X

Lejos de allí, en Nazaret, María, la mujer de José el carpintero, había encendido la lámpara en su casita y había dejado la puerta abierta. Devanaba la lana que acababa de hilar. Se apresuraba. Había tomado la decisión de recorrer las aldeas en busca de su hijo. Trabajaba y su espíritu estaba en otra parte, erraba por los campos, vagaba por Magdala, por Cafarnaum, gesticulaba solo y desesperado bordeando el lago de Genezaret. Buscaba a su hijo. Se había escapado una vez más; Dios había vuelto a picarle con el aguijón. «No te apiadas de él, no te apiadas de mí. ¿Qué te hemos hecho? ¿Eran éstas las alegrías y la gloria que nos habías prometido? ¿Por qué hiciste florecer el bastón de José, por qué me has dado este viejo por esposo, por qué lanzaste el rayo y has hecho florecer en mi vientre este hijo único, este iluminado? Yo era un almendro en flor cuando lo tenía en mis brazos. Todo mi cuerpo había florecido. Los vecinos que pasaban por la calle me admiraban y decían: "¡Bendita seas entre todas las mujeres, María!" Las caravanas se detenían frente a mi puerta y los mercaderes decían: "¡Qué almendro en flor!" Se apeaban de los camellos y llenaban mi delantal de presentes. Pero de pronto sopló el viento y me deshojé… Cruzo los brazos sobre mi pecho vacío: Señor, tu voluntad se ha cumplido; me has hecho florecer; soplaste sobre mí y me deshojé. Señor, ¿hay alguna esperanza de que vuelva a florecer?»

«¿Hay alguna esperanza de que mi corazón se apacigüe?», se preguntaba el hijo cuando, al despuntar el día, después de bordear el lago, se halló frente al Monasterio enclavado en los peñascos rojos y verdes. «A medida que me acerco al Monasterio crece la turbación de mi corazón. ¿Por qué? ¿No he tomado acaso el camino correcto, Señor? ¿Acaso no me empujas hacia este refugio santo? ¿Por qué te niegas, entonces, a alargar tu brazo para llevar la paz a mi corazón?»

Dos monjes vestidos de blanco aparecieron en el portal del Monasterio. Se subieron a una roca y miraron a lo lejos, hacia Cafarnaum.

– No se ve nada… No se ve nada…-dijo uno de ellos, un hombre de piernas cortas, rechoncho, giboso y medio idiota.

– No lo encontrará vivo -dijo el otro, un gigantón cuya boca, hendida como la de una ballena, le llegaba hasta las orejas-. Mira, Jeroboam, me quedaré aquí de centinela hasta que aparezca el camello.

– Yo iré a verle morir -dijo alegremente el giboso, y se bajó de la roca.

El hijo de María permanecía indeciso, en la entrada del Monasterio. ¿Debía entrar o no? Su corazón latía violentamente. El patio estaba recubierto de baldosas. No había ni un solo árbol, ni una flor, ni un pájaro. Lo rodeaban nada más que higueras. Aquel patio era un desierto circular, inhumano. En todo el contorno había agujeros excavados en las rocas, semejantes a nichos: eran las celdas.

«¿Es éste el reino de los cielos? -se preguntaba-. ¿Aquí se apacigua el corazón del hombre?»

Miraba, miraba y no se decidía a franquear el umbral. Dos perros pastor, negros, saltaron de su rincón al verle y se pusieron a ladrar.

El monje giboso advirtió la presencia del visitante y silbó a los perros. Estos dejaron de ladrar. Luego se volvió y observó al forastero de arriba abajo. Sus ojos le parecieron tristes y los vestidos que llevaba muy pobres. Sus pies sangraban. Se apiadó de él.

– Bienvenido seas, hermano -le dijo-. ¿Qué viento te ha traído al desierto?

– ¡Dios! -respondió el hijo de María con voz grave, inesperadamente grave. El monje se aterrorizó. Jamás había oído pronunciar el nombre de Dios con tal terror. Cruzó los brazos y calló.

– Vine para ver al higúmeno -dijo el visitante al cabo de un momento.

– Quizá lo veas, pero él no te verá. ¿Qué quieres decirle?

– No sé; tuve un sueño. Vengo de Nazaret.

– ¿Un sueño? -dijo el monje medio loco, y se echó a reír.

– Un sueño terrible, anciano. Desde entonces mi corazón no tiene reposo. El higúmeno es santo y Dios le enseñó el significado del canto de los pájaros y de los sueños. Por eso he venido a verle.

Nunca había tenido la intención de ir al Monasterio para interrogar al higúmeno acerca del sentido del sueño que había tenido la noche en que fabricaba la cruz, de aquella persecución salvaje de que fuera objeto por parte de los enanos, con el pelirrojo a la cabeza, cargados con los instrumentos del suplicio. Pero, repentinamente, mientras estaba parado en el umbral del Monasterio, indeciso, el sueño había rasgado su espíritu como un relámpago. «¡Para eso he venido -gritó en su fuero interno-, por ese sueño vine y Dios me ha enviado aquí para mostrarme el camino! ¡El higúmeno me lo explicará!»

– El higúmeno está agonizando -dijo el monje-. Llegas demasiado tarde, hermano. Vete.

– Dios me ordenó que viniera -dijo el hijo de María-. ¿Acaso Dios puede engañar a los hombres?

El monje rió burlonamente. Había visto demasiadas cosas y ya no creía en Dios.

– Dios es Dios, ¿no es cierto? -dijo-. Hace lo que le da la gana. ¡Sería un Todopoderoso ridículo si no pudiera hacer injusticias!

Palmeó la espalda del visitante. Quiso acariciarlo, pero su mano maciza era pesada y le hizo daño.

– De acuerdo -dijo-, entra. Soy el padre hospitalario.

Entraron en el patio. Se había levantado viento y la arena se arremolinaba sobre las baldosas. Un halo turbio rodeaba el sol. El aire se oscureció.

En el centro del patio abríanse las fauces de un pozo cegado. En otros tiempos había tenido agua, pero ahora se había rellenado de arena. Dos lagartos salieron de él y fueron a tomar el sol en el desgastado brocal.

La celda del higúmeno estaba abierta. El monje cogió al visitante por el brazo.

– Espera aquí -dijo-. Pediré permiso a los hermanos. No te muevas.

Cruzó los brazos sobre el pecho y entró. Los perros se habían colocado ahora a ambos lados de la puerta. Alargaban el cuello, husmeaban y ladraban lastimeramente.

El higúmeno estaba tendido en el centro de la celda con los pies hacia la puerta. Circundándole, los monjes, agotados por una noche en vela, cabeceaban y esperaban. El moribundo, tendido sobre la estera, mantenía el rostro tenso y los ojos abiertos fijos en la puerta. El candelabro de siete brazos estaba aún encendido junto a su cabeza e iluminaba su frente cóncava y reluciente, sus ojos insaciables, su nariz de águila, sus labios azulados, su luenga barba blanca que cubría todo su pecho huesoso y desnudo. En un incensario de barro cocido habían echado incienso y esencia de rosas. El aire estaba embalsamado.

Entró el monje, olvidó la razón por la cual había entrado y se acurrucó junto a los perros en el umbral.

El sol llegaba ahora a la puerta, quería entrar y tocar los pies del higúmeno. El hijo de María estaba afuera y esperaba. Reinaba el silencio. Sólo se oían los gruñidos de los dos perros y, a lo lejos, los martillazos acompasados que caían sobre el yunque.

El visitante aguardó durante largo tiempo. Alzábase el día. Lo habían olvidado. La noche había sido glacial y ahora todo su cuerpo se calentaba voluptuosamente. De pronto, en medio de aquel solemne silencio, oyóse el grito del monje que estaba de centinela en el peñasco:

– ¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

Los monjes se sobresaltaron, se despertaron y abandonaron la celda para ir a la colina. Dejaron al higúmeno completamente solo.

Animándose a sí mismo, el hijo de María avanzó tímidamente dos pasos y se detuvo en la puerta. Dentro reinaba la calma de la muerte, la calma de la inmortalidad. Los pies delgados del higúmeno, inundados de sol, lanzaban un pálido resplandor. Una abeja zumbaba cerca del techo y un insecto negro y velludo revoloteaba perezosamente en torno de las siete llamas e iba de una a otra como para elegir en cuál de ellas quemarse.

De pronto, el higúmeno se movió. Reunió todas sus fuerzas, alzó la cabeza… y abrió desmesuradamente los ojos y la boca al tiempo que sus narices aleteaban, ansiosas, oliendo el aire. El hijo de María se llevó la mano al corazón, luego a los labios y luego a la frente, y saludó. Moviéronse los labios del higúmeno:

– Has venido…, has venido…, has venido… -murmuró imperceptiblemente. El hijo de María no le oyó. Pero en todo el rostro del higúmeno, en aquel rostro severo y doliente, se difundió una sonrisa de mudo éxtasis. Luego sus ojos se cerraron, sus narices quedaron inmóviles, su boca se selló y sus dos brazos, que mantenía cruzados sobre el pecho, se deslizaron a ambos lados de su cuerpo, con las palmas de las manos abiertas y vueltas hacia afuera.

Entretanto los dos camellos se arrodillaban en el patio. Los monjes corrieron para ayudar al rabino a apearse, mientras el joven novicio preguntaba con angustia: ¿Vive? ¿Vive aún?»

– Aún respira -respondió el viejo-. Ve todo, oye todo, pero no habla.

El rabino entró en la celda del higúmeno, seguido por el novicio, que llevaba el saco precioso que contenía los ungüentos, las plantas y los amuletos mágicos. Los dos perros negros, con la cola entre las patas, ni siquiera volvieron la cabeza. Con el hocico en tierra, gañían lúgubremente, como seres humanos.

El rabino los oyó y sacudió la cabeza: «Llego demasiado tarde…», pensó, pero no dijo nada.

Se arrodilló junto al higúmeno, se inclinó sobre él, puso la mano sobre su corazón y acercó los labios a los suyos.

– Demasiado tarde -murmuró-, llego demasiado tarde… ¡Que Dios os guarde, padres!

Los monjes lanzaron un grito, se inclinaron y besaron al muerto, según prescribía su orden, cada cual conforme a su rango: el viejo Habacuc le besó los ojos, los otros monjes la barba y las palmas de las manos, y los novicios los pies. Uno de ellos fue a buscar el cayado sacerdotal, que estaba en la silla de coro vacía, y lo colocó a la diestra de los santos despojos.

El viejo rabino, de rodillas, miraba al higúmeno. No podía separar los ojos de él. ¿Qué significaba aquella sonrisa triunfal? ¿Qué sentido tenía aquel resplandor místico que rodeaba sus ojos cerrados? Un sol había caído sobre aquel rostro, un sol sin crepúsculo, que no lo abandonaba. ¿Qué sol?

Miró alrededor. Los monjes permanecían de rodillas y se prosternaban. Juan, con los labios pegados a los pies del muerto, lloraba. El anciano rabino miró a los monjes, uno tras otro, como si les hiciera una pregunta. De pronto advirtió la presencia, en un rincón del fondo de la celda, del hijo de María, que estaba con los brazos cruzados, de pie, inmóvil, tranquilo. Pero en su rostro se difundía la misma sonrisa, la sonrisa del muerto, triunfal y serena.

– ¡Señor de las Naciones, Adonay! -murmuró el anciano rabino con terror-. ¿Continuarás tentando mi corazón? ¡Ayuda a mi espíritu a comprender, a decidirse!

Al día siguiente surgió de la arena un sol de color rojo sangre, enfurecido, rodeado por un halo oscuro. Un viento abrasador subió del desierto hacia el sol, el mundo se ensombreció y los dos perros negros del Monasterio quisieron ladrar, pero sus bocazas se llenaron de arena y callaron. Los camellos, pegados a la tierra, cerraban los ojos y esperaban.

Los monjes, cogidos de la mano, formaban una cadena y avanzaban lentamente, a tientas, esforzándose por no caer. Aquel apretado racimo de hombres llevaba los despojos del higúmeno, protegiéndolos del viento. Iban a enterrarlos. El desierto se movía: se elevaba y descendía como el mar.

– Es el viento del desierto, es el soplo de Jehová -murmuró Juan, que se apoyaba en el hombro del hijo de María-. Seca todas las hojas verdes, ciega todas las fuentes, llena la boca de arena. Dejaremos los santos despojos en un foso que cubrirán las olas de arena.

Por un instante, en medio de la tormenta y en el momento en que franqueaban el umbral del monasterio, vieron aparecer ante ellos, inmenso, negro, con el martillo al hombro, al herrero pelirrojo, que los miraba. Pero al punto la arena lo envolvió y desapareció. El hijo de Zebedeo vio a aquel ogro en el centro del tornado de arena y se asustó. Aferró el brazo de su compañero.

– ¿Quién es? -preguntó en voz baja-. ¿Lo viste?

Pero el hijo de María no respondió. «Dios todo lo dispone del modo conveniente, según su voluntad -pensó-. He aquí que ahora, en un extremo del mundo, en el desierto, me pone frente a Judas. Pues bien, hágase tu voluntad, Señor.»

Avanzaban todos juntos, encorvados. Sus pies se asentaban firmemente en la arena ardiente. Se protegían la boca y las narices con el borde de sus túnicas. Pero la fina arena ya había penetrado en sus gargantas y sus pulmones. El anciano Habacuc abría el cortejo. El viento le hizo girar bruscamente sobre sí mismo y lo arrojó en tierra. Los monjes, cegados por las nubes de arena, no lo vieron y pasaron sobre él. El desierto silbaba, las piedras resonaban y el anciano Habacuc lanzó un ronco gemido, pero nadie lo oyó.

«¿Por qué el viento de Jehová no es el viento fresco procedente del mar grande? -pensaba el hijo de María. Quería decir esto a su compañero, pero no podía abrir la boca-. ¿Por qué el viento de Jehová no llena de agua las fuentes cegadas del desierto? ¿Por qué no ama las hojas verdes, por qué no se apiada del hombre? ¡Ah, si hubiera un hombre que se acercara a él, que cayera a sus pies y tuviera tiempo, antes de quedar reducido a cenizas, de contarle la pena de los hombres, la pena de la tierra y de las hojas verdes!»

Judas estaba aún en pie ante la puerta de la celda apartada que le habían dado por taller. Miraba con una amplia sonrisa el cortejo fúnebre que quedaba sumergido en la arena y desaparecía y reaparecía balanceándose. Había visto al hombre a quien perseguía y sus ojos negros habían brillado. «El Dios de Israel es grande -murmuró con satisfacción-. Todo lo dispone de modo perfecto. Ha puesto al traidor al alcance de mi puñal.»

Gozoso, acarició su bigote y entró. La celda era oscura, pero en un rincón llameaban, sobre un hornillo, las brasas. El monje patizambo, mitad santo y mitad loco, empuñaba el fuelle y atizaba el fuego.

– ¡Eh, padre Jeroboam! -dijo el herrero con buen humor-. ¿Eso es lo que llaman el viento de Dios? Me agrada. Si yo fuera Dios soplaría de ese modo.

El monje se echó a reír.

– Por mi parte, yo no soplaría en absoluto. Estoy cansado… -dijo.

Dejó el fuelle para enjugarse el sudor de la frente y del cuello. Judas se acercó a él.

– ¿Quieres hacerme un favor, padre Jeroboam? Ayer llegó un visitante al Monasterio, un joven de barbita negra, descalzo y medio loco, como tú. Lleva envuelta la cabeza en un pañuelo con manchas rojas.

– ¡Yo lo recibí! -dijo el monje orgulloso. Pero él, herrero, está completamente loco. Parece que tuvo un sueño y vino de Nazaret para que el higúmeno se lo explique… ¡Dios le perdone!

– Escucha. ¿No eres tú el padre hospitalario? Cuando alguien llega al Monasterio, ¿no eres tú quien le prepara la celda, quien le hace la cama y le lleva de comer?

– Sí, soy yo, desde luego. Al parecer, no sirvo para otra cosa y me han nombrado padre hospitalario. Lavo, barro, doy de comer a los visitantes…

– Entonces, hazle la cama esta noche en mi celda. No puedo dormir sin compañía, padre Jeroboam. Tengo malos sueños. Satán me tienta y tengo miedo de ir al Infierno. Pero cuando siento cerca de mí a un hombre que respira, me calmo. Te daré un par de tijeras para que esquiles las ovejas, te cortes la barba, o el pelo a los monjes, para que afeites a los camellos… Así ya no dirán que no sirves para nada… ¿Entiendes?

– Dame las tijeras.

El herrero registró su bolsa y sacó un par de enormes tijeras herrumbradas. El monje se apoderó de ellas y las acercó a la luz. Las abría, las cerraba y no se cansaba de admirarlas.

– Eres grande, Señor, y tus obras son admirables -murmuró, abismado en una profunda contemplación.

– ¿Qué dices, entonces? -dijo Judas sacudiéndolo para que volviera a la tierra.

– Tenderé su cama en tu celda -dijo el monje. Cogió las tijeras y se fue.

Los monjes ya volvían. No habían podido ir lejos pues el viento de Jehová los hacía girar sobre sí mismos y los arrojaba en tierra. Habían encontrado un foso y en él habían dejado el cadáver. Llamaron al anciano Habacuc para que dijera la oración, pero no lo encontraron. El anciano rabino de Nazaret fue quien se inclinó sobre el foso y gritó a la carne vacía y sin alma: «Eres polvo, vuelve al polvo. El alma te ha abandonado y ya no sirves para nada; tu papel ha terminado. Tu papel ha terminado, carne; has ayudado al alma a bajar al exilio de la tierra, a marchar durante días y noches por la arena y por las piedras, a pecar, a sufrir, a desear apasionadamente su patria el Cielo y a su padre, Dios. ¡Carne, el higúmeno no necesita de ti, disuélvete!»

Mientras hablaba el rabino, una capa dé fina arena se había depositado sobre el cadáver del higúmeno, cuyo rostro, barba y manos aparecían ya cubiertos por ella. Alzáronse otras nubes de arena y los monjes emprendieron el camino de retorno al monasterio. En el momento en que el padre hospitalario, medio loco, cogía la esquiladora y se separaba de Judas, los monjes llegaban al Monasterio enceguecidos, con los labios rasgados y los sobacos inflamados, llevando al anciano Habacuc, a quien habían encontrado casi cubierto por la arena.

El anciano rabino se enjugó la boca, los ojos y el cuello con un trapo húmedo y se sentó en el suelo, frente a la silla vacía del higúmeno. A través de la puerta atrancada, escuchaba el soplo de Jehová, que secaba y devastaba el mundo. Los clamores de los profetas atravesaban su espíritu. En aquel aire abrasado llamaban a Dios a gritos, en aquel fuego de los labios y de los ojos debían sentir acercarse al Señor de las Naciones. «¡Vaya! Dios es un viento abrasador, es el rayo, lo sé -murmuró-, no es un jardín florido. Y el corazón del hombre es una hoja verde; Dios la hace replegarse sobre sí misma y la seca. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo hemos de comportarnos frente a él para que su rostro se suavice? Si le ofrecemos sacrificios de corderos, nos grita: no quiero carne; sólo los salmos pueden saciar mi hambre. Si abrimos la boca para entornar salmos, grita: no quiero palabras; ¡sólo la carne de cordero, la carne del hijo, del hijo único, puede saciar mi hambre!»

El anciano rabino suspiró. Se había fatigado e irritado a fuerza de pensar en Dios. Buscó un rincón para echarse en él. Exhaustos, privados de sueño, los monjes estaban en sus celdas durmiendo y soñando con el higúmeno. Durante cuarenta días su alma rondaría por el Monasterio, entraría en las celdas para ver qué hacían los monjes, para aconsejarles o regañarles. El anciano rabino paseó la mirada en torno suyo, y no vio a nadie. Solamente habían entrado los dos perros negros, que se acostaron sobre las baldosas y husmearon, gimiendo, la silla vacía. Afuera, el viento batía la puerta con rabia; también él quería entrar.

Pero cuando el rabino se disponía a acostarse junto a los perros vio de pie en un rincón, inmóvil, al hijo de María que lo miraba. El sueño abandonó inmediatamente sus párpados cansados. Se levantó, se sentó, inquieto, y, con una señal invitó al hijo de su hermano a acercarse. Este, como si esperara la llamada, esbozó una sonrisa amarga que vibró en las comisuras de sus labios y se acercó.

– Jesús -dijo el rabino-, siéntate. Debo hablar contigo.

– Escucho -dijo el joven. Se sentó en el suelo ante el anciano-. Yo también debo hablar contigo, tío Simeón.

– ¿Qué buscas aquí? Tu madre recorre las aldeas, te busca y se lamenta.

– Ella me busca y yo busco a Dios. Nunca nos encontraremos -dijo el hijo de María.

– No tienes corazón. Jamás amaste a tu padre ni a tu madre como un hombre.

– Mejor para ellos. Mi corazón es una zarza ardiente. Quema cuanto toca.

– ¿Qué te ocurre? ¿Cómo puedes hablar de ese modo? ¿Qué te falta? -dijo el rabino. Adelantó la cabeza para ver mejor al hijo de María-. Tus ojos están cargados de lágrimas. Una pena secreta te corroe, hijo mío. Confiésame esa pena… Te aliviarás. Una pena profunda…

– ¿Una? -dijo el joven. La sonrisa amarga invadió todo su rostro-. ¿Una? ¡Una multitud!

El rabino se asustó al oír aquel grito desgarrador. Colocó la mano sobre la rodilla de Jesús, para infundirle valor.

– Te escucho, hijo mío -dijo con ternura-. Revélame tus penas, sácalas del fondo de tu ser. Se exasperan en la oscuridad, pero la luz las mata. No tengas vergüenza ni miedo. ¡Habla!…

El hijo de María no sabía qué decir, por dónde empezar, qué debía guardar en secreto en el fondo de su corazón, qué debía confesar para aliviarse. Dios, Magdalena, los siete pecados, las cruces, los crucificados desfilaban ante él y desgarraban sus entrañas.

El rabino le acariciaba las rodillas, lo miraba, le suplicaba en silencio.

– ¿No puedes, hijo mío? -dijo al fin en voz baja, tiernamente-. ¿No puedes? No puedo, tío Simeón.

– ¿Tienes muchas tentaciones? -preguntó en voz más baja, más tiernamente.

– Muchas, muchas -respondió el joven con terror-. Muchas.

– Yo también -dijo en un suspiro el viejo rabino-, yo también, hijo mío, cuando era joven sufría mucho… Dios me perseguía, me ponía a prueba, quería ver si resistía, hasta qué punto resistía… Yo también tenía muchas tentaciones. Algunas presentaban un aspecto brutal, pero éstas no me daban miedo. Otras tenían un rostro apacible, lleno de dulzura, y ésas eran las que me espantaban, y vine, tú lo sabes, a este Monasterio, donde tú también has venido, en busca de reposo. Pero justamente aquí, Dios, que me perseguía, me tendió una celada. Me envió una tentación vestida de mujer… Sucumbí, ¡ay!, a la tentación y desde entonces… ¿acaso era eso lo que Dios quería? ¿Para eso me perseguía? Desde entonces me sentí tranquilo. Dios también se apaciguó y nos reconciliamos. Del mismo modo tú te reconciliarás con él, hijo mío, y te curarás.

El hijo de María sacudió la cabeza.

– Creo -murmuró- que no me curaré tan fácilmente.

Calló. El rabino guardaba también silencio. La respiración de ambos era rápida, entrecortada.

– No sé por dónde comenzar -dijo el joven, haciendo ademán de levantarse-. No comenzaré. ¡Me da vergüenza!

Pero el rabino le tomó enérgicamente las rodillas con ambas manos.

– ¡No te levantes! -ordenó-. ¡No te vayas! La vergüenza es también una tentación y debes vencerla. Quédate conmigo. Yo te preguntaré, ten paciencia, yo te preguntaré y tú responderás. ¿Por qué has venido al Monasterio?

– Para liberarme.

– ¿Para liberarte? ¿De qué? ¿De quién?

– De Dios.

– ¡De Dios! -exclamó el rabino, turbado.

– Me perseguía, clavaba sus uñas en mi cabeza, en mi corazón, en mis ijadas, quería empujarme…

– ¿Adonde?

– Al precipicio.

– ¿Qué precipicio?

– Su precipicio. Quería que me levantara y hablara. ¿Para decir qué? Nada tengo que decir y le gritaba: ¡déjame! Pero él no me soltaba. ¡Ah, conque no me sueltas! Pues bien, ya verás. Ya verás, haré que te asquees y me soltarás. Entonces caí en todos los pecados imaginables.

– ¡En todos los pecados imaginables! -gritó el rabino.

Pero el joven no le oyó. Se sentía poseído por la cólera y el dolor.

– ¿Por qué me ha elegido a mí, a mí? ¿No abrió mi pecho para ver qué se escondía allí? Todas las serpientes se entrelazan en mí y silban. Silban y danzan. Todos los pecados. Y sobre todo…

Sintió un nudo en la garganta y el sudor comenzó a correr por su rostro. Permaneció en silencio.

– ¿Y sobre todo? -dijo el rabino en voz baja.

– ¡Magdalena! -dijo el joven, alzando la cabeza.

– ¡Magdalena!

El rostro del anciano se había puesto lívido.

– Yo tengo la culpa, yo tengo la culpa de que haya tomado el camino que tomó. Desde nuestra infancia la arrojé al camino del placer. Lo confieso, y escucha, anciano rabino, te estremecerás. Debía tener tres años y me metía en tu casa cuando todos salíais, tomaba a Magdalena de la mano, nos desvestíamos, nos acostábamos en el suelo y juntábamos las plantas de los pies. ¡Qué gozo sentíamos! ¡Era un pecado! Después Magdalena siguió el camino de la perdición. Se perdió. Desde entonces, no pudo ya vivir sin un hombre, sin los hombres…

Miró al anciano rabino. Pero éste había hundido la cabeza en las rodillas y callaba.

– Es mía la culpa… ¡mía y sólo mía! -gritó el hijo de María golpeándose el pecho. Luego, al cabo de un momento, añadió -: ¡Y. si sólo fuera eso! ¡Desde mi infancia llevo oculto en mí, profundamente oculto, no sólo al demonio de la fornicación, sino también al demonio de la arrogancia, anciano rabino! Era pequeñito, aún no podía andar con paso firme, avanzaba pegado a las paredes, agarrándome a ellas para no caer. Una voz gritaba en mí: «¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios!», y avanzaba pegado a las paredes. Un día tenía en la mano un gran racimo de uvas y una gitana, que pasaba por allí, se acercó a mí, se agachó y me tomó la mano: «Dame el racimo -me dijo- y te diré la buenaventura.» Le di el racimo, la gitana se inclinó y miró atentamente mi mano. Gritó: «¡Oh! ¡Oh! Veo cruces, cruces y estrellas…» Se echó a reír y añadió: «¡Tú serás el rey de los judíos!» Luego se fue y yo me lo creí; me envanecí y desde entonces, tío Simeón, desde entonces perdí la cabeza. Jamás confesé esto a nadie, y tú eres el primero a quien se lo revelo, tío Simeón. Desde entonces, perdí la cabeza.

Calló durante unos instantes para añadir luego:

– ¡Yo soy Lucifer! ¡Yo, yo soy Lucifer!

El rabino levantó la cabeza, que tenía hundida en las rodillas, y alargó la mano hacia la boca del joven.

– ¡Cállate! -le ordenó.

– No me callaré dijo el joven, excitado-. ¡Ya es demasiado tarde y no me callaré! Soy embustero, hipócrita, miedoso. Jamás tengo el valor de decir la verdad. Cuando veo pasar a una mujer, me ruborizo y bajo la cabeza, pero mis ojos se llenan de lascivia. Nunca levanto la mano para robar, golpear, o matar, no porque no desee hacerlo sino porque tengo miedo. Quiero rebelarme contra mi madre, contra el centurión, contra Dios y siento miedo. Miedo; tengo miedo. Si abres mi vientre, verás dentro de él el Miedo, como una liebre que tiembla. El Miedo. Y nada más. El Miedo es mi padre, mi madre y mi Dios.

El viejo rabino le tomó las manos y las conservó entre las suyas para apaciguarlo. Pero se agitaba, se debatía.

– No te asustes, hijo mío -le decía el rabino, consolándole-. Cuantos más demonios hay en nosotros, más posibilidades tenemos de convertirnos en ángeles, porque los ángeles no son sino demonios arrepentidos. Ten confianza. Pero querría preguntarte una sola cosa: ¿conociste alguna vez a una mujer?

– No -respondió el joven en voz baja.

– ¿Y no querrías hacerlo?

El joven se ruborizó. No pronunció palabra alguna, pero su sangre latía violentamente en las sienes.

– ¿Y no querrías hacerlo? -volvió a preguntar el anciano.

– Sí… -respondió el joven con voz tan débil que el rabino apenas le oyó.

Pero inmediatamente tuvo un sobresalto, como si despertara de un letargo, y lanzó un grito:

– ¡No! ¡No quiero, no quiero!

– ¿Por qué? -dijo el rabino, al que no se le ocurría remedio para aliviar el tormento del joven. Lo sabía por propia experiencia. Lo sabía por haber visto a una multitud de poseídos que lanzaban espuma por la boca, gritaban y blasfemaban… el mundo les resultaba demasiado pequeño hasta que tomaban una mujer; tenían hijos y se calmaban.

– Eso no me basta -dijo el joven con voz firme-. Es demasiado poco para mí.

– ¿No te basta? -dijo el rabino, con los ojos redondos de asombro-. ¿Qué deseas, entonces?

Atravesó el espíritu del joven la imagen de Magdalena; la imaginó con paso elástico y porte orgulloso, con los labios, las mejillas y los ojos cargados de afeites y el pecho desnudo; sus dientes reían y centelleaban al sol. Pero mientras se paseaba cimbreante, su cuerpo se metamorfoseó y multiplicó. El hijo de María veía ahora un lago, sin duda el lago de Genezaret, y en torno de aquel lago millares de hombres y mujeres, millares de Magdalenas con la cabeza levantada y el rostro feliz; el sol caía sobre aquellos rostros que irradiaban dicha. Pero no era el sol, era él mismo, el hijo de María, quien se inclinaba sobre ellos, y entonces los rostros aparecían inundados de luz. ¿Era aquello la alegría? ¿El amor? ¿La liberación? No podría decirlo. Sólo veía luz.

– ¿En qué piensas? -preguntó el rabino-. ¿Por qué no respondes?

El joven estalló:

– ¿Crees en los sueños, tío Simeón? -preguntó bruscamente-. Yo creo en ellos, de hecho no creo en otra cosa. Un día tuve un sueño. Enemigos invisibles me habían atado a un ciprés seco y en mi cuerpo, de pies a cabeza, había clavadas largas flechas rojas; manaba la sangre. Me habían colocada en la cabeza una corona de espinas y en medio de las espinas se entrelazaban letras de fuego: «Santo Blasfemador». Ese Santo Blasfemador soy yo, rabino Simeón. No me hagas preguntas… ¡porque me pondré a blasfemar!

– Ponte a blasfemar, hijo mío -dijo tranquilamente el rabino, volviendo a tomarle las manos-. Ponte a blasfemar, que eso te aliviará.

– En mí hay un demonio que grita: «¡No eres el hijo del carpintero! ¡Eres el hijo del rey David! No eres un hombre sino el Hijo del Hombre profetizado por David. Es más: ¡el hijo de Dios! Es más… ¡Dios!»

El rabino le escuchaba, encorvado, y sentía estremecerse su viejo cuerpo. Asomaba espuma en los bordes de los labios resecos del joven; la lengua se le había pegado al paladar y ya no podía hablar. ¿Qué habría podido añadir? Lo había dicho todo y sentía que su corazón se había vaciado. Con un brusco movimiento liberó sus manos de las del anciano y se levantó. Se volvió hacia el rabino:

– ¿Tienes que hacerme más preguntas?- dijo en un silbido.

– No -respondió el anciano. Sentía que sus fuerzas lo abandonaban. Había sacado en su vida muchos demonios de la boca de los hombres; los poseídos acudían desde los confines del mundo y él los curaba. Tenían pequeños demonios fáciles de tratar: el demonio del baño, de la cólera, de la enfermedad. Pero aquel… ¿cómo luchar con semejante demonio?

Afuera, el viento de Jehová batía aún la puerta y quería entrar. No se oía ninguna otra voz. No había ni un chacal en la tierra, ni un cuervo en los aires. Todos los seres se habían acurrucado, aterrorizados, esperando a que pasara la cólera del Señor.

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