Jesús estaba sentado en el patio bajo la vieja parra. La larga barba blanca caía sobre su pecho descubierto. Era el día de Pascua. Se había lavado, se había puesto ropas limpias y había perfumado sus cabellos, su barba y sus sobacos. La puerta estaba cerrada y no había nadie cerca de él. Sus mujeres, sus hijos y sus nietos jugaban y reían en la casa, y el negrito, encaramado en el tejado desde el alba, miraba hacia Jerusalén, silencioso y sombrío.
Jesús se miró las manos; eran ahora manos gruesas y deformadas con prominentes venas azules y secas; en el dorso de cada mano, las viejas heridas misteriosas habían comenzado a borrarse y desaparecer. Meneó la cabeza blanca y reluciente y suspiró:
– ¡Qué rápido han pasado los años! ¡Cómo he envejecido! También envejecieron mis mujeres, así como los árboles de este patio, las puertas y las ventanas de esta casa, las piedras que piso…
Sintió miedo y cerró los ojos. Oía que el tiempo caía como agua desde su coronilla, descendía a través de su garganta, su pecho, sus lomos, sus piernas e iba a perderse bajo sus pies.
Oyó pisadas en el patio y abrió los ojos; era María. Lo había visto sumergido en sus pensamientos y había ido a sentarse a sus pies. Jesús posó la mano en sus cabellos, en aquellos cabellos que fueran negros como el azabache y que eran ahora completamente blancos. Sintió de pronto una ternura indecible: «Envejeció entre mis manos -pensó-, envejeció entre mis manos…» Se inclinó hacia ella y le dijo:
– ¿Cuántas veces, amada María, las golondrinas volvieron desde el día bendito en que franqueé el umbral de esta casa y tomé posesión de ella como su dueño y señor? ¿Lo recuerdas? ¿Cuántos años pasaron desde que abrí tu seno, María, y me adueñé de ti? ¿Cuántas veces hemos sembrado, hemos segado y hemos recolectado juntos las aceitunas? Tus cabellos blanquearon, María, delicada esposa, y también blanquearon los de la animosa Marta.
– Sí, amado; nuestros cabellos blanquearon -respondió María-. Los años pasan… Plantamos esta parra que ahora nos abriga el año en que vino el maldito giboso que te había hechizado y te hizo desvanecer. ¿Lo recuerdas? ¿Cuántos años hace que comemos sus uvas?
El negrito se deslizó sin ruido desde la terraza, pegado a la pared, y se detuvo ante ellos. María se levantó y abandonó el patio. No le agradaba aquel extraño criado, que no crecía ni envejecía. No era un hombre, sino un espíritu, un espíritu maligno que había entrado en aquella casa y ya no quería irse. Tampoco le agradaban sus ojos burlones y truhanescos, ni las muchas conversaciones en voz baja que sostenía de noche con Jesús.
El negrito se acercó y miró a Jesús con ojos llenos de zumba; brillaban sus dientes blancos y puntiagudos.
– Jesús de Nazaret -dijo en voz queda-, se acerca el fin.
– ¿Qué fin?
El negrito se llevó un dedo a los labios y repitió:
– Se acerca el fin -se sentó en cuclillas frente a Jesús y lo miró, riendo.
– ¿Nos vas a abandonar?
Jesús sintió súbitamente una alegría y un alivio extraños.
– Sí, es el fin. ¿Por qué sonríes, Jesús de Nazaret?
– Buen viaje, negrito. Conseguí lo que quería y ya no te necesito.
– ¿Así te separas de mí, ingrato? ¿Así pagas todos mis afanes para proporcionarte durante tantos años las alegrías que ambicionabas?
– Si tenías la intención de ahogarme, como a una abeja, en la miel, has perdido el tiempo, negrito. Comí miel hasta hartarme, pero no hundí en ella mis alas.
– ¿Qué alas, iluminado?
– Mi alma.
El negrito soltó una risa malévola y preguntó:
– ¿Crees que tienes un alma, desdichado?
– Sí. Y no necesita de ningún ángel de la guarda ni de ningún negrito. Es libre.
El Ángel de la guarda crispó el rostro y aulló:
– ¡Rebelde! -arrancó una piedra del suelo y la trituró entre sus manos, reduciéndola a partículas de polvo, que esparció al viento.
– Muy bien -dijo-, ya veremos -y se encaminó hacia la puerta lanzando juramentos.
Resonaron gritos salvajes, gemidos y lamentaciones, oyóse un relincho de caballos y el camino real quedó cubierto de rebaños humanos que corrían y gritaban:
– Jerusalén está en llamas! ¡Entraron en Jerusalén! ¡Estamos perdidos!
Los romanos la sitiaban desde hacía meses, pero Israel colocaba sus esperanzas en Jehová. Israel confiaba en su Dios: la ciudad santa no podía arder, la ciudad santa nada tenía que temer. En cada una de sus puertas había un ángel empuñando una espada.
Las mujeres salieron a la calle aullando y arrancándose los cabellos. Los hombres se rasgaban las vestiduras y clamaban a Dios, conjurándole a que apareciera. Jesús se levantó, tomó a Marta y María de la mano, las hizo entrar en la casa y echó el cerrojo de la puerta.
– ¿Por qué lloráis? -les preguntó compasivamente-. ¿Por qué oponéis resistencia a la voluntad de Dios? Escuchad lo que os diré y no os asustéis: el Tiempo es una llama, amadas mujeres; el Tiempo es una llama. Dios tiene unas parrillas en las que cada año pone a asar un cordero pascual. Este año el cordero pascual es Jerusalén. El año próximo será Roma, el año siguiente…
– Calla, maestro -aulló María-. Olvidas que somos mujeres y que no tenemos fuerzas para soportar…
– Perdóname, María -dijo Jesús-; lo había olvidado. El corazón olvida, el corazón es implacable cuando va cuesta arriba…
Cuando así hablaban, oyóse un ruido de pasos en la calle, de respiraciones jadeantes y de bastones que golpeaban violentamente a la puerta.
El negrito se precipitó hacia ella, cogió el cerrojo y miró a Jesús con una sonrisa burlona:
– ¿Abro? -preguntó, conteniendo apenas la risa-. Son tus antiguos compañeros, Jesús de Nazaret.
– ¿Mis antiguos compañeros?
– ¡Mira! -dijo el negrito y abrió la puerta de par en par.
Jesús vio aparecer en el umbral un montón de viejitos que parecían soldados entre sí de tan juntos que estaban; se arrastraron hasta el patio, informes, irreconocibles y apoyándose unos en otros.
Jesús avanzó un paso y se detuvo. Iba a tenderles la mano para darles la bienvenida, pero de pronto una amargura intolerable ahogó su alma; una amargura, una exasperación y una piedad intolerable. Apretó los puños y esperó. Hasta él llegaba una espesa hediondez, un olor de carbón, de cabellos quemados y de heridas abiertas. El negrito se subió al banco de piedra y se puso a mirarlos riendo.
Jesús avanzó otro paso y se volvió hacia el anciano que se arrastraba a la cabeza del grupo.
– Ven aquí tú, que conduces a los otros -le dijo-. El tiempo te ha transformado en ruinas y no te reconozco. Mi corazón late aceleradamente, pero no reconozco esas carnes flácidas ni esos ojos legañosos.
– ¿No me reconoces, maestro?
– ¡Pedro! ¿Eres tú la piedra sobre la que antaño, en la locura de mi juventud, quería construir mi Iglesia? ¡En qué estado te hallas, hijo de Jonás! ¡Ya no eres una piedra, sino una esponja agujereada!
– Los años, maestro…
– ¿Cómo los años? La culpa no la tienen los años. Mientras el alma está en pie, mantiene derecho al cuerpo y no permite que los años lo quebranten. ¡Lo que cayó es tu alma, Pedro; es tu alma!
– He sufrido mucho en la vida, maestro… Me casé, tuve hijos, padecí, vi arder Jerusalén, soy un hombre…, y eso me quebrantó…
– Eres un hombre, y eso te quebrantó… -murmuró Jesús, desbordante de piedad-. Querido Pedro, según está el mundo hay que ser a la vez Dios y demonio para resistir.
Se volvió hacia el siguiente, cuyo rostro asomaba tras el hombro de Pedro:
– ¿Y tú? -dijo-. Te han cortado la nariz, no tienes ni un pelo en ese rostro lleno de agujeros. ¿Cómo quieres que te reconozca? Habla, pues, viejo compañero; exclama: «¡Rabí!» Acaso recuerde quién eres.
Aquel guiñapo humano gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Rabí! -luego bajó la cabeza y calló.
– ¡Santiago! ¡El hijo mayor de Zebedeo, el varón aguerrido y robusto!
– Esto es lo que queda de él, maestro -dijo Santiago, resoplando-. Una tempestad terrible me dejó tal como me ves; el fondo de la barca se hendió, la quilla se abrió y el mástil se rompió. Soy un náufrago que vuelve al puerto.
– ¿A qué puerto?
– Tú eres el puerto, maestro.
– ¿Qué quieres que te haga? No soy un astillero y no puedo calafatearte. Lo que te diré es duro, pero justo: ahora no te queda otro puerto, Santiago, que el fondo del mar. Dos y dos son cuatro, como decía tu padre, Zebedeo.
Sintió pena y exasperación. Se volvió hacia otro viejo achaparrado.
– ¿Y tú? ¿No fuiste Natanael en otra época? Estás ahora gordo como una vaca, tienes muslos, vientre y carrillos fofos… ¿Qué se ha hecho de tus carnes firmes, Natanael? Eras un edificio de tres pisos, pero ahora de él sólo quedan los andamios. Sin embargo, no te quejes; eso es suficiente para entrar en el cielo.
Natanael se enfadó:
– ¿Qué cielo? No te guardo rencor porque haya perdido las orejas, los dedos y un ojo; te guardo rencor porque las cantilenas que nos deslizabas a los oídos, porque el boato y las coronas, los esplendores y los reinos de los cielos no eran más que vapores de una borrachera; nos hemos desembriagado. ¿Qué piensas tú, Felipe? ¿Acaso no tengo razón?
– ¿Qué quieres que te diga, Natanael? -respondió suspirando un viejito perdido entre los otros-. ¿Qué quieres que te diga, hermano? ¡Yo te arrastré a seguir al maestro!
Jesús meneó la cabeza compasivamente y tomó de la mano al viejito Felipe.
– Me inspirabas una gran ternura, Felipe, príncipe de los pastores, porque no poseías ovejas. Sólo poseías el cayado y empujabas el vacío delante de ti. De noche sacabas los rediles a los cuatro vientos y los llevabas a pacer. Encendías grandes hogueras en tu espíritu, ponías en ellas grandes calderos, hacías hervir la leche y la hacías deslizar desde lo alto de la montaña hasta la llanura para dar alimento a los menesterosos. Todas las riquezas las tenías en tu corazón; pero afuera te rodeaban la pobreza, la soledad, los gritos y el hambre. ¡Eso es ser discípulo mío! Y ahora…, Felipe, Felipe, príncipe de los pastores, ¡qué bajo has caído! Deseaste, ¡ay!, verdaderas ovejas con lana tangible, con carne tangible…, ¡y te perdiste!
– ¡Tengo hambre! -respondió Felipe-. Tengo hambre. ¿Qué quieres que le haga?
– ¡Piensa en Dios y te sentirás saciado! -respondió Jesús, y súbitamente se endureció su corazón.
Se volvió hacia un viejito jorobado que se había dejado caer en una artesa y tiritaba. Jesús levantó los harapos que lo cubrían y apartó sus tupidas cejas. No lograba adivinar quién era. Le echó hacia atrás los cabellos, dejando al descubierto una gran oreja en la que aún había una vieja caña hendida. Sólo pudo echarse a reír:
– ¡Doy la bienvenida a esta gran oreja! -dijo, saludándole-. ¡Larga, bien plantada, velluda, se movía como las de las liebres, llena de pavor, de curiosidad y de hambre! ¡Doy la bienvenida a estos dedos manchados de tinta y al tintero que tienes a modo de corazón! ¿Aún sigues con tus escritos, chupatintas Mateo? Aún veo la caña en tu oreja. ¿Te batiste con esa lanza?
– ¿Por qué te burlas de mí? -respondió el otro ásperamente-. ¿Es que siempre nos pondrás en ridículo? Había comenzado solemnemente a escribir la historia de tu vida y me inmortalizaría contigo. ¿Qué ocurrió luego? El pavo real perdió las plumas. No era un pavo real, sino una gallina. ¡Todos mis afanes se perdieron!
Jesús sintió repentinamente que se le doblaban las rodillas e inclinó la cabeza; pero inmediatamente la alzó con cólera y, señalando con el índice a Mateo, le dijo, amenazante:
– ¡Cállate, cállate! ¿Cómo te atreves?
Un viejecillo bizco y seco como una pasa de uva pasó la cabeza entre las piernas de Natanael y soltó una risita. Jesús se volvió y en seguida lo reconoció.
– ¡Bienvenido, Tomás, aborto del Infierno! ¿Qué has hecho con tus dientes? ¿Qué ha sido de los dos pelos que tenías en el cráneo? ¿Y a qué chivo arrancaste la barbita grasienta que cuelga de tu mentón? ¿Eres tú, Tomás, el hombre de pensamientos tortuosos, de ojos atravesados, el viejo astuto?
– En carne y hueso. Sólo me faltan los dientes, que perdí en el camino. Y los dos pelos. Lo demás está en su sitio.
– ¿Y el espíritu?
– Es un verdadero gallo. Se sube a un montón de estiércol y, aunque sabe de sobra que no es él quien hace salir al sol, ello no le impide cantar todas las mañanas y hacerlo salir. Porque sabe cuándo debe cantar.
– ¿Y tú también luchaste, valiente entre los valientes, para salvar a Jerusalén?
– ¿Luchar? No soy tan tonto. Oficié de profeta.
– ¿De profeta? ¿Le crecieron alas entonces a la hormiguita, a tu espíritu? ¿Sopló Dios sobre ti?
– ¿Qué tiene que ver Dios con esto? Mi espíritu descubrió solo el secreto.
– ¿Qué secreto?
– De lo que es ser un profeta. Tú lo sabías antes, pero creo que lo olvidaste.
– Recuérdamelo entonces, maligno Tomás. Quizá tenga necesidad aún de saberlo. ¿Qué es ser un profeta?
– El profeta, cuando todo el mundo desespera, es el único que espera; y cuando los otros esperan, es el único que desespera. ¿Por qué?, me dirás. Porque conoce el Gran Secreto: que la Rueda gira.
– Es peligroso hablar contigo, Tomás -dijo Jesús guiñándole el ojo-. Veo en tus ojitos bizcos y vivaces una cola y dos cuernos. Y una chispa de luz, que quema.
– La verdadera luz quema, maestro. Tú lo sabes, pero te apiadas de los hombres. El corazón siente piedad y por eso el mundo está sumergido en la oscuridad. Pero el cerebro no se apiada de nada y por eso el mundo arde… Me indicas con una seña que me calle; tienes razón, me callo, pues no conviene descubrir los secretos ante estos inocentes que carecen de fuerza. Sólo uno resiste: éste.
– ¿Quién?
Tomás se arrastró hasta la puerta de la calle y señaló, sin tocarlo, a un coloso que permanecía en pie en el umbral, semejante a un árbol seco. Sus cabellos y su barba eran aún rojos hasta la raíz.
– ¡Este! -dijo retrocediendo-. Judas. ¡Es el único que aún resiste! ¡Se mantiene sólido, vigoroso, sin flaquear! Ten cuidado, maestro, y hablale suavemente. Compórtate con él con toda clase de miramientos; míralo, está colérico.
– Procuremos entonces domesticar al león del desierto para que no nos muerda. ¡Hasta dónde hemos llegado! -alzó la voz y dijo-: Hermano Judas, el Tiempo es un tigre real que devora a los hombres, devora las ciudades y los reinos, y, ¡que Dios me perdone!, ¡devora hasta a los propios dioses! Pero a ti ni siquiera te ha rasguñado; tu valor no se apagó, no te adaptaste. Aún veo en tu pecho el puñal implacable y en tus ojos las llamaradas de la juventud: odio, cólera y esperanza. ¡Bienvenido!
– Judas -murmuró Juan, que había caído a los pies de Jesús, irreconocible, con una barba completamente blanca y dos llagas profundas en la garganta y en las mejillas-, ¿no oíste, Judas? ¡El maestro te saluda, respóndele!
– Es testarudo y de una sola pieza -dijo Pedro-; se muerde los labios para no hablar.
Jesús mantenía clavada la mirada en su antiguo compañero y le hablaba con dulzura:
– Judas, las aves habladoras, portadoras de noticias, pasaron sobre mi casa y dejaron caer las nuevas en el patio. Parece que ganaste las montañas para librar guerra al tirano judío y al tirano extranjero. Luego descendiste a Jerusalén; apresabas a los traidores saduceos, les pasabas una cinta roja alrededor del cuello y los degollabas como corderos en el altar del Dios de Israel. Posees un alma grande, sombría y desesperada. Desde que nos separamos, hermano Judas, no conociste ni un solo día de dicha. Te he echado mucho de menos. ¡Bienvenido!
Juan miraba con terror a Judas, que continuaba mordiéndose los labios para no hablar.
– Las espirales de humo se adensan y forman volutas sobre su cabeza -murmuró, retrocediendo unos pasos.
– ¡Ten cuidado, maestro! -dijo Pedro-. ¡Te mira desde todos los ángulos, buscando el modo más ventajoso de caer sobre ti!
– Te estoy hablando, hermano Judas -prosiguió Jesús-. ¿No oyes? Te saludo. ¿No te llevas la mano al corazón y me dices: «Celebro verte»? ¿El dolor que te causó Jerusalén te hizo arder la cabeza? ¡No te muerdas los labios! ¡Eres un hombre; resiste, retén esos gemidos! Has cumplido valientemente con tu deber. Las graves heridas de tus brazos, de tu pecho, de tu rostro, todas en la parte anterior del cuerpo, anuncian que te has batido como un león. Pero ¿qué puede hacer el hombre contra Dios? Te batiste contra Dios cuando luchaste para salvar a Jerusalén; hacía años que se había convertido en ceniza en el espíritu de Dios.
– Se ha adelantado un paso -murmuró Felipe, asustado-; hunde la cabeza en los hombros como un toro que se apresta a embestir.
– Apartémonos, amigos -dijo Natanael-. Ahora levanta el puño.
– ¡Maestro, maestro! -exclamaron Marta y María corriendo hacia él-. ¡Ten cuidado!
Pero Jesús prosiguió hablando con tranquilidad; sin embargo, sus labios temblaban ligeramente:
– Yo también luché en la medida de mis fuerzas, hermano Judas. Cuando era joven, como un joven: acometí la empresa de salvar el mundo; más tarde, cuando mi espíritu maduró, entré en el camino de los hombres: trabajé, labré la tierra, cavé pozos, planté viñedos y olivos, tomé en mis manos el cuerpo de la mujer y creé hombres, venciendo así a la muerte. Esto es lo que siempre dije, ¿no es cierto? Cumplí la palabra empeñada: ¡vencí a la muerte!
De pronto, Judas rechazó con un ademán brusco a Pedro y a las mujeres, que se habían colocado frente a él, y lanzó un salvaje alarido:
– ¡Traidor!
Todo el mundo hundió la cabeza en los hombros. Jesús palideció y se llevó las manos al pecho:
– ¿Yo, yo, Judas? -murmuró-. Acabas de decir algo grave. ¡Retíralo!
– ¡Traidor! ¡Desertor!
Los viejitos se pusieron blancos como sábanas y se volvieron precipitadamente hacia la puerta de la calle. Tomás ya había franqueado el umbral. Intervinieron entonces las dos mujeres y Marta gritó:
– ¡Hermano, no os vayáis! Satán alzó la mano sobre el maestro. ¡Va a golpearle!
– ¿Adónde vas, Pedro? -dijo Marta asiendo a Pedro, que se deslizaba hacia la puerta-. ¿Otra vez? ¿Renegarás de él otra vez?
– Yo no me mezclo en esto -dijo Felipe-. Iscariote tiene mano dura y soy viejo. ¡Vámonos, Natanael!
Judas estaba ahora frente a Jesús, casi rozándole el rostro con el suyo; su cuerpo humeaba y olía a sudor y a llagas infectadas.
– ¡Cobarde! -rugió-. ¡Desertor! Tu lugar estaba en la cruz. Tal era el puesto que el Dios de Israel te había asignado para combatir. Pero te dominó el miedo y, cuando la muerte se alzó ante ti, escapaste a toda velocidad. ¡Has corrido a refugiarte en las faldas de Marta y María, cobarde! ¡Hasta cambiaste de rostro y de nombre, falso Lázaro, para escapar a tus responsabilidades!
– Judas Iscariote -dijo Pedro, a quien las mujeres habían infundido coraje-, Judas Iscariote, ¿es ése el modo de hablar al maestro? ¿No le tienes respeto?
– ¿Qué maestro? -aulló Judas, amenazando con el puño-. ¿Este? Pero, ¿es que no tenéis ojos para verlo y sesos para juzgarlo? ¿Es éste un maestro? ¿Qué nos decía? ¿Qué nos prometía? ¿Dónde está el ejército de ángeles que debía descender del cielo para salvar a Israel? ¿Dónde está la cruz que debía ser nuestro trampolín para subir al cielo? Apenas este falso Mesías vio alzarse la cruz ante él, perdió la cabeza, se desvaneció y las mujercitas se adueñaron de él y lo emplearon para que les hiciera hijos. Se batió como los otros, al parecer, se batió valientemente y lo proclama desde los tejados. Pero sabes de sobra, desertor, que tu lugar estaba en la cruz. Que otros se ocupen de arar la tierra y las mujeres. ¡Tu deber era subir a la cruz! Te jactas de haber vencido a la muerte… ¡puf! ¿Así triunfas de la muerte? ¡Has engendrado hijos, y eso equivale a decir carne para la muerte! ¡Carne para la muerte! ¿Qué es un niño? ¡Carne para la muerte! Te has convertido en su carnicero y le llevas carne para que la devore. ¡Traidor, desertor, cobarde!
– Hermano Judas -murmuró Jesús, cuyos miembros comenzaban a temblar-, hermano Judas, muéstrate más clemente conmigo…
– Me has roto el corazón, hijo del carpintero -rugió Judas-, me has roto el corazón, ¿cómo quieres que me muestre clemente contigo? ¡Tengo deseos de estallar en lamentaciones, como las viudas, de golpearme la cabeza contra las piedras! ¡Maldito sea el día en que naciste, el día en que nací y el día en que te conocí y llenaste mi corazón de esperanza! Cuando caminabas delante de nosotros y nos arrastrabas detrás de ti, cuando nos hablabas de la tierra y del cielo, ¡qué alegría, qué libertad, qué riquezas saboreaba! Los granos de las uvas nos parecían tan grandes como niños de doce años y quedábamos saciados con sólo comer un grano de trigo. Un día no teníamos más que cinco panes, dimos de comer a una gran multitud… ¡y todavía nos quedaron doce cestos repletos de panes! ¡Cómo brillaban entonces las estrellas, cómo inundaban de luz el cielo! No eran estrellas sino ángeles; y ni siquiera eran ángeles, éramos nosotros mismos, nosotros, tus discípulos, que nos levantábamos y nos acostábamos. Tú estabas en el medio, inmóvil como la estrella polar, ¡y nosotros que te rodeábamos, bailábamos alrededor! Me estrechabas en tus brazos, ¿recuerdas?, y me suplicabas: «¡Traicióname, traicióname! Así me crucificarán, resucitaré y ¡salvaremos el mundo!»
Judas calló un instante, suspiró y sus heridas se reabrieron y sangraron. Los viejecitos volvieron a formar un apretado racimo y agacharon la cabeza intentando recordar aquella época pasada para revivir.
Una lágrima brotó de los ojos de Judas, pero éste la aplastó con cólera. Su corazón no se había vaciado y continuó vociferando:
– «Soy el cordero de Dios -balabas- y me haré degollar para salvar al mundo… Hermano Judas, no tengas miedo, la muerte es la puerta de la inmortalidad. ¡Debo pasar por esa puerta y te pido que me ayudes!” Y yo te amaba tanto, yo tenía tal confianza en ti que asentí y acudí a traicionarte… Y tú… tú…
Salió espuma de sus labios, cogió a Jesús por el hombro, lo sacudió violentamente y lo arrinconó contra la pared. Volvió a rugir:
– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has sido crucificado? ¡Cobarde, desertor, traidor! ¿Esto es todo lo que has hecho? ¿No tienes vergüenza? Alzo el puño y te pregunto: ¿Por qué, por qué no fuiste crucificado?
– ¡Cállate! ¡Cállate! -suplicó Jesús. Comenzó a manar sangre de sus cinco llagas.
Pedro intervino de nuevo:
– Judas Iscariote -dijo-, ¿no tienes piedad? ¿No ves sus pies? ¿No ves sus manos? Pon tu mano en su costado si no lo crees; mana sangre.
Pero Judas hizo una mueca irónica, escupió y gritó:
– ¡Eh, hijo del carpintero! ¡A mí no me engañas con trucos! De noche fue tu Ángel de la guarda…
Jesús se sobresaltó:
– ¿Mi Ángel de la guarda? -murmuró, estremeciéndose.
– Tu Ángel de la guarda, Satán, y te grabó esas marcas rojas en las manos, los pies y el costado para engañar a los otros y engañarte a ti mismo. ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Por qué callas y no respondes? ¡Cobarde, desertor, traidor!
Jesús cerró los ojos; estuvo a punto de desvanecerse pero, haciendo un esfuerzo, logró mantenerse en pie:
– Judas -dijo con voz temblorosa-, siempre fuiste salvaje e íntegro, jamás aceptaste los límites del hombre. Olvidas que el alma del hombre es una flecha; asciende hacia el cielo, tan alto como puede, pero vuelve a caer en tierra. La vida terrestre significa eso: perder las alas.
Al oírlo, Judas enloqueció de furor:
– ¡Qué vergüenza! -rugió-. ¡A qué punto has llegado tú, el hijo de David, el hijo de Dios, el Mesías! La vida terrestre quiere decir esto: comer pan y transformar ese pan en alas, beber agua y convertirla en alas. La vida terrestre quiere decir esto: ¡que a uno le crezcan alas! Es lo que tú mismo nos decías, traidor; las palabras no son mías sino tuyas y, si las olvidaste, ¡yo te las hago recordar! ¿Dónde estás, Mateo, chupatintas? ¡Ven aquí! Abre tus escritos; los llevas siempre contra tu pecho así como yo llevo el puñal. Abre tus escritos. Están corroídos por el tiempo, las polillas y el sudor, pero aún se distinguen las letras. Abre tus escritos y lee, Mateo, para que este señor oiga y recuerde. Una noche un gran notable de Jerusalén llamado Nicodemo fue a buscarlo a escondidas y le preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué haces?» Y tú, hijo del carpintero, le respondiste, acuérdate: «¡Forjo alas!» Apenas pronunciaste estas palabras todos sentimos que nos crecían alas en los hombros. ¡Qué bajo has caído, viejo gallo desplumado! Lloriqueas y me dices: «La vida terrestre significa esto: perder las alas.» ¡Sal de mi vista, comodón! Si la vida no es un relámpago y un trueno, ¡no la quiero! No te acerques a mí, Pedro, veleta, ni tampoco tú, Andrés, el aguerrido; no chilléis vosotras, mujeres. Nada temáis. No le haré daño. ¿De qué vale alzar la mano sobre él? Está muerto. Aún se mantiene en pie, habla y llora, pero está muerto y que Dios le perdone. Que le perdone Dios, porque yo no puedo perdonarlo. ¡Que la sangre, las lágrimas y la ceniza de Israel caigan sobre su cabeza!
Los viejecitos no pudieron ya soportar aquello y todos juntos se desplomaron en tierra. Despertóse en ellos la memoria, comenzaron a revivir, se acordaron del reino de los cielos, de los tronos y los esplendores y súbitamente se echaron a gemir. Se lamentaban y se golpeaban la frente contra las piedras.
De repente Jesús estalló en sollozos y quiso arrojarse en los brazos de Judas:
– ¡Perdóname, hermano Judas! -gritó.
Pero el otro dio un salto hacia atrás y adelantó los brazos para impedirle acercarse:
– ¡No me toques! -gritó-. ¡No creo ya en nada ni en nadie! ¡Me has roto el corazón!
Jesús titubeó y buscó con la mirada algo a que aferrarse. Las mujeres, con la cara en tierra, se arrancaban los cabellos y aullaban y los discípulos alzaban los ojos y lo miraban con odio y cólera. El negrito había desaparecido.
– Soy un traidor -murmuró-, un desertor, un cobarde. Ahora lo sé. ¡Estoy perdido! Sí, sí, era necesario que fuera crucificado, pero me faltó valor y me escapé de mi responsabilidad… ¡Hermanos, perdonadme! ¡Ah, si pudiera volver a vivir mi vida desde el principio!
Cuando hablaba cayó al suelo; golpeábase ahora la cabeza contra las piedras del patio.
– Compañeros, viejos amigos, decidme unas palabras bondadosas, consoladme… Me extravío… ¡Estoy perdido! Tiendo los brazos ¿y ninguno de vosotros se levanta para estrechar mi mano y decirme palabras de consuelo? ¿Ninguno? ¿Ninguno? ¿Ni siquiera tú, amado Juan? ¿Ni siquiera tú, Pedro?
– ¿Cómo quieres que hable? ¿Qué podría decirte? -gimió el amado discípulo-. ¡Nos habías hechizado, hijo de María!
– Nos engañaste -dijo a su vez Pedro, enjugándose las lágrimas-, nos engañaste. Judas tiene razón: violaste tu juramento. Has arruinado nuestras vidas.
Y súbitamente se alzó un rumor confuso y plañidero de aquel racimo de viejos:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
Mateo se puso a gemir a su vez:
– ¡Todos mis afanes se han perdido, se han perdido, se han perdido!… ¡Con qué habilidad había hecho concordar tus palabras y tus acciones con las profecías! La tarea era difícil pero lo había logrado. Me decía: los fieles abrirán en las sinagogas futuras gruesos libros encuadernados en oro y dirán: «Lectura del Santo Evangelio según Mateo.» Este pensamiento me daba alas y escribía. ¡Pero ahora todas esas obras maestras quedaron convertidas en humo, y la culpa es tuya, ingrato, ignorante, traidor! ¡Era necesario, aunque fuese para complacerme, para que esos escritos se salvasen, que fueras crucificado!
Volvió a alzarse el rumor confuso y plañidero de aquel montón de viejos:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Yo no te abandono, maestro, ahora que todos te abandonan y te llaman traidor! Yo, Tomás el profeta, no te abandono. Ya lo dije: la Rueda gira. Me quedo a tu lado y sigo esperando que gire.
Pedro se levantó y dijo:
– Vámonos nosotros. Ponte tú a la cabeza, Judas. ¡Condúcenos!
Los viejecitos se levantaron respirando entrecortadamente y tendieron el puño hacia Jesús que, con el rostro en tierra y los brazos abiertos, cubría todo el patio.
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
Le gritaban uno tras otro:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor! -Y luego desaparecían.
Jesús volvió con angustia los ojos hacia todas partes. Se había quedado solo. El patio había desaparecido, así como la casa, los árboles, las puertas de la aldea y la misma aldea. Sólo quedaban, bajo sus pies, piedras ensangrentadas. Piedras y, a lo lejos, muy abajo, una multitud de cabezas sumergidas en la oscuridad.
Reunió todas sus fuerzas para ver dónde estaba, para comprender quién era y por qué sufría. Quería completar su grito LAMA SABACTANÍ… Intentó mover los labios pero no lo logró. Sintió vértigo: iba a desvanecerse. Naufragaba en el fondo de su espíritu y desaparecía…
Pero repentinamente, y mientras naufragaba y desaparecía, alguien debió, allá abajo, en la tierra, apiadarse de él pues le alargaba una caña, y una esponja humedecida en vinagre fue a apoyarse en sus labios y en sus fosas nasales. Aspiró profundamente aquel olor acre, recobró el sentido, henchió el pecho, miró al cielo y lanzó un grito desgarrador: LAMA SABACTANÍ.
Al punto inclinó la cabeza, exhausto.
Sintió dolores atroces en las manos, los pies y el costado izquierdo. Sus ojos recobraron la vista y vio la corona de espinas, la sangre y la cruz. En el sol oscurecido centellearon dos anillos de oro y dos hileras de dientes agudos y blanquísimos. Resonó entonces una risa fresca y burlona y los anillos y los dientes desaparecieron. Jesús quedó suspendido en el aire, solo.
Sacudió la cabeza y de pronto recordó dónde se encontraba, quién era y por qué sufría. Apoderóse de él una alegría salvaje e indomable. No, no, no era cobarde, desertor ni traidor. No; estaba clavado en la cruz, había sido leal hasta el fin y había cumplido la palabra empeñada. Durante segundos, cuando había gritado ELI ELI y se había desvanecido, la Tentación se había apoderado de él y le había extraviado. No eran reales las alegrías, las nupcias ni los niños; no eran reales los viejecitos decrépitos y envilecidos que le habían llamado cobarde, desertor y traidor. ¡No habían sido más que visiones suscitadas por el Maligno!… Sus discípulos estaban vivos y sanos; habían emprendido los caminos de la tierra y del mar y anunciaban la Buena Nueva. ¡Alabado sea Dios, todo ha ocurrido como debía ocurrir!
Lanzó un grito triunfal: ¡TODO ESTÁ CONSUMADO!
Y era como si dijera: Todo comienza.