abajo, hasta el desierto de Idumea. Rondaban armados de barras de hierro, de sogas, de cuchillos y proclamaban: «No paguéis impuestos a los infieles; no tenemos más que un Señor, que es Adonay; matad a todo hebreo que pisotee la Ley Santa, que ría, hable o trabaje con los enemigos de nuestro Dios, los romanos. ¡Golpead, matad, abrid el camino por el que ha de marchar el Mesías! ¡Purificad el mundo, preparad los caminos, pues llega el Mesías!

Entraban en pleno día en las aldeas y en las ciudades; ellos mismos dictaban la sentencia y mataban a un traidor saduceo o a un sanguinario romano. Los propietarios, los sacerdotes, el alto clero temblaban ante ellos y los maldecían. Eran ellos quienes provocaban la rebelión que atraía a las tropas romanas, haciendo que a cada instante recomenzara la carnicería y corriera como un torrente la sangre de los hebreos.

– ¿Tú eres de ésos, de los zelotes? -volvió a preguntar Felipe en voz baja.

– ¿Te espanta, compañero? -dijo el pelirrojo con una risa despectiva-. No somos asesinos, no te atemorices. Luchamos por la libertad, para que nuestro Dios salga de la esclavitud, para que nuestra alma salga de la esclavitud. En pie, Felipe; ha llegado la hora de demostrar si eres un hombre. Únete a nosotros. Pero Felipe permanecía con la cabeza baja. Se arrepentía de haber cedido al impulso de hablar de estas cosas con Judas. Las fanfarronadas estaban bien cuando uno las pronuncia comiendo y bebiendo sentado a una mesa con un amigo; estaba bien lanzarse a grandes discusiones, decir «haré esto y les demostraré aquello», pero cuidado, no convenía ir más lejos porque de lo contrario las cosas tomarían un mal cariz.

Judas se inclinaba ahora sobre él y le hablaba. ¡Cómo se había transformado su voz, con cuánta ternura su pesada mano acariciaba el hombro de Felipe!

– ¿Qué es la vida de un hombre, Felipe? -le decía-. ¿Qué vale? No vale nada si no es libre. Te digo que luchamos por la libertad. Únete a nosotros.

Felipe callaba. ¡Si hubiera podido escaparse! Pero Judas lo tenía cogido por el hombro.

– Únete a nosotros; eres un hombre. Decídete. ¿Tienes un puñal?

– Sí.

– Consérvalo permanentemente en tu pecho, pues podrás necesitarlo en cualquier instante. Vivimos días difíciles, hermano. ¿No oyes que se acercan pisadas ligeras? Es el Mesías, y no ha de encontrar obstáculos en su camino. ¡El puñal es más útil que el pan! ¡Mírame!

Entreabrió el vestido. En el pecho negro, contra la piel, brillaba la hoja desnuda de un puñal beduino armado de doble filo.

– ¡Hoy no lo he hundido en el corazón de un traidor por culpa de ese atolondrado de Santiago, hijo de Zebedeo! Ayer, antes de que yo partiera de Nazaret, la cofradía lo condenó a muerte…

– ¿A quién?

– …y la suerte me eligió a mí para matarlo.

– ¿A quién? -repitió Felipe, que había palidecido.

– Eso es cosa mía -respondió bruscamente el pelirrojo-. No te mezcles en nuestros asuntos.

– ¿No confías en mí?

El pelirrojo paseó la mirada alrededor, bajó la cabeza y cogió a Felipe por el brazo:

– Escucha bien lo que te diré, Felipe. No digas de esto ni una palabra porque de lo contrario estarás perdido. Ahora me dirijo al Monasterio del desierto. Los monjes me llamaron para reparar sus herramientas. Dentro de algunos días, tres o cuatro, volveré a pasar por tu choza. Medita bien lo que hemos hablado, no digas nada, no reveles el secreto a nadie, decide tú solo. Y si eres hombre, si tomas la decisión que debes tomar, te diré a quién debemos matar.

– ¿A quién? ¿Lo conozco?

– No te apresures tanto. Aún no eres de los nuestros.

Le tendió su manaza:

– Adiós, Felipe -dijo-. Hasta ahora tú no contabas absolutamente para nada y el mundo no sabía si vivías o no. Yo era así, un ser del todo insignificante, hasta el día en que entré en la cofradía. Desde aquel día me convertí en otro hombre, me convertí en hombre. Ya no soy Judas el pelirrojo, el herrero, que trabaja como una bestia de carga y que no tiene más que una idea: cómo alimentar estos pies enormes, este vientre y esta bocaza sucia. Trabajo por una gran causa, ¿entiendes? Por una gran causa. Y el que trabaja por una gran causa, por miserable que sea, se hace grande también él. ¿Comprendes? No te digo más. ¡Adiós!

Arreó al asno y tomó a paso vivo el camino del desierto.

Felipe quedó solo. Apoyó la barbilla en el cayado y siguió con la mirada a Judas hasta que éste desapareció tras los peñascos.

«Lo que dice el pelirrojo es justo -pensó-. Justo y santo. Pronunció palabras graves, desde luego, pero, ¿qué importa eso? Mientras uno se queda en las palabras, todo va bien, lo malo es cuando se pasa a la acción. Ten cuidado, pobre Felipe, piensa también en tus carneritos. Este asunto requiere reflexión. Olvidémoslo por ahora y ya veremos qué se hace cuando llegue el momento.

Colgó el cayado del hombro; había oído las esquilas de su rebaño y se echó a correr al tiempo que silbaba.

Entretanto, los hombres de Zebedeo habían encendido el fuego y cocinaban la sopa de pescado. El agua hervía y arrojaron en la olla erizos de mar, besugos y doradas así como una piedra cubierta de algas verdes para dar a la sopa sabor a mar. Todos los pescadores, en cuclillas en torno del fuego, con los ojos agrandados por el hambre canina, hablaban entre sí en voz baja. El viejo pescador se inclinó y dijo quedamente a su vecino:

– El herrero habló sin pelos en la lengua. Paciencia, llegará un día en que los pobres estén arriba y los ricos bajen al último peldaño. Eso es la justicia.

– ¿Crees que eso puede suceder? -respondió el otro, que tenía hambre desde la infancia-. ¿Crees que eso pueda suceder en este mundo?

– ¿Existe Dios? -respondió el viejo-. Existe. ¿Es justo? ¿Acaso puede Dios no ser justo? Lo es. Pues bien, entonces eso sucederá. Sólo es preciso tener paciencia, muchacho, paciencia.

– ¡Eh! ¿Qué andáis murmurando? -dijo el viejo Zebedeo que había oído algo y se mosqueó-. Pensad en vuestro trabajo y dejad tranquilo a Dios, que él sabe lo que se hace. ¡Dios mío, lo que hay que oír!

Todos callaron súbitamente. El viejo se levantó, tomó la cuchara de madera y revolvió la sopa.

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