Desde el alba y durante todo el día, pero mucho más de noche, cuando nadie la veía, la primavera se abría paso suavemente en la tierra y las piedras, y ascendía desde el suelo de Israel. En una noche las llanuras de Sarón, en Samaría, y de Esdrelón, en Galilea, se cubrieron de margaritas amarillas y de lirios silvestres. Y entre las severas piedras de Judea brotaron, como gruesas gotas de sangre, efímeras anémonas rojas. Las vides se cubrieron de yemas, y en cada yema verde con punta de carmín se reunían, para lanzarse a la luz, los granos verdes, las uvas y el vino nuevo; y aún más profundamente, en el corazón de cada yema, las canciones de los hombres. Junto a cada hojita había un ángel de la guarda que la ayudaba a crecer. Podría pensarse que volvían los primeros días de la creación, cuando cada palabra de Dios que caía sobre las tierras recién nacidas fecundaba árboles, flores silvestres y verdor.
En el pozo de Jacob, al pie de la montaña sagrada, el Garizim, la samaritana llenó aquella mañana el cántaro y miró a lo lejos, hacia la ruta de Galilea, como si esperara ver aparecer al joven pálido que un día le había hablado de un agua inmortal. Ahora, en primavera, la viuda libertina había descubierto aún más sus senos cubiertos de sudor.
En aquella noche primaveral el alma inmortal de Israel se metamorfoseaba para convertirse en mariposa, para ir a posarse en la ventana abierta de cada joven judía y cantar hasta el alba sin dejarla dormir. «¿Por qué duermes sola? -cantaba la noche, reprendiéndola cariñosamente-. ¿Para qué crees que te di largos cabellos, hermosos senos y caderas anchas y redondas?
Levántate, ponte las joyas, asómate a la ventana, párate temprano en el umbral de tu puerta, toma el cántaro y ve al pozo. Guiña el ojo a los jóvenes hebreos casaderos que encuentres en el camino y dame hijos. Nosotros los hebreos tenemos muchos enemigos, pero mientras mis hijas tengan hijos, yo seré inmortal. En la tierra de Israel odio los campos sin labrar, los árboles sin podar y las vírgenes.»
Y en el Hebrón guardado por Dios, en el desierto de Idumea, en torno de la tumba sagrada de Abraham, los jóvenes hebreos jugaban al Mesías apenas se despertaban. Se habían hecho arcos de mimbre, lanzaban flechas de caña hacia el cielo y pedían a gritos que descendiera al fin el rey de Israel, el Mesías, empuñando una larga espada y luciendo un casco de oro. Habían extendido sobre la tumba sagrada una piel de oveja, para hacerle un trono. Hasta le habían compuesto una canción y aplaudían para que apareciera. Súbitamente resonaron tras la tumba tambores y vítores y se vio aparecer, pavoneándose y con el rostro embadurnado y terrible, con barba y bigotes de cabello de maíz, rugiendo, al Mesías. Empuñaba una larga espada, hecha con una rama de datilera, y golpeaba en el hombro a todos los niños, que formaban fila, y todos caían degollados.
Al despuntar el día, en Betania, en la casa de Lázaro, Jesús no había cerrado aún los ojos. Su angustia había durado demasiado y no veía que ningún camino se abriera ante él, ningún camino, salvo la muerte. «De mí hablaban las profecías -pensaba-, hablaban de mí; soy el cordero que debe cargar con todos los pecados del mundo y que debe ser degollado la Pascua próxima. Deseo, ser degollado un poco antes, porque la carne es débil y no tengo confianza en ella: puede ceder en el último momento. Pero ahora aún siento mi alma firme y puedo afrontar la muerte… ¡Ah, que se alce cuanto antes el día!, ¡iré al Templo y acabaré hoy mismo con todo!»
Se había decidido y su espíritu se apaciguó. Cerró los ojos, se durmió y tuvo un sueño. El cielo era un jardín cercado con rejas y poblado por fieras. El mismo era una fiera y jugaba con las otras. Y mientras jugaba, saltó el cercado y cayó en la tierra. Al verlo, los hombres se aterrorizaron y las mujeres lanzaron gritos y salieron a buscar a sus hijos a las calles para que la fiera no los devorara. Los hombres cogieron lanzas, piedras y espadas y lo persiguieron… La sangre chorreaba por todo su cuerpo y de pronto cayó de bruces en tierra. Entonces le rodearon unos jueces; lo iban a juzgar. No eran hombres, sino zorros, perros, puercos y lobos. Lo juzgaron y le condenaron a muerte. Pero cuando lo llevaban al suplicio se acordó de que no podía morir, que era una fiera del cielo, inmortal. Nada más recordarlo, una mujer, que le pareció María Magdalena, le cogió de la mano y le sacó de la ciudad: «No vayas al cielo -le dijo-. Ha llegado la primavera: quédate con nosotros…» Caminaron durante mucho tiempo y llegaron a las fronteras de Samaría, donde apareció la samaritana con el cántaro al hombro. Le dio de beber y luego le cogió a su vez de la mano y le condujo a las fronteras de Galilea. Allí, bajo los olivos en flor, apareció su madre, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro; lloraba. María vio la sangre que bañaba el cuerpo de Jesús, sus heridas y una corona de espinas en su cabeza. Alzó los brazos al cielo y exclamó: «¡Así como tú me atormentaste, Dios te atormentará! Has hecho correr mi nombre de boca en boca y los hombres claman contra la injusticia que cometes. Te rebelaste contra la Patria, la Ley y el Dios de Israel. No has temido a Dios ni te has avergonzado ante los hombres. ¡No pensaste en tu madre ni en tu padre, y yo te maldigo!»
Y al punto María desapareció.
Jesús se despertó sobresaltado y bañado en sudor. Junto a él, los discípulos roncaban. En el patio cantó el gallo; Pedro lo oyó, entreabrió los ojos y vio a Jesús de pie.
– Maestro -dijo-, cuando cantaba el gallo yo tuve un sueño. Me parecía que habías tomado dos trozos de madera en forma de cruz y que en tus manos se habían transformado en una lira y un arco. Cantabas y tocabas, y las fieras provenientes de los cuatro rincones del mundo se habían reunido para escucharte. ¿Qué significado tendrá el sueño? Se lo preguntaré al anciano rabino.
– El sueño no acaba ahí, Pedro -respondió Jesús-. ¿Por qué te despertaste tan pronto? El sueño continúa.
– ¿Continúa? No comprendo. ¿Acaso tú lo soñaste íntegramente, maestro?
– Después de oír la canción, las fieras se arrojaron sobre el cantor y lo devoraron.
Pedro abrió desmesuradamente los ojos. Su corazón tuvo un presentimiento, pero su inteligencia permaneció inerte.
– No comprendo -dijo.
– Lo comprenderás otra mañana -le respondió Jesús-, cuando oigas cantar de nuevo al gallo.
Empujó suavemente con el pie, uno por uno, a todos sus compañeros.
– Despertad, holgazanes -dijo-. Hoy tenemos mucho que hacer.
– ¿Nos vamos? -dijo Felipe restregándose los ojos-. Opino que deberíamos volver a Galilea; allí estaríamos seguros.
A Judas le castañetearon los dientes, pero no dijo nada.
Las mujeres se despertaron en las habitaciones del fondo y se oyeron sus cuchicheos. La anciana Salomé salió para encender el fuego y dos discípulos ya se habían reunido en el patio esperando a Jesús que, encorvado, hablaba en voz baja con el anciano rabino, gravemente enfermo y acostado en el fondo de la estancia.
– ¿Adonde vas ahora, hijo mío? -le preguntaba el anciano-. ¿Adonde vas a guerrear? ¿Otra vez a Jerusalén? ¿Levantarás la mano una vez más para destruir el Templo? Porque has de saber que la palabra se transforma en acción cuando la pronuncia un alma grande. Tu alma es grande y tú cargas con la responsabilidad de cuanto dices. Si dices: «El Templo será destruido», ten la seguridad de que lo será un día. ¡Mide tus palabras!
– Mido mis palabras, anciano. Todo el mundo está presente en mi espíritu cuando hablo. Escojo entre lo que quedará y lo que desaparecerá, y asumo la responsabilidad de la elección.
– ¡Ah, si pudiera conservar aún la vida para ver quién eres!
Pero soy viejo. El mundo se ha transformado en un fantasma que ronda en torno de mi cerebro. Quiere entrar en él, pero todas las puertas están cerradas.
– Resiste aún algunos días, anciano, hasta la Pascua. Retén tu alma con todas tus fuerzas y verás. Aún no ha llegado el momento.
El rabino sacudió la cabeza.
– ¿Cuándo llegará ese momento? -murmuró como quejándose-. ¿Me habrá engañado Dios? ¿Qué hizo de la palabra empeñada? Muero, muero…, ¿y dónde está el Mesías? -el anciano rabino se había colgado de los hombros de Jesús con todas las energías que le quedaban.
– Resiste aún hasta la Pascua, anciano. ¡Entonces verás cómo Dios cumple siempre la palabra empeñada!
Se desasió de las manos del rabino y salió al patio.
– Natanael y Felipe -dijo-, id al extremo de la aldea; en la última casa hallaréis atados a la aldaba de la puerta una asna con su borriquillo. Desatadla y traedla. Si os preguntan: «¿Adonde la lleváis?», responded: «El rabí la necesita. Luego la devolveremos.»
– Me parece que nos buscaremos problemas -cuchicheó Natanael al oído de su amigo.
– Vamos -dijo Felipe-. Haz lo que te ordena… ¡y que sea lo que Dios quiera!
Muy temprano, Mateo había tomado la caña de escribir y seguía con atención los pasos y palabras del maestro. «Dios de Israel -pensaba-, todo sucede según los profetas lo anticiparon por iluminación divina. ¿Qué dice Zacarías?: "¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna."»
– Maestro -dijo Mateo para ponerlo a prueba-, ¿estás fatigado? ¿No puedes ir a pie a Jerusalén?
– No -respondió Jesús- ¡. ¿Por qué me lo preguntas? Sentí repentinamente el deseo de ir allí en una montura.
– ¡Deberías ir en un caballo blanco! -exclamó Pedro-.
¿Acaso no eres el rey de Israel? Deberías aparecer en tu capital montado en un caballo blanco.
Jesús dirigió una rápida mirada a Judas y no respondió.
Apareció Magdalena; se detuvo en el umbral de la puerta. No había dormido en toda la noche y sus grandes ojos revelaban cansancio. Se apoyó en el marco de la puerta y se puso a mirar a Jesús. Su mirada era profunda e inconsolable, como si se despidiera de él. Quería decirle: «¡No vayas!», pero su lengua estaba atada. Mateo vio moverse sus labios sin que palabra alguna saliera de ellos y comprendió: «Los profetas no la dejan hablar -pensó-; no le permiten que impida al maestro cumplir lo que ellos profetizaron. Montará el asno e irá a Jerusalén, quiéralo o no Magdalena, quiéralo o no el propio maestro. Está escrito.»
En aquel momento llegaron, gozosos, Felipe y Natanael. Arrastraban tras ellos con una soga a la madre y al borriquillo, sin sillas.
– Todo ocurrió exactamente como tú dijiste, maestro -dijo Felipe-. Monta ahora y pongámonos en marcha.
Jesús se volvió. Las mujeres estaban de pie, con los brazos cruzados, tristes y silenciosas, y miraban.
– Marta -preguntó Jesús-, ¿hay un látigo en la casa?
– No, maestro -respondió Marta-. No hay más que la aguijada para las vacas de nuestro hermano.
– Dámela.
Los discípulos habían puesto sus ropas en el lomo del dócil animal para que el maestro se sentara cómodamente. Marta echó sobre ellas un cobertor rojo que había tejido, adornado en los bordes con pequeños cipreses negros.
– ¿Estáis todos listos? -dijo Jesús-. ¿Estáis preparados?
– Lo estamos -respondió Pedro, que se puso a la cabeza, tomó las bridas del animal y abrió la marcha.
– Las gentes de Betania oían pasar aquel tropel y abrían las puertas.
– ¿Adonde vais, compañeros? ¿Por qué va montado hoy el profeta?
Los discípulos les confiaban en voz baja el secreto:
– Hoy se sentará en su trono.
– ¿En qué trono?
– Cállate, es un secreto. Ese hombre que veis es el rey de Israel.
– ¿Qué dices? -gritaban las mujeres-. ¡Sigámosle! -y el grupo se iba engrosando cada vez mis.
Los niños cortaban ramas de laurel, se colocaban a la cabeza del desfile y cantaban alegremente: «¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» Los hombres se quitaban los mantos y con ellos alfombraban el camino delante de Jesús. ¡Cómo corrían! ¡Qué maravillosa primavera, cuan delicadas eran las flores aquel año, cómo cantaban los pájaros aquella mañana, volando también ellos hacia Jerusalén como si formaran parte del cortejo!
Santiago se inclinó sobre el oído de su hermano y le dijo:
– Nuestra madre le habló ayer y le dijo que nos pusiera a su derecha y a su izquierda cuando suba al trono. Pero no respondió. Quizás estuviera enfadado. Parece que su rostro se ensombreció.
– Seguro que se enfadó -respondió Juan-. Nuestra madre no debió haberle pedido eso.
– ¿Por qué no? ¿Sería acaso justo que nos dejara de lado y prefiriera a Judas Iscariote? ¿No notaste que en los últimos días se hablan en secreto y siempre están juntos? Abre los ojos, Juan; ve a hablarle para que nadie nos perjudique. Pronto llegará el momento del reparto de honores.
Pero Juan sacudió la cabeza y dijo:
– Hermano, está muy triste. Parecería que se encamina a la muerte.
«Querría saber -pensaba Mateo, que caminaba solo detrás de los otros- lo que va a ocurrir ahora. Los profetas no lo explican con claridad. Unos hablan de un trono y los otros de muerte. ¿Cuál de las dos profecías se cumplirá? Sólo se puede explicar una profecía cuando el acontecimiento ha tenido lugar. Sólo entonces comprendemos qué quiso decir el profeta. Tengamos paciencia y veamos qué ocurre… Esta noche escribiré los acontecimientos del día para no correr el peligro de equivocarme.»
Entretanto, la buena nueva había llegado velozmente a las aldeas vecinas y a las cabañas esparcidas en los olivares y los viñedos. Los campesinos acudían de todas partes y extendían en tierra sus mantos, y lo propio hacían las campesinas con sus pañuelos, para que el profeta pasara sobre ellos… Habíase reunido una multitud de tullidos, leprosos e indigentes. Cada poco, Jesús volvía la cabeza para echar una mirada a su ejército. Súbitamente le invadió la sensación de una gran soledad. Se volvió y gritó:
– Judas!
Pero el discípulo de corazón duro caminaba a la cola y no lo oyó.
– Judas! -volvió a repetir Jesús, desesperado.
– ¡Aquí estoy! -respondió el pelirrojo e hizo a un lado a los discípulos para avanzar.
– ¿Qué quieres de mí, maestro?
– ¡No me dejes solo, hermano Judas! -repitió Jesús.
– ¡No te preocupes, que no te abandonaré, maestro!
– Quédate a mi lado, Judas. Hazme compañía.
– ¿Por qué iba a dejarte, maestro? ¿Acaso no nos hemos puesto de acuerdo? -dijo. Arrancó la soga de las manos de Pedro y condujo a la bestia.
Acercábanse al fin a Jerusalén. La ciudad santa se mostró en lo alto de la montaña de Sión, completamente blanca bajo el sol implacable. Pasaron por un villorrio en el que se escuchaban de uno al otro extremo tranquilas y dulces lamentaciones, como la cálida lluvia primaveral.
– ¿A quién lloran? ¿Quién murió? -preguntó Jesús estremeciéndose. Pero los campesinos que le seguían se echaron a reír.
– No te preocupes, maestro. No murió nadie. Son las muchachas de la aldea que trabajan en el molino y entonan lamentaciones.
– ¿Pero por qué?
– Para acostumbrarse, maestro. Para saber cómo han de lamentarse cuando llegue el momento de hacerlo.
Subieron la cuesta pedregosa e ingrata y entraron en la ciudad devoradora de hombres. Infinidad de hombres que formaban pequeños rebaños tumultuosos, abigarrados, provenientes de todos los rincones del mundo, cada uno de los cuales llevaba los perfumes y los hedores de su país, caían unos en brazos de otros y se besaban. Era la antevíspera de la fiesta inmortal y todos los judíos se sentían hermanos. Vieron a Jesús montado en el humilde borrico y seguido por una turba que agitaba ramos de laurel y se echaron a reír:
– ¿Quién es ése? ¿Otro ridículo profeta?
Los leprosos, los tullidos y los indigentes alzaban el puño y amenazaban:
– Ya veréis, ya veréis. ¡Es Jesús de Nazaret, el rey de los judíos!
Jesús se apeó y subió de dos en dos las gradas del Templo. Llegó al pórtico de Salomón y se detuvo. Miró a su alrededor: habían levantado tiendas y había allí una multitud de hombres y mujeres que vendían, compraban, regateaban, discutían, elogiaban sus baratijas, había allí mercaderes, cambistas, taberneros y prostitutas. Jesús sintió una amargura infinita y un furor sagrado se apoderó de él. Alzó el bastón y pasó ante las tiendas, los baratillos y los puestos derribando las mesas y golpeando a los mercaderes.
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -gritaba agitando la aguijada. En él ascendía una súplica apenas murmurada y amarga… «Señor, Señor, que ocurra cuanto antes lo que decidiste. No te pido otro favor: que ocurra cuanto antes, mientras aún pueda soportarlo.»
La muchedumbre de andrajosos y enfermos se lanzó tras el maestro y gritó también, enfurecida:
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -al tiempo que saqueaba los puestos.
Jesús se detuvo en el pórtico principal, que daba al valle del Cedrón. Hilillos de humo salían de todo su cuerpo, sus largos cabellos color de azabache se agitaban sobre sus hombros y sus ojos despedían llamas.
– ¡He venido para incendiar el mundo! -gritó-. Juan proclamaba en el desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Se acerca el día del Señor!» Y yo os digo: ¡ya no tenéis tiempo de arrepentíos porque ha llegado el día del Señor! ¡Yo soy el día del Señor! Juan bautizaba en el desierto con agua y yo bautizo con fuego. Bautizo a los hombres, a las montañas, las ciudades, los navíos, y ya veo cómo arde el fuego por los cuatro costados de la tierra, por los cuatro costados del alma, y me regocijo. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!
– ¡El fuego! ¡El fuego! -vociferaba la muchedumbre-. Prendamos fuego al mundo, quemémoslo.
Los levitas cogieron lanzas y espadas, y Santiago, el hermano de Jesús, se puso a la cabeza del grupo con sus medallas colgadas del cuello. Se arrojaron sobre Jesús para capturarlo, pero el pueblo, enfurecido, les hizo frente. Los discípulos se envalentonaron y cayeron a su vez sobre los levitas, lanzando rugidos. En lo alto de la torre del Palacio los centinelas romanos los miraban y reían.
Pedro cogió en una tienducha una antorcha encendida y gritó:
– ¡Caigamos sobre ellos, hermanos! ¡La hora ha llegado, compañeros!
Mucha sangre habría corrido en los patios del palacio de Dios si las trompetas de los romanos, amenazantes, no hubieran sonado en lo alto de la torre de Pilatos.
El sumo sacerdote Caifas salió del Templo y ordenó a los levitas que abandonaran la lucha. El mismo, con la suma habilidad que le caracterizaba, había tendido una celada al rebelde, el cual iba a caer en ella con toda seguridad y sin escándalo.
Los discípulos habían rodeado a Jesús y lo miraban con angustia. ¿No iba a dar la señal? ¿Qué esperaba? ¿Hasta cuándo esperaría? ¿Por qué tardaba, por qué, en lugar de alzar la mano y hacer un signo al cielo, miraba al suelo? El podía no tener prisa, pero ellos eran pobres, lo habían sacrificado todo y había llegado la hora de recibir el pago de sus penurias.
– Maestro -dijo Pedro, excitado-, decídete. ¡Da la señal!
Inmóvil, Jesús había cerrado los ojos; el sudor bañaba su frente. «Tu día se acerca, Señor, y llega el fin del mundo. Yo lo traeré a la tierra, lo sé; yo lo traeré, sí, pero con mi muerte…», se repetía el hijo de María para infundirse valor.
Santiago se acercó a él; le tocó el hombro para hacerle abrir los ojos y lo sacudió:
– Si no das ahora la señal -dijo-, estamos perdidos. Lo que has hecho hoy significa la muerte.
– Sí, significa la muerte -intervino Tomás-; pero nosotros no queremos morir.
– ¡Morir! -exclamaron Felipe y Natanael en el colmo de la angustia-. ¡Pero si nosotros hemos venido aquí para ser reyes!…
Juan apoyó la cabeza en el pecho de Jesús y dijo:
– Maestro, ¿en qué piensas?
Pero Jesús lo rechazó y dijo:
– Judas, ven, acércate -y se apoyó en el brazo robusto del pelirrojo.
– Valor, maestro -le murmuró Judas-. Ha llegado la hora; no nos cubramos de vergüenza.
Santiago miraba a Judas con odio. Antes, el maestro jamás posaba los ojos en él, y ahora ¿qué significaban aquella amistad y aquellos conciliábulos secretos?
– Traman algo entre los dos… ¿Qué dices tú, Mateo?
– Yo no digo nada. Me limito a escuchar lo que vosotros decís y a ver lo que hacéis; luego lo escribo. Ese es mi trabajo.
Jesús apretó el brazo de Judas. Por un instante padeció vértigo. Judas lo sostuvo y le preguntó:
– ¿Estás fatigado, maestro?
– Sí, estoy fatigado.
– Acuérdate de Dios y descansarás -le dijo el pelirrojo.
Jesús se recuperó y, volviéndose hacia los discípulos, dijo:
– Vamos.
Pero los discípulos vacilaban. No querían irse. ¿Adonde iban a ir? ¿Otra vez a Betania? ¿Hasta cuándo? Estaban hartos de aquellas idas y venidas.
– Creo que se burla de nosotros -dijo Natanael en voz baja a su amigo-. ¡Yo no voy a ninguna parte!
Tras ellos, los levitas y fariseos reventaban de risa. Un levita joven, feo y jorobado, arrojó un tomate que dio en pleno rostro de Pedro.
– ¡Buena puntería, Saúl! -gritaron algunos-. ¡Diste en el centro del blanco!
Pedro quería volverse y abalanzarse sobre el levita, pero Andrés lo detuvo:
– Ten paciencia, hermano -le dijo-; ya llegará nuestro desquite.
– ¿Y cuándo será eso? -murmuró Pedro-. ¿No ves en qué estado nos encontramos?
Humillados, silenciosos, se pusieron en marcha. El pueblo que les había seguido se había dispersado lanzando blasfemias. Ya nadie le seguía, ya nadie extendía sus harapos en tierra para que el maestro pasara sobre ellos. Ahora era Felipe quien tiraba de la borrica y Natanael quien asía la cola de la bestia. Ambos querían devolvérsela cuanto antes a su dueño para no tener problemas.
El sol quemaba y soplaba un viento caliente; se alzó una polvareda y se sofocaron. Al acercarse a Betania vieron de pronto, ante ellos, a Barrabás y a dos de sus compañeros, dos hombretones salvajes de tupidos bigotes:
– ¿Adonde lleváis a vuestro maestro? -les gritó Barrabás-. ¡Que Dios nos ayude; está muerto de miedo!
– ¡Lo llevan a casa de Lázaro para que lo resucite! -respondieron sus compañeros, estallando en sonoras carcajadas.
Cuando llegaron a Betania y entraron en la casa, encontraron al anciano rabino agonizante. Las mujeres, sentadas a su cabecera, asistían, silenciosas e inmóviles, a su agonía. Sabían que nada podían hacer para devolverle a la vida. Jesús se acercó y posó la mano en la frente del anciano. El rabino sonrió, pero no abrió los ojos.
Los discípulos se sentaron en el patio. Destilaban amargura y callaban. Jesús hizo una señal a Judas:
– Hermano Judas, ha llegado el momento. ¿Estás preparado?
– Sí, maestro, siempre estoy preparado para servirte. ¿Por qué me eliges a mí?
– Tú eres el más fuerte, ya lo sabes. Los otros son flojos. ¿Fuiste a hablar con el sumo sacerdote Caifas?
– Le hablé. Quiere saber dónde y cuándo.
– Dile que será la noche de Pascua, después de la comida pascual, en Getsemaní. Ten valor, hermano Judas. Yo también me infundo ánimo.
Judas meneó la cabeza sin pronunciar palabra alguna. Salió a la calle y esperó la salida de la luna.
– ¿Qué ocurrió en Jerusalén? -preguntó la anciana Salomé a sus hijos-. ¿Qué os pasa? ¿Por qué no habláis?
– Creo, madre, que hemos edificado sobre arena -respondió Santiago-. ¡Creo que nos hemos dejado engañar!
– ¿Y el maestro? ¿Y los esplendores? ¿Y las vestiduras de seda recamadas de oro, y los tronos? ¿Me engañó, entonces? -preguntaba la anciana; miraba a sus hijos, movía las manos, pero ninguno de los dos le respondía.
La luna apareció triste y completamente redonda sobre los montes de Moab. Se detuvo un instante en la cresta de la montaña, indecisa. Miró el mundo y bruscamente se desprendió de la montaña y comenzó a ascender. El villorrio de Lázaro, sumergido hasta entonces en la oscuridad, pareció recibir súbitamente una mano de cal y comenzó a brillar, completamente blanco.
Se alzó el día y los discípulos rodearon al maestro. Jesús no les hablaba; los miraba, uno por uno, como si los viera por primera y última vez. Hacia mediodía despegó los labios:
– Deseo, compañeros, festejar con vosotros la santa Pascua. Es el día en que nuestros antepasados partieron, dejando a sus espaldas la tierra de la servidumbre, y entraron en la libertad del desierto. En este día de Pascua nosotros también salimos por primera vez de otra servidumbre para entrar en otra libertad. ¡Que los que tienen oídos oigan!
Todos callaban. Aquellas palabras eran oscuras. ¿Cuál era la nueva libertad? No comprendían. Al cabo de un momento, dijo Pedro:
– Comprendo una cosa, maestro. No se concibe la Pascua sin un cordero. ¿Dónde encontraremos el cordero?
En el rostro de Jesús se dibujó una sonrisa triste y respondió: -El cordero está listo, Pedro. En este momento él mismo va a hacerse degollar para que los pobres del mundo festejen la nueva Pascua. No te preocupes por el cordero.
Lázaro, que permanecía sentado en un rincón y no hablaba, se levantó, posó la mano esquelética en el pecho, y dijo a Jesús:
– Maestro, te debo la vida que, por mala que sea, es preferible a las tinieblas de la muerte. Yo seré, pues, quien os ofrezca el cordero pascual. Tengo un amigo pastor en la montaña e iré a pedirle un cordero.
Los discípulos lo miraron estupefactos. ¿De dónde había sacado fuerzas aquel hombre medio vivo y medio muerto para levantarse y avanzar hacia la puerta? Sus dos hermanas corrieron para impedirle que saliera, pero Lázaro las rechazó, tomó una caña para apoyarse en ella y franqueó el umbral.
Se internó en las callejuelas del villorrio; las puertas se abrían a su paso, asomábanse las mujeres, asustadas, aterradas, y se admiraban de que sus piernas delgadísimas pudieran andar y de que su cintura, que se doblaba, no se quebrara. Sufría, pero se infundía valor y a veces intentaba silbar para demostrar que había rejuvenecido, si bien sus labios no llegaban a juntarse bien. Renunció, pues, a silbar y, serio, comenzó a subir la montaña en dirección al redil de su amigo.
Aún no había avanzado un tiro de piedra cuando vio a Barrabás erguido ante él entre las retamas floridas. Hacía muchos días que rondaba por la aldea, esperando aquel momento, esperando que el maldito resucitado sacara las narices de su casa para hacerlo desaparecer e impedir que, al verlo, los hombres recordarán el milagro. El hijo de María se había vuelto muy presuntuoso desde el día que lo resucitara. ¡Debía hundirlo de nuevo en la tumba para que volviera a reinar la paz en su espíritu!
– ¡Eh, desertor del Infierno! -le gritó-. Al fin te encuentro. Dime, en nombre del cielo ¿cómo te fue allá abajo? ¿Qué vale más, la vida o la muerte?
– Son poco más o menos la misma cosa -respondió Lázaro. Iba a seguir su camino, pero Barrabás extendió el brazo y le impidió avanzar.
– Perdóname, viejo espectro -dijo-, pero llega la Pascua y, como no tengo ningún cordero, juré a Dios esta mañana que degollaría, a modo de cordero, al primer ser vivo que me saliera al paso, para festejar la Pascua como todo el mundo. Alarga entonces el pescuezo… Tienes suerte, eres una víctima ofrecida a Dios.
Lázaro se puso a chillar. Barrabás lo tomó del cuello, pero se asustó. Había asido algo muy blando, como algodón; más blando aún, casi como aire. Las uñas de Barrabás se hundían en el cuello de Lázaro sin que brotara ni una gota de sangre. «¿Será, acaso, un fantasma?», pensó; su rostro picado de viruelas palideció.
– ¿Te duele? -le preguntó.
– No -respondió Lázaro al tiempo que libertaba el cuello de los dedos de Barrabás.
– ¡Espera! -rugió Barrabás y lo cogió de los cabellos, pero éstos y el cuero cabelludo se desprendieron del cráneo, el cual resplandeció amarillento bajo el sol.
– ¡Maldito seas! -murmuró Barrabás, temblando-. ¿No serás de verdad un fantasma? -Lo cogió del brazo derecho y comenzó a zarandearlo-. Di que eres un fantasma y te soltaré.
Mientras lo zarandeaba, se quedó con el brazo de Lázaro en la mano. El terror se apoderó de Barrabás, quien arrojó el brazo descompuesto en las retamas floridas y escupió, repugnado. El miedo le puso los pelos de punta. Empuñó el cuchillo; quería matarlo de una vez por todas y acabar con él. Lo cogió con precaución por la nuca, le apoyó el cuello en una piedra e intentó degollarlo. Clavaba y clavaba pero el cuchillo no penetraba, como si se las viera con una madeja de lana. A Barrabás se le heló la sangre en las venas. «¿Habré degollado a un muerto?», pensó. Echó a andar cuesta arriba, pero vio que Lázaro aún se movía y temió que su maldito amigo lo encontrara y volviera a resucitarlo. Dominó su pavor, lo cogió por pies y manos y lo retorció como a una sábana mojada; luego lo sacudió. Las vértebras se quebraron y el cuerpo de Lázaro quedó escindido por la cintura en dos pedazos. Barrabás los escondió bajo las retamas y huyó a todo correr. Era la primera vez en su vida que sentía miedo y no se atrevía a volverse.
«¡Ah -murmuraba-, con tal de que tenga tiempo de entrar en Jerusalén y encuentre a Santiago! ¡Me dará un amuleto y conjuraré así al demonio!»
Entretanto, en la casa de Lázaro, Jesús hablaba a sus discípulos procurando iluminar sus espíritus; temía que se espantaran por lo que iban a ver y se dispersaran.
– Yo soy el camino -les decía- y la casa adonde os encamináis. Soy también el viajero y vosotros me salís al encuentro. Tened confianza en mí, no tengáis miedo, viereis lo que viereis, porque no puedo morir. ¿Me oís? No puedo morir.
Judas estaba solo en el patio y desenterraba guijarros con los dedos del pie. Jesús volvía a cada instante los ojos hacia él, lo miraba y en su rostro se difundía una tristeza inexpresable.
– Maestro -dijo Juan en tono de reproche-, ¿por qué lo llamas continuamente junto a ti? Si miras las pupilas de sus ojos, verás un puñal.
– No, amado Juan -respondió Jesús-, no un puñal, una cruz.
Los discípulos se miraron, perplejos.
– ¡Una cruz! -dijo Juan, apoyándose en el pecho de Jesús-. Maestro, ¿quién es el crucificado?
– El que se incline sobre aquellas pupilas verá su propio rostro sobre la cruz. Yo me incliné sobre ellas y vi el mío.
Los discípulos no comprendieron y algunos de ellos se echaron a reír.
– Has hecho bien en advertírnoslo, rabí -dijo Tomás-. Jamás me inclinaré sobre las pupilas del pelirrojo.
– Se inclinarán sobre ellas tus hijos y tus nietos, Tomás -respondió Jesús, observando por la ventana a Judas que, en pie ahora en el umbral de la puerta, miraba hacia Jerusalén.
Mateo se quejó:
– Tus palabras son oscuras, maestro. -Empuñaba desde hacía mucho tiempo la caña de escribir y no lograba comprender el sentido de las frases de Jesús, para dejarlas anotadas-. Tus palabras son oscuras, ¿cómo, Jesús, quieres que las registre en mis papeles?
– No hablo para que tú escribas, Mateo -respondió Jesús con amargura-. Tienen razón al llamaros gallos a vosotros los chupatintas. Creéis que el sol no se levanta si no lo llamáis. ¡Siento deseos de tomar tus escritos y tu caña y arrojarlos al fuego!
Mateo recogió prestamente sus escritos y quedó cabizbajo. Aún duraba la furia de Jesús:
– Yo digo una cosa y vosotros escribís otra… ¡y los que os leen comprenden otra distinta! Yo digo: cruz, muerte, reino de los cielos, Dios, ¿y qué comprendéis? Cada uno de vosotros pone en cada una de esas palabras sagradas sus pasiones, sus intereses, en suma, lo que le conviene, y mi palabra desaparece, mi alma se pierde… ¡ya no puedo soportarlo más!
Se levantó, sofocado. Súbitamente sintió que su corazón y su espíritu se llenaban de arena.
Los discípulos quedaron apabullados. Parecía que el maestro empuñaba aún la aguijada y los golpeaba con ella; ellos eran bueyes indolentes que se negaban a moverse. El mundo era una carreta a la que ellos estaban uncidos, Jesús los aguijoneaba y ellos resoplaban pero no se movían. Jesús los miraba, se impacientaba y enervaba. Largo es el camino que va de la tierra al cielo…; ¡y ellos permanecían inmóviles!
– ¿Hasta cuándo me tendréis entre vosotros? -exclamó-. Que aquellos de vosotros que deban hacerme una pregunta importante, se apresuren a interrogarme. Que aquellos que deban decirme unas palabras tiernas, me las digan cuanto antes porque me harán bien. No debéis apenaros cuando yo me vaya ni debéis decir: «¡Ah, no hemos tenido tiempo de decirle una frase cariñosa, nunca le dijimos cuánto lo amábamos!» Entonces será demasiado tarde.
Agrupadas en un rincón, las mujeres escuchaban con la barbilla hundida en las rodilllas. Cada poco suspiraban… al menos ellas lo comprendían todo, pero no podían decir nada. Súbitamente Magdalena lanzó un grito; era la primera que había adivinado y la lamentación fúnebre estallaba en ella. Se levantó bruscamente, entró en la habitación del fondo y buscó bajo su almohada el frasco de cristal lleno de perfume de Arabia que había llevado consigo. Uno de sus antiguos amantes se lo había dado en pago de una noche. Desde que seguía a Jesús, lo llevaba siempre consigo y la desdichada se decía: «¿Quién sabe? Dios es grande y acaso llegue el día en que pueda impregnar de este perfume precioso la cabellera de mi amado. Quizá llegue el día en que él acepte vivir conmigo y ser mi esposo.» Con estos deseos secretos, escondidos en el fondo de sí misma, percibía ahora la muerte tras el cuerpo del amado; no ya el amor sino la muerte. Y, lo mismo que para la boda, eran necesarios perfumes para recibir a la muerte. Tomó el frasco de cristal, lo oprimió contra su pecho y se echó a llorar. Lloraba silenciosamente para que no la oyeran, apretaba el frasco contra su seno y lo arrullaba como si fuera un niño. Luego se enjugó los ojos, salió y cayó a los pies de Jesús. Antes de que Jesús tuviera tiempo de inclinarse para levantarla, Magdalena había roto el cristal y vertido el perfume sobre los pies sagrados. Luego se desató los cabellos, enjugó llorando los pies perfumados y, con lo que restaba de perfume, humedeció la amada cabeza. Inmediatamente volvió a desplomarse a los pies del maestro y se puso a besarlos.
Los discípulos estaban escandalizados.
– ¡Qué lástima derrochar así un perfume tan caro! -dijo Tomás-. Si lo hubiéramos vendido habríamos podido dar comida a muchos pobres.
– O ayudar a huérfanas -dijo Natanael.
– O comprar carneros -dijo Felipe.
– Mala señal -murmuró Juan, lanzando un suspiro-. Con esas esencias se perfuma a los muertos ricos. No debías hacer eso, María. ¿Y si la Muerte oliera su perfume preferido y viniera?
Jesús sonrió y dijo:
– Siempre tendréis junto a vosotros a los pobres, pero no siempre me tendréis a mí. Poco importa entonces que se haya derrochado un frasco de perfume en mi honor. Hay momentos en que la Prodigalidad sube al cielo y se sienta junto a su principesca hermana, la Nobleza. Y tú, amado Juan, no te aflijas. La Muerte jamás deja de presentarse, y es mejor que llegue cuando el aire está perfumado.
La casa entera olía a perfume como la tumba de un rico. Apareció Judas y lanzó una rápida mirada al maestro… ¿Había acaso revelado él secreto a los discípulos y éstos habían perfumado al moribundo con esencias funerarias? Pero Jesús sonrió y dijo:
– Hermano Judas, la golondrina se desplaza en el cielo más rápido que la gacela en la tierra. Pero más rápido que la golondrina vuela el espíritu del hombre. Y más rápido aún que el espíritu del hombre vuela el corazón de la mujer. -Y señaló con una mirada a Magdalena.
Pedro dijo entonces:
– Hemos dicho muchas cosas pero hemos olvidado lo más importante: ¿dónde celebraremos la Pascua en Jerusalén, maestro? Propongo que vayamos a la taberna de Simón el cirenaico.
– Dios lo decidió de otro modo -dijo Jesús-. Levántate Pedro, y ve a Jerusalén con Juan. Veréis a un hombre con un cántaro al hombro y lo seguiréis. Entrará en una casa y vosotros entraréis también en ella y diréis al propietario: «Nuestro maestro te saluda y te pregunta: ¿Dónde has dispuesto las mesas para que festeje la Pascua con mis discípulos?» Responderá: «¡Saludos a vuestro maestro! ¡Todo está dispuesto y es bienvenido a esta casa!»
Los discípulos se miraron, llenos de admiración, como niños. Pedro agrandó los ojos y preguntó:
– ¿Hablas seriamente, maestro? ¿Todo está dispuesto? ¿El cordero, el asador, el vino, todo?…
– Todo -respondió Jesús-; id con confianza. Nosotros nos quedaremos aquí hablando, pero Dios no se queda sentado, no habla sino que trabaja por los hombres.
En aquel instante se oyó un estertor muy débil en el fondo de la estancia. Todos se volvieron, avergonzados. Habían olvidado al anciano rabino, que agonizaba. Acudió Magdalena, seguida de las tres mujeres y luego de los discípulos. Jesús posó nuevamente la mano en la boca helada del anciano, quien abrió los ojos, lo vio y le sonrió. Agitó la mano, ordenando con una señal a los hombres y a las mujeres que se alejaran. Cuando quedaron solos, Jesús se inclinó y le besó la boca, los ojos y la frente. El anciano lo miraba al fondo de los ojos y su rostro resplandecía.
– Os volví a ver a los tres -murmuró-: Elías, Moisés y tú. Ahora tengo la certeza. Muero.
– Adiós, anciano. ¿Estás satisfecho?
– Sí. Dame tu mano; quiero besarla.
Cogió la mano de Jesús y pegó a ella durante largo tiempo sus labios helados.
Lo miraba arrobado de éxtasis, le decía adiós y callaba, luego, al cabo de un momento, preguntó:
– ¿Cuándo irás tú allá arriba?
– Mañana, día de Pascua. Hasta pronto, anciano.
El anciano rabino cruzó las manos y murmuró:
– Recibe ahora a tu servidor, Señor. ¡Mis ojos han visto a mi, Salvador!